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Un dilema perentorio

Fuentes: Rebelión

Si se nos pidiera una sola mácula que endosarle, o revelarle, al capitalismo financiero, sin dudarlo nos sumaríamos a los que proclaman que la crisis de la formación socio-económica rebasa los límites de las desigualdades, injusticias, desequilibrios y tendencias neofascistas, para llegar a lo que quizás se erige en el colofón, la «coda heroica» del […]

Si se nos pidiera una sola mácula que endosarle, o revelarle, al capitalismo financiero, sin dudarlo nos sumaríamos a los que proclaman que la crisis de la formación socio-económica rebasa los límites de las desigualdades, injusticias, desequilibrios y tendencias neofascistas, para llegar a lo que quizás se erige en el colofón, la «coda heroica» del modelo neoliberal: las horrendas huellas ecológicas en un planeta que, al decir de un analista de fuste, está ahogado, sin capacidad para acoger más impactos sobre sus elementos vivos, entre ellos el humano.

Para Alberto Fragua, en www.elsalmoncontracorriente.es, el asunto no admite medias tintas. La llamada economía de mercado anda abocada al fracaso, en tanto depende de unos recursos finitos, que se van agotando. Algo que, en su opinión, resulta más que sabido por los principales causantes del estropicio, los cuales también dominan al dedillo el hecho de que los ritmos de la naturaleza no le son suficientes a esta «para mantener su estructura de creación de permanentes dependencias, independientemente de que no se conozcan bien los efectos ambientales derivados de ellas».

¿Una opción viable y sostenible sería que el propio neoliberalismo respetara los ciclos del agua, del aire, del suelo; que armonizara con ellos, tomando en cuenta su renovabilidad? Imposible para un sistema de crecimiento raudo y permanente, «razón sustantiva de su existencia, y especialmente en su máxima expresión actual de financiarización especulativa neoliberal de la economía. Exige más, aun a sabiendas de que su modelo fracasará adentrándose en caminos de crecientes riesgos sociales, ambientales y económicos que se retroalimentan».

De continuarse interrogándonos, suscribiríamos la aseveración del experto acerca de que el cambio climático representa el gran indicador del fiasco del paradigma actuante, perceptible en tiempos suficientemente prolongados como para que se generen ilusiones tecnológicas de corrección. Ilusiones, sí, porque al planeta, sus ecosistemas, heridos ¿de muerte?, solo los salvaría -al menos, queremos creerlo- un esfuerzo coordinado de la política y la sociedad civil, que nieguen el (des)orden reinante.

¿Que los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera ya sobrepasan consistentemente la simbólica marca de 400 partes de CO2 por cada millón de moléculas (ppm), signando el inicio de una «nueva era» de mutación, según el último informe de la Organización Meteorológica Internacional? ¿Que los hielos polares se reducen cada vez más, entre otras causas por la extracción mundial de minerales, triplicada en las últimas cuatro décadas, de acuerdo con fuentes de crédito que igualmente paran mientes en que el calor representa un riesgo elevado para Asia y otras regiones, la mitad de los bosques del orbe han desaparecido, las fuentes de agua subterránea se acaban con inusitada rapidez…? ¿Que los actuales volúmenes de emisión de gases de efecto invernadero podrían contribuir a la subida de la temperatura universal de entre tres y siete grados centígrados, conforme a la revista Nature? ¿Que el derretimiento del permafrost, o permahielo (suelo permanentemente congelado) haya dejado al descubierto, en Siberia, el cráter de Batagaika -la pared ha crecido un promedio de 10 metros al año; con momentos con un incremento de 30 metros-, hoy llamado por los pobladores locales una puerta al infierno, en «honor» a su kilómetro de ancho y sus 85 metros de profundidad y cuyas capas de sedimento expuestas develan cómo se comportaba el clima en la región durante… 200 000 años?

Bah, estas no constituyen más que vencibles pruebas para unos cuantos seres sabios y oportunos asentados en EE.UU. que, reflejan noticias aparecidas en medios tan prestigiosos como La Jornada, de México, se proponen levantar un muro, no precisamente en la frontera, sino… en el cielo, trastornando la intensidad de las radiaciones del astro rey, lo cual acarrearía una serie de fuertes consecuencias injustamente repartidas, como más sequías y desequilibrios climáticos en Asia, África y América Latina, mal menor para aquellos que promueven la técnica.

Y la mención del suceso no obedece a la pluma de ningún escritor de ficción. Lo corrobora la periodista Silvia Ribeiro, quien nos cuenta que «el 24 de marzo del 2017 se realizó un foro en Washington DC, Estados Unidos, sobre geoingeniería solar -formas de alterar la intensidad de los rayos solares que llegan a la Tierra, supuestamente para contrarrestar el calentamiento global».

