José Manuel Romero Cuevas, El lugar de la crítica. Teoría crítica, hermenéutica y el problema de la trascendencia intrahistórica.Biblioteca Nueva, Madrid 2016, 256 págs. El título de la obra es ya una apretada síntesis de lo que podemos encontrar en sus páginas: la crítica teórica tiene lugar (está siempre ubicada espacio-temporalmente) y, como tal crítica, […]
José Manuel Romero Cuevas, El lugar de la crítica. Teoría crítica, hermenéutica y el problema de la trascendencia intrahistórica.
Biblioteca Nueva, Madrid 2016, 256 págs.
El título de la obra es ya una apretada síntesis de lo que podemos encontrar en sus páginas: la crítica teórica tiene lugar (está siempre ubicada espacio-temporalmente) y, como tal crítica, tiene un lugar específico (que es a la vez perspectiva, tradición y conflicto). La complejidad de esta doble tesis, en absoluto trivial aun si solo se toma en cuenta la persistente disputa (de familia) entre contextualistas y universalistas morales, es enfrentada en este nuevo trabajo de Romero con mayor solidez y productividad que en su primera obra de referencia sobre la materia1. Puede decirse que, desde entonces, el autor no ha dejado de ver en la hermenéutica «una tradición teórica que, además de la hegeliano-marxista, ha pretendido asumir con radicalidad la historicidad y el carácter situado de la actividad teórica»2. Ahora, la pertinencia que la autorreflexión hermenéutica va a tener para la crítica se pone en marcha dando cumplimiento a la línea de fuga más fecunda que dejó abierta en aquel otro texto y que probablemente constituye lo mejor de este libro: el modo como Romero se apropia del pensamiento de Benjamin. Para llegar ahí, sugiero una lectura que, por su carácter asimismo dual, servirá al propósito de reseñar una obra que ya es considerablemente pedagógica.
Ante todo, El lugar de la crítica es más que una impugnación de la «historicidad absoluta», de la búsqueda esencialista (y por tanto ahistórica) de sus «condiciones de posibilidad»3; lo es también, pero mediante un despliegue que vale calificar de dialéctico: si la hermenéutica ontológica de Heidegger era la reacción a Hegel en virtud de una nueva vuelta de tuerca aplicada sobre el trascendentalismo de Kant4, la crítica dialéctica de la categoría de historicidad (categoría, o más bien doctrina, hacia la que conducen, al decir de Sacristán, «todos los caminos del pensamiento heideggeriano») rehabilita la reflexión historicista (propiamente «intrahistórica») y con ello una tradición de la crítica que se inicia con Marx. Dicho de otro modo: si Gadamer (quien, según Habermas, vino a «urbanizar la provincia» heideggeriana) sostuvo que «la dialéctica ha menester de reducirse a hermenéutica»5, Romero toma el camino inverso para devolverle, tras su paso por la segunda, dignidad crítico-teórica a la primera.
El lugar de la crítica también alienta una lectura que igualmente procede en términos dialécticos y que va desde el pensamiento consagrado de los teórico-críticos (Habermas y Honneth6) hasta el empuje normativo de las luchas sociales y de sus conflictos concretos, en el intento por parte del autor de hacerse cargo de manera solvente «de la historicidad, facticidad y perspectivismo de la praxis crítica real».
A lo largo de la estructura tripartita del libro, Romero articula ambos ejes en una exposición que transita «de lo abstracto a lo concreto» (valga aquí la expresión, más literaria que rigurosa) y que cumple con uno de sus principales propósitos: «realizar una aportación a la clarificación de una labor en marcha» por atención a quienes «desde su particular situación experimentan y sufren las lacras del actual estado de cosas»7.
Dice Romero en el primer capítulo que «cuando más cercano estuvo Habermas de las formulaciones de la hermenéutica (y ello ocurrió según mi parecer en los años 60) más próximo estuvo a su vez de las posiciones de la Teoría Crítica y de Marx mismo»8. En su deriva posterior se cifraría el abandono de un proyecto crítico que sin embargo conserva como hilo conductor el enfoque hermenéutico, pero esta vez no tanto como eventual (auto) reflexión del lugar que ocupa el teórico, cuanto, más bien, netamente confinado en uno de los componentes de la ontología social dual que propone Habermas: el «mundo de la vida»9. El concepto se inspira en Hegel y en la hermenéutica para imprimir en la teoría de la acción comunicativa una apariencia de historicidad que, pese a todo, no oculta la pretensión de Habermas de salvar el universalismo deontológico de Kant procurando eludir la metafísica ahistórica de lo trascendental: Habermas inyecta en esos miembros de la sociedad que presuntamente han de llevar a cabo «verificaciones intersubjetivas» un punto de vista moral y un ideal comunicativo; llamados ambos a combatir la perspectiva relativa de los sujetos y el conflicto social; enemigos ambos, en último término, de la historia. A partir de ese singular ensamblaje (que une teoría de la evolución y enfoque «cuasitrascendental», la primera como recurso de plausibilidad del segundo), cree el teórico de la modernidad que ya puede reconstruir (incluso con pretensión «crítica») las orientaciones normativas de los hablantes.
