El 70% de lo que hizo fue justo y el 30% equivocado. El documental de la televisión alemana Arte nos ayuda a entender determinados pasajes que perfilan la figura de Mao. Con grandes ambiciones, singularidades y errores, Mao es un comunista paradójico. En torno a su especificidad han trabajado muy pocas personas en Italia. En […]
El 70% de lo que hizo fue justo y el 30% equivocado. El documental de la televisión alemana Arte nos ayuda a entender determinados pasajes que perfilan la figura de Mao. Con grandes ambiciones, singularidades y errores, Mao es un comunista paradójico. En torno a su especificidad han trabajado muy pocas personas en Italia.
En el treinta aniversario de la muerte de Mao Tsetung, la cadena franco-alemana Arte ha emitido cuatro horas de un documental sobre su figura y relevancia política que remueven la memoria de occidente más que la de ningún otro. Mao, une histoire chinoise se basa en la homónima biografía de Philip Short, que comenta la masa de material iconográfico que recogió también en el Partido Comunista Chino. El PCC no esconde gran cosa: si Freud estuviese vivo vería la confirmación de su tesis sobre el destino del padre, héroe y fundador que es ritualmente asesinado y después interiorizado como un tótem. El rostro de Mao, en China, todavía está por todas partes, desde el escenario de las ceremonias a los puestos turísticos, mientras los peregrinajes inundan los lugares emblemáticos de su vida, conservados con grandes cuidados por el Estado. Pero ninguna de sus opciones políticas se ha mantenido en el tiempo, de tal forma que reverencia y demolición avanzan cogidas de la mano. A Mao le debemos la existencia de la República Popular, el 70% de lo que hizo fue justo y el 30% equivocado. Gracias a su 70% nosotros hemos construido un ideal de justicia basado en principios distintos de los del resto del mundo. Honores a Mao.
Lógicamente, el documental también trae a colación las problemáticas que suscita el nombre de Mao. Ni el historiador, P.Short, ni el director, Adrien Maben, ni la redacción de Arte simpatizan con el maoísmo, pero es como si se quedasen sin aliento frente a la inmensidad de los sucesos que allí ocurrieron. En China, todo tiene unas proporciones monumentales. No saben como enfrentarse a las decisiones que tomó Mao en vida. Si las analizan desde el conocido prisma de las obsesiones de un jefe de estado enfermo, las imágenes y los datos que presentan nos hacen dudar. Con todas sus grandes ambiciones, singularidades y errores, Mao es un comunista paradójico. En torno a su especificidad han trabajado muy pocas personas en Italia. En El Manifesto, Aldo Natoli, Lisa Foa, K.S.Karol y yo misma lo intentamos. Más allá de nosotros, también lo hicieron Edoarda Masi, con varias publicaciones, y más lejano en el tiempo, el grupo de Maria Regis en la publicación: Vento dell’est. Pero, ¿Cuáles son sus especificidades? Principalmente una: el estar persuadido de que toda revolución vive con la espada de Damocles de volver a aquello que la ha precedido. Mao lo considera en el siguiente orden de cosas: «apenas se cesa de remar a contracorriente».
Habla de un retorno, con apenas disfraces, a las relaciones políticas y económicas que precedieron a los tiempos revolucionarios. Unas relaciones que todavía mantenían una potente fascinación sobre amplios sectores de la población. Por ésta razón siempre bogó por radicalizar la situación política. Intentó volver a una naturaleza originariamente auténtica, en manos de los más oprimidos por el viejo orden, los campesinos, o de las nuevas figuras apenas dotadas de poder, los jóvenes. Se trata de «las ideas justas de las masas», una mirada sobre las cosas muy diferente de la que expresa Lenin en Qué hacer, pero curiosamente más cercana a la espontaneidad del ’68.
