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Un desafío para los intelectuales revolucionarios

Fuentes: La Jiribilla

Hace algunos meses, un discurso de Ricardo Alarcón me llevó a releer las crónicas publicadas por Alejo Carpentier en la revista Carteles, en septiembre y octubre de 1937. La mención hecha por Alarcón, aludía a la serie de reportajes en los que bajo el título de «España bajo las bombas», Carpentier recogió su experiencia como […]

Hace algunos meses, un discurso de Ricardo Alarcón me llevó a releer las crónicas publicadas por Alejo Carpentier en la revista Carteles, en septiembre y octubre de 1937. La mención hecha por Alarcón, aludía a la serie de reportajes en los que bajo el título de «España bajo las bombas», Carpentier recogió su experiencia como delegado al Segundo Congreso Internacional de Escritores, celebrado en Madrid por aquellos días dramáticos, con la presencia de representantes de veintiséis países de Europa, América y Asia.

Enfrentado ahora a la responsabilidad de introducir y moderar este panel dedicado a «la responsabilidad del intelectual», acudo nuevamente al testimonio de nuestro gran novelista. Desde aquellas páginas, Madrid, Barcelona, Minglanilla, Valencia, nos devuelven a un drama que con los nombres de Kandahar, Kabul, Basora, Bagdad o Falluya, nos resulta conocido por la televisión. Habituados como estamos a este reciclaje de la barbarie, familiarizados con las bombas que a toda hora caen en los noticieros, apenas reparamos en que, sin lugar ya para el asombro, ni siquiera para el desconcierto, nuestra resignación no nos deja espacio para respondernos alguna que otra vez en el año aquellas preguntas que, refiriéndose a los intelectuales, se hacía Alfonso Sastre al final de uno de sus artículos: ¿Qué pintamos nosotros en todo esto? ¿Qué hacemos? ¿Por qué? ¿Y para qué?

La anciana que en aquella plaza terrosa de cal y sol en Minglanilla, se acercó desesperada a Carpentier para pedirle: «Defiéndannos, ustedes que saben escribir»; adelantó un reclamo que, por vigente, sobrecoge y, como un fantasma menesteroso, reaparece hoy entre el horror y las ruinas, casi 70 años después, para tirar de nuestras conciencias atribuladas.

Palabras leídas por el poeta Alpidio Alonso, presidente de la Asociación Hermanos Saíz, en la introducción del panel que acerca de la responsabilidad social del intelectual tuvo lugar en la XV Feria Internacional del Libro.

Según el criterio de Noam Chomsky, la responsabilidad de los intelectuales consiste en decir la verdad y denunciar la mentira. Esa afirmación sencilla, que así pronunciada suscribiría hasta los más reaccionarios ideólogos de la derecha, suena sin embargo anticuada, pasada de moda, cuando se trata de poner en blanco y negro, algún aspecto, por nimio que este sea, sobre cualquier tema, que pueda dañar el orden establecido por el sistema. La vida ha sido elocuente demostrándonos que vocablos como verdad y mentira, justicia, terrorismo, violencia, democracia, libertad, cambian inmediatamente de significado, o peor aún, pierden todo sentido, en boca de cualquiera de los pobres que conforman algo más de las tres cuartas partes de los habitantes de este planeta.

En más de una ocasión he escuchado el alerta de Pablo González Casanova acerca de la necesidad de devolver el sentido prístino a ciertas palabras como imperialismo, o lucha de clases, por ejemplo; llamado que apunta a la obligación de profundizar en el rigor de esa labor asignada, según Chomsky, a los intelectuales; rigor que cierre el paso a nuestra condescendencia (llamémosle así) con un discurso viciado en el que, acaso en nuestro afán de ser universales y pertinentes, terminamos articulando un lenguaje lo suficientemente complaciente como para que se diluyan nuestros argumentos y a la larga se mediaticen también nuestras verdades.

Un llamado similar a esa «ética del rigor», que bien entendido termina convocándonos a «un rigor de la ética», como primera condición para plantearnos un cambio, siento en las palabras de Isaac Rosa, cuando denuncia la «utilización del lenguaje como instrumento de manipulación y de perpetuación de la situación dada». «El lenguaje dice él está cargado, atiborrado de significados, más de los que podemos controlar, y acabamos siendo sus siervos, estando a su disposición, reproduciendo sus esquemas que son el cemento con el que esta sociedad resiste».

Un primer paso sería entonces encomendarnos al rigor, al verdadero rigor, que nos devuelva el placer de llamar a las cosas por su nombre. Tal vez por ahí comienza el camino para llegar a las respuestas de aquellas interrogantes que nos lanzaba Sastre desde su artículo, y que darían sentido al mandato que Chomsky ve depositado en los intelectuales; pero, sobre todo, creo yo, comienza por el ejercicio de ese auténtico rigor entre los intelectuales, la posibilidad de reivindicar para sí el honrosísimo papel de trabajar no a favor de una utopía en abstracto, ni de una idílica empresa cultural, sino a favor de quienes ni siquiera pueden leernos, sin lo cual, entre otras razones, ya no sería posible pegar tranquilos la cabeza en la almohada.

