Donald Trump es muy aprovechable como figura inspiradora de reflexiones sobre nuestro mundo actual. A mí se me antoja un síntoma de un estado de cosas complejo y lleno de contradicciones que se resiste a una fácil comprensión mediante unos pocos conceptos estereotipados. Todo un reto para la inteligencia. Me parece congruente con el carácter […]
Donald Trump es muy aprovechable como figura inspiradora de reflexiones sobre nuestro mundo actual. A mí se me antoja un síntoma de un estado de cosas complejo y lleno de contradicciones que se resiste a una fácil comprensión mediante unos pocos conceptos estereotipados. Todo un reto para la inteligencia.
Me parece congruente con el carácter del personaje que, como ha sido referido por los medios en los últimos días, haya roto con la norma no escrita de que el presidente electo de los Estados Unidos de Norteamérica informara en rueda de prensa de sus primeras decisiones con vistas a la conformación de su equipo de gobierno, y haya preferido servirse de Twitter, ajustando sus mensajes a la extensión de los archifamosos 140 caracteres. Congruente, pues para un populista como es él es la mejor vía de transmitir directamente al pueblo sus egregios designios. Todo populista entiende que sólo ha de rendir cuentas ante el pueblo, que es lo que no es el establishment (ya se ve que, como en el caso de Dios -tal como reveló el Pseudo Dionisio Areopagita– el Pueblo es un ente inefable. Ni siquiera Agustín García Calvo, que en tiempos solía hablar en la radio «por boca del pueblo», atinó a verbalizar su esencia, sin duda metafísica según establece la escolástica respecto de todos los universales). Porque el establishment lo constituye el conjunto de personas, instituciones y entidades influyentes en la sociedad que procuran mantener el orden establecido. Los medios de comunicación institucionalizados como tales, los acreditados para asistir a las ruedas de prensa, son parte integrante de aquél desde la perspectiva populista. Trump es el mesías que viene a salvar al pueblo elegido de Dios, y a él solo ha de rendir cuentas; no cabe intermediación.
Hace años, con ocasión de la irrupción de Wikileaks en el escenario mediático, la veterana y prestigiosa periodista Soledad Gallego-Díaz, publicó un artículo titulado Aprendizaje cívico, en el que con el tino, sensatez y elegante sobriedad seña característica de su estilo, exponía una razonada defensa de la imprescindible función de los medios de información en las calificadas por Karl Popper como sociedades abiertas. Según la periodista, el medio responsable debe «intentar no solo responder a las preguntas que se hacen los ciudadanos sino, sobre todo, ayudarles a formular las preguntas correctas, esenciales precisamente para su comportamiento cívico. La primera de esas preguntas es siempre «¿Quién decide por mí? ¿Cómo ha llegado a esta decisión? ¿Qué datos maneja y qué objetivos persigue en mi nombre?»».
Twitter no parece el medio más adecuado para facilitar esa vía de comunicación necesaria con la opinión pública, si es que nos preocupa la formación cívica de la misma. Antes bien, me da que tiende más a la promoción de unos hábitos expresivos poco afinados en la templanza de la reflexión -que exige, como señala oportunamente la periodista recién citada, la interrogación- ya que cuesta muy poco apretar el gatillo de la opinión y dispararla sin más en la comuna de los opinantes; tampoco hay que elaborarla mucho, porque el mensaje a la fuerza ha de ser breve -incluso puede el emisor fardar de sugerente, enigmático, aforístico o qué sé yo-. Es un medio muy acorde con esta cultura pseudoigualitaria en la que se idolatra el derecho de cada uno a decir lo que piensa con la exigencia por delante de que sean respetados cualesquiera sean sus puntos de vista. Sobre esto escribió hace más de una década Fernando Savater un insuperable artículo titulado Opiniones respetables. En él alude a los que denomina «opinantes encallecidos», aquellos que hacen un «uso espurio de la opinión», los cuales identifican su dignidad con la veracidad de lo que sostienen. Esto tiene una consecuencia la mar de corrosiva para la empresa del conocimiento, y que Savater expone meridianamente: «Como cada cual tiene derecho a su opinión, lo que nadie puede recusar, se entiende que todas las opiniones son del mismo rango y conllevan la misma fuerza resolutiva, lo cual destruye cualquier pretensión de verdad».
