No creo ser el primer humano sobre la tierra que escriba sobre el dinero. Pero sí pudiera ser el primero que reflexiona sobre el dinero como la misma bagatela que pienso son la noción de dios y tantas otras ideas abstractas que, si pudieron aportarle dicha al ser humano, también es causa de su desdicha […]
No creo ser el primer humano sobre la tierra que escriba sobre el dinero. Pero sí pudiera ser el primero que reflexiona sobre el dinero como la misma bagatela que pienso son la noción de dios y tantas otras ideas abstractas que, si pudieron aportarle dicha al ser humano, también es causa de su desdicha y de grandes tribulaciones. Sin embargo, sobre esas ideas y el dinero, se ha construido la civilización… Todo empezó cuando el homínido dejó el gruñido, pasó al lenguaje articulado, abandonó la vida libre salvaje y comenzó propiamente la aventura humana con la palabra elaborada y artificios como el dinero: la peripecia más excitante o quizá más absurda que quepa imaginar.
Pronto, alrededor del siglo VII a.C. acuña el dinero como instrumento de cambio y medida de valor, desplazando al trueque. A partir de entonces, el impulso de acapararlo en provecho propio es difícilmente resistible y domina la escena de la historia. El deseo de poseerlo y la guerra para conseguirlo son las claves de la evolución y de la involución social, en un movimiento pendular a su vez determinante del destino de pueblos y naciones. Nada hay que pueda neutralizar ese deseo, como no lo hay para el depredador que huele a sangre. Sólo un severo correctivo a quien se apropie de él desordenadamente y una educación temprana sobre su manejo son los remedios caseros capaces de atemperar al ser humano.
Ya en nuestros tiempos, en la mayoría de los casos la tibia reacción que pueda producirse contra el ansia del vil metal, queda sofocada pronto por la siguiente consideración que a sí mismo se hace quien se encuentra en el trance ilícito de adueñarse del dinero, o una vez se ha apoderado de él: que cualquiera que tuviese acceso aprovecharía la ocasión si cree que no será descubierto; y si el trance es lícito, que el dinero sólo cobra sentido si de él se hace motor de actividad. Es cierto que el impulso altruista y la posible tentación de repartirlo entre quienes han colaborado en la ganancia puede llegar, pero suele llegar tarde y en todo caso siempre después del impulso de apropiarse de él y poseerlo. Nadie, salvo el bandolero que robaba al rico para darle lo robado al pobre y sospechosas cuestaciones de cuyo control se sabe muy poco, se afana en conseguir dinero para otros, es norma que sólo para sí…
Y como, voluntariamente, sin compulsión ajena a él, es muy raro que el poseedor de dinero se mueva a contribuir al sostenimiento digno de otros similar al suyo, es al Estado al que la sociedad encomienda la tarea de repartirlo. Pero el reparto propiamente dicho depende de los gobiernos, los cuales a su vez se deben a una ideología que en este tiempo se desdobla en dos: la que sobrevalora al individuo que posee ya el dinero acumulado (generalmente por cualquier método excepto el ahorro), relegando la importancia del papel de quienes trabajan para él, por un lado, y la que confía al Estado, a empresas públicas o mixtas la protección del individuo proporcionándole los servicios básicos, por otro.
Privado, pues, frente a público; individualismo frente a colectivismo: las dos ideas motrices de toda la política de occidente acerca de la propiedad y el dinero, sobre las que ha girado la historia en la última centuria y sigue girando con inusitado vértigo.
En todo caso, el dinero ha llegado a cobrar una importancia exagerada frente a la importancia que el humanismo y otras filosofías asignan a los valores del ser humano como principio y fin de los desvelos de la sociedad por cuidarse de sí misma y para el desenvolvimiento y desarrollo integral del individuo. En todo caso, el dinero empezó siendo un potenciador de felicidad confundida con placer y lleva camino de ser un resorte de perdición para la sociedad humana.
Porque el dinero, en tanto que objeto de deseo, desplazó enseguida a todos lo demás, incluso al sexo ya la propia vida. Pero hoy, superadas las ideologías y las teologías, superados los opuestos burguesía y proletariado, rico y pobre, trabajador y rentista, ocioso y laborioso, empleado y desempleado, desocupado y preocupado, lo que verdaderamente importa en el mundo dominado por el dinero es la división entre defensores de lo privado y de privatizar, que son los que por ahora ganan, y defensores de lo público y de socializar; al fin y al cabo, egoístas superlativos, por un lado, y altruistas de una casta humana en el fondo superior aunque por ahora pierdan, por otro. Y todo girando en torno a un invento reducido hoy a la quintaesencia del apunte contable y del crédito, que el humano del milenio que vivimos está a punto de descubrir que no se come; un invento ideado para suicidarse al final de los tiempos, como el compromiso conyugal fue ideado para gozar más al incumplirlo, o como el amor fue ideado para mejor comprender a un Dios en el que el ser humano ya no cree…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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