Ya se fue «Hamilton» de Puerto Rico. Me refiero a la obra. Pero lo que es a mí, todo el asunto me dejó con el estrés postraumático a full. La razón es simple: cada vez que este pueblo sufre un gran desengaño, es porque primero le han dado una dosis de falsas esperanzas. Y como […]
Ya se fue «Hamilton» de Puerto Rico. Me refiero a la obra. Pero lo que es a mí, todo el asunto me dejó con el estrés postraumático a full. La razón es simple: cada vez que este pueblo sufre un gran desengaño, es porque primero le han dado una dosis de falsas esperanzas. Y como preludio a ellas, por lo general, hay un avión en el aire o aparece un americano volando sobre un pueblo de la isla. Si no me creen, transportémonos en la imaginación al 1928 en San Juan. Ese año, precisamente el 2 de febrero, Charles Lindbergh aterrizó su avioneta Spirit of St. Louis en el Escambrón. La gente se emocionó con la presencia del afamado piloto, cuyas proezas no eran desconocidas en la escena local. Aunque Lindbergh resultó ser un personaje medio antipático, la gente lo homenajeó con la invención de una delicia: el famoso límber boricua. Tan grande fue el follón con la visita del aviador que la legislatura colonial aprobó una resolución bicameral dirigida al presidente Calvin Coolidge, en la cual se expresaba la esperanza de que este resolviera el tema del status. Lindbergh atentamente accedió a llevar el mensaje a la capital federal. ¡En su avión, nada más y nada menos! Algunos políticos despidieron al aviador con lágrimas de agradecimiento. Aunque no sabemos a ciencia cierta lo que Lindbergh le dijo a Coolidge, la respuesta del presidente fue todo, menos favorable. Además de estrujarnos en la cara que supuestamente «vivíamos» de la bondad del imperio, repitió lo mismo que habían dicho ya todos los presidentes desde 1898: ¡Quédense esperando el cambio! Para más mala suerte, siete meses después ocurrió el huracán San Felipe II, que destrozó la isla con vientos de hasta 160 millas por hora y que dejó cerca de 300 muertos. Y como a quien no quiere caldo le dan dos tazas, el 28 de octubre de 1929 se desplomó el mercado de valores. Ahí comenzó la Gran Depresión, cuyos efectos sobre la isla fueron devastadores. Digo, no es que yo culpe a Lindbergh por el huracán San Felipe II o por la caída del mercado de valores; pero, de que su visita fue como la de un ave (o avión) de mal agüero, eso no lo retraigo.
Y para que no haya duda, voy a citar otro ejemplo más reciente. En 1967, la cadena de televisión ABC dio inicio a la serie «La novicia voladora», cuya trama ocurría en la ciudad de San Juan. Mi generación entera se quedó boquiabierta al ver a la monja Bertrille (Sally Fields) caminando por los adoquines de nuestra capital, antes de emprender vuelo por encima de toda la bahía. Es cierto que no era una aeronave, pero el mensaje del programa no podía ser más positivo: la monja estadounidense resolvía los problemas más difíciles, mediante su habilidad de capturar la brisa sanjuanera con su toca monjil almidonada, y volar sobre San Juan. Ni menciono mucho que, al igual que pasó en 1928 durante el vuelo local de Lindbergh, en 1967 se vivía también un período de muchas ilusiones y esperanzas en la isla. Ese fue el año de la inauguración de la Phillips Petroleum Company, en Guayama. ¿Cómo no iba a estar la gente ilusionada, cuando el gobierno y la compañía hablaban de 130,000 empleos permanentes? Nada mejor, pues, que La novicia voladora para disfrutar en el hogar el sentimiento de optimismo reinante. ¡Qué honor nos hizo la monja americana volando sobre la ciudad capital!
No es fácil de describir lo que se vivió en el pueblo brujo el día de la inauguración de la Phillips. Los recuerdos y las emociones son muchas; lo digo, porque yo estaba allí. Las escuelas y negocios, por ejemplo, cerraron por varios días. La gente se lanzó a la calle a celebrar en grande el evento. No faltaron ni los tambores ni los bailes de bomba ni las carrozas de negritud. Las tiendas cambiaron el método de lay-away por el fiao. A eso de media mañana, todo el mundo se dio cita en la entrada de Pozuelo para esperar el helicóptero del gobernador del Estado Libre Asociado. FLAP-FLAP-FLAP-FLAP-FLAP. De la nave se bajó Roberto Sánchez Vilella, quien leyó un mensaje del presidente de la junta de directores de la Phillips Petroleum. ¡En Guayama, tan solo, se iban a crear 33,000 empleos! Así de exacta fue la promesa. Para que las palabras calaran bien adentro de la conciencia de la multitud los empleados del gobierno repartieron cajitas de pan con queso. Mi primo Reuben y yo nos dimos una jartera.
