El siglo XXI debe ser, para los revolucionarios, el siglo de Antonio Gramsci. Con esto no queremos decir que el futuro de la emancipación humana dependa de adorar al pequeño-gran pensador sardo, repitiendo partes mutiladas de sus obras como si fueran mantras e incluirlo en el panteon del pensamiento revolucionario junto a Marx, Engels y […]
El siglo XXI debe ser, para los revolucionarios, el siglo de Antonio Gramsci. Con esto no queremos decir que el futuro de la emancipación humana dependa de adorar al pequeño-gran pensador sardo, repitiendo partes mutiladas de sus obras como si fueran mantras e incluirlo en el panteon del pensamiento revolucionario junto a Marx, Engels y Lenin (y alguno más, pero no es plan de crear polémicas en el primer párrafo), colocando su cara en las banderas. No se trata de esto. De hecho se trata de todo lo contrario. El pensamiento de Antonio Gramsci se basó fundamentalmente (y es esto lo principal que debemos sacar de él) en volver al lugar del cual el marxismo nunca debió salir: la realidad. No es relevante lo que Marx o Lenin dijeran sobre esto o lo otro, no se trata de tener exegetas de los textos «proféticos» que desentrañen el mensaje cuasi-evangélico de los «padres de la fe», sino de recuperar la tarea esencial que señalaba Marx en la undécima tesis sobre Feuerbach: no se trata de conocer el mundo, se trata de transformarlo. Y para ello hay que huir de verdades apriorísticas, hay que analizar el contexto y la realidad concreta en la que operamos, independientemente de si ésta coincide o no con el modelo teórico en el que se movían los fundadores de la corriente de pensamiento en la que nos reconocemos.
Se trata por tanto de mantener el marxismo vivo, esto es, cambiante, adaptable, en desarrollo. No se trata de dejarlo como estaba y adorarlo en estado momificado. Porque una momia (y hablando del marxismo hay ejemplos concretos muy elocuentes), aunque tenga una apariencia externa más o menos saludable, no deja de ser un muerto con nula capacidad para lo que nos interesa: la transformación radical de la realidad material.
Un breve esbozo biográfico
Gramsci nació en Alés, localidad de la isla de Cerdeña en 1891. Era el cuarto de los siete hijos de Francesco Gramsci y Peppina Marcias. Su infancia fue difícil: su padre fue encarcelado cuando Antonio tenía nueve años, lo que le obligó a abandonar los estudios y pasar a trabajar por una miseria al registro civil de Cerdeña, para ayudar a la supervivencia familiar. A la edad de tres años Antonio había sufrido una caída que le produjo una deformidad en su columna vertebral. Nunca creció más de metro y medio.
Puede volver a estudiar tras la salida de la cárcel de su padre. En 1911 viajará a Turín gracias a una beca y se matriculará en la facultad de letras. Impresionado por la guerra de Libia y el ambiente político de las primeras elecciones por sufragio universal se afilia, en 1913, al Partido Socialista, donde coincidirá con militanes como Palmiro Togliatti, Tasca o Terracini. Se dedica a la actividad periodística en Grido do Popolo o Avanti, donde realiza la crítica teatral. En esta época está muy influido por el pensamiento neo-hegeliano y culturalista de Benedetto Croce.
La Revolución Rusa causa una profunda impresión en el joven Gramsci. En dos artículos, Notas sobre la Revolución Rusa (Grido do Popolo, 29 abril de 1917) y La Revolución contra «El Capital» (Avanti, 24 de diciembre de 1917), Gramsci expone su visión sobre los acontecimientos que están protagonizando los bolcheviques y que deja vislumbrar ya que su posición está muy alejada de la postura de la II Internacional y el Patido Socialista, al que todavía pertenece. Los acontecimientos se precipitan y, aunque, tras una serie de detenciones, Gramsci se queda como único redactor de Grido do Popolo, decide abandonar esta publicación y fundar, en mayo de 1919, junto con sus camaradas Togliatti, Tasca y Terracini, la revista L’Ordine Nuovo, cuya línea editorial ya es completamente independiente de las posturas de la dirección del partido socialista. El propio Lenin manifiesta que concuerda con las posturas de L’Ordine Nuovo y lo recomienda como referencia a los revolucionarios italianos.
En Enero de 1921 se funda el Partido Comunista de Italia (PCI), culminandose la escisión con los socialistas. Gramsci es miembro junto con Terracini del Comité Central desde el principio. La dirección del partido la ejerce Amadeo Bordiga, con el que Gramsci tiene profundas divergencias. La detención en 1923 de éste coloca a Antonio Gramsci como máximo dirigente del comunismo italiano. Un año antes, en un Congreso de la III Internacional (en la que Gramsci siempre ocupó destacados puestos) conoce a Julia Schuch, con la que se casa y tendrá dos hijos, Delio y Juliano.
En 1924 es elegido diputado. En 1926 sería elegido Secretario General del PCI, dando un giro a la línea de Bordiga y dedicándose a estructurar y preparar la oposición al fascismo de Mussolinni. En octubre de ese año, tomando como excusa un atentado contra el Duce, el gobierno fascista italiano disuelve los partidos de la oposición y elimina los últimos restos de democracia que pudieran quedar. El 8 de noviembre es apresado en su casa. Fue condenado a veinte años por delitos como «incitación al odio de clase». El fiscal Michele Isgró, en conclusión de su requisitoria, declara que «por veinte años debemos impedir a este cerebro funcionar»
Ya en la cárcel sufre una extraña enfermedad, el morbo de Pott, que le traerá grandes sufrimientos. Padecerá además tisis y arterioesclerosis. Aun así, durante su confinamiento redactó su obra magna, los Cuadernos de la Carcel, que constituyen una de las mayores aportaciones jamás hechas (pese a su lenguaje en momentos demasiado oscuro para conseguir evitar la censura carcelaria) al pensamiento revolucionario europeo y mundial. Gramsci morirá el 27 de abril de 1937 en una clínica de Roma. Su cerebro nunca dejó de funcionar.
Los debates en el marxismo antes de Gramsci
La irrupción de Marx supuso un cataclismo para el pensamiento político del siglo XIX. El poner de manifiesto el hecho de que, en palabras de Engels en su panegírico ante la tumba de su amigo, «el hombre necesita en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, arte, ciencia, religión, etc.», cosa que parece obvia a primera vista, hizo tambalearse las bases del culto a la Razón y a la Idea que venían del XVIII ilustrado y que tuvieron su apoteosis con Hegel. La obra de Marx era demasiado innovadora y monumental para ser aprehendida por sus contemporáneos y, aún, para la generación siguiente. Sin embargo el mundo nunca fue el mismo después de que el filósofo de Tréveris pusiera de manifiesto que la historia de la humanidad no es otra cosa que la lucha de los grupos sociales por la apropiación del excedente productivo, secreto que está detrás de las relaciones de poder, de la cultura y, en resumen, del conjunto de la organización social y de su desarrollo.
No es lugar aquí de hacer un resumen, siquiera superficial, de lo que Karl Marx y Friedrich Engels aportaron a la humanidad. Sin embargo (y esto es necesario decirlo) poco o nada se podrá comprender a Gramsci (pese a lo que algunos de sus presuntos intérpretes burgueses han pretendido) sin situarse en el marco de su tradición política y filosófica que constituye el marxismo. Baste aquí poner en antecedentes al lector de cuáles eran los posicionamientos de los pensadores marxistas en los debates básicos en los que Antonio Gramsci participará.
La II Internacional obrera se constituye en París en 1889, esto es, seis años después de la muerte de Marx. Aunque su inspiración y razón de ser es la reividicación del pensamiento de Marx (sobre todo a partir de 1891, cuando el principal partido de los que la conformaban, el SPD alemán, asume el Programa de Érfurt, de clara inspiración marxista y apadrinado por Engels), cosa que alejó a los partidos socialdemócratas de sus antiguos aliados bakuninistas de la I Internacional, este marxismo era más una declaración de intenciones que un apoyo en unas premisas políticas determinadas, pues la obra de Marx era poco conocida por los dirigentes socialistas y alguna obras fundamentales para la comprensión del marxismo (los tomos segundo y tercero de El Capital o los Grundisse, aparte de un gran volumen de notas o correspondencia privada) permanecían inéditas en ese momento.
Este marxismo laxo provocará que empiecen a surgir «marxismos» a la medida de cada quién como setas. En 1899 Eduard Bernstein (albacea testamentario de Engels) publica Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, que será el pistoletazo de salida de una corriente política calificada por sus adversarios como revisionismo. Para Bernstein el capitalismo de finales del XIX había evolucionado hasta llegar a una situación donde las crisis económicas eran cada vez más suaves, con lo que la perspectiva de Marx sobre una crisis general que hiciera sucumbir al sistema ya no era válida. Además la organización de los trabajadores había conseguido arrancar a la burguesía una mejora sustancial de sus condiciones de vida, con lo que Bernstein abogaba por continuar la línea reformista y de mejora de las condiciones vitales de los trabajadores en el capitalismo, dejando de lado la perspectiva revolucionaria de construcción de un nuevo sistema social, que además ya no se veía muy posible frente al nuevo capitalismo. Las posturas de Bernstein fueron minoritarias al principio, pero consiguieron influir en el laborismo inglés por la vía de la Sociedad Fabiana y acabarían siendo asumidas como líneas programáticas de la Internacional Socialista en 1945.
