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Ucrania, Taiwan… ¿en deriva de una guerra mundial?

Fuentes: Rebelión

Tiene una lógica aplastante que ante los acontecimientos de la actualidad se formulen más preguntas que certezas, puesto que el mundo que está saliendo de la pandemia es una pregunta en sí mismo.

El Covid puso en entredicho el papel del capital para resolver las necesidades sociales ante una crisis sanitaria que ha matado a millones de personas en todo el mundo, sin que este vea una alternativa.

Un sistema, el capitalismo, que convirtió en un “mercado persa” todos los sistemas de prevención y lucha contra la pandemia, desde la “crisis de las mascarillas” hasta la fabricación de las vacunas, que ha resultado en el negocio del siglo de las farmacéuticas sobre la base de la “dictadura” de los técnicos y epidemiólogos. En los países imperialistas, que pagan religiosamente, llevan ya tres vacunas, mientras se niegan a liberar las patentes para que se pueda vacunar todo el mundo.

Pues bien, en este mundo descolocado ante la pandemia las contradicciones que se venían anunciado desde de la crisis del 2007/8 están a punto de explotar, y la principal de todas ellas, por encima de la lucha contra el cambio climático, es la que opone a las dos “cadenas imperialistas”, la que se agrupa alrededor del eje anglonorteamericano -la alianza AUKUS- y sus corifeos europeos (la OTAN), y la que gira alrededor de China y su “brazo armado”, Rusia (la más reciente Organización de Cooperación de Shangai, OCS).

La nueva guerra fría, o “guerra hibrida”

Los expertos en geo política le llaman la “guerra hibrida”, sin embargo como demostró un coronel de ejército en una tertulia de la Sexta, no es ningún descubrimiento que antes de cualquier choque bélico se produzca una guerra de información/desinformación (ahora conocidos como «fake news» o bulos), campañas diplomáticas, presiones comerciales y guerra sicológica, a la que ahora hay que añadir la guerra “cibernética”, los “hackeos” y demás medios informáticos. Todo ello unido a una demostración de fuerza de los contendientes.

Hasta ahora los dos bloques solo están haciendo esas demostraciones o bien en países semicoloniales (Siria!), o bien a través de maniobras militares; todavía no toca pasar de las demostraciones de fuerza a los hechos.

Esta es la diferencia fundamental entre lo que hoy llaman la “guerra hibrida” de la vieja “guerra fría”; esta no era el preludio de ninguna guerra mundial, por mucho que los imperialistas quisieran atemorizar a sus poblaciones con su amenaza: ellos bien sabían que ni la burocracia soviética ni la china tenían la menor intención de poner en peligro la fuente de su poder, el control del aparato del estado obrero.

La política en el caso de la URSS era la de “coexistencia pacifica” con el imperialismo, mientras la de China, bajo la caracterización de que la URSS era social imperialista, buscaba el acuerdo con los EEUU a través de lo que se llamó “diplomacia del ping-pong” y los acuerdos con la administración Nixon.

Los acuerdos de Yalta y Potsdam, la disolución de la III Internacional, la traición a la revolución griega o el aislamiento de la yugoslava, el frenazo a los procesos revolucionarios en Italia y Francia tras el desplome del fascismo y el nazismo fueron los principales ejemplos de que esa “guerra fría” nunca pasaría al grado de “caliente”.

Solo “versos sueltos” como Cuba o Vietnam rompían este acuerdo entre todos ellos, y toda su política fue, siempre, apaciguar las contradicciones que podían provocar los cubanos o los vietnamitas con sus revoluciones. La burocracia era profundamente conservadora (y políticamente contrarrevolucionaria) porque tenía que defender las bases de su poder y no las iba a cuestionar por entrar en una guerra que, sabía, no podía ganar.

Las condiciones actuales

Las fechas en los acontecimientos históricos son claves para entender los giros que dan los procesos sociales, y es, además, la manera de llegar a un entendimiento ante una polémica. Son los momentos “nodales” en términos hegelianos, en los que un proceso da un salto de cualidad; cuando la acumulación cuantitativa de cambios sociales que lo determina y mueve provoca un cambio en la esencia de la realidad. Lo que los economistas burgueses llaman un “cisne negro”; un acontecimiento aparentemente más de la realidad que es la gota que desborda el vaso.

En este sentido, las condiciones actuales vienen determinadas por dos de esos momentos, la represión del pueblo chino en Tiananmén en 1989, y la caída del Muro del Berlín dos años después.

Las políticas de las burocracias rusa y china, cada una con sus especificidades nacionales, de buscar acuerdos con el imperialismo, de renuncia a la extensión de la revolución en nombre de la “coexistencia pacífica” y las mismas medias internas de control burocrático de la economía, conducían, a su pesar, a sentar las bases para el colapso de ambos estados y a la restauración del capitalismo.

Digo “a su pesar”, porque la base de su poder como sector social era el control de la economía planificada, y acabar con ese control suponía dinamitar la fuente de sus privilegios. Cuando el colapso era inevitable en el caso de la URSS los burocratas, con Yeltsin a la cabeza, se convirtieron facilmente al capitalismo. La burocracia china, que había evitado ese colapso, tomo colectivamente como partido comunista ese mismo camino, dirigiendo ellos con mano de hierro la restauración definitiva del capitalismo.

