Una vez estuve en Berlín, en la zona este, invitada por la televisión socialista, junto con un grupo de europeos de diversas nacionalidades. No recuerdo la excusa de la convocatoria, pero no era difícil adivinar que el objetivo era propagandístico. Debo reconocer que sentí, durante aquellos días, una inmensa ternura ante el ingenuo esfuerzo que […]
Una vez estuve en Berlín, en la zona este, invitada por la televisión socialista, junto con un grupo de europeos de diversas nacionalidades. No recuerdo la excusa de la convocatoria, pero no era difícil adivinar que el objetivo era propagandístico. Debo reconocer que sentí, durante aquellos días, una inmensa ternura ante el ingenuo esfuerzo que realizaban nuestros anfitriones para producir buena impresión, sin menoscabo ideológico, aparentando lo que sin duda ya eran sin necesidad de aparentar: gente que con entusiasmo o desgana, con sencillez o sofisticación, libres o atemorizados, estaban unidos por un interés común: vivir en paz en un mundo en que se respetara al ser humano como merece.
Es curioso, pero es la tercera vez que, en un par de meses, escribo sobre Berlín. Sin pretenderlo, completo la trilogía. cumpliendo las reglas tradicionales de la acción dramática. El primer articulo estuvo dedicado al esfuerzo del cambio, al riesgo de querer lo mejor en contra de la imposición de los poderosos, a la lucha por hacer extensivo el bienestar a toda la humanidad, por pretender que cada ser humano tenga la posibilidad de ser feliz. En definitiva: una revolución fallida la de 1918, encarnada en Rosa Luxemburg. El segundo texto, escrito junto con Montserrat Galceran, lo protagonizó el ángel situado en la berlinesa Plaza de la Estrella, observador de las mentiras y los crímenes del nazismo. Memoria del tiempo en el espacio. Llega hoy el desenlace, y este tercer acto se llama destrucción. El Berlín que visité cuando existía el muro era un monumento a lo irreparable. A pesar del tiempo transcurrido se mantenían algunos edificios deshechos por las bombas de los aliados y muchas paredes agujereadas por sus disparos. Recuerdo el tétrico monumento a los caídos. Un recinto no excesivamente grande donde había una tumba, una antorcha siempre encendida y ante cuya entrada dos soldados hacían guardia permanentemente.
A lo lejos, al otro lado de la gran pared divisoria, en el oeste de Berlín, abundaban las luces. la iluminación era abrumadoramente provocatíva; también propagandística, pero sin objetivo común: no se trataba de luchar para que todos pudiéramos ser felices, para eso estaba la publicidad.
En un relato titulado «Friedrichstrasse», publicado en «Berlín, después del muro», un pequeño pero interesante libro, David Wagner, dice así: «Lo que alguna vez fue Friedrichtrasse, solo lo saben hoy las tarjetas postales viejas. Hoy día es una vereda donde se ensartan nuevas y antiguas metáforas berlinesas. Quien se pasea desde la estación Friedrichstrasse o de la esquina de la calle Unter den Linden rumbo a Hallesches Tor, puede observar la sorpresa de visitantes, turistas y también de algunos visitantes de la ciudad. Quien se ausento por muchos años podría pensar que despierta de un sueño. Tal parece que hubieran surgido bastidores gigantes en mitad de la obra, el vacío se llenó, como en un escenario de opera para la escena del coro, con gente de traje que habla por un teléfono móvil. De vez en cuando, uno de ellos pasa en patineta.»
Entre lo que fue el Berlín de las viejas postales y el de los grandes bastidores operísticos, ha ocurrido algo terrible que, a la luz de la costosa y ardua transformación, parece irrelevante: la destrucción ha sido causante del cambio. TVE emitió el pasado 16 de Diciembre, un documental sobre la caída de Berlín, con imágenes inéditas de los bombardeos. Durante la emisión no pude dejar de repetir para mi misma, una y otra vez: ¡Que locura! ¡Cuanta locura! Destruir es acabar definitivamente con algo. material o inmaterial, haciendo que deje de existir como lo que es. Los edificios, mal que bien, se pueden restaurar pero ¿se restauran los corazones? ¿Se rehabilitan las conciencias? ¿resucitan los muertos? ¿el dolor germina la tierra ? ¿enseña el olvido? ¡Que locura! En lugar de aprender como no destruir de tan terribles experiencias, se ha aprendido a destruir con mayor eficacia. De Berlín en 1945 a Irack en 2004 ha pasado un largo tiempo que ha sido un corto camino. Nadie parece haber recorrido antes ese obsceno camino. Solo los hombres que murieron y los hombres que les dieron muerte :»Nuestra es la muerte que tuvo lugar y la mano que anudó la cuerda», piensa Elizabeth Costello en la pluma de Coetzze.
Tampoco existe ya el Berlin socialista. No hay socialismo pese a ser el camino cándido que recorre la esperanza. Mientras escribo «ternura» me parece una hermosa palabra. Para mi significa imaginar lo que siente el otro para ponerse en su lugar y sentir con él algo propio, por quererlo, o por no quererlo, pero sentir con dulzura. Al fin y a la postre indica una forma de participación. Mientras que «obscenidad» significa fuera de escena, también según Coetzze. Me digo que quizás valga la pena ser tan ingenuos como para tener un objetivo y poner esfuerzo para aparentar lo que realmente somos, diciendo con Heiner Miller:
«Aqui estaba uno ¿Y lo otro? Sobra sitio entre la rama y la tierra».