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Un ejemplo de pereza y comunismo

Fuentes: Revista de la Casa de las Américas/Rebelión

En defensa de Cuba y en memoria de Paul Lafargue

El trabajo ocupa todo el tiempo y no queda nada de él para la República y los amigos.
Jenofonte

El 13 de agosto de 1866, Carlos Marx escribió la siguiente carta al novio de su hija Laura, un cubano llamado Paul Lafargue:

Usted me permitirá hacerle las siguientes observaciones:

1º Si quiere continuar sus relaciones con mi hija tendrá que reconsiderar su modo de ‘hacer la corte’. Usted sabe que no hay compromiso definitivo, que todo es provisional; incluso si ella fuera su prometida en toda regla, no debería olvidar que se trata de un asunto de larga duración. La intimidad excesiva está, por ello, fuera de lugar, si se tiene en cuenta que los novios tendrán que habitar la misma ciudad durante un período necesariamente prolongado de rudas pruebas y de purgatorio (…). A mi juicio, el amor verdadero se manifiesta en la reserva, la modestia e incluso la timidez del amante ante su ídolo, y no en la libertad de la pasión y las manifestaciones de una familiaridad precoz. Si usted defiende su temperamento criollo, es mi deber interponer mi razón entre ese temperamento y mi hija (…).

2º Antes de establecer definitivamente sus relaciones con Laura necesito serias explicaciones sobre su posición económica.

Mi hija supone que estoy al corriente de sus asuntos. Se equivoca. No he puesto esta cuestión sobre el tapete porque, a mi juicio, la iniciativa debería haber sido de usted. Usted sabe que he sacrificado toda mi fortuna en las luchas revolucionarias. No lo siento, sin embargo. Si tuviera que recomenzar mi vida, obraría de la misma forma (…). Pero, en lo que esté en mi manos, quiero salvar a mi hija de los escollos con los que se ha encontrado su madre1.

Aparte de su «temperamento criollo», Marx le reprochaba también a su futuro yerno una cierta tendencia a la pereza: «la observación me ha demostrado que usted no es trabajador por naturaleza, pese a su buena voluntad y sus accesos de actividad febril».

El autor del Manifiesto comunista no podía por aquel entonces sospechar la extraordinaria relevancia que iba a tener para el destino del socialismo el asunto que acababa de mencionar: la pereza.

1. Socialismo y cultura proletaria.

Sin duda, Marx tampoco podía sospechar el naufragio antropológico y la insólita degradación moral y política que traerían en el futuro de la tradición comunista los intentos estalinistas, maoístas o coreanos de instaurar una «cultura proletaria», un «culto al trabajo» bajo el imperativo de la industrialización a ultranza. Bien es cierto que la industrialización (concebida como un «gran salto adelante» para el que no había que reparar en costes humanos) venía exigida por la correlación de fuerzas internacional, en la que el «socialismo real» estaba obligado a competir con el capitalismo o resignarse a ser aniquilado. En esto último estaban todos de acuerdo, aunque se discutían los ritmos y los medios. En 1920, en el IX Congreso del Partido, Trotsky se mostró incluso resueltamente favorable a la militarización del trabajo y de los sindicatos:

«Hay que decir a los obreros el lugar que deben ocupar, desplazándolos y dirigiéndolos como si fuesen soldados… La obligación de trabajar alcanza su más alto grado de intensidad durante la transición del capitalismo al socialismo… Los ‘desertores’ del trabajo deberán ser incorporados a batallones disciplinarios enviados a campos de concentración» (…) «La militarización es impensable sin la militarización de los sindicatos como tales, sin el establecimiento de un régimen en el que cada trabajador se considere como un soldado del trabajo, que no puede disponer libremente de sí mismo; si recibe una orden de traslado, debe ejecutarla; si no la ejecuta será un desertor y castigado en consecuencia. ¿Y quién se cuidará de esto? El sindicato. El sindicato crea el nuevo régimen. Es la militarización de la clase obrera».2

Los razonamientos de Trotsky estremecen por su claridad y por su contundencia; ni siquiera se muerde la lengua al hacer una apología del trabajo forzado e incluso de la «utilidad» del esclavismo: «¿Es verdad, realmente, que el trabajo obligatorio es siempre improductivo?… Estamos ante el prejuicio liberal más lamentable y miserable: los rebaños de esclavos también eran productivos (…), el trabajo obligatorio de los esclavos fue en su tiempo un fenómeno progresista» (ibid., p. 354).