Frente a esto la mayoría del SPD y la II Internacional, agrupadas en torno al dirigente alemán Karl Kautsky, le responden con lo que se acabaría llamando «marxismo ortodoxo»: no sólo el socialismo era posible, sino que la historia desembocaba irremediablemente en él. El cómo se llegó a esta conclusión tiene que ser explicado detenidamente, porque es el debate básico del que derivan la práctica totalidad de las controversias que se han dado en los movimientos socialistas y comunistas en el último siglo.
En 1859 Marx escribe su Contribución a la crítica de la Economía Política. En el famosísimo prólogo de esta obra Marx presenta su metáfora de base y supraestructura. La base de una sociedad serían el conjunto de las relaciones económicas, el modo de producción, donde los sujetos tendrían una situación u otra (o son propietarios de los medios de producción o son trabajadores, por ejemplo), lo cual les coloca en una clases social u otra y hace que estén interesados en mantener el modo de producción social o sustituirlo por otro (los proletarios querrían constrir el socialismo, donde su situación mejora). La supraestructura estaría compuesta por el estado, la cultura, el derecho, la religión, etc, es decir, todas las relaciones sociales no económicas. La supraestructura justificaría y mantendría la base y surgiría de ella, pero lo relevante serían las relaciones económicas entre las clases sociales. Todo lo demás sería secundario.
Esta fue la interpretación que le dió el «marxismo ortodoxo» al Prólogo a la Contribución a la crítica de la Economía Política. Como veremos Gramsci tendrá mucho que oponer a esta postura, que adolece de economicismo. Se desprecian las relaciones sociales que escapen del ámbito directamente económico (lo cual es una crítica que algunos de sus opositores más furibundos le han hecho al marxismo). Obviamente (aunque para algunos no sea tan obvio) Marx nunca pretendió decir eso. El auténtico problema es intentar inferir toda una teoría social de un simple prólogo a una obra, que además no tiene pretensión de resumen, sino de plantamiento a priori en el que habrá que encajar todo lo demás, que es mucho.
Esta visión economicista se vio confirmada para Kautsky por La subversión de la ciencia por el señor Eugene Dühring (conocido como Anti-Dühring), publicado por Engels en 1878. Aquí, de nuevo se vuelve a hacer incapié en que las relaciones económicas, como motor de las relaciones sociales, dejando en un segundo término (aunque nunca negando su influencia en lo real, si se lee bien la obra) el poder político y la violencia, elementos que para Dühring (quizás el último representante del socialismo utópico) son los determinantes esenciales y, en última instancia, los que acabarán definiendo las relaciones económicas. No hay que olvidar que Engels escribe esta obra en respuesta a las reflexiones de Dühring, que empezaban a tener una basta influencia en el SPD y a alejarlo de la clase obrera y su condiciones reales de vida. Quizás esto hizo que Engels volcara demasiado la balanza hacia la economía, aunque, bien es cierto, Engels siempre tiene una postura con un matiz más economicista (y por lo demás más determinista, como se verá en la Dialéctica de la Naturaleza) que Marx.
Siguiendo estas premisas economicistas (hay que señalar que Bernstein tampoco se movió un ápice del economicismo, no olvidemos que su disertación parte de la suavización de las crisis económicas) Kautsky se fija en la estructura económica del capitalismo. La expansión de las relaciones capitalistas y la dinámica de concentración del capital (los medios de producción cada vez se sitúan en menos manos, proletarizándose a capas de la población cada vez mayores) hacen que el proletariado sea cada vez más numeroso y esté situado en instalaciones fabriles más grandes, lo que facilita su organización. El capitalismo llevará por sí al socialismo, generando, en palabras de Marx en El Manifiesto Comunista, a su sepulturero: la clase obrera. Kautsky plantea esperar, organizar a los proletarios hasta el momento que, una vez conseguida la reivindicación de sufragio universal, se llegue al poder por la vía electoral y se proceda a la expropiación de los capitalistas. Si sólo nos fijamos en la economía, todo estaba hecho. El revolucionario (que ya no tenía una idea nítida de lo que es una revolución) sólo tenía que esperar a que la historia pusiera a cada uno en su lugar.
Esta postura, pese a ser, como decimos, mayoritaria en la Internacional, encontró resistencias desde lo que se empezó a llamar el «marxismo revolucionario», es decir, aquellos sectores del pensamiento socialista que rechazaban tanto la presunta inmortalidad del capitalismo como la posiblidad de derribarlo sin un estallido revolucionario. En estas posiciones encontramos (con matices e incluso confrontaciones entre ellos) al holandés Antón Pannekoek (el padre del marxismo consejista), la germano-polaca Rosa Luxemburgo (importantísima y muy esclarecedora su teoría de Socialismo o Barbarie, que postulaba que el capitalismo no podía subsistir como único sistema mundial y que, caso de no realizarse la revolución proletaria, tendría un final objetivo que desembocaría en una era de babarie) y, por todos (por su importancia histórica y más en nuestro objetivo por su interconexión con el pensamiento de Gramsci), al ruso Vladimir Ilich Ulianov, Lenin.
El que sería máximo dirigente de la primera revolución socialista triunfante de la historia tiene, al principio de su trayectoria, unas posiciones políticas muy cercanas a lo planteado por Kautsky, debido sobre todo a la influencia del pensador ruso Plejanov, uno de los pioneros en la introducción del marxismo en el imperio de los zares. Sin embargo, después de empezar a analizar la realidad concreta de su país empiezan a planteársele dudas con respecto al esquema cerrado y simplista de Kautsky. Detengámonos un poco en la nueva visión que plantea Lenin sobre la naturaleza del capitalismo desarrollado (que podemos encontrar en El desarrollo del capitalismo en Rusia de 1899 y, de forma mucho más perfeccionada en El imperialismo, fase superior del capitalismo de 1916).
Lenin partió de las posturas económicas de Rudolf Hilferding, dirigente reviosionista alemán, seguidor en lo político de Bernstein. El capitalismo mercantil (que es al que Marx se enfrenta en sus análisis) habría evolucionado (por las ya mencionadas dinámicas de concentración y centralización del capital) hacia un capitalismo monopolista, de grandes empresas con un poder de mercado enorme. Simultáneamente los beneficios empresariales se habrían reducido debido a la caida tendencial de la tasa de ganancia (para Lenin, la ley fundamental de la Economía Política), descrita por Marx. Esta ley afirma que según aumenta la inversión en capital productivo cada unidad adicional invertida da un menor rentabilidad. La causa de esto es que, en los ciclos de reproducción del capital el capital constante (lo invertido en maquinaria, materias primas, etc) crece en mayor medida que el capital variable (lo que se dedica a contratar obreros), siendo este último el único capital del que se saca la ganacia a través de la extracción de plusvalía a la mano de obra (para los objetivos aquí buscados bastará con esta exposición, aunque sería buena una comprensión de las dinámicas de reproducción del capital para entender estos debates en profundidad).
Esto último hacía que el capital tuviera que buscar otros lugares para invertir, donde el capitalismo estuviera menos desarrollado y, al haber mucho menos capital invertido, la ganancia obtenida como retorno fuera mayor. Esta sería la explicación económica del imperialismo depredador existente en la segunda mitad (y sobre todo en los últimos años) del XIX y que acabaría en la I Guerra Mundial. Hilferding opinaba que la importancia del capital financiero frente a los capitales industrial y mercantil suponía dotar al capitalismo de un nivel de organización superior, eliminado la anarquía productiva que lo caracteriza y superando su tendencia natural a la crisis (conectado así con lo defendido por Bernstein). Lenin no estaba de acuerdo.
Para Lenin las consecuencias de este nuevo capitalismo imperialista (capitalismo parasitario o capitalismo agonizante en palabras del ruso) para la praxis revolucionaria eran esenciales. En primer lugar, el hecho de que la busqueda de beneficios se hubiera redireccionado hacia las colonias había provocado (junto con el mayor nivel de organización y lucha de los trabajadores) que en los países del centro las condiciones de vida de la clase trabajadora (o mejor de una capa privilegiada dentro de ella) sufrieran una cierta mejora, constituyéndose una suerte de «aristocracia obrera» cuyo impulso revolucionario estaría prácticamente diluido y constituirían la base social natural del reformismo (es esta misma aristocracia obrera la que copaba las direcciones de los principales partidos social-demócratas occidentales y las grandes centrales sindicales). Esto es una primera ruptura con el determinismo economicista de Kautsky ¿obreros que no están interesados en el socialismo? Imposible.
