La invasión de Ucrania por Rusia ha sido un golpe en la mesa de la geo política mundial en la lucha por la hegemonía entre las dos cadenas imperialistas, la agrupada en torno a la OTAN y la que lo hace alrededor de la OCS (Organización de Cooperación de Shanghái), con la consiguiente aceleración en lo que ya es un hecho: el mundo ha entrado en una fase de economía de guerra, donde los gastos militares crecen exponencialmente.
Una fase ya anunciada anteriormente por el incremento del presupuesto de guerra en China a lo largo de los últimos años, desde el 6.6% en el 2020 hasta el 7.1 actual. Por su parte, los EEUU llevaban años exigiendo a sus socios europeos el aumento de las aportaciones a la OTAN, para “repartir” las cargas de la defensa. La guerra en Ucrania ha sido la justificación para que todos ellos aprueben incrementos, que tendrán como suelo el 2% del PIB nacional.
El riesgo para la humanidad es que nadie se arma si no es con la intención de utilizarlas, y el armamento es un producto del trabajo humano que no aumenta la riqueza social, sino que la destruye; es la máxima expresión de lo que Marx llamaba “fuerzas destructivas”, la forma más criminal que tiene el capitalismo de desarrollar las fuerzas productivas.
La industria del armamento para superar la crisis
“(…) la economía de guerra implica que una parte de los recursos productivos del capital constante y la mano de obra se ha dedicado a la fabricación de artefactos de destrucción, cuyo valor de uso no permite ni la reconstrucción de máquinas o de stocks de materias primas, ni la reconstrucción de la fuerza de trabajo, sino que tiende, por el contrario, a la destrucción de estos recursos” (Tratado de Economía Marxista, T I, pag. 310, E. Mandel). Estos “artefactos de destrucción” entran en el circuito a través de lo que el propio Mandel llama “mercados de sustitución o de reemplazo”.
En el 2007/2008 el mundo, ya capitalista a todos los niveles, se vio azotado por una crisis a la que sucedió la desorganización de las cadenas de suministros por la pandemia del COVID, en este marco, la crisis de sobre acumulación de capital que había detonado con las subprime diez años antes se unió al descalabro de esas cadenas, sumiendo al capitalismo en una crisis sin precedentes.
Junto a ello, la hegemonía absoluta que había detentado los EEUU desde el final de la II Guerra había llegado a su fin; la entrada en escena de China, la incorporación de su moneda (el yuan) al sistema de derechos de giro el 2016, en competencia con las de las grandes potencias imperialistas (el dólar, el euro o el yen), los convirtió en actores del reparto del mundo entre ellos.
Todos estos elementos hacían del mundo un lugar inestable, donde lo que predominaba era el “principio de la incertidumbre”: nadie sabía, ni sabe, que podía pasar al día siguiente, agudizando las tendencias conflictivas del sistema. Unas tendencias que solo saben resolver de una manera, por la fuerza.
Como decía Mao, el poder reside en la punta del fusil, de ahí que la ONU haya pasado a ser una figura decorativa a la que nadie hace caso, y la OTAN haya aprobado la “estrategia 360 grados”, es decir, la posibilidad de intervenir militarmente en cualquier parte del mundo sin autorización expresa del Consejo de Seguridad. Esta política intervencionista y abiertamente militarista necesita de un rearme, puesto que ya no se habla de acciones de guerra contra naciones semicoloniales como Irak, con un ejército obsoleto, o contra las bandas armadas de los talibanes, sino contra ejércitos modernos y armados como el ruso o el chino.
Dijo Lenin que la “política es economía concentrada”, y este rearme supone un aumento en la inversión en armamento que tiene una doble cualidad, uno, retira capital de la producción de las mercancías que van al mercado mundial, es, en palabras de Mandel, un mercado de sustitución creado “por el estado para la compra de productos de la industria pesada” (Tratado de Economía Marxista, V. II, pág. 139), dos, el valor de uso de la mercancía armamentística supone la destrucción tanto de capital como de trabajo, favoreciendo la reversión de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia; la “destrucción creativa” que decía Schumpeter que era la guerra, permite abrir una nueva fase de acumulación de capital, con el capital vigorizado por nuevas inversiones productivas y el trabajo reducido a la pobreza.
A corto plazo es una industria rentable especialmente para la gran industria con un aumento de la producción real para ese “mercado de reemplazo” y supone una redistribución regresiva de la renta nacional real al ser producto de las inversiones del estado que salen de los impuestos; incluso sectores de la clase obrera se beneficiarían tendiendo a reducir las listas de desempleo.