Lo primero que advierte aquí Romero es que dicha estrategia, «formal y abstracta», «no tiene en cuenta (o mejor: no puede tener en cuenta) las condiciones históricas reales en las que los sujetos tienen que poner en juego tal concepto normativo [la idea regulativa de una «situación ideal de habla»] y que son esenciales para su efectividad histórica»10. Lo segundo que cabe preguntar legítimamente es desde dónde «reconstruye» el teórico. Y la respuesta (como en el Heidegger de Sacristán) no es un camino, sino un «lugar» que es fundamento de lo «cuasitrascendental»11: la modernidad capitalista. Hay aquí un planteamiento que es circular por eurocéntrico y eurocéntrico en su circularidad. Lo que no hay es posibilidad de trascender ese lugar ni tampoco más historia; ni siquiera la opción real de criticar un consenso que, a la postre, será sinónimo de «mantenimiento del orden». De hecho, Habermas, en su idealización teórica de la modernidad, ha negado que haya «dolor»; a lo sumo excesos (colonizaciones) provocados por la dinámica propia del subsistema económico autorregulado y que el subsistema político apenas puede contener sin generar disfunciones. Esto se compadece mal con una teoría democrática que se dice crítica y se expresa en términos de universalidad y diálogo:
«Paradójicamente, el enfoque cuasitrascendental, que pretende afrontar la crítica liberándola de su relatividad histórica y contextual, al sostenerse sobre una teoría de la evolución social que «descansa sobre supuestos de estructuras universales de conciencia y niveles de aprendizaje ordenados según la lógica del desarrollo», la cual confiere a la sociedad capitalista moderna el estatuto de innovación evolutiva y de nivel de aprendizaje más elevado de la humanidad, le acaba otorgando a esta un lugar privilegiado desde el punto de vista de las estructuras normativas y desemboca en consecuencia en una concepción de la crítica posible demasiado ligada a su contexto histórico. Una crítica, por lo tanto, incapaz de trascender el marco socio-institucional moderno-burgués, una crítica interna al mismo que solo es capaz de apuntar a las desviaciones, a la insuficiente realización de lo expuesto por la teoría de la evolución social como fase superior del proceso de aprendizaje colectivo»12.
La cuestión de la crítica teórica, pues, tiene que ser reformulada; incluso el «mundo de la vida» podría ser fértil si se lo abordara en términos materiales y concretos. En esa doble tarea, acudir a la filosofía hermenéutica implica riesgos. Señalaré uno que no es ni de lejos el más relevante pero cuya consideración tal vez sirva para allanar el camino que emprende Romero a partir de ahora. Se ha podido ver cómo atribuye al Habermas de los años 60 una virtualidad crítica que capacitaría al pensador alemán, también desde la hermenéutica, para cuestionar la explotación y el dominio provenientes de lo económico y lo político. Esta hipótesis está mucho más matizada aquí13 que en el citado artículo «Entre hermenéutica y teoría de sistemas…», donde, a mi parecer, se concedía al proyecto «crítico» del primer Habermas demasiada verosimilitud. No obstante, y aunque en la reseña solo puedo anotar esto en forma de pregunta, creo que, además de una hipótesis polémica, sugerir la existencia de dos Habermas resulta, para el caso, innecesario, puesto que hacia donde apunta Romero es a la restauración de Benjamin para valorar también la extraordinaria posibilidad de una tradición de la crítica14 (más provechoso, diría, que «pensar con Habermas contra Habermas»). Es cierto que, según declara, el autor no aspira «a realizar aquí una historia de la confrontación entre hermenéutica y Teoría Crítica» ni detenerse «en alguno de sus momentos concretos. Lo que pretendo -dice- es que efectuemos nosotros mismos, en este estudio sobre una problemática característica de la Teoría Crítica, una confrontación con determinados motivos de la hermenéutica»15. Opino, pese a ello, que la discusión con la hermenéutica no es coyuntural, una opción de Romero como podría haberlo sido cualquier otra. Diría, más bien, que el autor ha sabido hacer propio algo que la filosofía hermenéutica sí tiene de virtuoso: la posibilidad de «un proceso de autorreflexión hermenéutica de la crítica«.