En segundo lugar e interconectado con esto, Lenin ve más factible la toma del poder por parte de las fuerzas revolucionarias y la subsiguiente construcción del socialismo en un país que no hubiera alcanzado un alto nivel de desarrollo capitalista (como era el caso de Rusia, que es lo que él analiza) que en un estado del centro capitalista (Alemania o Inglaterra), pretendía que la cadena imperialista se rompería primero por un «eslabón débil». Esto le parecía un anatema a la ortodoxia kautskiana. En un país como Rusia, con un proletariado poco numeroso y mal organizado ¿cómo se iba a construir el socialismo o plantearse meramente la toma del poder en ausencia del proletariado, la clase cuya misión histórica es justamente esa? Lenin contestaba que había que buscar una alianza entre el proletariado industrial de las grandes ciudades y los campesinos. Esta alianza constituiría una mayoría social capaz de derribar los pilares del Imperio zarista, tarea que además, la débil burguesía rusa no estaba en condiciones de acometer. Esto, desde la perspectiva de Kautsky era imposible. El campesinado era un clase arcaica, propia del feudalismo, interesada en la propiedad de la tierra y no en la construcción de una sociedad sin clases ni estado. En Rusia no se podía construir el socialismo (poco importa que el propio Marx tuviera al final de su vida alguna manifestación sobre lo el país de los zares indicando que se daban unas condiciones que podían ser propicias para un proyecto emancipador).
Los propios socialistas rusos tampoco las tenían todas consigo con respecto a lo que planteaba Lenin. El POSDR (Partido Obrero Social Demócrata Ruso) se dividió en su congreso de 1903 celebrado en Bruselas y Londres entre los que apoyaban a Lenin, los bolcheviques (que significa hombres de la mayoría) y los mencheviques (hombres de la minoría). Estos últimos, instalados en la ortodoxia de la II Internacional, planteaban que los socialistas debían, en un país atrasado como el imperio de los zares, apoyar la revolución burguesa y dejar que ésta, con el tiempo, desarrollara el capitalismo, lo cual llevaría, lenta y tranquilamente, al crecimiento numérico y organizativo del proletariado, que es la garantía de la llegada al poder (por la vía electoral, si seguimos a Kautsky) de las fuerzas revolucionarias. Lenin apostaba, como ya hemos visto, por ganarse a los campesinos y establecer la dictadura democrática de proletariado como alternativa al sistema zarista en Rusia (las discordias entre bolcheviques y mencheviques tocaron otros puntos, como la estructura partidaria o el derecho de autodeterminación de los pueblos, pero baste aquí reseñar el tema esencial).
Hubo, en este proceso un tercer grupo, muy minoritario en ese momento, pero que es imperativo destacar por su influencia posterior. Se trata de Lev Davidovich Bronstein, Trotsky, y sus seguidores. Trotsky compartía con los bolcheviques su recelo ante la vía reformistas, electoralista y de dejar actuar a la burguesía de los mencheviques y defendía con Lenin la revolución. Trotsky, por otro lado, coincidía con lo mencheviques en la necesidad de un proletariado fuerte y estructurado (que no existía en Rusia) para plantearse siquiera la construcción del socialismo. Sin embargo no abogaba por esperar a que la burguesía llevara a cabo su presunta «tarea histórica». Adoptó y perfeccionó la teoría del socialista bielorruso aficando en Alemania, Alexander Parvus (pseudónimo de Alexander Israel Lazarevich Gelfant): la revolución permanente. Según esto, el proletariado de un estado con capitalismo no desarrollado (como Rusia) podía, apoyándose en el campesinado en un principio, dar el impulso inicial al proceso revolucionario, pero para que éste se mantuviera en el tiempo era necesaria la internacionalización inmediata de la revolución y la entrada en escena de los proletarios de los países del centro, verdadera clase revolucionaria y socialista. En última instancia tenía el mismo esquema que Kautsky, sólo que miraba el parámetro de maduración necesaria del capitalismo (con el consiguiente desarrollo de la clase proletaria) a nivel internacional y no estatal.
Estas discusiones estuvieron, como es sabido, lejos de quedarse en disputas bizantinas entre pensadores diletantes. Las tres revoluciones rusas (1905 y febrero y octubre, por el calendario oriental, de 1917) acabaron dando la razón (al menos a priori y esto debería ser reconocido hasta por los mayores detractores del líder ruso) a Lenin. A finales de 1917, los sóviets, consejos de obreros y campesinos, acababan sustituyendo a las instituciones burguesas de febrero como órganos máximos de poder en el imperio zarista. El congreso de los soviets, mayoritariamente bolchevique, acuerda la disolución del gobierno liberal de Kerensky, culminada con la toma del Palacio de Invierno de Petrograd, sede del gobierno. El nuevo órgano ejecutivo es el Consejo de Comisarios del Pueblo, presidido por Lenin. La alianza entre obreros y campesinos es el pilar fundamental del nuevo estado soviético, plasmado incluso en el nuevo escudo del país, la hoz (campesina) y el martillo (proletario).
Sin embargo entre los nuevos revolucionarios los debates vividos en el seno de la II Internacional aún seguían vivos y tenían una importancia muy grande, sobre todo ante la tarea de la construcción del socialismo en un estado de tamaño continental. Los bolcheviques habían llegado al poder con la consigna de «Pan y paz», lo que les permitió obtener el apoyo de las masas campesinas, hastiadas de enviar a sus jóvenes al calamitoso frente de guerra en un conflicto que no entendían. Tras la revolución los nuevos dirigentes rusos se ven en la tesitura de pactar con Alemania las condiciones del armisticio. Algunos, como Bujarin, se niegan. El dirigente soviético aboga por seguir el conflicto y lanzar un ataque contra Alemania, que sería apoyado por el proletariado alemán. Esto era coherente con la teoría de la Revolución Permanente de Trotsky (que se había incorporado al partido bolchevique junto con su grupo en 1917): internacionalizar el conflicto y apoyarse en el proletariado de los países desarrollados para poder construir el socialismo. Lenin se opone a Trotsky y Bujarin en esto: lo primero es garantizar la alianza con los campesinos en Rusia y acabar por ello con la guerra, como se había prometido. El 22 de marzo Trotsky, como comisario de relaciones internacionales, firmará, a regañadientes, el tratado de Brest-Litovsk con Alemania.
No fue este el último debate. En 1921, una vez acabada la guerra civil que enfrentó a las fuerzas revolucionarias contra el ejército blanco que pretendía el retorno al sistema zarista bajo el mando del general Denikin, se pasó del modelo de «comunismo de guerra» (que pretendía asegurar la victoria del ejercito rojo) a la Nueva Política Económica (conocida como NEP). Este modelo consistía básicamente en mantener ciertos ámbitos de relaciones capitalistas (con pequeñas empresas que competirían contra las estatales) dejando la industria pesada en manos estatales y fomentando el cooperativismo (los koljoses) en el ámbito agrícola, donde también subsistiría una pequeña propiedad privada minifundista. Esta política obviamente no era idéntica al modelo socialista que habían concebido los revolucionarios. Alrededor de ella también hubo una polémica entre los bolcheviques. Bujarin propugnaba pasar un largo periodo de NEP, desarrollando las fuerzas productivas y generando un proletariado digno de tal nombre, sujeto de construcción del socialismo. Trotsky (apoyado por Zinoviev, Kamenev o Preobayensky, en la llamada oposición de izquierdas) se oponía a la NEP (pese a que en 1920 haía defendido una fórmula similar), llamando a la colectivización de tierras, la industrialización rápida y la búsqueda del apoyo en el proletariado de las naciones desarrolladas para el inminente conflicto socialismo-capitalismo. De nuevo el centro del debate es el desarrollo de las fuerzas productivas. De nuevo la existencia o inexistencia de un proletariado desarrollado. De nuevo (a cierto nivel) economicismo.
Lenin murió en 1924. Después de esto el socialismo en la recién nacida URSS se ve huérfano. Lenin fue toda su vida un táctico, planteaba tareas a corto plazo, apropiadas para superar los escollos que iban surgiendo en la toma de poder o la construcción del socialismo. Le faltó, quizás, una sistematización general de su pensamiento. Quizás esa sería la tarea a abordar. Desentrañar cómo Lenin llegó a las conclusiones que llegó. Y no por escolástica o adoración al líder ruso, sino porque tuvo éxito.
La supraestructura en Gramsci
Después de ubicarnos en lo que se estaba debatiendo en el ámbito del marxismo antes de Gramsci (debates que, como hemos visto, eran de una importancia crucial por su conexión directa con la experiencia revolucionaria rusa), vamos a ver qué tiene que decir Gramsci a todo esto y si sus posiciones sirven para arrojar algo de luz sobre la experiencia socialista.