Creo que Mao estaba equivocado. Las masas son el reflejo de las ideas dominantes o se limitan a negarlas de forma confusa. Pero nadie como Mao se negó tanto a aceptar ésta premisa. Nadie creyó tan poco en que con la toma del poder la revolución llegaba a su fin último. Nadie delegó tan poco en la gestión del partido. Lo consideraba un claro candidato a generar una nueva «raza de señores que pesa sobre la espalda del pueblo». Nadie creyó tan poco en que el proletariado pudiese servirse del modelo capitalista para construir la «base material» del comunismo. Mao jamás denunció a Stalin, pero no se le parece en nada.
Quizá fue ésta la razón por la que Mao nunca ganó, hasta que la revolución China era nacional y modernizadora. Pero pronto, en 1956, ve el gusano que corrompe el fruto del sistema soviético. No se separa de la URSS, pero si de su brújula. La capacidad reguladora del mercado en que se refugian todos los comunistas en crisis, es el exacto opuesto de lo que sostiene Mao. Él cree en la aceleración del conflicto, que también se reproduce donde las bases materiales del capitalismo han sido abolidas, en las contradicciones en el seno del pueblo, en las diferencias entre los que detienen algún medio de producción y los que no. Y en las ideas, en el impulso natural al dominio. Éste es su marxismo, fuertemente cimentado en la pinza entre homologación y revolución. Se le pueden reprochar voluntarismos y simplificaciones, no el haber buscado un poder personal dentro de un sistema político y burocrático. Nadie luchó tanto para romperlo en mil pedazos.
Ésta es la paradoja que encontramos en el documental de Short. De los cuatro capítulos, la primera discurre tranquilamente. Nos habla del período comprendido entre su adhesión al nacionalismo progresista de Sun Yat-Sen, después al Partido Comunista Chino, hasta que termina por rechazar a ambos. Cuando Chang Kai-Shek sucede a Sun Yat-Sen y está dispuesto a todo, inclusive a invadir Japón, Mao ataca atravesando toda China, liberando zonas, instaurando otro modelo de sociedad, combatiendo a Japón. Los documentos son impresionantes. Es en el segundo capítulo sonde se empiezan a delinear sus especificidades y también su fatal conclusión. Tras una nueva reforma campesina, tras la sangre que la URSS le pide para la guerra de Corea, tras 1956, Mao decide cambiar de rumbo radicalmente. Reniega del modelo de edificación socialista propuesto desde Moscú: prioridad de la industria a expensas de la agricultura, prioridad de la industria pesada frente a la ligera. Su discurso de 1957, titulado «Diez grandes relaciones», no se conoce (ni tan siquiera lo encuentra el equipo de Short) pero es el adiós al esquema de desarrollo soviético. En 1958 decide dar otro paso adelante: China vivirá de sus propios recursos, no como un inmenso país verticalizado por un comando central, si no como el sumarse de millares de pequeñas voluntades autogestionadas colectivamente, que buscarán, en un salto sin precedentes, abolir la diferencia entre agricultura e industria, sumando fuerzas, tiempos y objetivos de producción y, lo más importante, de reproducción social. No tan solo trabajar juntos, si no comer, estudiar y vivir juntos.
De esta voluntad resulta un enorme esfuerzo que acaba mal, ¿dónde estaba el error? Responsamos considerando que, curiosamente, es un modelo de desarrollo, basado en lo local, descentralizado y autogestionado, que afloró en varias administraciones locales del ’68 y que ha vuelto a tomar enorme fuerza en los movimientos alter-globalización. Quizá, la primera respuesta es que en un país pobre – increíbles las imágenes de millones de brazos sustituyendo el déficit en tecnología – ésta clase de proyecto, admitiendo que en otra parte pueda ser realizable, no funciona. Y además, una cosa es trabajar la propia tierra y otra es trabajar la de todos. Una cosa es buscar un beneficio, en proporción a tu propio esfuerzo, otra es que todos cobren el mismo sueldo. Una cosa es comerse una sopa miserable en casa, otra comerse una inmensa menestra en una mesa compartida. Hay una parte del yo que necesita de un lugar propio, un refugio que ofrezca una identidad inmediata y que no se construye a través de órdenes.