En tal sentido (dialéctico), en el segundo capítulo somete a discusión «conceptos que la hermenéutica ha caracterizado como constitutivos de todo acto de interpretación y de toda labor teórica en general»: historicidad, perspectivismo y tradición. Con esto, lo que se gana para la crítica en el primer caso es, por un lado, la comprensión de que la realidad socio-económica es histórica y por lo tanto ni es definitiva (conclusa) ni puede serlo; por otro lado, la conciencia de que su instrumental teórico se inserta en el decurso histórico de una comunidad de científicos sociales (la «transformación hermenéutica» de la filosofía sería todavía hoy el marco de reflexión del crítico) así como en los avatares de su sociedad y del papel que cumple en ella; por último, la asunción de la propia historicidad por parte del teórico que se quiere crítico: saberse ubicado en un tiempo histórico que incorpora problemáticas y especificidades socio-económicas concretas. Una vez que Romero logra dejar esto sentado, le sobreviene un obstáculo que, si bien no ha de condicionar la resolución de su propuesta, pone a la vista las dificultades de la autorreflexión hermenéutica: al deliberar sobre perspectivismo, en ocasiones parece ceder ante el rechazo de Popper a tomar en cuenta la heurística en asuntos de teoría, como hubo de ceder Habermas en el marco de (o en el apéndice a) la disputa de aquél con Adorno. (Si se acepta esto, que la decisión, incluso política, es arbitraria e irracional en sentido enfático, entonces el teórico está condenado a vagar por lo que determina su época; con mucho, a convencer desde lo interno de su paradigma.) Al mismo tiempo, su censura de todo «determinismo económico-social sobre el conocimiento» es explícita (pero entonces tiene que comprometerse con algo más que la socialización y biografía del agente crítico)16. Benjamin, la memoria y en último término la tradición de la crítica vendrán a sostener, pese a lo dicho, la pertinencia de algo que aún no he mencionado pero que está íntimamente emparentado con lo anterior y sale ahora reforzado: el interés del crítico por la emancipación. Con estas dos ideas, rememoración de la tradición e interés, la autorreflexión adquiere finalmente los siguientes contornos:
«Un componente fundamental por tanto de la historicidad y facticidad de la crítica social es su formar parte de la tradición o, mejor dicho, de las tradiciones de luchas a favor de la abolición de la opresión y la explotación. […] La praxis de la crítica es así una praxis saturada de memoria: es memoria en acto que, en su entrelazamiento con las luchas del pasado, pretende conmover los estrechos límites del presente […]. [L]a situación se complica más cuando contrastamos estas tradiciones de lucha [obrerismo, feminismo, ecologismo, indigenismo…] con sus homólogas de los países de las demás regiones del globo, marcadas en una gran cantidad de casos por las luchas anticoloniales y siempre por su particular posición en el sistema-mundo global»17.
Romero ha logrado alejarse definitivamente de una eventual recaída en los excesos totalizantes típicos de Lukács, Debord, las pseudo-concreciones de Kosík o (excepto cuando asimismo se sirve de Benjamin) el Marcuse de El hombre unidimensional. Y ello, sin abandonar el proyecto crítico y sin perder rigor:
«El interés que articula la situación hermenéutica de la teoría crítica no es así un mero prejuicio que distorsiona su acceso a lo social o lo hipoteca como necesariamente ideológico, en el sentido de generador de una falsa conciencia […]. Naturalmente un interés tal delimita el lugar desde el que se accede a lo social, orienta la dirección del acceso y define el perímetro de su mirada pero, al mismo tiempo, es la condición de posibilidad de un acceso a lo social ético-políticamente significativo para las posiciones interesadas en un ordenamiento cualitativamente diferente de la estructura social en una dirección superadora de los estados de injusticia y dominio considerados como intolerables. Resulta patente que un interés así definido no caracteriza a una perspectiva meramente individual frente a un sinnúmero de otras perspectivas articuladas en torno a otros intereses. Entendido así, el interés del que hablamos configura la situación hermenéutica […] de un tipo determinado de perspectivas, a saber la de las posiciones [de un colectivo social] que en el seno de los conflictos vigentes experimentan como intolerables las asimetrías existentes y aspiran a una modificación de la realidad en una dirección justa»18.