Me pregunto si la afición creciente a los tuits no fomenta ese uso espurio de la opinión, que se muestra más que de ninguna otra forma como la expresión de un parecer personal en el que tiene más peso la identificación de un punto de vista que no la exposición de razones que se comparten públicamente para su discusión. ¿Puede conformarse así un paradigma de opinión pública menos dado a la reflexión alejada de personalismos y basada en el razonamiento dialógico? Porque el auténtico diálogo puede acabar enfrentándonos a nuestras incoherencias o revelar la ignorancia que ocultan nuestras más fuertes convicciones, en la mayoría de los casos seguramente una amalgama heterogénea de imágenes, conceptos, frases hechas y criterios que, en su mayor parte, no ha construido el opinante encallecido, que no sabe que son herencia de legados culturales diversos. Tomar consciencia de ello implicaría seguramente un distanciamiento de la opinión subjetiva respecto de la noción y valor de la identidad propia, lo que seguramente lo situaría en una mejor disposición para, llegado el caso tras un auténtico intercambio de razones, desprenderse de sus convicciones, lo que ya no se sentiría como un menoscabo de la dignidad por parte de quien expone su parecer.
Sería nefasto que el modelo del tuit acabara desplazando al diálogo en su función conformadora de nutriente de la opinión pública. En Twitter el logos se torna una suerte de disparo que ha de ser contundente y rápido de reflejos, algo que no cuesta elaborar y que tampoco requiere de mucha calidad formal, pues su emisión no es nada costosa ni ha de superar ningún filtro cualificado; cualquiera con una cuenta de Twitter lo tiene al alcance de la mano, como el revólver que lleva al cinto todo vaquero en las películas del oeste americano (que se lo digan si no a Fernando Trueba, víctima reciente del fuego graneado de los tuiteros patriotas con ocasión del estreno de su última película de reciente estreno).
Los tuits, sobre todo de las celebridades (celebrities, como Trump, que lo fue antes que político), llamarán siempre la atención -y por lo mismo siempre serán prontamente efectivos- porque poseen intrínseco carácter de (aparente) novedad e inmediatez. Así mirado el tuit es como el mensaje publicitario: esos breves mensajes de los famosos son como los típicos anuncios testimoniales en los que se hace uso de un personaje público para publicitar un producto; esa es la única razón que justifica la compra para el consumidor. De manera análoga en el caso de las opiniones tuiteadas, ese famoso opina tal cosa, y ese es el único argumento que valida la opinión. El político Alberto Garzón, usuario habitual de Twitter, lo reconoce así cuando en su web define la red social como «un sistema de nodos, (…), que hace que la capacidad de difusión crezca más cuanto más reconocido sea el usuario».
Los tuits son como esas piezas de «Lego» de infinita variedad morfológica que, colocadas donde sea menester, culminan el abigarramiento del ecosistema de la información, en el que ha tiempo quedó proscrito el silencio. En el enjambre es precisamente el título de uno de los breves pero intensos ensayos de Byung-Chul Han, en el que se da cuenta de las causas de esa proscripción seguramente inconsciente, pero no por ello menos real. Una de ellas la representa muy bien Twitter; y es que ya no somos meros receptores y consumidores de información, sino que todos aspiramos a ser emisores y productores. El medio digital nos lo concede, y sin intermediarios generamos información de continuo. Así Trump, como decíamos, puede saltarse la mediación de la prensa para hablar con el pueblo. Los periodistas ya no serán los sacerdotes de la opinión pública o representantes -como señalaba Soledad Gallego-Díaz- de la inquisición cívica que ha de ejercerse sobre toda instancia de poder existente en un Estado democrático. Se liquida la época de la representación por la desmediatización general; con un efecto colateral -a decir del filósofo de origen surcoreano- que apuntamos con sus propias palabras: «Con frecuencia, la representación funciona como un filtro, que produce un efecto muy positivo. Actúa seleccionando y hace posible la exclusiva. Por ejemplo, las editoriales, con un programa exigente, llevan a cabo la formación cultural, intelectual. Y los periodistas ponen incluso en peligro su vida para escribir reportajes cualificados. En cambio, la desmediatización conduce, en muchos ámbitos, a una masificación. El lenguaje y la cultura se vuelven superficiales, se hacen vulgares».