Asimismo, como todo este proceso se financia a través de deuda pública, el capital bancario no solo no se queda al margen del negocio, sino que además de su papel como parte de la industria pesada a través de sus inversiones directas, como capital financiero, lo alimenta a través del crédito al estado. Financia los encargos que el estado les va a hacer y pagar: negocio redondo.
En tiempos de crisis, la industria armamentística es una de las mejores opciones para que el capital salga de ella y resuelva sus agudas contradicciones por la única vía que conocen, la guerra. Sin embargo, tiene un “pequeño” problema; en la fase actual del capitalismo, con el desarrollo de las armas de destrucción masiva, especialmente la nuclear, su uso pone al mundo al borde del precipicio; lo puede conducir a una guerra sin vencedores.
La inflación y la economía de guerra
Desde los medios de comunicación se insiste, como parte de la propaganda de guerra, que la inflación en los precios es consecuencia de la guerra desatada por el malvado de turno, Putin, que encarece los precios de materias primas esenciales como el gas o el grano. Sin quitarle su parte de responsabilidad en la escalada de precios (“La guerra entre Rusia y Ucrania exacerbó este desastre de precios y seguridad alimentaria”, M. Roberts, Alimentos, hambre y guerra, 04/06/2022), esta es una verdad a medias; o dicho de otra forma, es “el elemento de verdad” que esconde la mentira propagandística.
Las subidas de los precios comenzaron antes de que Rusia invadiera Ucrania, venían dadas por el desequilibrio entre la oferta y la demanda producto de la crisis de sobre producción que vive el capitalismo y que la pandemia había agravado al romper las cadenas de suministros con los confinamientos de cientos millones de personas.
Por otra parte, decir que la inflación es culpa de Putin es tan mentira como decir que es responsabilidad de las subidas salariales de los trabajadores y trabajadoras, que solo viene a justificar medidas de control de los salarios, mientras la inflación se desboca.
El BCE espera que los salarios suban un 5% en 2023, mientras sus previsiones de septiembre sitúan la inflación en el 5,5% en 2023; es decir, en el mejor de los casos, los salarios medios europeos perderán un 0.5% de su poder adquisitivo que pasarán a engrosar los beneficios empresariales.
Culpabilizar a Rusia y a la clase obrera de las causas de la inflación tiene un sentido político-propagandístico, buscar un “enemigo” personalizado como recomendaba Goebbels para las campañas nazis, y enfocar todos los males de la sociedad en él (el marxismo y los judíos para el nazismo, o la “confabulación judeo masónica marxista internacional “ de Franco), evitando que las poblaciones fijen su vista en la verdadera raíz del problema: las leyes que mueven las relaciones sociales de producción capitalistas.
De la misma manera que la carrera armamentística nace de las necesidades del capitalismo para resolver sus contradicciones internas (crisis) y externas (conflictos interburgueses), revirtiendo la tendencia decreciente de la tasa de ganancia con la destrucción de fuerzas productivas, la inflación supone una transferencia neta de ingresos de los trabajadores y trabajadoras a los empresarios, pues son estos los que dentro de los límites del mercado capitalista, ponen los precios de las mercancías.
La “economía de guerra”, al detraer inversiones de capital del sistema productivo derivado hacia el rearme, reduciendo la oferta de los bienes de consumo en un sistema ya desequilibrado, junto con el aumento de la deuda pública que supone la inyección y fabricación de dinero para la compra de armamento, solo puede tener un resultado, el aumento de la inflación.
Es por esto que están tan asustados con que la situación inflacionaria se les vaya de la mano, provocando conflictos sociales de los que estamos viendo ya sus primeros pasos en países imperialistas centrales como Alemania o Francia; de ahí la búsqueda de “culpables” por fuera que refuercen la “unidad nacional”. Fue Pedro Sanchez quien dijo, para justificar y buscar el aval de los sindicatos al aumento del gasto militar, que se generaría empleo en Andalucía y Galicia, dos de las comunidades más afectadas por la desindustrialización y la emigración: ponen a la clase obrera ante la disyuntiva de tener que elegir entre un trabajo y/o fabricar mercancías que solo sirven para la destrucción.
¿Por qué la UE se subordina a los EEUU?
Si algo llama la atención a todo el mundo es la absoluta sumisión de la UE a la política decidida por los EEUU y vehiculizada a través de la OTAN, una política que solo está beneficiando a la industria gasística y petrolera estadounidense, que le vende a Europa más caro lo que antes le vendía Rusia. El otro gran beneficiario de esta lucha es China.
