Donald Trump es un payaso, qué duda cabe. Pero un payaso que, en algún momento, contó con el apoyo de casi la mitad del circo. Permitámonos un ejercicio. Saquemos los exabruptos, su pasado abusador y, en general, las ridiculeces que fueron restando apoyo en la campaña de Trump. Por el contrario, pensemos en un verdadero […]
Donald Trump es un payaso, qué duda cabe. Pero un payaso que, en algún momento, contó con el apoyo de casi la mitad del circo. Permitámonos un ejercicio. Saquemos los exabruptos, su pasado abusador y, en general, las ridiculeces que fueron restando apoyo en la campaña de Trump. Por el contrario, pensemos en un verdadero político, diestro, muñequero, uno que se limitara a buscar apoyo electoral trasmitiendo y defendiendo las promesas con que se inició su aventura presidencial, es decir: volver el Estado nación, cercar las fronteras, crecer hacia adentro. ¿Cuál sería el destino del mundo si Trump hubiese mantenido su candidatura restringida al mensaje inicial, exenta de sus perturbaciones psicológicas? ¿Hubiese podido acceder al gobierno con un mensaje anti establishment, absolutamente contrario a la ideología libremercadista propugnada, precisamente, por Estados Unidos después de la segunda guerra mundial? Más allá de lo mediático, y en clave politológica, es el rol del Estado nación el que se disputa en la candidatura norteamericana. Ahí y en el mundo. El Estado mínimo de Clinton versus el nacionalismo de Trump.
Probablemente, el suceso más importante en la política internacional del siglo XXI es el ascenso de China como potencia mundial. Su experimento político es una forma específica de capitalismo, donde el Estado posee una importancia fundamental. Li Xing define el caso chino como Estado-civilización. Los chinos, como Hegel o Rousseau, conciben al Estado como una comunidad ética, ven en el Estado un acuerdo moral y civilizatorio. Por lo tanto, «el estado goza de mayor autoridad natural, legitimidad y respeto, visto por los chinos como guardián, custodio y encarnación de su civilización».
Ante el evidente asenso de China, también es factible pensar que el discurso de Trump nace como una respuesta desesperada al desmoronamiento de la hegemonía norteamericana, que, tras la segunda guerra mundial, armó un mundo a su medida, con un control militar (OTAN), un control económico financiero (Gatt, FMI, Banco Mundial) y político (Consejo de Seguridad). Como sabemos, una sociedad internacional anárquica, carente de un poder que pueda ejercer el monopolio de la violencia, el poder del Estado es el único medio por el cual cada Estado puede defender sus intereses vitales. En ese sentido, el misterioso discurso de Trump busca mantener los intereses de Estados Unidos, o sea el estatus quo de la política mundial, apelando a un nuevo rol del Estado. Trump se dirige a hombres blancos empobrecidos, ex trabajadores de empresas que salen de Estados Unidos en búsqueda de bajar los costos laborales y las cargas fiscales. Marc Bassets1, en una columna de El País, planteaba un dato de la causa: si solo votaran hombres en las elecciones, la candidatura la ganaría Trump. Como señala Julie Connan, Trump despertó al «gigante adormecido de la América blanca», y, gane o no gane, ese gigante seguirá presionando por políticas nacionalistas que permitan hacer a «América grandiosa nuevamente». Trump, a diferencia de todos sus antecesores, habla de fortalecer empresas nacionales. Es decir: un discurso antagónico al ADN de la política norteamericana. Y hasta antes de los escándalos, no poca gente le creía. Lo apoyaba. No solo ahí. En Europa, la ultra derecha es gobierno en Polonia y Hungría y, posiblemente, en Austria. Crece su apoyo en Alemania y Francia. Todos comparten un discurso parecido al de Trump, pero sin un Trump.
¿Seria, entonces, presuntuoso plantear que vivimos hoy un proceso mundial en el que decae la idea neo-liberal del Estado-nación, y que, por tanto, tiende a decaer la subordinación de la política a la economía? Si y no. Como sabemos, la expansión del capitalismo siempre fue de la mano con la expansión territorial. Sin embargo, en el actual reparto del mundo, y considerando la trasmutación del capital, ya no es necesaria la guerra para expandir los mercados y, por lo tanto, se percibe que la clave del crecimiento económico está en el fortalecimiento de las fronteras y un apoyo del Estado a las empresas privadas. Formula asiática. Sin embargo, los paladines del capital, los mismos que hablan de crecimiento y se niegan a pagar impuestos, aún cuentan con las garantías de un sistema que les permite separa el lugar de producción, del lugar de declaración fiscal.
Durante el siglo XX, el Estado gozó de una importancia fundamental. Pensemos en el Estado de bienestar de la Europa Occidental, en la predisposición de los ciudadanos a permitir que las autoridades crearan impuestos públicos; pensemos, además, en la propensión a alistarse en el ejército para luchar y morir por su país por millones en las dos guerras mundiales del siglo pasado. Como plantea Hobsbawm, «durante más de dos siglos, y hasta los años setenta, el crecimiento del Estado moderno fue una constante, y fue ajeno a cuestiones de ideología o de organización política: liberal, socialdemócrata, comunista o fascista». Luego vino un proceso de incertidumbre. Se habló del fin de la historia. El Estado se resumía a una administración de cuestiones domésticas. No importaba la política. Hoy, con el ascenso de China y la fórmula asiática, el discurso de Trump y el fantasma de la ultra derecha en Europa, reaparece el rol del Estado, más bien, vuelve a ingresar lo político al ámbito del Estado. Pero reaparece en su forma más peligrosa. Es decir: en clave nacionalista. Se responde a la globalización económica con renacionalización. Ayuda la inmigración, los ataques terroristas, la crisis de la Unión Europea y la subcontratación. Los políticos dicen lo que la gente quiere escuchar. La gente los apoya. «Volver al Estado nación, la culpa es del otro», parece ser el mensaje.
Más allá de show, el fenómeno Trump, despertó la conciencia de esa gente que no se dice racista, sino que se autodenomina «nacionalista blanco», y eso, tarde o temprano, va a generar una fractura social inmensa, porque el tema ya quedó instalado en la agenda. O sea, los coletazos posteriores a la candidatura de Trump, aunque pierdan, serán de largo aliento.
Nota
1 http://internacional.elpais.com/internacional/2016/10/16/estados_unidos/1476635823_558095.html
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