Esta desmediatización no respeta tampoco la jerarquía de criterio en la convalidación del saber. Y así cualquiera puede opinar sobre transgénicos y vacunas, difuminando la línea platónica que separa la opinión o la creencia del conocimiento. En la práctica supone no aceptar la representación del científico como perito en el oficio del saber con los peligrosos efectos que conlleva, sobre todo cuando se trata de salud pública (piénsese, si no, en el caso de las vacunas) o de supervivencia de la especie (repárese en el tratamiento frívolo que durante su campaña hizo Trump del asunto del calentamiento global). Pero a cambio tenemos el perfecto reclamo para una atención valetudinaria, demasiado impaciente y nerviosa como para concederse el deleite de la lectura culta y sosegada. Lo que Nicholas G. Carr trata profusamente centrándose en el componente de la influencia de las nuevas tecnologías digitales en su libro Superficiales, mostrando cómo el medio digital afecta a la manera de leer, Rafael Argullol lo sintetiza a partir del hecho de «la drástica disminución del hábito de lectura» al que él le confiere categoría de «fenómeno epocal que necesariamente marcará el futuro». En un artículo de hace poco más de un año titulado Vida sin cultura ofrece una valoración de lo que sería un nuevo modo de leer absolutamente congruente con el éxito del paradigma de opinión pública que representa Twitter. Una de sus ideas principales es la que sigue: «el acto de leer se ha transformado en un acto altamente dificultoso y, para muchos, imposible. Me refiero, claro está, a leer un texto que vaya más allá de la instrucción de manual, del mensaje breve o del titular de noticia. Me refiero a leer un texto de una cierta complejidad mental que requiera un cierto uso de la memoria y que exija una cierta duración temporal para ir eligiendo en libertad, y en soledad, los distintos caminos ofrecidos por las sucesivas encrucijadas argumentales».
Desde mi experiencia docente de más de dos décadas he de decir que reconozco en esas palabras la descripción acertada de una realidad que me resulta desasosegantemente palmaria.
Quiere decirse, entonces, que el ciudadano que quedase satisfecho con los tuits de Donald Trump como modo de información sobre los planes que va pergeñando su flamante presidente electo -o el satisfecho con su discurso simplista a la par que sincopado, que para el caso es lo mismo- encajaría con el perfil del pseudolector, es decir, de aquel que es incapaz de cumplir con las cinco condiciones mínimas que requiere el genuino acto de leer, a saber: complejidad, memoria, lentitud, libertad y soledad. Queda así el pseudolector desconectado de lo que Gregorio Luri en su inspirador libro titulado ¿Matar a Sócrates? llama «el gran diálogo», donde el logos palpita y a través del cual tenemos franco el acceso a «la gran república del saber», cuyo fundamento lo constituiría «el legado histórico de la cultura humanista e ilustrada construida a lo largo de más de dos milenios» -en palabras de nuevo de Argullol-, el mismo que corre el riesgo de desvirtuarse según Byung-Chul Han con la comunicación desmediatizada, la comunicación digital, a la que también tacha de «máquina narcisista del ego», destructora del espacio público y que agudiza el aislamiento del hombre, ya que no es «ningún medio dialogístico». ¿No tendría ese legado que ser el principal venero que abasteciese las corrientes de la opinión pública que para muchos se confunde con el saber, y no los espontáneos géiseres de las redes sociales? ¿Acabará ocurriendo que en sus aguas sólo circularán los mensajes fáciles de descodificar, precisamente esos que tan bien se le dan a Donald Trump?
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