Millones de personas en América Latina se preguntan hoy qué es la democracia en la realidad cotidiana de la vida social. Cuánto se puede esperar de ella para salir de las penurias acumuladas en décadas. Qué papel cabe al individuo en el mecanismo político así denominado. Tales preguntas están dictadas por la frustración. Las luchas […]
Millones de personas en América Latina se preguntan hoy qué es la democracia en la realidad cotidiana de la vida social. Cuánto se puede esperar de ella para salir de las penurias acumuladas en décadas. Qué papel cabe al individuo en el mecanismo político así denominado.
Tales preguntas están dictadas por la frustración. Las luchas contra las dictaduras suponían también la esperanza de que con el fin de los gobiernos represivos llegarían la justicia social, el fin de la explotación, la soberanía efectiva, la superación de las lacras del subdesarrollo. No fue así. Y aunque no siempre de manera consciente, en las demandas insatisfechas late una recriminación contra la democracia.
En la época del capitalismo tardío el concepto de democracia nada tiene en correspondencia con su significado original: en griego antiguo demos equivalía a gente (o pueblo). Kratos, significaba poder. Pese a que en aquel contexto el concepto pueblo se restringía a «adultos varones no esclavos, habitantes en polis», la interpretación posterior se tradujo como «poder del pueblo».
Ocurre que en las democracias capitalistas «la gente» carece total y absolutamente de poder si se limita a cumplir las normas institucionales regidas por un principio inalterable de las repúblicas burguesas: «el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes».
No es que en los siglos XIX y XX fuera cualitativamente mejor. Pero aquellas democracias liberales, donde las había, parecen hoy modelos de participación ciudadana frente a la mercantilización de partidos, campañas y candidatos y la aparición dominante de un nuevo tipo de mercenarios: consultores, asesores de imagen, encuestadores, que reemplazan todo y cualquier talento individual, todo y cualquier principio partidario, para fabricar candidatos e imponerlos a la opinión pública, a costos siderales.
De manera caricaturesca, la reciente proclamación del magnate estadounidense Donald Trump como precandidato por el partido Republicano prueba quiénes son hoy, 2.500 años después de la democracia griega, los «varones adultos habitantes en las polis»: la gente que tiene poder para acceder al ejercicio del gobierno es única y exclusivamente aquella que posee o es respaldada por enormes fortunas. Racista, reaccionario hasta el grotesco, torpe y brutal como sólo un imperialista yanqui puede serlo, Trump hace ostentación de riquezas por 9 mil millones de dólares como principal argumento de campaña.
¿Pero son diferentes sus contrincantes, sea John Ellis Bush, también republicano, o Hillary Clinton, del partido Demócrata? ¿Lo serán acaso candidatos de países empobrecidos que derrochan riquezas incalculables para imponer tal o cual figura en el aparato del Estado burgués? Más y más los procesos electorales se revelan como farsa, aceitada por miles de millones de dólares, para colmo sin respaldo real en la producción. Ésa es la base material de la enajenación acelerada de las sociedades contemporáneas.
Incluso sin hablar de pulpos mediáticos destinados a manipular la opinión ciudadana, el retroceso a formas dinásticas de sucesión (padres a hijos, hijos a hermanos o esposas, todos siempre multimillonarios o escogidos por las grandes fortunas), completadas por la utilización de ejércitos mercenarios especializados en ganar elecciones, son indicativos de un insoslayable fin de ciclo histórico: la democracia liberal burguesa no existe ya en país alguno del planeta.
Hacia otra democracia
En este paisaje destacan los países en condiciones de llevar a la práctica formas de democracia participativa, instancias de efectivo poder popular. La experiencia la llevan a cabo los miembros del Alba, con puntos de partida diferente y evolución desigual. Contra ella se asiste a un ataque feroz, centrado en Venezuela. En menor grado se multiplican las agresiones contra el gobierno de Grecia y nuevas administraciones en varias ciudades de España, surgidas de elecciones en las que fueron derrotados los partidos del sistema.
El capital asume que democracia equivale a revolución social. Cuenta con partidos tradicionales -incluso de origen obrero- y con probada capacidad para arrastrar nuevas formaciones de los últimos tiempos hacia el reformismo, sumándolos como sostén del sistema. Cuando esto no es suficiente, se levanta con beligerancia extrema contra quienes osen abrir un camino al futuro. Éste es un dato inconmovible de la realidad mundial, gravitante para los países en revolución y sobre todo para aquellas fuerzas políticas y sociales empeñadas en cualquier punto del planeta en desafiar al poder establecido, cada día más corrupto y destructivo del conjunto social. El sistema bloquea cualquier perspectiva de cambio real desde dentro de su propio mecanismo y, cuando pese a todo una situación excepcional lo hace posible, reacciona hasta llegar a la respuesta bélica.
Estados Unidos y la Unión Europea lo están haciendo en estos momentos con centro en Venezuela y ahora también Ecuador. Seguirán por ese camino hasta donde se les permita llegar. Los procesos detonados en Europa enervan aún más a los centros imperiales, que cuentan con el respaldo activo o pasivo de todos los gobiernos burgueses para enfrentar la concreción de la única democracia genuina y posible: aquella basada en mayorías organizadas ejerciendo el poder.
Defender a quienes están avanzando por ese camino es un deber inexcusable de solidaridad, pero también de autodefensa. En el umbral de una nueva etapa histórica urge organizarse a escala internacional para cumplir esa exigencia.
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