Las burocracias rusa y china eran conservadoras porque sus privilegios dependían de ese papel que no podían transmitir de manera legal a sus descendientes, puesto que, al revés que bajo el capitalismo, no eran propietarios de las empresas que gestionaban. Su uso estaba limitado por su papel en el aparato del estado, no por la propiedad privada de los medios de producción y distribución.

Si este fenómeno se hubiera dado en un marco de revolución mundial, con las naciones más desarrolladas avanzando hacia el socialismo, la burocracia hubiera tenido una función efímera. El crecimiento de la riqueza social (no confundir con la riqueza capitalista, que no tienen nada que ver, es la apropiación privada de la riqueza generada por la sociedad) iría disolviendo las contradicciones sociales y el peso de las leyes del mercado sobre la sociedad.

Pero la realidad fue la opuesta; estos países, que nacieron en condiciones de hambrunas y escaso desarrollo, tuvieron que enfrentar a un mundo capitalista, con toda la fuerza corrosiva que este sistema tiene. De la misma manera que el “viejo régimen” feudal fue siendo corroído por la burguesía naciente, que en 1789 “solo” tuvo que deshacerse de esos estados putrefactos, las políticas contrarrevolucionarias de las burocracias fue la puerta abierta a la restauración capitalista que encontró sus momentos nodales en Tiananmén y en Berlín. Tanto uno como otro eran como cuando una mosca cae en una tela de araña, a cada movimiento para soltarse, se pega más a ella.

Tras esos procesos, el mundo hoy es capitalista, se rigen todos por las mismas leyes económicas que de manera automática determina los destinos de la humanidad: pueden cambiar los ritmos, pueden acelerarlos o frenarlos, pero no cambiar el curso profundo de los acontecimientos. Por la traición de la Social democracia y el estalinismo, que impidieron a la clase obrera aparecer como alternativa a la crisis capitalista, la I y la II Guerra Mundial se transformaron en inevitables; podrían cambiar los actores, como cambiaron las alianzas de una a otra guerra, pero su carácter interimperialista era consecuencia de la decadencia de los imperialismos dominantes (Gran Bretaña y Francia), y la entrada en escena de los que hoy llamaríamos “emergentes” (EE UU y Alemania, principalmente).

Entre dos derechos iguales, lo que decide es la fuerza” (Marx)

Lo que define la actualidad mundial no es el conflicto entre una potencia imperialista y un estado obrero, por muy degenerado que estuviera, sino entre potencias imperialistas en pugna por la hegemonía en el mercado mundial; o lo que es lo mismo, quien se apropia de la parte del león de la plusvalía generada por la explotación de la clase obrera a nivel mundial, que hasta ahora está en manos de la cadena imperialista encabezada por los EEUU.

En este sentido es decisivo comprender que las leyes internas que impulsan un sistema u otro son radicalmente distintas. Así, mientras en la economía capitalista el “mercado” y la “política” tienen ritmos distintos, la primera actúa de manera automática, se “equilibra” en las leyes que lo mueven, la segunda solo puede cambiar los ritmos aunque sus tendencias más profundas (tendencia decreciente tasa de ganancia, centralización y concentración de capitales, etc.) son inmutables por decisiones políticas: las crisis económicas explotan quieran o no los políticos burgueses. Si no fuera así, los políticos y los propietarios de la economía serían las mismas personas y habría que darle la razón a los reformistas, cuando dicen que todo es un problema de gestión.

En el caso de una economía no capitalista y planificada, así sea burocráticamente, “economía” y “política” no solo van de la mano, sino que son las mismas personas las que se benefician con sus decisiones políticas sobre la economía.

Lo que oponía a la URSS y los estados obreros al mundo capitalista no era esa pugna por el mercado mundial, sino algo de más calado, qué clase se arrogaba el derecho a dirigir a la humanidad, o la clase obrera o el capital. Por esto es más profunda la traición que supusieron las políticas contrarrevolucionarias de las burocracias, puesto que hablando en nombre de la clase obrera y su proyecto social, el socialismo, abrieron las puertas de par en par a la restauración del capitalismo.

No eran dos “derechos iguales” en sentido abstracto, eran dos alternativas sociales opuestas por el vértice, unas regidas por la planificación de la economía, así fuera burocrática y la conservación de los privilegios de la burocracia, mientras a los otros la búsqueda del beneficio privado, la acumulación de capital y su centralización y concentración, a costa del saqueo y la explotación de las mayorías sociales: “camina o revienta” es su lema.

Por el contrario, hoy si podemos hablar de “dos derechos iguales”, el que tiene la cadena hegemónica a conservar lo que conquistara en las guerras mundiales, el dominio sobre el mercado mundial, y el que tienen las potencias emergentes a arrebatárselo. Solo la “fuerza” podrá decidir quién es el poder hegemónico en el mercado mundial.

Son estas fuerzas sociales que nacen en las entrañas del sistema capitalista las que a diferencia de la “guerra fría”, ponen al mundo en una deriva suicida. No hablamos de potencias con armamento convencional, sino con una capacidad destructiva que es una pesadilla incluso para los “halcones” de la OTAN, que son bien conscientes de que una dinámica de guerra abierta entre las dos cadenas imperialistas en torno a sus puntos de conflicto (Ucrania y Taiwan) puede no tener vencedor.

Si en la Conferencia de Zimmerwald los internacionalistas que allí se reunieron declararon “guerra a la guerra”, ante la carnicería que las potencias imperialistas habían organizado en 1914, que no tenemos que decir ahora, cuando el peligro ante el que nos ponen las potencias imperialistas es el del “suicidio colectivo”.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.