Como es sabido, el Partido se negó entonces a seguir el camino propuesto por Trotsky: la militarización del trabajo no puede justificarse -se concluiría- más que en caso de guerra. Ahora bien, a la vista de la historia posterior del siglo XX, un cierto trotskismo todavía podría preguntar ¿y cuándo dejó la URSS de estar en guerra entre 1920 y 1991? Trotsky, al menos, era partidario de hablar con claridad, de decir la verdad: así están las cosas, así tenemos que proceder. O proletarizamos e industrializamos la URSS de forma masiva, o perdemos la (próxima) guerra (que será tanto más inminente cuanta más debilidad mostremos).

En esos momentos, Stalin se inclinaba por las opción más moderada (al igual que Lenin). Sin embargo, tras el paréntesis de la NEP3, optará por la superindustrialización a ultranza, rebasando incluso las antiguas propuestas trotskistas. Con la diferencia de que Stalin ya no se podía permitir decir la verdad. «Al terror, Lenin y Trotsky lo llamaron a terror; llamaron represión a la represión, y, al hambre, hambre»4. Stalin, en cambio, proletarizó el campo soviético pretendiendo «que existía un movimiento ‘espontáneo’ de la ‘mayoría abrumadora de campesinos pobres hacia las formas colectivas de explotación. De la noche a la mañana, los campesinos se habían hecho entusiastas de la colectivización»5. En noviembre de 1929, el Comité Central constató que existía esa aspiración popular generalizada; el 5 de enero de 1930, dictó el decreto de colectivización y el 20 de febrero se anunció que el 50 % de los campesinos ya se habían integrado en granjas colectivas. Todo ello, se pretendía, era una decisión espontánea de la población campesina. A causa de este proceso, murieron centenares de miles de personas, pero, pese a ello, jamás se dejó de aludir al principio leninista del «trabajo voluntario». Y para generar la ilusión de voluntariedad, hacía falta instituir toda una «cultura proletaria», un «culto al trabajo», una mistificación de la clase obrera y una entronización de los «valores proletarios». El resultado fue una nueva religiosidad, mucho más abyecta que la del cristianismo o el islam, vertebrada por el culto a la personalidad de Stalin.

El «culto al trabajo» se llevó todavía más lejos en la China maoísta, primero con el «gran salto adelante» y, luego, en el marco de la «revolución cultural». Frente a todo ello, no cabe duda de que la militarización trotskista del proceso laboral habría resultado menos indigna: pues, aunque desconocemos cuál habría sido su coste humano, para implantarla no hacía falta mentir. Para instaurar una «cultura proletaria», en cambio, se imponía infantilizar a toda la población, generalizar una execrable minoría de edad vigilada por policías y delatores. En el ejército se obedecen órdenes. Pero para vestir a la necesidad con los ropajes de la virtud y a la sumisión con el halo de la voluntariedad (e incluso de la espontaneidad) hacía falta todo un tinglado cultural y religioso.

No es el momento de discutir ahora cuánto hubo de necesario o de inevitable en todo este proceso por el que el «socialismo real» se vio obligado a industrializarse a ultranza, en mucho menos tiempo y con muchos menos recursos coloniales de los que había gozado el capitalismo. Una cosa es que fuera imprescindible y otra que fuese deseable por sí mismo; y el «culto al trabajo», el obrerismo, la cultura proletaria, no argumentaban lo primero, sino que ensalzaban lo segundo.

Por aquel entonces, además, todavía se creía que la economía socialista era en su esencia mucho más productiva que la capitalista. El capitalismo, en efecto, se consideraba una camisa de fuerza para el desarrollo de las fuerzas productivas y, por tanto, un lastre del progreso y del crecimiento económico. La realidad era muy distinta, sin embargo. El capitalismo es un sistema en el que el conjunto de la población está sometida al chantaje de trabajar (en lo que sea, como sea, al ritmo que sea) o morir de hambre. Se trata, además, de un sistema productivo que necesita acelerarse todos los días, en una ininterrumpida acumulación ampliada. El capitalismo -como dijeron Wallerstein y Galbraight- es como un ratón en una rueda: corre más deprisa a fin de correr más deprisa. El socialismo, por el contrario, puede permitirse ralentizar la marcha. Puede permitirse incluso pararse o decrecer sin que crujan sus estructuras productivas. Además, bajo el socialismo la población no está sometida al chantaje del hambre o el trabajo excesivo. En consecuencia, para lograr un ritmo de trabajo equivalente al del capitalismo haría falta un voluntarismo insólito -y, tal y como ha sido históricamente más habitual, muchísima policía.