El imperialismo europeo, si es posible hablar de una unidad de intereses que hay que relativizar (no han renunciado a sus fronteras, aunque las debilitaran con la constitución de la CEE primero, y la UE después), se encontraba en una situación muy complicada entre ambos polos, el estadounidense y el chino.
La entrada de China en la competencia por el mercado mundial había limitado en gran medida la movilidad del capital europeo en mercados para ellos estratégicos como por ejemplo, África, donde China se está convirtiendo en su gran competidor, hasta el punto de que va a abrir una base militar en Guinea para “salvaguardar” sus intereses; y en alianza con Rusia, está provocando la salida de las fuerzas militares europeas (francesas, alemanas y españolas) de Mali y el Sahel.
La lucha por la hegemonía en el mercado mundial, que es el leiv motiv que define la situación actual, es la lucha por quién capitanea la transición al “capitalismo verde”. Este es el motor que mueve a la UE a buscar la alianza con los EEUU, una alianza cimentada por la victoria en la II Guerra y la restauración del capitalismo en los 90, con la presencia de 40 mil soldados estadounidenses en territorio europeo y las bases militares repartidas por todo el continente.
El estancamiento del viejo aparato productivo, la inexistencia de campos de inversión rentables mientras no se resuelva la contradicción central, “quien capitanea la transición al capitalismo verde”, hace que los capitales europeos se orienten por la salida fácil de las inversiones en armamento, aumentando los presupuestos para la guerra.
Pero el capital europeo tiene otro objetivo, más “prosaico” y de lectura interna. Si en algún lugar del mundo quedaban restos del “estado del bienestar” de los años 50, 60 y 70, ese era la Unión Europea y en concreto, sus estados centrales, Alemania, Francia, Italia y el Estado Español. Mientras en todo el mundo la privatización de los servicios públicos es prácticamente total, en Europa todavía quedaba una suerte de “estado del bienestar” bajo el rótulo de la “colaboración público-privada”. Por su parte, la clase obrera europea, especialmente la francesa, todavía mantiene ciertas conquistas de los años de los “treinta gloriosos”; en retroceso abierto, pero de alguna manera se mantenían.
La apuesta de la UE por la alianza con los EEUU es bien interesada, buscan el empobrecimiento de la clase obrera, el desmantelamiento definitivo de sus conquistas -en aras de la victoria frente al enemigo ruso, dicen-, como un medio para recuperar la tasa de ganancia en el marco de un nuevo proceso de acumulación de capital, el que se abriría si son capaces de imponer su “sueño dorado” desde 1917, la semicolonización de Rusia, su reparto y saqueo de las riquezas naturales que todavía mantiene.
A modo de conclusión
La guerra de Ucrania, más allá del derecho del pueblo ucraniano a su independencia respecto al agresor ruso, se inscribe en este marco de búsqueda de salidas a la crisis del sistema capitalista con el armamento masivo de Ucrania, convertida en un verdadero “mercado de reemplazo”, hasta el punto de debilitar las reservas defensivas de países como Alemania o los mismos EEUU.
Como reconoce el propio Los Angeles Times el 2 de mayo, “Los enormes aviones C-17 despegan casi a diario desde la Base de la Fuerza Aérea de Dover en Delaware, cargados de misiles antitanque Javelin, antiaéreos Stinger, obuses y otras armas que Estados Unidos envía a Europa del Este para reabastecer al ejército ucraniano en su lucha contra Rusia”. Sin embargo, ante este despliegue ese mismo artículo se pregunta, “¿Estados Unidos podrá mantener la regularidad en el envío de grandes cantidades de armas a Ucrania y conservar al mismo tiempo las reservas que podría necesitar si estalla un nuevo conflicto con Corea del Norte, Irán o en otra parte?”
La respuesta, desde el punto de vista de la economía capitalista no puede ser otra que el incremento de la inversión en armamento, el rearme, con lo que intentarán resolver las dos contradicciones que les atenazan, una, la crisis de sobre producción que presiona a la baja a la tasa de ganancia, dos, quien “capitaneará” el proceso de acumulación de capital que le seguirá, bajo el pomposo rotulo de “transición al capitalismo verde”.
De esta manera el ciclo económico y sus consecuencias sociales se combinan con un ciclo de guerra abriendo la era del capitalismo de guerra. Que esto suponga un empobrecimiento general de la sociedad, y en concreto, de la clase obrera mundial, o que esté en riesgo la existencia misma de la humanidad, por lo visto, ni les importa ni les preocupa.
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