Según el filósofo Herbert Marcuse, una de las dimensiones esenciales del pensamiento es la dimensión negativa. Esta dimensión establece una tensión crítica entre el ser (lo que es) y el deber ser (lo que debería ser). Por ejemplo, todos quisiéramos vivir en un mundo democrático, libre de pobreza, explotación y violencia para desarrollarnos como seres […]
Según el filósofo Herbert Marcuse, una de las dimensiones esenciales del pensamiento es la dimensión negativa. Esta dimensión establece una tensión crítica entre el ser (lo que es) y el deber ser (lo que debería ser). Por ejemplo, todos quisiéramos vivir en un mundo democrático, libre de pobreza, explotación y violencia para desarrollarnos como seres humanos (deber ser), pero en la realidad ocurre que la mayoría de las personas vivimos traspasados por relaciones de iniquidad y subordinación, falta de democracia, enfrentando crisis medioambientales, etc.(ser), de tal manera que el pensamiento crítico necesariamente debería esforzarse por definir el carácter irracional de la racionalidad establecida y por describir las tendencias que empujan a esta racionalidad a engendrar su propia transformación, de ser el caso.
¿Pero qué sucede cuando el mismo sistema, gracias a mecanismos de manipulación de los deseos o a la instauración de necesidades artificiales, genera un modo de vida que vuelve aceptable esa forma de vida? Pues se clausuran las posibilidades del pensamiento crítico, del pensamiento negativo (el deber ser), pues no hay razón para insistir en la libertad o la democracia si la vida que nos brinda el sistema aparece como la vida más cómoda e incluso la «buena vida».
No obstante a pesar de que el capitalismo nos da una versión de lo que es la buena vida, para Marcuse el capitalismo no deja de ser un sistema que crea sociedades con una elevada concentración de poder político y económico, una sociedad en la cual las necesidades tanto materiales como culturales de la población de base son satisfechas en una escala jamás vista, pero de acuerdo con las exigencias y los intereses de los poderes q ue la controlan, es una sociedad que crece a condición de acelerar el despilfarro, el desgaste planificado y la destrucción, mientras que las capas inferiores de la población continúan viviendo en la pobreza y en la miseria.
De ahí que sea necesario no dejar de comprender al Buen Vivir como un concepto negativo, un concepto que se opone a la lógica del desarrollo económico occidental, que se opone a aquella concepción que separa al ser humano de la naturaleza, que se opone al pensamiento y las prácticas que rompen con la ética, que se opone a las prácticas de un mercado que rompe con el pasado y la cultura de los pueblos. El Buen Vivir no puede convertirse solo en ideología del Estado, porque pierde todo su carácter revolucionario y transformador. Es un concepto que articula una valoración cualitativamente distinta de la vida y se opone a progresar en la irracionalidad y en la servidumbre, no puede constituirse como bandera de legitimación de prácticas de poder q ue no cuestionan la esencia misma de la falta de libertad. El Buen Vivir es un concepto liberador, que encarna una forma distinta de decir las cosas, desde la subalternidad, desde los estamentos excluidos y discriminados que han soportado en carne propia la desigual distribución del poder, la explotación y la pobreza. El Buen Vivir se consolida como concepto negativo que que niega la irracionalidad de la vida actual, niega el orden prepotente, enajenante que no considera las relaciones humanas que subyacen a las relaciones económicas entre los seres humanos, ni la relación de estos con la naturaleza, como hábitat que permite el aparecimiento de la vida.
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