El estado había sido visto en la tradición marxista (por influencia de Engels, básicamente) como violencia de clase organizada. Es decir, la clase dominante de la sociedad que, gracias a su posición privilegiada en el sistema productivo, se apropiaba de la inmensa mayoría de la riqueza social, del excedente productivo, montaría una maquinaria formal de normas que le permitiera realizar esto de forma estructurada y unas fuerzas represivas (ejército, policía, sistema judicial, etc) que garantizarían el cumplimiento de dichas normas. En resumidas cuentas, el estado sería la alineación política de la sociedad, una parte del todo social se separa del conjunto y ejerce la violencia contra el resto para garantizar su dominación.
Esto, para Gramsci, era también evidente (pese a lo que nos han querido hacer pensar algunos presuntos intérpretes del pensador sardo como el jurista Noberto Bobbio), la violencia cumple un papel destacado en el capitalismo (no sólo en su origen, en la acumulación originaria del capital, como han llegado a aceptar algunos, sino durante todo el desarrollo del sistema, circunstancia que, por lo demás, sería común a cualquier otro sistema clasista). Lo que ocurre es que Gramsci incluye en el análisis y formaliza en lo conceptual otro mecanismo de mantenimiento sistémico adicional a la coacción derivada de la violencia estatal: el consenso.
Todo sistema (incluidos aquí, por supuesto, los sistemas de organización social) tiene, en palabras del pensador holandés Baruch de Spinoza, la tendencia a permanecer tal cual está. Para ello desarrolla mecanismos que le permeabilicen de la destrucción y el cambio. Esta es la función que en los animales tiene el instinto de conservación. La demostración de la existencia de estos mecanismos (pese a ser una demostración simplista y funcional, creemos que en este caso es muy intuitiva) es que el sistema permanece existiendo, en su ausencia no habría ya tal sistema (y esto no por ser una tautología es menos cierto).
Así, junto a los aparatos represivos estatales, administradores de coacción, estarían los llamados (en una categorización utilizada por Louis Althusser, que, por otra parte, nos parece errado en muchas de sus conclusiones) aparatos ideológicos, buscadores de consensos. Estos aparatos estatales, los medios de comunicación de masas, la religión o el sistema educativo (y son estatales en cuanto a su función, independientemente de si su titularidad es pública o privada) buscarían inocular en los grupos sociales potencialmente disidentes (es decir, aquellos que no son los beneficiarios directos de una determinada organización social) la idea de que el sistema social dado es el más acorde con sus intereses, el más justo, el mejor posible. Cuando no funcionaran con suficiente fuerza (por un contexto de crisis o por una especial resistencia de los grupos disidentes) sería el turno de los aparatos represivos.
Gramsci distingue, dentro de la supraestructura (que, como ya vamos viendo, es, para él, algo mucho más complejo que un mero apéndice del aparato productivo, como decían los economicistas) dos nieveles: por un lado estaría la sociedad política, el estado en sentido estricto (parlamento, ejecutivo, etc) donde operarían los aparatos de gestión estatal, los que definen las normas jurídicas de convivencia social y por otro la llamada sociedad civil, compuesta por todas las relaciones sociales no económicas que no están, a priori, dentro del campo de lo político. Este es ámbito natural de actuación de los aparatos ideológicos, que trabajan incansablemente en la construcción de un consenso social compatible con el sistema político-económico establecido, fabricando un código moral determinado (una lista de qué es lo bueno y qué es lo malo), explicando la historia a su manera, haciendo, incluso, una producción científica orientada a los intereses y la visión del mundo del grupo social dominante. Así vemos como la religión que invitaba a la mansedumbre, a aguantar estoicamente las penalidades de la vida diaria en espera de una recompensa en el mundo futuro post-mortem, cumplió un papel esencial (y aún sigue teniendo una importante influencia) en procurar que los oprimidos no se rebelaran contra las injusticias del sistema social. Y como este ejemplo podemos encontrar cientos.
Pero ciudado, estos aparatos estatales, no son una mera correa de transmisión de la clase predominante. Pueden desarrollar, durante su desenvoolvimiento en la sociedad civil, unos intereses propios, que en determinados momentos pueden colocarles en una posición distinta a la defendida por el propio estado-gestor y la clase hegemónica. Así vemos como en momentos determinados las iglesias han plantado cara a los aparatos políticos que tienen que legitimar o los ejércitos han intentado controlarlos. La autonomía relativa de los aparatos estatales (tanto de los ideológicos como de los represivos) ya es vislumbrada por Marx en obras como El 18 Brumario de Luis Bonaparte de 1852 e incluso La Guerra Civil en Francia de 1850, obras en las que el pensador de Tréveris maneja muchos de los conceptos que Gramsci formalizará y desarrollará.
Esto último también supone una ruptura con visiones simplistas de la sociedad que tenían pretendidos marxistas antes de Gramsci (y repetimos que esta lucha contra el simplismo es lo que va a caracterizar la vida y la obra intelectual del sardo). El que la acción de los aparatos estatales no tenga que ser necesariamente una respuesta mecánica a los intereses inmediatos de la clase dominante, sino una actuación general para garantizar la continudad de su dominio (lo que no es sinónimo de lo anterior) complejiza de nuevo el escenario supraestructural y tiene una influencia esencial en el planteamiento de una actividad revolucionaria, como luego veremos.
Determinismo y clases sociales
Esta generación de consensos sociales tiene otra forma de ser vista. Lo que pretenden los aparatos ideológicos de dominación es que los grupos sociales potencialmente disidentes actúen en contra de sus intereses (lo aparatos represivos, por su parte, buscarán la mera inacción). Esto, en lo político, tiene consecuencias inmediatas.
El esquema del marxismo ortodoxo de Kautsky, observando la base económica decía lo siguiente: el proletariado está interesado objetivamente en el socialismo. Esto es verdad, la clase proletaria, excluida de los medios de producción y por tanto del excedente productivo mejoraría su situación en un sistema económico-político donde los medios de producción fueran de titularidad social y el excedente se repartiera equitativamente. Por tanto, decía Kautsky, esperemos a que el proletariado sea mayoría social, es decir, que el propio capitalismo haga que la inmensa mayoría de la población sean obreros industriales, y ya estará todo hecho.
La experiencia histórica dice lo contrario. En un gran número de estados (sobra la enumeración) donde el proletariado era muy mayoritario el capitalismo siguió tan campante, no se vislumbró ni de lejos un panorama de transformación socialista. La explicación a esto puede ser la que le dio Hilferding (y luego recogió Lenin): el imperialismo ha aumentado el nivel de explotación de las colonias y reducido el de las metrópolis (precisamente donde el capitalismo está más desarrollado y hay más proletarios) generando, en ellas, una capa de obreros con unas condiciones de vida privilegiadas: una aristocracia obrera. Pero, aún así, esta aristocracia obrera, pese a estar mejor, seguiría estado objetivamente interesada en el socialismo. Tiene que haber otra explicación complementaria a la meramente económica.
Y, por supesto, esa explicación es que la aristocracia obrera había sido ganada para el consenso socialmente hegemónico. Los aparatos de dominación habían funcionado bien: en el ámbito académico (incluso en el ámbito académico pretendidamente socialista) surgían pensadores como Bernstein que negaban la viabilidad del socialismo. Se agitaban presuntos enemigos exteriores (en el caso de Alemania la Rusia zarista) que invitaban a identificarse a los obreros con un estado que no es el suyo. Se propagan las ventajas del capitalismo como generador de empleo en tiempos de bonanza (lo cual es el interés de los obreros: trabajar) y con ello se diluyen las voluntades revolucionarias, los sindicatos se niegan a la huelga general que pondría en peligro su posición, es decir, apuestan por la continuidad del sistema (es recomendable sobre este punto el ensayo de Rosa Luxemburgo Huelga de masas, partido y sindicatos de 1906) . Con esto no se quiere decir que las condiciones económicas no sean relevantes, el sector de los grupos potencialmente disidentes que es ganable para el consenso hegemónico es, obviamente, aquel que es menos perjudicado objetivamente por el sistema. Lo que ocurre es que las condiciones económicas no actúan como determinante absoluto. Y además, pese a algunos, Marx nunca dijo semejante cosa.
Esto tiene consecuencias enormes: las clases sociales no tiene por qué actuar de acuerdo a sus intereses objetivos. Y no lo hacen no porque no puedan, porque sean más débiles de lo debido, sino porque no quieren. Esto hay muchos revolucionarios que no lo han comprendido: por ejemplo la Unión Comunista (liderada por el dirigente de la IV internacional Barta y antecedente histórico del partido francés Lucha Obrera) llamaba, durante la ocupación nazi de Francia, a confraternizar con los soldados nazis, que provenían de la clase obrera, mientras criticaba al PCF por participar en la resistencia partisana, que era obviamente interclasista, que incluía a sectores burgueses enfrentados al nazismo. No veían que esos soldados nazis habían sido ganados para el consenso hegemónico del fascismo alrededor del fetiche de la patria y la raza aria.