No menos necesaria resulta esta exigencia para quienes, viviendo en Cuba, defendemos un proyecto socialista con las características del que desde hace cuarenta y siete años lleva adelante nuestro pueblo. Lejos de liberarlo de ella, ser un intelectual revolucionario en Cuba, acentúa la necesidad de atender a ese rigor, y añade una nueva dosis de responsabilidad a la que de por sí ya se porta en el mundo de hoy, cuando al llamado de la honestidad se pretende ejercer un criterio a contracorriente. Ese mismo rotundo «No pasarán» que hemos declarado al fascismo y para lo cual convocamos hoy voluntades y conciencias más allá de nuestras fronteras, es el que en lo interno estamos llamados a oponer a la superficialidad, el populismo, el paternalismo, la banalidad y el mal gusto que, cual avanzadillas de aquel, y como aquel enfermos de un profundo desprecio hacia los intelectuales y la cultura, pugnan por instalarse entre nosotros. De modo que hay en esa permanente vigilancia cualitativa, una de las más importantes vías de contribución del movimiento intelectual con la consolidación de un proyecto social de tan amplios y genuinos horizontes como los que defiende la Revolución cubana.

Acerca de estos propósitos sobre los que tanto se ha escrito y hablado durante años, y que pueden realizarse tanto en el plano creativo propiamente dicho, en la obra artística o literaria en sí, como en la proyección social y política de los intelectuales; prefiero, por razones de tiempo, concentrarme en una de las vías que hoy ayudarían a canalizar esta última, y referirme brevemente a la red de redes En Defensa de la Humanidad.

Nacida de la iniciativa y la voluntad de un grupo de intelectuales mexicanos en 2003, continuada en Oviedo, y luego relanzada y definitivamente constituida en el Congreso Mundial de Intelectuales celebrado en Caracas en diciembre de 2004, la Red de Redes En Defensa de la Humanidad señala un nuevo momento en la articulación de lo mejor del pensamiento intelectual, progresista, y revolucionario en el mundo, y particularmente en este continente. Vinculada, desde el momento mismo de su creación, a los movimientos sociales y a la defensa de causas muy nobles, hoy puede identificarse en esta red un nuevo frente donde encuentra cause la labor de aquellos intelectuales verdaderamente interesados en impulsar un cambio real en el mundo.

En tal sentido, no creo que en un panel como este, donde examinemos los modos que en el presente tienen los movimientos intelectuales para aportar a la transformación de las condiciones generadas por el modelo hegemónico de dominación del imperialismo, podamos dejar de considerar las posibilidades, poder de convocatoria y resultados, de un movimiento que, ya en diciembre de 2004, logró reunir en Caracas a más de 400 personalidades entre intelectuales y luchadores sociales, y que posteriormente ha promovido acciones tan importantes como el evento contra el terrorismo realizado en junio del pasado año en La Habana, o más recientemente, la publicación en Internet de la Enciclopedia Básica contra el terrorismo, presentada en los Foros Sociales de Bamako y Caracas, y hace unos pocos días, en la XV Feria Internacional del Libro. Precisamente integrado a este tipo de movimiento heterogéneo, diverso, en el que en un mismo sentido se juntan los esfuerzos de las diferentes fuerzas sociales, es donde, a nuestro juicio, mayor utilidad alcanza el aporte de los intelectuales y donde con mayor eficacia tienen posibilidad de tomar cuerpo las ideas transformadoras, verdaderamente revolucionarias.

Dotar de contenido a esa red, diversificarla y robustecerla, y a través de ella, poner en práctica nuevas iniciativas e ideas en la lucha contra el fascismo de turno, plantea una de sus más urgentes misiones en el presente, al tiempo que un indiscutible desafío para los intelectuales revolucionarios, que debemos terminar de concientizar la importancia de luchar (y por tanto, de aprender a luchar) en este nuevo frente.

Si fuéramos a decirlo con palabras de Fidel, de lo que se trata es de «sembrar ideas, sembrar conciencia». Aunque no la única, la red es una excelente vía para intentarlo. Cierto que no será fácil, pero mejores armas no tenemos a mano con las que proponernos romper el cerco mediático de manipulación y mentira tendido por los «dueños del mundo». Sembrar ideas, sembrar conciencia: palabras que acaso nos reconcilian con nuestra labor, en la medida en que nos revelan un vastísimo campo donde poder ayudar; tanto, como para que ya no tengamos razones por las cuales sentirnos, como Carpentier en Minglanilla, humillados «ante ciertos desamparos profundos, ante ciertas miradas de fe».

Palabras leídas por el poeta Alpidio Alonso, presidente de la Asociación Hermanos Saíz, en la introducción del panel que acerca de la responsabilidad social del intelectual tuvo lugar en la XV Feria Internacional del