Se abre así la posibilidad de pensar una trascendencia (intrahistórica) del actual estado de cosas: ni la realidad social es homogénea (la crítica teórica tiene que contar necesariamente con la existencia ya dada de «contra-conductas») ni los consensos han sido ya implementados en su totalidad (lo que da pie al diagnóstico de la «falsa conciencia»). Después de efectuar tal «destrascendentalización de la crítica a través de su historización consecuente», el último paso de Romero consiste en valorar las «virtualidades de la crítica inmanente», es decir, «un modo de crítica que no contrapone a su objeto [la realidad histórica] un criterio normativo externo al mismo […], sino factores propios y constituyentes del objeto sometido a crítica»19.
Lo más estimulante del tercer capítulo (y no son pocas las cosas que habría que reseñar) quizás sea el tratamiento de la trascendencia intrahistórica en tanto que problema. La mejor pauta la da una crítica al Honneth de El derecho de la libertad, quien viene a decir ahí que «principios normativos como libertad, igualdad o mérito (Leistung) han sido ya realizados e institucionalizados en las sociedades modernas en esferas sociales como el derecho o la economía de mercado», cosa que, según el discípulo de Habermas, daría cobertura a una crítica inmanente en tanto que hábil instrumento para denunciar «situaciones injustas en la vida social, es decir, situaciones que implican de hecho la negación de tales principios»20. Es inmanente porque se parte de unos principios históricamente dados, pero, en Honneth, tales principios representan lo opuesto a la crítica: «En efecto, ¿cómo cabría cuestionar el mercado capitalista a partir del principio del rendimiento, cuando este constituye una de sus bases de legitimación y agota su significado en tal función?»21. A decir verdad, ahí caben dos objeciones. La primera: si alguna vez hubo historia en tales principios, para el filósofo alemán ya no la hay; la segunda, central para este capítulo, tiene que ver con la actitud teórica de Honneth:
«[…] sostiene que los parámetros normativos presuntamente institucionalizados en la sociedad vigente son los (únicos) parámetros socialmente válidos y, por lo tanto, los considera como aquellos que únicamente pueden sostener una crítica bien fundada. [Tal cosa] es efectivamente una homogeneización que pierde de vista las posibles discrepancias y conflictos, no solo en torno a la interpretación y a la aplicación de los parámetros normativos socialmente vigentes sino en torno a los parámetros mismos (en torno a su validez como tales)»22.
Pero Honneth no solo no toma nota de la diversidad, local o global (cosa que viene bien para augurar, desde la teoría, el mantenimiento de un consenso dado), sino que llega a defender que son los teórico-críticos, en tanto que pensadores, quienes dan «forma en sus obras a una concepción normativa de la libertad moral, de la economía de mercado o de la esfera pública, que se constituye luego en el referente normativo para los procesos de institucionalización en tales ámbitos y para las luchas sociales en el marco de los mismos». «Frente a tal problemático idealismo hay que afirmar -prosigue Romero- que el verdadero lugar de la forja de los parámetros normativos lo constituyen las luchas sociales»23. La aproximación del autor a la praxis crítica real me da la ocasión para terminar abriendo algunos interrogantes.
Existe el riesgo de olvidar que la teoría es inevitablemente abstracción. Sacristán lo ilustraba diciendo que no se puede exigir «que el análisis químico de la sopa sepa a sopa». La aproximación teórica a la praxis no es praxis: es teoría. «El teórico -dice Romero- hace de su actividad una aportación, un refuerzo, un apoyo, con el instrumental de que dispone, a uno de los sectores enfrentados en el escenario social». Al mismo tiempo, señala que «la crítica sería fundamentalmente un medio de consecución de hegemonía social para determinados parámetros normativos carentes de institucionalización»24. Pero esto otro decía, aplicado a Marx, en Hacia una hermenéutica dialéctica…: «[…] este modo de análisis de lo concreto posee asimismo una limitación fundamental, pues no se ocupa de las mercancías concretas sino de la categoría social de mercancía. Esto está exigido por el tipo de proyecto teórico de Marx, a saber, la elaboración de una teoría crítica del capitalismo, que debe trabajar necesariamente con constructos teóricos elaborados»25. ¿Se trata de un límite, o es lo propio de toda aproximación «a las cosas mismas»? Si es lo último, ¿cabría adjetivar ‘crítica’, y no ‘teoría’ (hablar de crítica teórica, no de teoría crítica)? Quizás así las bases a repensar de la teoría crítica se acomodarían mejor a los propósitos declarados del autor. Y, más allá ahora tanto del libro como de su actitud, se podría moderar tanto la auto-percepción del lugar que ocupa el crítico social como las pretensiones prácticas de su teoría. Lo primero suele estar claro, no así lo segundo26.