Así nos encontramos con ejemplos históricos de grupos obreros, compuestos por proletarios que no sólo no trabajan por el socialismo, sino que luchan franca y abiertamente contra él. El ejemplo paradigmático es el sindicato polaco Solidaridad (caso que sería a analizar por operar en un estado socialista, pero que escapa a lo pretendido aquí). Para el llamado «marxismo ortodoxo» esto es imposible y, además, un anatema.
Según Gramsci la clase dominante (es decir, aquella que impone al conjunto social su modelo político-económico) es, gracias a los aparatos de dominación ideológica, además clase dirigente. Agrupa en su entorno a diversos grupos sociales (clases enteras o capas de otras clases) alrededor de un consenso hegemónico. La hegemonía es el concepto central de Gramsci (también de Lenin, aunque no la categorizara). Una clase, en el sistema capitalista la burguesía, consigue anular la disidencia, no impidiendo la actuación de los grupos disidentes, sino eliminando a estos grupos al conseguir negar los posicionamientos ideológicos que les aglutinan (podría ser interesante observar la distinción que hace Gramsci entre ideas, como representaciones mentales de la realidad de los sujetos, e ideologías, que son representaciones idealísticas colectivas de un grupo social y que sólo existen en tanto en cuanto son grupales).
La burguesía realiza esta labor esencial generando a sus intelectuales orgánicos. Aquí nos encontramos con otro concepto central de Gramsci: lo orgánico. El intelectual orgánico es aquel que está unido a su clase (siguiendo la metáfora) como si fuera una parte de un organismo vivo: es expresión de sus intereses y es reconocido por la misma como referente. Opera en la sociedad civil a través de los aparatos ideológicos y buscan construir los consensos, ganando para su causa a los intelectuales que no están, a priori, identíficados netamente con una clase y sus intereses objetivos. Gramsci coloca como intelectuales relevantes a los filósofos, literatos, artistas y en el siglo XX, con especial interés a los periodistas (profesión que desempeñó durante su vida). Estos intelectuales serán la correa de transmisión hacia las clases o los grupos a los que perteneces o que les reconocen como propios de los elementos del consenso social que beneficia a la clase dominante, integrándolos en la normalidad sistémica.
Así pues, se constituye, gracias a los consensos, lo que se denomina bloque histórico, compuesto por la clase dominante y aquellos grupos sociales de los que es dirigente. De este conjunto social se desprenderían orgánicamente el modelo estatal, el modo de producción y los paradigmas hegemónicos de la sociedad civil. Nos podríamos aproximar al bloque histórico como una totalidad social, como el resumen de la base y la supraestructura de un marco social dado. Hay que tener cuidado, esto no quiere decir que todos los grupos sociales del bloque histórico se identifiquen plenamente con todos los intereses de la clase dirigente. Ni mucho menos. El consenso se genera alrededor de puntos concretos y variará en función de un importante número de parámetros: el poder de la clase dominante por sí misma, qué gupo dentro de ella es el más importante, con qué clases o grupos está llegando a consensos (no es lo mismo pactar con la nobleza feudal que con el campesinado o con la aristocracia obrera, por ejemplo), cuáles son las tradiciones culturales y religiosas de la socidad en cuestión, etc. Así el consenso hegemónico se puede dar presentando al sistema social que interesa a la clase dominante como mejor garante de la fe o bien del orden, o mejor creador de empleo y prosperidad, o mejor defensor de la patria contra el enemigo exterior o vaya usted a saber qué. Esto da a su vez lugar a tantos modelos sociales (es decir, a tantas formas de organizar la política y la economía) como bloques históricos puedan pensarse, a tantos capitalismos como sociedades, siendo en todos ellos la clase dominante la burguesía y presentando reglas de funcionamiento de su base económica con rasgos generales idénticos.
Esto desde luego es complejo. Se aleja, para el científico social y para el revolucionario (y un marxista debe ser ambas cosas), de esquemas simplones y de la posibilidad de aplicar recetas cocinadas a priori en todos los casos. Vuelve a focalizar todo en la realidad material, en lo concreto. Vuelve, por tanto, al marxismo.
El proceso revolucionario
En el nuevo escenario perfilado por Gramsci, la praxis revolucionaria (que sigue siendo para Gramsci, como buen marxista, el centro de sus reflexiones) presenta ciertos matices en comparación con el pensamiento marxista previo.
Definiremos «crisis orgánica» como el momento en el que el bloque histórico se tambalea. La clase dominante ha dejado de ser clase dirigente, pierde el respaldo de los grupos sociales que participaban del consenso. El sistema social vigente ya no aparece como mejor solventador de los problemas que tienen los grupos sociales que conformaban el bloque histórico hegemónico. Puede ser este el momento de aparición de un bloque antagonista que, si es capaz de conseguir la suficiente fuerza, derribe el sistema social y establezca un nuevo bloque histórico, con una nueva base económica, un nuevo funcionamiento estatal y una nuevo método de interacción de los sujetos en la sociedad civil.
Para ello, debe surgir una clase social determinada que aglutine a otros grupos en torno a un nuevo consenso. Gramsci niega, en el caso concreto del capitalismo imperialista, que el proletariado pueda, ni siquiera deba, actuar solo de cara a la construcción del socialismo. Cuando analiza las revueltas de los consejos obreros en el norte de Italia a principios de los años 20, Gramsci afirma que «los obreros perdieron porque lucharon solos» y llama a un proyecto emancipador que una a los obreros industriales del norte de Italia con los campesinos del Mediodía. Es decir, observa que, sin ganarse al campesinado pobre, la actuación del proletariado no podría llegar a derribar el sistema burgués. Está llamando a la constitución de un nuevo bloque histórico.
Para realizar esto, lo esencial es plantear, en el programa del proletariado, medidas que se presenten como soluciones a los problemas del campesinado. No se trata, a priori, de interesar a los grupos sociales no proletarios en construir el socialismo (cuestión en la que no están objetivamente interesados), sino de presentar al movimiento socialista como el mejor defensor de sus intereses. En la medida en que se consiga esto, estos grupos abandonarán el consenso hegemónico pro-capitalista, asumirán al proletariado como clase dirigente y se sumarán, entusiastamente, a la construcción del socialismo. El propio Marx ya veía claramente esta cuestión. En sus Acotaciones al libro de Bakunin, «El estado y la anarquía» de 1875 dice textualmente:
«el proletariado (pues el campesino propietario de su tierra no pertenece al proletariado, y, si por su situación pertenece, no cree formar parte de él) tiene que adoptar como gobierno medidas encaminadas a mejorar inmediatamente la situación del campesino y que, por tanto, le ganen para la revolución; medidas que lleven ya en germen el tránsito de la propiedad privada sobre el suelo a la propiedad colectiva y que suavicen este tránsito, de modo que el campesino vaya a él impulsado por móviles económicos; pero no debe acorralar al campesino, proclamando, por ejemplo, la abolición del derecho de herencia o la anulación de su propiedad»
Es decir, el proletariado debe ganarse al campesinado, no por la vía de presentar ante él un programa socialista, sino defendiendo los intereses que son propios al campesinado y que no entran en contradicción con la construcción socialista. Lenin hizo precisamente esto, bajo la consigna de «Pan y paz» sumó a las masas campesinas al exitoso proceso revolucionario contra el imperio zarista. Conformó un nuevo bloque histórico, en la unión de obreros y campesinos.
Así, al igual que los aparatos ideológicos del estado hacen que grupos sociales se comporten de forma distinta (e incluso contraria) a sus intereses objetivos para sostener el sistema, la clase emergente, que aspira a ser dominante en un nuevo sistema social, debe hacer lo mismo para derribarlo. En la historia (y esto lo han olvidado los «marxistas ortodoxos» de distintos pelajes) no se ha dado nunca una revolución donde una clase haya actuado sola para introducir «su» sitema. En la Francia de 1789 los burgueses triunfaron porque contaban con el apoyo de amplios sectores campesinos, que veían con buenos ojos la abolición de los privilegios feudales, aunque no les volviera locos a priori el sistema capitalista-burgués.
Esta es la lógica última que podemos encontrar en la NEP. No buscar un desarrollo económico que genere nuevos proletarios que se pongan a construir el socialismo (como lo veía Bujarin) sino de garantizar el apoyo de los campesinos (que no estaban interesados en la colectivización de las tierras, sino en la defensa de una pequeña propiedad campesina) al proceso revolucionario.
Quienes no compartían esta visión veían a los grupos sociales no proletarios, no como aliados del proletariado en la construcción del socialismo, sino como a potenciales enemigos, de los que, más tarde o más temprano, habría que deshacerse. Así se han explicado las colectivizaciones forzosas (forzosísimas) de tierras que llevó a cabo Stalin a partir de 1928 (en la misma línea de lo que le planteó unos años antes la oposición de izquierdas, encabezada por Trotsky, no lo olvidemos), que peleaban contra el kulak (campesino propietario de pocas tierras) y supusieron la ruptura del consenso social con los campesinos en torno a la defensa del sistema soviético (hay quien las ha defendido como necesarias para una rápida industrialización del país de cara a poder hacer frente a la previsible agresión que acabaría sufriendo en la II Guerra Mundial, conflicto que, para algunos, reconstruyó el consenso en torno a la defensa de la URSS frente a la invasión nazi, postura defendida por el propio Stalin cuando afirma que en la URSS, pese a persistir las clases sociales se había acabado la lucha de clases, puesto que todos los grupos sociales estaban unidos en torno a la defensa de la URSS).