La colega se extiende en su nota-denuncia. «Se anunció allí la intención de realizar en 2018 el experimento de geoingeniería solar más grande hasta el momento -a cargo de un equipo de la Universidad de Harvard-, a menos de 100 kilómetros de la frontera con México. Según David Keith, que lidera el proyecto, llamado Perturbación Estratosférica Controlada o SCoPEx (por sus siglas en inglés), se hará en colaboración con la empresa espacial privada World View, en su puerto espacial privado en Tucson, Arizona. Planean esparcir partículas de sulfato, calcio y otras sustancias en la estratósfera con un globo y usar drones equipados con sensores para estudiar las reacciones químicas y físicas. Keith está financiado entre otros por Bill Gates, pero buscan más fondos para este experimento».

A los incautos, insistamos con la aludida observadora en los cuantiosos golpes ambientales y de otros órdenes en relación con los ensayos de esa ciencia. Ahora se violará la moratoria de facto establecida en el Convenio de Diversidad Biológica (CDB), «que admite experimentos de pequeña escala, pero solamente en un entorno controlado y que no genere daños transfronterizos, lo cual este proyecto no puede asegurar. Estados Unidos no es parte del CDB, algo que aprovechan los geoingenieros. El foro, organizado por los programas de geoingeniería de Harvard y la Universidad de California (UCLA), se enfocó en el estado técnico y de gobernancia de la geoingeniería para manejo de la radiación solar en Estados Unidos, otra paradoja, ya que la geoingeniería se propone modificar el clima global y no se puede regular en un solo país. Reunió a un centenar de académicos, funcionarios, periodistas y algunas ONG, entre ellas grandes conservacionistas ligadas a intereses de empresas trasnacionales, como Environmental Defense Fund y The Nature Conservancy, que se han sumado a la promoción de la geoingeniería. Que el foro se realizara en Washington DC, muestra la intención de captar apoyo gubernamental».

Ribeiro vaticina -parece contar con sólidas bases- que, a pesar del reciente decreto para desmantelar el programa de la anterior administración estadounidense, el nuevo mandatario no se opondrá a la idea de tapar el sol, imitando las secuelas de una erupción volcánica, «ya que varios de sus colaboradores más cercanos son ardientes defensores de la geoingeniería. La manipulación del clima es buen negocio, crea mercados cautivos, tiene potencial de uso bélico y no demanda reconocer qué o quién causa el cambio climático, ni hacer cambios en políticas y patrones energéticos. Por el contrario, permite seguir con las causas que calientan el planeta y hacer negocios con tecnología para enfriarlo».

No en vano el American Enterprise Institute, una de las entidades financiadas por la industria petrolera para elaborar informes que nieguen la conocida metamorfosis, estableció un proyecto a favor de la geoingeniería que, en criterio de Silvia, concurre a la misma dirección de rechazar las evidencias de las ingentes variaciones. Porque, en el fondo, todo supone venta: la del carbono y la de nuevas tecnologías encubridoras.

Encubridoras, sí, pues, al decir de Alberto Fragua, solapan que los recursos naturales son bienes comunes, y lo son ya que soportan el sistema basal de la especie humana; del mismo modo devienen generadores de derechos, al agua (así lo estima la ONU), al sol (para el autoabastecimiento), al aire limpio, a que no haya cambio climático, a nuestra seguridad ambiental. La sostenibilidad, un instrumento, una herramienta para hacer efectiva esa seguridad, apostilla el articulista.

Por eso, la tan ponderada reforma del vigente estado de cosas por uno «verde», corrector de desequilibrios, no pasa de completamente falsa. «Los resultados de los últimos años así lo atestiguan: más contaminación, más cambio climático, menos biodiversidad… más riesgos globales. Para que el medio ambiente deje de ser una asignatura pendiente del capitalismo y no sea su área de conflicto permanente, es preciso que no haya capitalismo. No se trata de dar la vuelta a la tortilla, sino de cambiar de sartén».

Y subrayemos que para trocar la sartén se precisa el blindaje público de los recursos naturales con un Estado regulador autónomo que afiance estos bienes comunes en un discurrir democrático colaborativo donde la ciudadanía ejerza sus derechos y sus deberes. «Ya se vislumbran -advierte Fragua- soluciones poscapitalistas que rescatan algunos viejos principios de la autogestión. La economía social, solidaria, los procesos de autogestión energética y de soberanía alimentaria… insinúan un futuro diferente. Alternativas hay».

Solo que, para lograrlas, se impone la generalización del concepto y la praxis de justicia ambiental a lo social y lo económico. Y esta expansión únicamente provendrá de un sistema «que a su vez extiende su ámbito de solidaridad incluso a los no nacidos». Al futuro. Única salida para el sempiterno dilema de socialismo o barbarie.

Por el ecosocialismo nos inclinamos nosotros.


Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.