Dicho lo cual, Romero sin duda trae luz a «una labor en marcha», y cabría pasar por El lugar de la crítica si se quiere alcanzar, desde la teoría, un concepto de crítica social «a la altura de la situación presente». Es verdad que entonces no faltarán razones para afirmar que la obra apenas necesita complemento; quizás un anuncio menos sobrecargado que el que doy aquí. Pero acaso no le haga violencia esta reseña, pues bien sabe el autor que «la crítica es mucho menos el enjuiciamiento de una obra que el método de su consumación»27. He ahí la clave de lectura más obvia, más recurrente y no por ello menos principal: la cuestión del método.
Notas:
1 Cfr. J. M. Romero Cuevas, Hacia una hermenéutica dialéctica. W. Benjamin, Th. W. Adorno y F. Jameson, Madrid, Síntesis, 2005.
2 El lugar de la crítica…, p. 27.
3 Sobre esto, véanse los pasajes dedicados a Heidegger y el revelador ensayo sobre Habermas en íd., Crítica e historicidad. Ensayos para repensar las bases de una teoría crítica, Barcelona, Herder, 2010.
4 Así lo enseñaba Manuel Sacristán en una tesis doctoral que, por razones obvias, solo llegó al Heidegger de 1957: «El pensamiento descubre la historicidad absoluta, la esencia o posibilitación de la historicidad, no en la concreción de cada transcendentalidad, sino en el temporal ámbito de juego en el que se juega la historia. Ese ámbito es la instancia absoluta de lo transcendental, el medio en que las transcendencias son históricamente, mientras que cada una de éstas es, en cada caso, el ámbito en que se mueve el método transcendental en sentido kantiano. El temporal ámbito de juego, en cambio, la instancia absoluta de lo transcendental, es el «lugar del estar» [del Dasein], el «vehículo» transcendental». M. Sacristán, Las ideas gnoseológicas de Heidegger, Barcelona, Crítica, 1995, pp. 170 y s. Y añadía: » «El camino de la historia del Ser» no discurre. No es, en rigor, un camino, sino un «lugar» […]». Ibíd., p. 246 [cursiva añadida].
5 H. G. Gadamer, La dialéctica de Hegel, Madrid, Cátedra, 2000, p. 107.
6 Atendiendo a mi propia exposición, tomo como referente del primer capítulo de Romero a Habermas y dejo para el último sus consideraciones sobre Honneth. El autor da cabida a ambos en los tres capítulos.
7 El lugar de la crítica…, p. 20.
8 Ibíd., pp. 49 y s.
9 La crítica de esto último conecta la crítica a la teoría histórico-evolutiva de Habermas con la crítica al teoricismo formal y abstracto. Para una comprensión cabal, véase el más que notable artículo de Romero «Entre hermenéutica y teoría de sistemas. Una discusión epistemológico-política con la teoría social de J. Habermas», en Isegoría, nº 44 (enero-junio, 2011), pp. 139-159; genuino precedente de este libro.
10 El lugar de la crítica…, p. 41. Ahí sugiere, con Hegel, que solo el recurso a la obediencia debida (algo más que «coacción trascendental») podría vincular la voluntad de los «miembros» con semejante ideal.
11 «Quién lo «sostenga todo», quién sostenga todo lo transcendental -y con ello todo lo empírico- es precisamente la cuestión eludida en el transcendentalismo tradicional». M. Sacristán, op. cit., p. 172. Si en Heidegger el sostén último sería el indistinto Acaecer, en Habermas, podría decirse, lo es una teoría de la evolución que ha culminado (finalizado) en la modernidad europea. Romero desarrolla la crítica de ese prejuicio (que Honneth comparte) en los apartados 1.3 a 1.5 de El lugar de la crítica…