Hay que tener cuidado con la interpretación que le han dado a todo esto algunos pretendidos leninistas. No se trata de reproducir en todas partes la alianza proletariado-campesinado, tal y como hizo Lenin. Se trata de partir de la realidad existente, del bloque histórico en el que operan los revolucionarios y buscar a los grupos sociales potencialmente aliados para ganárselos y convertirlos en seguidores de la nueva clase diregente que quiere imponer el sistema social socialista: el proletariado. En cada realidad los grupos serán diferentes, así como Gramsci se fijaba en los campesinos del Mediodía, Mariátegui veía el potencial revolucionario de los grupos indígenas o el propio Lenin hablaba de los pueblos oprimidos en lucha por la liberación nacional. En cada contexto el bloque antagonista será diferente y, por lo tanto, hallaremos tantos socialismos como bloques sociales hayan conseguido derribar el sistema burgués. De nuevo algo mucho más complejo de lo que algunos manejaban.
Aquí se aleja de la perspectiva economicista (pero sin abandonar nunca el análisis de la economía y la infraestructura sistémica, que son parámetros esenciales pero necesitan ser complementados) de centrarse en el desarrollo de las fuerzas productivas y se pone el acento en lo que Marx dice en El Manifiesto Comunista que es el motor de la historia: la lucha de clases. En este caso concreto la lucha de dos clases (la burguesía y el proletariado) por ganar la hegemonía social, por atraerse al resto de grupos sociales para su lucha.
Las tareas de los revolucionarios
Para que el proletariado se convierta en nueva clase dominante y construir, de esta forma, el socialismo, deberá operar, como ya hemos dicho, sobre su bloque histórico concreto, su sociedad dada. Aquí Gramsci sigue la distinción que hace Maquiavelo en El Príncipe (que veremos en El moderno Príncipe de los cuadernos de carcel) entre Turquía (donde será fácil llegar al poder, pero difícil conservarlo) y Francia (donde ocurre lo inverso). Gramsci tira de este hilo y categoriza dos tipos de sociedades (en función de su estructura, no de su localización geográfica): las occidentales y las orientales. En las primeras existiría una sociedad civil muy desarrollada y, por lo tanto, unos aparatos ideológicos potentes, que garantizarían el poder para la clase dominante. En las segundas (las cuales suelen coincidir con países en un estadio de desarrollo capitalista atrasado) la sociedad civil se encontraría en un estado «primordial» y, por tanto, no nos encontrariamos con los mismos aparatos ideológicos.
En función de en qué tipo de sociedad nos encontramos, la praxis revolucionaria tendente a la construcción de un nuevo bloque histórico será distinta. Gramsci plantea dos paradigmas:
Por un lado la guerra de movimientos (o de maniobras), pensada para las sociedades de tipo oriental. En ellas el consenso hegemónico es débil, con lo cual los grupos sociales no estarán en una situación de firme defensa de la clase dominante. El proletariado puede lanzarse a un ataque frontal contra el estado burgués. En estas sociedades los aparatos estatales de principal actuación serán los represivos. El problema vendrá con el nivel de desarrollo y organización del proletariado en este tipo de sociedades (que como ya hemos dicho, suelen tener un desarrollo capitalista todavía incipiente), con lo que la búsqueda de grupos sociales aliados de los que el proletariado sea dirigente tendrá como objetivo más que la toma del poder la conservación del mismo. El paradigma de este modelo, para Gamsci, es Rusia. Aquí la alianza con el campesinado dio a los proletarios la suficiente fuerza para ponerse a edificar el socialismo.
Por el otro estaría la guerra de posiciones (o de trincheras). En las sociedades occidentales de sociedad civil muy desarrollada y con aparatos ideológicos inmensos el consenso social es muy fuerte. Ni siquiera grandes sectores del proletariado (objetivamente interesado en la construcción del socialismo) escapan al bloque hegemónico. En estas sociedades Gramsci apuesta por un periodo de batalla por la hegemonía en la sociedad civil. En esta batalla (en la que, como veremos, el partido va a tener una importancia esencial) el proletariado deberá, lentamente, ganarse aliados, provocar la crisis orgánica y en ese momento lanzarse al poder liderando un nuevo bloque antagonista.
Esta guerra de trincheras, denominada así por la importancia de conseguir y mantener las posiciones, el proletariado deberá contar, frente a los aparatos estatales con sus propios aparatos ideológicos, esto es, su propia prensa, sus propios medios de enseñanza, etc. Pero, sin embargo, la lucha no debe restringirse a esto, veamos por qué.
Gramsci se fija, de acuerdo con Marx en su 18 Brumario de Luis Bonaparte de 1852, en la autonomía relativa de los aparatos estatales. De todos, tanto de los ideológicos como de los represivos y los de gestión, siguiendo la categorización de Althusser. Esto quiere decir, que, pese a estar diseñados para servir a los intereses y mantener el poder de la clase dominate pueden desarrollar una cierta autonomía, unos intereses propios. Esto quiere decir que pueden ser susceptibles de ser un escenario de lucha de clases, de batalla por la hegemonía social y de atracción de grupos sociales a la causa del proletariado. Así pues, las fuerzas revolucionarias deben presentar también batalla en los aparatos estatales: en los centros de estudio, en el ejército, etc.
Aquí se plantea un tema muy malinterpretable (y que han malinterpretado, en mi opinión intecionadamente algunos presuntos intérpretes eurocomunistas de Gramsci): la participación institucional. Es cierto que Gramsci postula (como él mismo hizo) la presentación a las elecciones y la participación en los parlamentos burgueses de las fuerzas revolucionarias (como, por otra parte, hicieron los bolcheviques en Rusia), pero lo hace, como ya hemos indicado, con el objetivo de la acumulación de fuerzas para el proletariado. En ningún caso se plantea que la transformación social sea consecuencia de la toma de control de los aparatos estatales burgueses. Esto se explica porque el diseño estatal no es neutral desde el punto de vista de clase (como pretendían los seguidores de Kautsky), el proletariado no puede simplemente usar para sus fines los aparatos estatales, tendrá que construir otros nuevos. Esto en el pensamiento de Gramsci es especialmente claro, derivado de la teorización de la integración orgánica de los aparatos estatales con el bloque social hegemónico.
Pese a lo que algunos han pretendido, Gramsci nunca renuncia a la perspectiva revolucionaria en favor de un reformismo a la socialdemócrata. Tiene muy claro que la construcción del socialismo sólo puede llevarse a cabo por medio de la ruptura con el régimen burgués. Lo que llama Gramsci a hacer es no despreciar ninguna posibilidad de intervención en la sociedad política ni en la sociedad civil para ganar fuerzas en la constitución del sujeto revolucionario.
Pero estos dos paradigmas (la sociedad oriental y la occidental y sus correspondientes guerra de maniobras y guerra de trincheras) son, y el mismo Gramsci lo reconoce, modelos ideales. Extremos de un continuum que el revolucionario deberá escudriñar en su realidad cotidiana. Lo relevante será ver cuál es la composición de una sociedad dada, el desarrollo de su sociedad civil, su estructura de clases, etc. y en base a todo ello plantear la táctica a seguir. Gramsci clamó toda su vida por «traducir al italiano», es decir, adecuar a su realidad los análisis y las prácticas a seguir. Los modelos puros (y en esto también los modelos que plantea Gramsci) no se dan en la realidad.
El papel del partido
De nuevo siguiendo las reflexiones de El Moderno Príncipe (escrito esencial para entender las bases del pensamiento político de Gramsci) vamos a encontrarnos con el sujeto de acción inmediata en la actividad política: el partido revolucionario.
Para Gramsci hay dos elementos fundamentales para categorizar a una organización como el partido revolucionario: primero un grupo cohesionado, menor, de «revolucionarios profesionales» (siguiendo la formulación leniniana), activistas relacionados con el concepto de intelectuales orgánicos de la clase y después un segundo elemento más difuso y más numeroso de lo que Gramsci llama «hombres medios», es decir, personas perfectamente integradas en la vida contidiana de la clase, menos vinculados a la actividad continua del partido, que le proporcionan su enganche con las pulsiones del proletariado.