Y colorín, colorao, en un santiamén todo se esfumó. El vuelo de la monja voladora fue otro pájaro de mal agüero. Si lo dudan, vean el documental del amigo Pedro Ángel Rivera Muñoz, sobre «Operación manos a la obra». Los empleos para la población local no pasaron nunca de 300. Esto, sin mencionar que los jueyes de Pozuelo cayeron en desfavor, pues la carne ya no sabía a mangle sabroso, sino a nafta. ¡Todavía, por suerte, el salmorejo no era rico en cenizas de carbón! Un recuerdo muy penoso de aquella época era el de la gente en la plaza de Guayama vendiendo cuentas de carros y todo lo que habían tomado a crédito. Fue para esa época, si mal no me acuerdo, que a los residentes de las urbanizaciones de Guayama les dio con comer sopas Campbell, pues las finanzas se pusieron apretadas y, en mi pueblo todo se sabe y se dice. A Villa Rosa le pusieron Villa Campbell. No me malentiendan. Tampoco culpo a Sally Fields y a la novicia voladora por la decepción de la Phillips; pero la verdad es que hay una cierta conexión entre eso de que aparezca un gringo o una gringa volando sobre Puerto Rico, que nos embullemos en fantasías, y que al rato lleguen las desventuras.
La mente es más complicada de lo que se piensa. La verdad es que los traumas, si no se resuelven, viven latentes en el subconsciente. Yo, por ejemplo, hacía más de cinco décadas que no me acordaba de la Phillips y las decepciones que sufrió mi generación en Guayama. Eso fue así, hasta que el otro día, un amigo posteó en Facebook un vídeo de Jimmy Fallon volando montaña abajo en el zip line de Orocovis. «Nos jodimos -dije para mis adentros. Ahora de seguro que vienen las promesas y las ilusiones de miles de empleos». Efectivamente, al otro día la prensa comercial de Puerto Rico comenzó su cacareo de la bonanza que supuestamente provocaría la presentación de Hamilton en Bellas Artes. ¡Empleos, empleos, más empleos! ¡Millones, millones, millones! Broadway se muda para Santurce. Tal y como pasó con las promesas de la Phillips en 1967. Perdí la compostura…
Esa noche no pude conciliar el sueño. En mi mente se mezclaron el vuelo de Lindbergh, la «novicia voladora» y Jimmy Fallon sobre los montes de Orocovis. Hasta me imaginé al papá de Lin-Manuel repartiendo cajitas de pan con queso por las calles de Santurce. Angustiado, exaltado por la ráfaga de emociones viejas que se animaron en mi mente, me presenté a la puerta del dispensario legal de marihuana en Springfield. Iba decidido a todo. Sin embargo, la fila se extendía por siete cuadras. ¿Acaso no fue aquí, precisamente en Springfield, Massachusetts, que en 1786 los ejércitos de Hamilton reprimieron a 4,000 veteranos de la Guerra de Independencia que se rebelaron con las armas en contra de los abusos de los bancos y los «Founding Fathers»? A falta de remedios medicinales en la ciudad de la Shay’s Rebellion, traté entonces el remedio que la Vampy de Lajas recomienda para los problemas existenciales: me puse a leer a Foucault. Pero nada, absolutamente nada calmaba mi exaltación.
Entonces me acordé de una santera cubana que hay en la parte norte de Springfield. Por suerte, la sacerdotisa ofrece servicio las 24 horas, y hasta tiene una ventana servi-carro. Tan pronto llegué al lugar, me pidió la plata. Le di tres billetes de veinte, que cuidadosamente examinó a contraluz de una bombilla, marcándolos con una raya de tinta negra. Solo entonces accedió a escuchar mis tormentos.
Le hablé de Lindbergh, la novicia voladora, la Phillips, Foucault, las cajitas de pan con queso, de Fallon y de los jueyes con sabor a nafta. Tuve que explicarle que en Puerto Rico un juey es lo mismo que un cangrejo en Cuba. Le pregunté con ansiedad sobre qué pasará ahora que vimos a Fallon volando sobre Orocovis. Permaneció callada y pensativa, por diez largos minutos. Entonces, sin apenas cerrar los párpados, sus ojos se transmutaron en dos bolas blancas de color blanco intenso. Y ahí mismo, pronunció la única frase que ha traído algo de sosiego a mi corazón: «Mire, señor, todavía no ha nacido un pueblo que se deje coger de pendejo tantas veces corridas. Tenga fe en su gente, y póngase de nuevo a leer a Foucault». Lo mismo que recomienda la Vampy de Lajas…
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