Sin duda que -como decimos- la búsqueda imperiosa de la productividad le vino siempre exigida al socialismo por la necesidad de combatir y competir con el capitalismo exterior. Pero reconocer esto no es, en el fondo, más que dar la razón a Trotsky y aceptar que el socialismo jamás dejó de estar en guerra y que, por lo tanto, jamás se pudo permitir ralentizar la marcha. Fue la guerra y no la esencia del socialismo la que imponía la productividad. En esas condiciones, era muy difícil hacerse cargo de que el propio Marx había sido cualquier cosa menos obrerista y que, al hablar del comunismo, había puesto mucho más el acento en el ocio que en la productividad:

«El reino de la libertad sólo comienza allí donde cesa el trabajo determinado por la necesidad y la adecuación a finalidades exteriores. Allende el reino de la necesidad empieza el desarrollo de las fuerzas humanas, considerado como un fin en sí mismo, el verdadero reino de la libertad, que, sin embargo sólo puede florecer sobre aquel reino de la necesidad como su base. La reducción de la jornada laboral es la condición básica»6.

2. El comunismo como derecho a la pereza.

Cualquiera que sea el grado de inevitabilidad del culto al trabajo en la historia pasada del socialismo, es obvio que hoy se impone insistir en una dirección enteramente opuesta. El capitalismo ha llevado al planeta a una situación insostenible, en la que seguir creciendo indefinidamente equivale a un suicidio seguro a no muy largo plazo. La Tierra se ha quedado pequeña para las necesidades de reproducción ampliada del capital. El agotamiento de los recursos y el cambio climático son realidades incuestionables. Al tiempo, el coste humano que requiere semejante ritmo productivo es estremecedor. Incluso en el Primer Mundo se habla ya de implantar la jornada de 65 horas semanales. Pero, además, basta sumar dos y dos para comprender que la condición sine qua non de esta productividad suicida exige que el Tercer Mundo permanezca en una situación humanamente insostenible. El 20 % de la humanidad consume ahora el 86 % de la producción mundial. Pretender que el 80 % restante está destinado a alcanzar niveles de consumo semejantes es incompatible con la supervivencia del planeta; pero pretender que no deben alcanzarlos jamás es inmoral, probablemente es, incluso, racista.

Ahora bien, este cambio de mentalidad no debería coger de improviso a la tradición marxista. Precisamente Paul Lafargue, el yerno de Marx7 con quien comenzábamos estas líneas, definió en 1880 el comunismo como el «derecho a la pereza» de la humanidad, en una obra clarividente, que partía del comentario de un texto de Aristóteles: «si cada uno de los instrumentos pudiera realizar por sí mismo su trabajo, cuando recibiera órdenes, o al preverlas; y como cuentan de las estatuas de Dédalo o de los trípodes de Hefesto, de los que dice el poeta que ‘entraban por sí solos en la asamblea de los dioses’, de tal modo que las lanzaderas tejieran por sí solas y los plectros tocaran la cítara, para nada necesitarían ni los maestros de obra sirvientes, ni los amos esclavos».

«El sueño de Aristóteles ─ comenta Lafargue ─ es nuestra realidad. Nuestras máquinas de hálito de fuego, de infatigables miembros de acero y de fecundidad maravillosa e inextinguible, cumplen dócilmente y por sí mismas su trabajo sagrado, y a pesar de esto, el espíritu de los grandes filósofos del capitalismo permanece dominado por el prejuicio del sistema salarial, la peor de las esclavitudes. Aún no han alcanzado a comprender que la máquina es la redentora de la Humanidad, la diosa que rescatará al hombre de las sordidae artes y del trabajo asalariado, la diosa que le dará comodidades y libertad».