Así Gramsci rompe con la concepción de «partido de cuadros» que defendía Bordiga, de grupo reducido que dirige a las masas hacia su «destino histórico». Para Gramsci lo esencial es la integración orgánica con la clase: el partido comunista debe defender, no sólo los intereses objetivos de la clase (la construcción del socialismo), sino servir de correa de transmisión hasta la sociedad civil y la sociedad política (que a priori la clase obrera tiene vedadas) de los reclamos inmediatos de las clases subalternas. Para ello lo único que se puede hacer es que el partido conozca de primera mano aquello que los obreros quieren, mediante su integración en medio de los mismos. Y sólo en la medida en que esto ocurra se opondrá más y más a las masas obreras al consenso hegemónico burgués y procapitalista e irán reconociendo al partido comunista como su representante.
Y, cuidado, para Gramsci lo que constituye el partido es esto: ser la organización orgánicamente integrada en el clase obrera. Las fórmulas organizativas concretas (que algunos han querido identificar con el concepto de «centralismo democrático», que va mucho más allá) son, para Gramsci, contingentes, y deben ser adaptadas a las tareas inmediatas del partido en función de la evolución de las condiciones a las que el partido se enfrente (como demuestra el cambio que Gramsci impulsa en el PCI en 1923 para pasar a actuar como partido semiclandestino en oposición al fascismo). En esto Gramsci se aleja, de nuevo, de algunas concepciones del modelo leninista de partido que lo identifican con una concreta estructura (la que tuvo el partido bolchevique por iniciativa de Lenin), que sería esencial y no contingente y adecuada a la Rusia revolucionaria. Es muy coherente con la postura gramsciana de «traducir al italiano», es decir, de actuar estrategicamente (también en cuanto a la forma organizativa) adaptando la praxis al contexto para poder influir en él.
En cuanto al papel de ese partido comunista, en primer lugar estarían las tareas de cara a la clase (para lo cual necesita estar integrado orgánicamente en ella, como ya hemos dicho). Si reflexionamos sobre la actuación de los sujetos la veremos relacionada con sus intereses y la conciencia que tiene de los mismos. Mientras que todo sujeto tiende a actuar según sus intereses individuales, de los cuales tiene una conciencia más o menos inmediata, es más complicado que tome conciencia de sus intereses grupales o colectivos, de los intereses que tiene por pertenecer a un cuerpo social (más aún, siguiendo la teoría de la hegemonía de Gramsci, cuando los aparatos ideológicos de dominación intentan disolver dichos intereses con el fin de conservar el sistema).
Suele ser en momentos de crisis, en ataques que afectan a un grupo social, cuando emerge esta conciencia «corporativa». Éste es el ámbito de actuación del sindicato: la defensa de los intereses económicos inmediatos de la clase obrera. Los sujetos verán como poseen intereses coincidentes con sujetos que comparten una posición en la estructura económica (y esto es complicado, puesto que habrá además que saltar obstáculos como la aparente existencia de intereses opuestos en puntos concretos entre grupos de trabajadores) y podrán actuar en su defensa.
Este proceso puede ser llevado a cabo de forma más o menos espontánea (entendida esta espontaneidad no como un proceso natural y determinado por el capitalismo, sino que se puede dar en ausencia de actuación de la organización política, del partido, y dependerá de la actuación sindical y de los ataques a las condiciones de vida de la clase), pero no es independiente, desde luego, de la batalla hegemónica que lleva a cabo el partido. Lo que defiende Gramsci, siguiendo el planteamiento de Lenin, es que la labor del partido en este aspecto es doble: por un lado trabajar en la conciencia de clase de la clase obrera (es decir, plantear que el conjunto de la clase obrera tiene unos intereses objetivos comunes, contrapuestos a los de la burguesía, hacer que el proletariado pase a ser de «clase en sí», definida por una posición común en el sistema de producción-consumo de bienes, a «clase para sí», consciente de sí misma, sujeto colectivo actuante en el plano social) y por otro en su conciencia política (identificar la realización efectiva de los intereses del proletariado con la sustitución del sistema político burgués y mostrar la insuficiencia de la lucha meramente económica). Aquí es esencial la labor contrahegemónica de la organización, los instrumentos de la agitación y propaganda (la prensa del partido, los pasquines, la intervención en los sindicatos, etc) que darán a las luchas puntuales de contenido económico inmediatista un carácter globlal de lucha política.
Por otro lado, el partido tiene tareas de cara a los grupos sociales no proletarios. El partido actuará como un «moderno príncipe» maquivélico, buscando alianzas con otros sectores, presentándose como defensor de sus intereses inmediatos y disputándose con la burguesía el papel de clase dirigente de estos grupos, en la búsqueda de configurar un nuevo bloque antagonista que derribe el sistema burgués. Una de las cuestiones irresueltas es cómo mantener la integración orgánica con la clase (es decir, el carácter proletario del partido) y simultáneamente ganar el apoyo de grupos sociales no proletarios. Lenin, en el caso ruso, abogó por la integración del campesinado en el partido, en otros momentos históricos los grupos comunistas (no sabemos si conscientes de que se enfrentaban a este problema) han creado frentes amplios, donde los respectivos partidos eran hegemónicos (o no tanto), pero que en su composición eran interclasistas. Como siempre la solución deberá huir de apriorismos y adaptarse a las condiciones de la sociedad dada.
En esta tarea «hacia fuera» de la clase es donde se dá la intervención del partido en la sociedad civil y en la sociedad política. Actuará como intelectual orgánico colectivo, defendiendo los intereses y los planteamientos del proletariado, trabajando en la generación de intelectuales orgánicos (la formación de cuadros es un eje central para Gramsci) y atrayéndose a sectores intelectuales no obreros. Aquí es esencial plantear la batalla en los medios no exclusivamente obreros, como la prensa de masas o las intituciones de enseñanza superior, poniendo en duda los planteamientos del consenso hegemónico dominante burgués que son planteados como verdades absolutas.
En este punto es necesario distinguir entre el «programa máximo» del partido, que no es otro que la toma del poder por parte de la clase obrera de cara a la construcción del socialismo (objetivo estratégico) y el «programa mínimo» a corto plazo (los objetivos tácticos), que estará compuesto por una serie de medidas que interesen a la propia clase y a sus potenciales aliados, con los cuales ganarse el apoyo de estos grupos sociales. Los elementos del programa mínimo son los constituyentes del nuevo consenso alrededor del cual se va a construir el bloque antagonista hegemonizado por la clase obrera. En el propio Manifiesto Comunista nos encontramos un ejemplo claro de programa mínimo que busca sumar fuerzas de grupos no proletarios a la construcción del socialismo.
Una vez esbozadas las líneas generales de la noción de partido y de las tareas de éste por Gramsci, es necesario centrarse en dos puntos polémicos.
El primero sería la labor del partido después de la crisis orgánica, una vez un nuevo bloque histórico proproletario conquista la hegemonía social. Este ha sido un punto espinoso en la historia del movimiento obrero, objeto de acusaciones por parte de sus críticos (la típica y tópica, pero no por ello menos preocupante, es el señalar que es el partido, la organización, quien está en el poder y no la clase). Gramsci (como luego veremos) siempre prestó un apoyo incondicional (aunque no exento de crítica) a la Unión Soviética y, derivado de esto, defendió la continuidad del partido como instrumento de defensa de los trabajadores frente a una posible reinstauración burguesa orquestada por las fuerza interiores y exteriores a la sociedad. Sin embargo (y, aunque a Gramsci, como a Marx, no le gustaba hablar de cómo sería la sociedad postrevolucionaria en detalle, área central para el socialismo útopico premarxista) en sus escritos, sobre todo de juventud, aparece la reivindicación de los «consejos de fábrica», asambleas de trabajadores, como elemento central en la sociedad postrevolucionaria. Cuando surgen en Turín durante las revueltas de principios de los 20, Gramsci los califica de «semilla de lo nuevo que surge en lo viejo», instrumentos de ejercicio directo del poder por parte de la clase. Pero, de nuevo, Gramsci no los plantea como modelo de institución para cualesquiera situaciones, sino para la situación italiana de su contexto histórico. Son, por ejemplo, distintos en su configuración de los soviets rusos, que serían su equivalente.
Por otro lado está la preocupación por la democracia interna en el partido. Gramsci defiende, siguiendo a Lenin, el centralismo democrático, entendido como la decisión conjunta y democrática de las líneas políticas del partido y su aplicación por parte de los órganos ejecutivos del mismo, aplicada con disciplina por los militantes. La centralidad de esta propuesta es dotar a la organización, primero de una subjetividad política propia (el partido es un agente distinto la mera agregación de los sujetos que lo componen) y después un grado de efectividad mayor en su actuación. En oposición al centralismo democrático, y como degeneración del mismo, se presentaría el centralismo burocrático, en el cual sería la dirección en exclusiva la elaboradora de la línea. Esto es mucho más grave en el esquema gramsciano que una mera falta de democracia interna, negaría la propia esencia del partido, lo transformaría en otra cosa, dado que es precisamente la participación de las bases lo que le dota a la organización de la integración orgánica en la clase (que recordaremos que es el elemento esencial para Gramsci en la delimitación de un partido) y permite ser reconocida por la misma como su referente político. Gramsci niega, siguiendo esto, que un partido centralista burocrático pueda cumplir su misión de «moderno príncipe» para la clase obrera, porque dejerá de tener conexión con la misma (es interesante como el progresivo alejamiento de los partidos llamados eurocomunistas, como el PCE y el PCI, de planteamientos encaminados a la construcción del socialismo coincidió con el aumento de la capacidad de decisión autónoma de sus comités centrales y ejecutivos sin contar con las bases, es decir, perder integración orgánica con la clase).
