Decía Baudelaire que el genio no es más que la infancia recuperada a voluntad, y sería difícil superar esta definición del gran visionario. Estamos tan perdidos en un mundo adulto de ideas afiladas y proyectos absurdos, que el hechizo de los caballos de madera es la vía más segura para hallar nuestro auténtico ser.
Las memorias de Mamá Blanca de la venezolana Teresa de la Parra, que Dyskolo acaba de reeditar, nos dibuja a través de los ojos de una niña un retrato entrañable y magistral de la América rural de mediados del siglo XIX, pero es sobre todo una espléndida muestra del poder de la literatura para recobrar el paraíso encarnado en el niño que fuimos.
Teresa de la Parra nació en 1889 en París en una familia de la aristocracia criolla venezolana y entre Europa y América transcurrió su vida, la de una mujer lúcida y elegante que trató siempre de reflejar con armonía de palabras la belleza del mundo, pero también sus contradicciones que la inquietaban. Tras unos cuentos modernistas en la estela de Rubén, en 1924 publicó su primera novela, Ifigenia, diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba, parcialmente autobiográfica, en la que describe con ironía el ambiente de la alta sociedad de Caracas al tiempo que se rebela contra el papel subordinado impuesto en ella a las mujeres. Aunque al fin María Eugenia, la protagonista, renuncia al hombre al que ama, que está casado con otra, y se sacrifica como la Ifigenia de la mitología, en su caso en aras de la reputación familiar y las buenas costumbres, hay que decir que el rumbo que la autora escogió para su propia vida no se plegó demasiado a los esquemas tradicionales.
Nuestra novelista vivió una existencia intensa de viajes y amistades, y reivindicó una literatura que denunciara la situación de la mujer y recogiera sus aspiraciones. Según ella, ésta debía disfrutar igualdad de derechos, trabajar, ser financieramente independiente, y considerar a los hombres como amigos y compañeros, y no como propietarios o enemigos. Era el suyo un feminismo que definía como moderado, más evolucionista que revolucionario. En 1927, invitada a impartir conferencias en La Habana, Teresa conoció allí a la etnóloga cubana Lydia Cabrera, cuya amistad fue un fuerte apoyo en sus últimos años, una época difícil en la que aquejada de tuberculosis peregrinó por balnearios y sanatorios hasta su fallecimiento en Madrid en abril de 1936.
Regreso al paraíso
Si en su primera novela nuestra autora había expuesto las contradicciones de la sociedad en que vivía, en la segunda y última, Las memorias de Mamá Blanca, que ve la luz en París en 1929, emprende viaje a “la niebla de sus primeros recuerdos”, territorio virgen en el que busca las claves de su vida posterior.
Una “Advertencia” que abre el libro nos informa de que éste recoge la parte inicial de las memorias legadas a la autora por una anciana a la que conoció de niña, una misteriosa mujer amante de la música, las flores y los pequeños goces cotidianos, que vivía sola en una vieja casa señorial. No obstante, pronto comprendemos que es la propia Teresa la que une sus recuerdos en gavillas de literatura para construir la obra.
Seis hermanitas conviven con sus padres en Piedra Azul, una hacienda con trapiche de papelón (dulce extraído de la caña de azúcar), acompañadas de una legión de sirvientes: Evelyn, almidonada mulata de Trinidad, que con varias ayudantes se cuida de las niñas, Candelaria, la cocinera, mayordomo, peones y mucha más gente. Páginas deliciosas nos relatan la relajada existencia de las minúsculas señoras feudales de aquel mundo, entretenida en travesuras como hartarse de guayabas mientras Evelyn almuerza o interrumpir con cánticos el trabajo de su padre en el escritorio.
Blanca Nieves, la narradora, de cinco años y tercera en edad, es una soñadora incorregible que sufre las pullas de la positivista y belicosa Violeta, un año mayor, aunque es capaz de encantar con sus cuentos a las más pequeñas. Los peores momentos de la fantasiosa son cuando su mamá se empeña en aplicarle al cabello tratamientos para rizárselo, pues lo encuentra demasiado liso. Como compensación, en estas horas la madre entretiene a la niña con fábulas e historias que despiertan su amor por los libros: “Cuando yo salía del cuarto de Mamá tenía la cabeza rizada como un borrego y el alma trémula de emociones”.
Por el relato asoman otros sugestivos personajes. El primo Juancho, visitante habitual en la hacienda, quejoso y erudito con algo de Don Quijote, es un hombre sin lugar en el mundo, “no por falta de aptitudes, sino por exceso de pensamientos.” Afiliado al partido liberal, desprecia por igual el inmovilismo de los conservadores y la corrupción de sus correligionarios. Vicente, apodado Cochocho (un tipo de piojo), es un peón y el auténtico factótum de Piedra Azul. Sin zapatos ni apellido, él es para las niñas maestro de ciencias naturales y castellano aurisecular, y también de humilde bonhomía, aunque su innata prudencia no le impide fungir de capitán en las luchas revolucionarias que sacuden el país.
Conocemos además las liturgias del corralón, pacífica república de las vacas, y del trapiche, reino de asombro para la troupe infantil, con sus lentos bueyes, sus montones de caña y las labores mecánicas de los peones. Sobre este edén cruzan sin embargo nubes sombrías, como cuando una de las niñas fallece de sarampión, y en el final del libro, la venta de la hacienda supone para todas el acceso a una nueva vida muy lejos del paraíso. En Caracas, donde en un principio confunden la Catedral con un trapiche, las montaraces aprenden el significado del dinero y son enviadas al colegio que ha de convertirlas en señoritas distinguidas.
Una obra maestra de la literatura de Nuestra América
Las memorias de Mamá Blanca hilvana los recuerdos de una infancia feliz y coral, y nos deleita con personajes bien burilados y estampas de la Venezuela recién independizada. Seis hermanitas crecen, rodeadas de protector afecto, en un paraíso donde su mirada se impregna por doquier de fértil y sugestiva naturaleza: “Nuestros juguetes preferidos los fabricábamos nosotras mismas bajo los árboles, con hojas, piedras, agua, frutas verdes, tierra, botellas inútiles y viejas latas de conservas. Al igual de los artistas, sentíamos así la fiebre divina de la creación; y, como los poetas, hallábamos afinidades secretas y concordancias misteriosas entre cosas de apariencias diversas.”
Piedra Azul es un universo de ensueño para las jóvenes protagonistas, y el relato cautiva al lector con el ritmo de su prosa y el placer de una remembranza rebosante de ingenioso humor y ternura. En la sociedad idealizada, sin atisbo de conceptos marxistas, rige una coexistencia armoniosa de las clases sociales, aunque la transformación llame a la puerta en los discursos del tío Juancho o las correrías paramilitares de Vicente Cochocho. A través de sus experiencias infantiles, la autora nos descubre cómo se tejieron los lazos que la ligaron con su tierra y sus gentes.
Las memorias de Mamá Blanca aportó a las letras latinoamericanas una primera pieza maestra de literatura de evocación, pero exhibe además un realismo que es amorosa fidelidad a la personalidad múltiple y fascinante de Venezuela. De este modo, preludia la obra narrativa de Rómulo Gallegos, coterráneo y amigo de Teresa, cinco años mayor que ella.
Unos ojos de niña despiertan a un universo encantado por los ritmos y sensaciones de la naturaleza. Teresa de la Parra, elegante mujer de mundo, alcanza su sabiduría mayor en estas páginas memorables, como cuando reconoce: “Yo creo que el cuerpo suele adornarse con detrimento del espíritu”.
Blog del autor: http://www.jesusaller.com/
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