Para Lafargue el socialismo y el comunismo deberían asegurar, ante todo, el «derecho a la pereza», que es, a su vez, la clave por la que el hombre ha conquistado y puede conquistar la posibilidad del ocio, en el cual germinan todas sus dignidades racionales: la ciencia, el arte, el derecho, la política. El capitalismo nos ha traído una sociedad en la que se ha hecho realidad, por primera vez en la historia, el milagro de Aristóteles; pero, sin embargo, el inmenso potencial de ocio liberado no ha desprendido a la humanidad en absoluto de las cargas del trabajo y tampoco le ha otorgado ningún derecho a la pereza, ningún descanso. El hecho es más bien que nunca se ha trabajado tanto y a un ritmo tan suicida como cuando las lanzaderas se han puesto a tejer solas. Trabajamos, en realidad, en una economía muy primitiva, en la que el esfuerzo por supervivir suprime la posibilidad de vivir. En efecto, una sociedad que gasta todas sus energías en reproducirse ampliadamente hasta el infinito es una sociedad tan primitiva (desde un punto de vista antropológico) como una sociedad que gasta todas sus energías en la pura subsistencia. La revolución neolítica permitió al ser humano trascender el puro ciclo de la supervivencia biológica. El capitalismo, paradójicamente, ha movilizado la infinita potencia de tres revoluciones industriales, esquilmando todos los recursos del planeta, para devolver al ser humano a la prehistoria8.

El capital acumula capital para seguir acumulando capital. La humanidad trabaja más para trabajar más aún. Ni siquiera la constatación de un inevitable suicidio ecológico sirve para detener este rodar hacia el abismo. No se puede uno cansar de repetir que nadie tuvo, por tanto, más razón que Paul Lafargue, hace ya más de un siglo. La superioridad del socialismo no consistía en su más alta productividad, sino, por el contrario, en su capacidad de detenerse, de ralentizar, de frenar. No necesitamos correr más, necesitamos pararnos. El socialismo debía de haber instituido una cultura del pereza, no una cultura proletaria. Si no podía hacerlo en su momento, ahora tenemos la ocasión de proclamarlo a los cuatro vientos: la humanidad tiene derecho a la pereza.

Tal y como exigía Lafargue, la jornada laboral debería de poder guardar algún tipo de relación inversa con el aumento de la productividad del trabajo. Y así sería, en efecto, en una economía estatalizada. En el socialismo siempre es posible discutir (en el Parlamento, pongamos por caso) si la aparición de nuevas tecnologías debería traducirse de inmediato en una reducción general de la jornada laboral (de modo que la sociedad adquiriría la misma riqueza en menos tiempo, destinando al ocio o la pereza el restante) o si convendría, por el contrario, conservar la jornada laboral para aumentar el volumen de riqueza. El motivo por el que las sociedades socialistas «reales» -y Cuba es aquí un caso inclasificable, como vamos a ver- jamás pudieron permitirse ese lujo no parece que sea otro, se diga lo que se diga, que el que jamás pudieron decidir políticamente otra cosa que el emplearse en un «comunismo de guerra» en el que siempre era necesario trabajar más para seguir trabajando más, ya que esto era lo que hacía el enemigo. Sólo que el enemigo lo hacía por una necesidad de su sistema económico y ellos por la decisión política de no sucumbir frente a su agresión. Ahora bien, fueran cuales fueran los problemas de las economías socialistas «reales», lo que seguro que no se planteaba era la necesidad de seguir produciendo más, en peores condiciones laborales, a causa de que se hubiera producido demasiado. Y sin embargo, este es el pan de cada día bajo las condiciones capitalistas de producción: trabajar siempre más es el imperativo de toda posibilidad de trabajar y, si hay paro, es porque no se ha trabajado bastante (lo que parece patentemente absurdo, pero al mismo tiempo bien evidente para cualquier empresario que ve su empresa al borde de la quiebra). Las empresas tienen que producir siempre más, por mucho que hayan producido ya (y esto incluso en plena crisis de sobreproducción), si no quieren sucumbir a las crisis económicas y dejar de producir completamente. Los asalariados, mientras tanto, tienen que trabajar siempre más, si no quieren dejar de trabajar por completo y engrosar las filas del paro. Este engranaje no puede pararse nunca. Las manzanas, la mantequilla o los cereales pueden llegar a ser suficientes y los misiles para destruir el mundo pueden llegar a sobrar. Pero bajo condiciones capitalistas de producción ni las manzanas son manzanas, ni los misiles son misiles si no son antes, de forma mucho más esencial, una ocasión para el beneficio empresarial, es decir, eso que los marxistas llamamos plusvalor . Puede haber manzanas o misiles de sobra, pero el plusvalor será siempre escaso. Si mañana quiere poderse producir algo, manzanas o misiles o lo que sea, es preciso que hoy se haya producido más plusvalor que ayer. Ello también trae sus problemas: si se produce más plusvalor del que puede absorber el mercado, la riqueza no puede ser transformada en dinero y, entonces, no es posible seguir poniendo en marcha el proceso. Pero el absurdo llega hasta el extremo de que el único remedio a la sobreproducción de plusvalor es producir todavía más, con la esperanza siempre de hundir a las empresas de la competencia y lograr imponerse en el mercado. De ahí que, en una crisis económica, políticamente no se pueda hacer nada, ni, de hecho, «convenga» hacer nada ─ y, en efecto, así lo proclaman los economistas hayekianos ─ , pues no se puede hacer nada en una situación en la que todo remedio coincide enteramente con la enfermedad.