Mao pone en marcha un movimiento que se le escapa, no porque es saboteado si no porque consigue sus objetivos. ¿Es una ley económica lo que le conduce al fracaso? ¿No se la puede contradecir sin obtener mil desastres a cambio? Bruscamente, la URSS le retira todo su apoyo: las ayudas financieras y técnicas a la industria. El documental no nos muestra a los ingenieros saliendo del país a toda prisa, ni el frenazo en las distribuciones. Solo nos muestra las escaramuzas por la titularidad de unas islas sobre un río. La relaciones se han degradado. A partir de éste momento la URSS hará todo lo posible para que los 81 partidos comunistas existentes condenen formalmente a China. Tan solo lo consigue parcialmente, también gracias a la oposición de los italianos. Pero su grado de aislamiento es muy alto. La guerra en Vietnam no hace si no acentuarlo.
Mao, tras el fracaso del Gran Salto que había impulsado, pierde todos sus cargos en el partido. Seguirá manteniendo un gran peso específico gracias a la autoridad que conserva. No está, ni se siente, aislado. Pero cuando, pocos años después, los estudiantes cuelgan su famoso cartel contra las autoridades académicas en la Universidad de Pekín, Mao sigue fiel a su discurso: los apoya colgando unilateralmente un cartel de factura propia a las puertas del CC que invita a bombardear la sede central del PCC.
Vuelve a apostar, ahora a favor de la primera generación aculturada de estudiantes, a favor de los que ven en la burocracia universitaria un símbolo de poder incrustado y estancado. Mao los protege con su apoyo, y el movimiento, y la selva de tatzebao que los acompaña, se hace pronto despiadado. El «nos habeis oprimido», se convierte en un «sois unos burgueses, los enemigos». El material del documental de Short sobre la revolución cultural, impresiona. Es como si alguien hubiese puesto en marcha un impulso que parece irrefrenable en los rostros inquietos, en el desahogo, en la furia. Más que por la violencia física, que también se dió, pero no fue ejercida por el aparato, la recomendación que llega del centro pide calma, solo Mao, el incendiario, aconseja que se deje a los jóvenes equivocarse y aprender de sus propios errores. Pero las cosas no irán por este camino. No es necesario matar, y todavía menos por violencia de estado. Muchos no aguantan las humillaciones, pesadamente simbólicas, y se suicidan, otros, enviados al campo, no aguantan, muchos otros desaparecen entre destituciones por aclamación popular.
Del grupo dirigente la primera víctima es Peng Chen, alcalde de Pekín, pero la más ilustre es Liu Shaoqi, viejo compañero de guerra y viejo señor estupefacto que acabará sus dias por falta de cuidados en una especie de carcel. A diferencia de la URSS, no se fusila a nadie. Se nos presenta una única foto de ejecuciones, pero no se nos dice de cuando ni de quién. Se habla de un millón de muertos a lo largo de la revolución cultural y de ocho millones de muertos a causa de la carestía que generó el Gran Salto. Pero se trata de datos más obtenidos por demógrafos, a posteriori, que basadas en una documentación, quiz´imposible de conseguir. Un millón de muertos sobre una población próxima los mil millones, ¿Es más o menos que los muertos a causa de la Revolución Francesa? Pero da miedo. Una de las muchas ex guardias rojas entrevistadas, hoy todas profundamente arrepentidas, reconvertidas en funcionarias o maestras, habla de esa época como si se estuviese viviendo un delirio colectivo. Un perder la cabeza a favor de la persuasión de tener que abatir al enemigo. Pero concluye: ha sido la primera vez en China que todos pudimos tomar la palabra. Salvo a Mao y a Lin Biao todos eran criticados. Fue la primera experiencia democrática en masa de mi país. El juicio sobre la revolución cultural no puede ser unívoco, todo bien o todo mal.
