Cuando en política se emplea el término ciudadanía se entiende como algo que si bien va ligado a la persona, lo hace también por ser miembro de algún tipo de comunidad organizada. Cuando se reivindica el uso del espacio público, el derecho a la vivienda o la creación de espacios de convivencia en los barrios, […]
Cuando en política se emplea el término ciudadanía se entiende como algo que si bien va ligado a la persona, lo hace también por ser miembro de algún tipo de comunidad organizada. Cuando se reivindica el uso del espacio público, el derecho a la vivienda o la creación de espacios de convivencia en los barrios, se hace desde la óptica de asumir que queremos organizar y vivir en un espacio común.
Cualquier espacio organizado requiere por tanto un modelo de convivencia en el que los derechos y deberes están reglados por unas instituciones que nos vienen dadas y a las que dotamos de cierta legitimidad para ello. A veces, sin embargo, son las propias institucionales quienes sub contratan el concepto de ciudadanía a entidades privadas que, con ánimo de lucro o no, tratan de compensar la falta de fé de las instituciones en este concepto tan universal. Al respecto un ejemplo es la situación de las personas sin hogar, los grupos de personas sin papeles o la falta de seguridad de las mujeres en los puntos negros de la ciudad. Todos estos grupos se ven obligados a auto organizar su defensa y a trabajar desde lo privado funciones que deberían estar trabajadas explícitamente por las instituciones.
En las grandes ciudades viven escondidos bajo el parapeto de puentes, sucursales bancarias y soportales, personas que llegaron nadando, en patera, en los ejes de un camión o incluso estafados por mafias lugareñas en torno a la explotación sexual, personas de distintas nacionalidades que no tienen acceso a la ciudadanía. Pedro Guerra reclamaba en su canción Contaminame un intercambio cultural entre personas, casi una fusión entre diferentes. Estando de acuerdo con la belleza de este concepto, creo que en el S.XXI merecemos avanzar un poco más y saber entender que la ciudadanía es un derecho universal que se ampara en los derechos humanos. No debe ser algo circunstancial o condenado a entendedores con el poder dominante en cada momento.
Si los mecanismos bajo los cuales la participación no son de fácil acceso para todas las personas que conviven en una gran ciudad, los derechos ciudadanos serán de difícil implantación para estas personas y por lo tanto la democracia carecerá de valor suficiente para ser plena. A partir de este concepto en el que la ciudadanía es excluyente, no estaremos en el ámbito de los derechos humanos sino en el del uso del poder desde una perspectiva excluyente. Pasaremos pues a ser extranjeros en nuestra propia ciudad. Seremos rehenes de nuestras propias normas y presos de nuestros pequeños sueños, ya que, para no ser nosotros también excluidos, aceptaremos como legítimo el status quo de estas personas que quedan al margen de la construcción ciudadana.
A partir de ahí para limpiar nuestras conciencias, utilizaremos los discursos clásicos televisivos. Diremos que no es nuestra responsabilidad. La tensión social será en torno a ellos o nosotros y nuestra libertad, que creeremos amenazada por las invasiones a salto de valla, se convertirá en un discurso y no en una realidad. Seremos un idiota más manejado por los que se reparten el mundo. Algo así nos contaba Green Day en su American Idiot.
Al respecto, yo soy de Santutxu. Un barrio obrero que nació para dar cobijo a los inmigrantes que vinieron a trabajar en décadas pasadas. El Santo pequeño que guiaba los coches fúnebres desde Basarrate se llenaría de trabajo si viera como según la época o la piel tu derecho a la ciudadanía se coinvertiría en una quimera. En mi barrio nunca fuimos idiotas. Nos juntábamos para jugar a «bancos» gente proveniente de Asua, Extremadura, Galicia, Burgos, Galdakao, Guinea Ecuatorial, el valle de Arratia y un largo número de lugares entre los que no hacíamos distingo. El único problema entre nosotros y nosotras era saber quién marcaba gol antes por debajo del banco. Después vino la tele con todos sus canales y los bancos quedaron vacios. Quizás entonces nos convertimos en un idiota más. ¡No! En los barrios sigue habiendo vida inteligente y en las próximas semanas así lo demostraremos. La ciudadanía no es un concepto azul o naranja es el reflejo de una sociedad que crece para defenderse y luchar.
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