12 El lugar de la crítica…, pp. 73 y s [cursiva del autor].
13 Pese a la p. 157, considérese la nota 55 de la p. 47, las pp. 82 y s., y el ponderado tono general del libro.
14 Ahí remitía, después de todo, en «Entre hermenéutica y teoría de sistemas…», loc. cit., pp. 156 y ss.
15 El lugar de la crítica…, pp. 85 y s. Véase también Hacia una hermenéutica dialéctica…, ed. cit., pp. 11 y ss., 73 y ss. y 294 y ss.; Crítica e historicidad… ed. cit., esp. pp. 55 y ss., sus introducciones a J. M. Romero Cuevas (ed.), H. Marcuse y los orígenes de la teoría crítica, Madrid, Plaza y Valdés, 2010; íd., Herbert Marcuse. Entre hermenéutica y teoría crítica: artículos 1929-1931, Barcelona, Herder, 2011; y a íd., Sobre Marx y Heidegger: escritos filosóficos (1932-1933), Madrid, Biblioteca Nueva, 2016. Huelga señalar que la traducción de los textos del joven Marcuse es otro notable aporte a esta «labor en marcha».
16 Tengo la impresión de que estos titubeos pasajeros de Romero están detrás de su negativa a considerar como decisión política la defensa que hacen del capitalismo Habermas y Honneth; sería la consecuencia de un problema de método («formal y abstracto»). Tal cosa difícilmente explicaría por qué Habermas ya idealizaba el capitalismo benestarista en una obra tan temprana como Historia y crítica de la opinión pública (1962) y por qué Honneth sigue pensando que no hay alternativa a ese escenario moral. Un marco teórico puede ser insostenible o inadecuado, pero la decisión de ser crítico no tiene que ver con haber alcanzado ya el justo método, como documenta la actitud de los jóvenes hegelianos. Habermas y Honneth no albergan la idea de subvertir el sistema. Pero insisto: nada de esto empaña el plan del libro.
17 El lugar de la crítica…, pp. 154-156.
18 Ibíd., pp. 143 y s. Lo de que los «titubeos» eran «pasajeros» queda más que probado (si cabía tal cosa) cuando su exposición ya ha alcanzado otro nivel conceptual y de desarrollo. Cfr. Ibíd., pp. 176 y ss.
19 Ibíd., p. 162. Enrique Dussel habría venido bien aquí para no pocos aspectos relevantes: consenso crítico de las víctimas; diálogo global; cinismo; concepto de necesidad material; y los peligros del «método dialéctico» inspirado en Hegel. Estaría totalmente fuera de lugar (valórese aquí la redundancia) atribuir a Romero una suerte de «etnocentrismo teórico». Y, en realidad, los problemas apuntados están resueltos (o encauzados) con sobrada perspicacia (así, su análisis de la crítica inmanente afirmativa). Pero el diálogo con Dussel podría enriquecer la autorreflexión del autor (quien, por su lugar teórico, recurre a la tradición francfortiana). Para afrontar el hegelismo, remito al texto de M. Sacristán, «El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia», en Mientras Tanto, nº 2 (enero-febrero de 1980), pp. 61-96.
20 El lugar de la crítica…, p. 195.
21 Ibíd., p. 199.
22 Ibíd., p. 205.
23 Ibíd., p. 198. Esto está bien fundado ya en pp. 104 y ss.; lo retomará, con profundidad, en pp. 212 y ss.
24 Ibíd., p. 217 y p. 234 respectivamente.
25 Op. cit., p. 9.
26 En el contexto de las conferencias de Sacristán (vertidas en el texto citado de Mientras Tanto), éste señaló que «es el [re]descubrimiento de Hegel [en la década de 1850] el que le reconcilia [a Marx] con la abstracción, con la globalidad y, por tanto, le permite ser un científico. […] Marx sabe perfectamente que la ciencia no es transformadora en cuanto a conocimiento sino en cuanto a fuerza productiva. Claro que Marx quiere transformar el mundo, pero, como científico, a quien pone la ciencia al servicio de algo le llama canalla, literalmente. […] Marx sabe que la ciencia como conocimiento transforma sólo al sujeto. Así, indirectamente, puede transformar el mundo. Pero, como científico, sabe muy bien que 2 y 2 son 4 aunque eso sirva a la burguesía. […] De todos modos, lo que sí es un hecho, lo que sí está absolutamente justificado, es aplicar constantemente la crítica a la ciencia existente». M. Sacristán, Escritos sobre El Capital (y textos afines), (ed. de S. L. Arnal), Barcelona, El Viejo Topo, p. 319.
27 W. Benjamin, «El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán», en íd., Obras completas (libro I/vol. I), Madrid, Abada Editores, 2006, p. 70.
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