Cuando Mao y Zhou Enlai declaran que esa fase ha terminado, una inmensa turba de jóvenes reunidos en asamblea, tienen el rostro cruzado de lágrimas. En los hechos y en el documental de Short todo se confunde: los años y los sucesos. Y casi todo se vuelve poco creíble. Que Lin Biao busque refugio en la URSS es verosímil en la misma medida en que podamos creer que Rossana Rossanda, perseguida por no haber escrito que Mao es un criminal, busque apoyo y refugio en Condolezza Rice. Después llega el final del viejo Mao, muy desgastado, sobre una cama sobrecargada de libros (hoy se dice con más facilidad: sobrecargado de mujeres). El resto, poco antes o poco después, son imágenes que ya hemos visto, Nixon en Pekín junto a un jocoso Kissinger. El rostro furioso de Jiang Ping durante su proceso, aunque no viésemos su cadáver de suicida carcelario. De la banda de los cuatro solo se nombra a dos, caídos en el mismo silencio que la Comuna de Shanghai. Sobre todas las cosas surge el rostro alargado de Deng Xiaoping. Los artistas chinos de hoy dicen que Mao no ha muerto. Pero tampoco parece vivo.
Da igual, ya es un gran trabajo lo que Arte nos ofrece. Lo que sí importa de toda ésta historia es que los comunistas, me refiero a los ex, se queden callados. Como si fueran presa de un odio furioso hacia todo aquello que fueron en su día. A pesar de que ni tan siquiera eran guardias rojas.
Obsesiones
Quien ve rojo si se habla de Mao
El domingo pasado, en la Repubblica, Filippo Ceccarelli con maneras urbanas (Rossanda da problemas), el lunes en el Corriere della Sera Pierluigi Battista con maneras inurbanas (Es una vieja y patética chatarra) se enfadan conmigo por lo que he escrito sobre Mao.
Sin pensarlo, los dos deciden atribuirme las consideraciones del actual Partido Comunista Chino: el 70% de lo que hizo Mao estuvo bien, el 30% mal. Me acusan de haber inventado el comunismo en porcentuales. Un periodista puede pensar lo que le venga en gana de los experimentos maoístas, pero cuando escribe debiera tomarse la molestia de dar una ojeadita de control en Internet. Battista está tan ofuscado que lee la famosa porcentual al revés.
Ayer, en fin, en el Liberazione, Antonio Moscazo me ataca perversamente basándose en el volumen de Short, que refleja sin demasiadas preguntas la versión del grupo dirigente Chino actual, y sobre los libros de John Halliday y Jung Chang que incluso los autores del «Libro negro del Comunismo» han definido como faccioso y poco documentado. No sé si me explico.
Estas buenas personas ven literalmente rojo si se habla de Mao, o en general si se habla de lo que ocurrió en esos años. También Riga Gagliardi se fustiga en esos tiempos. No es la primera vez ni será la última. Para la gran parte de estas personas el deseo de deshacerse de su propio pasado se ha convertido en una obsesión. Debieran dirigirse a un terapeuta. Y sus directores, Ezio Mauro, Paolo Mieli y Piero Sansonetti, exigir algo más de prudencia profesional.
Rossana Rossanda es una escritora y analista política italiana, cofundadora del cotidiano comunista italiano Il Manifesto. Acaban de aparecer en Italia sus muy recomendables memorias políticas: La ragazza del secolo scorso [La muchacha del siglo pasado], Einaudi, Roma 2005. El lector interesado puede escuchar una entrevista radiofónica (25 de enero de 2006) a Rossanda sobre su libro de memorias en Radio Popolare: parte 1 : siglo XX; octubre de 1917, mayo 1968, Berlinguer, el imperdonable suicidio del PCI, movimiento antiglobalización, feminismo; una generación derrotada; y parte 2 : zapatismo; clase obrera de postguerra; el discurso político de la memoria; Castro y Trotsky; estalinismo; elogio de una generación que quiso cambiar el mundo.
Traducción para www.sinpermiso.info : Luca Gervasoni