El estado socialista
Gramsci, como llevamos viendo, es el gran analista de la supraestructura. Comparte con Marx (como ya hemos apuntado) el recelo a las profecías postrevolucionarias (más aún teniendo en cuenta como la noción de bloque histórico dificulta el contenido concreto con el que dotar a estas profecías) y, sin embargo, podemos en contrar en su obra afirmaciones (relevantes por su contrastabilidad con la experiencia histórica de la segunda mitad del siglo XX) sobre sus intuiciones acerca del la configuración social socialista en lo tocante a su principal ámbito de estudio.
El estado es concebido como un instrumento de la lucha de clases. Por lo tanto, en una sociedad sin clases, que constituye el fin último del proyecto emancipador comunista, la ausencia de dicha lucha hace irracional e inútil la existencia del estado. En este contexto, la alienación política (es decir, la extirpación de la capacidad de decisión política del todo social en favor de un subgrupo privilegiado) pierde sentido y la distinción entre sociedad civil y política se diluye. La comunidad social se rige a sí misma sin aparatos de dominación.
En esta concepción encontramos la hermanación entre el comunismo y el anarquismo. En última instacia ambos estarían, según esto, de acuerdo en la eliminación del poder político sobre el todo social. Y esto, que no es en absoluto falso si nos atenemos a los planteamientos de los principales teóricos de ambas corrientes, nos llevaría a concluir que la única diferencia entre ambos movimientos es táctica, de método (los unos proponen la abolición inmediata del estado, mientras los otros antes quieren tomarlo). Sin embargo, las diferencias tácticas son, en política, de mayor relevancia de lo que a priori puede parecer. Veamos esto con detalle:
En primer lugar , es obvio para Gramsi que el estado socialista (aquel que corresponde a un bloque histórico en que la clase obrera es dominante) el proletariado necesitará de los aparatos estatales (de gestión, ideológicos y represivos) para garantizar su hegemonía social y mantener la lucha contra los grupos enemigos o potencialmente enfrentados al socialismo (donde destacará la burguesía). Estos aparatos estatales no deben ser, en modo alguno, idénticos a los que usaba la burguesía para garantizar su dominio, deberán estructurarse de acuerdo a las nuevas normas que se den en el consenso social proproletario (de igual forma que los aparatos estatales burgueses no eran idénticos a los feudales que les precedieron, aunque su función fuera la misma: garantizar la hegemonía de la clase dominante). Es decir: en el socialismo habrá estado. Estado obrero, pero estado.
Y Gramsci llama en todo momento a la defensa de dicho estado. Muchos comunistas, siguiendo una determinada interpretación de El estado y la revolución de Lenin, escrito en 1917, en el cual analiza en profundidad el estado burgués (oponiéndose aquí a Kautsky, que abogaba por usar el estado burgués como instrumento obrero), empezaban a plantear sus reticencias contra el propio estado obrero, haciendo énfasis, no en la crítica a la condición de clase de un estado, si no a la mera existencia de poder político en él (circunstancia igualmente criticable para un marxista, no perdamos esto de vista). Estas concepciones los acercaban a plateamientos protoanarquistas y al marxismo tribunista (llamado por algunos antibolchevique) de Pannekoek.
Este énfasis en la llamada «dominación del hombre por el hombre» provoca que los revolucionarios estén ansiosos de eliminar el estado, sin atender a su carácter de clase, de instrumento útil para el proletariado. El mismísimo Nikita Kruchev anunció en los cincuenta que para la década de los ochenta el estado soviético se habría abolido para dar paso al comunismo definitivo, a la sociedad sin clases, en un proceso progresivo de «adelgazamiento del estado» que comenzaría inmediatamente. Visto con perspectiva, es cierto que antes del final de siglo vivimos la disolución de la URSS,… para dar paso al capitalismo más salvaje.
Gramsci aboga por un estado obrero fuerte y en continuo fortalecimiento, que solo ha de desaparecer una vez haya cumplido su cometido histórico: garantizar el dominio del proletariado y la eliminación de las clases sociales. Es la única forma de resisitir los embates del capitalismo, de sostener la lucha de clases contra la burguesía, que, desde luego, no acaba cuando la desalojas del poder; y que tiene carácter interno y externo, puesto que las burguesías extranjeras van a actuar en contra del socialismo e intentarán un retorno social (esto contrasta con el planteamiento de Stalin que afirma que, superadas las contradiccione internas a una sociedad, el socialismo es irreversible, mientras que las contradicciones externas lo que determinarán es la victoria o no frente al capitalismo como sistema mundial, de donde puede derivar el planteamiento antes citado de Kruchev, que le hacía pensar que el socialismo sería eterno en el antiguo imperio zarista).
Esto no quiere decir que este estado, que todo obrero debe defender y fortalecer, como hace la burguesía con los suyos, que tener la misma forma y el mismo nivel de alienación política del burgués. Todo lo contrario, la integración orgánica de este estado con el bloque hegemónico dirigido por el proletariado es lo que le dará un carácter de clase y le hará merecedor de la defensa. Esta integración dependerá del efectivo ejercicio del poder por las masas trabajadoras (dándole más énfasis a la actuación directa que a la representación, que suele recaer en las clases o grupos sociales ociosos, evitando el anquilosamiento de los gestores, etc). Pero nunca se puede renunciar (so pena de caer derrotados en la lucha entre sistemas sociales) a los aparatos de coacción y consenso.
En lo concreto esta defensa del estado obrero lleva a la defensa de los estados obreros existentes. En el caso de Gramsci la cuestión se centra en la Unión Soviética (único estado socialista del mundo durante su existencia). La discrepancia con las políticas de un gobierno concreto (y Gramsci tuvo sus críticas y algunas graves, como cualquiera puede comprobar) no le resta un ápice de su carácter de clase al estado y los obreros deben defenderlo y ponerlo como ejemplo frente a los sistemas capitalistas, en un ejercicio de construcción del consenso social en torno a la existencia de alternativas posibles, en la más pura batalla por la hegemonía (en esto algo se puede aprender de la burguesía, que nunca criticaría a un estado capitalista en el seno de uno socialista, como es lógico). En interconexión con esto se encontraría la Internacional, que para Gramsci es su referente de pertenencia (más que el partido, que sería una mera aplicación de los principios de la Interncional al contexto concreto del estado) si hacemos caso al especial énfasis con que esta organización es citada por el intelectual sardo. La solidaridad entre los revolucionarios de los distintos estados y el apoyo que reciben de los estados socialistas (y estos de los comunistas de los estados burgueses, doble vía de apoyo que ha suscitado no pocos problemas de fijación de prioridades en la actividad comunista) es el método de internacionalizar la lucha de la clase sin perder de vista el escenario estatal de la actividad inmediata.
A modo de conclusión
Hemos dado un vistazo a muchos de los planteamientos de Antonio Gramsci. Esto no es, ni pretende ser, EL PENSAMIENTO del sardo, ni siquiera una síntesis del mismo. Es sólo un primer brochazo, un intento de plantear muchos debates.
Y no es un intento, como empezamos a decir, de que los revolucionarios que en el siglo XXI se pongan a pensar en qué hizo Gramsci en una determinada situación o que haría él hoy ante la misma (como se hace con Lenin u otros pensadores cuando intentamos adaptarlos al presente) sino que se pongan a pensar ellos mismos. ¿Cómo está hoy la clase obrera? ¿Cuáles son sus aliados potenciales? ¿Qué hacer para ganárselos? ¿Cuál es la fórmula organizativa idónea en las condiciones actuales?¿Cómo usar los nuevos medios de comunicación? etc,etc, etc,
Esto es lo que cada militante debe ser: un intelectual orgánico al servicio de la clase, un activista revolucionario que es capaz de decidir en su ámbito inmediato cuáles son las acciones que mejoran la situación de los trabajadores y de las clases populares. Porque, si quisiéramos resumir en un párrafo al sardo (y esto no hay que hacerlo nunca) la centralidad del cambio social estaría en la acción de los propios revolucionarios. Revolucionarios que no pueden esperar a que las «condiciones objetivas» de la historia hagan su trabajo por ellos, como esperaban algunos, pero que tampoco están constreñidos por las mismas, sino que deben desentrañarlas y revolucionarlas en interés de su clase. Y si aún queremos resumir más, en palabras de Ernesto Ché Guevara (cuyo pensamiento tiene, quede esto para otra ocasión, muchos puntos en común con Antonio Gramsci: La labor del revolucionario es hacer la revolución.
Tito, militante de Comunistas3.
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