Aunque, por supuesto, hay una cosa que sí se puede hacer: cambiar de juego. Pero para eso hace falta cambiar de tablero (o como decía la letra de la Internacional, «cambiar de base»).

3. Cuba y la herencia de Lafargue.

Para instituir un «derecho a la pereza» hace falta que el Derecho mismo tenga alguna eficacia institucional sobre la sociedad. Esto es una obviedad, al menos dicho en abstracto. Sin embargo, la cosa dista mucho de resultar obvia desde el momento en que se intentan poner ejemplos.

El presupuesto más elemental de los países que actualmente se llaman a sí mismos «Estados de Derechos» o «democracias constitucionales» es que las cuestiones importantes que afectan a la vida social se deciden políticamente, a partir de la argumentación y contrargumentación parlamentaria. Esas decisiones se plasman en «leyes». «Estado de Derecho» no significa otra cosa que el hecho de que la sociedad obedece a lo que las leyes dicen, en unas condiciones, claro está, en la que las leyes remiten al ordenamiento constitucional y el ordenamiento constitucional remite a su vez a la Declaración Universal de los Derechos humanos.

La realidad, por supuesto, dista mucho de ser así. Esa idea presupone, ante todo, que las cuestiones importantes se deciden políticamente. Pero la pura verdad es que la instancia política jamás ha tenido menos relevancia que en la actualidad. Las opciones políticas por las que puede optar la ciudadanía en Europa o en EEUU no se diferencian demasiado (demócratas o republicanos, o, por ejemplo, en España, PSOE o PP), pero los respectivos ministros de economía son, sencillamente, indistinguibles. Lo que se decide en la arena de la economía pesa infinitamente más que todos los debates políticos en el Parlamento. No vivimos en sistemas parlamentarios, sino en dictaduras económicas con fachada parlamentaria.

Piénsese, por ejemplo, en lo que significa que el programa de ATTAC haya sido considerado utópico e izquierdista por todas las autoridades políticas europeas. ¿Era una utopía la idea de cargar con un 0,01 % de política las transacciones financieras no productivas? ¿La instancia política no tiene ni siquiera el poder de aportar una centésima de decisiones en la arena de la economía? Ahora nos encontramos con lo que ya sabíamos, que íbamos camino del abismo. Sin embargo, ni aún así puede la instancia política hacer otra cosa que rendirse a la autoridad surrealista de las fuerzas económicas. El mismo día que se destinaban 700.000 millones de dólares para salvar a la Banca, la FAO había solicitado 30.000 millones para salvar del hambre a 1.000 millones de personas. Salvar a los bancos resultó realista. Salvar a las personas, utópico, aunque fuese mucho más barato.

El sistema capitalista ha hecho realidad los chistes más surrealistas y, en cambio, ha convertido en utópico al mismísimo sentido común. Júzguese por sus resultados: según un cálculo elemental, para que una de las 2500 millones de personas que subsisten al día con 2 dólares diarios, llegara a amasar, con el sudor de su frente, una fortuna como la de Bill Gates, tendría que estar trabajando (ahorrando todo lo que ganara) 68 millones de años. Por un anuncio de zapatillas deportivas Nike, Michael Jordan cobró más dinero del que se había empleado en todo el complejo industrial del sureste asiático que las fabricaba. Esto es la realidad. Gravar con un impuesto mínimo el capital financiero es una utopía política.

Pero, como decíamos antes, el surrealismo de la cruda realidad ha llegado mucho más allá: la supervivencia misma del planeta se ha convertido en utopía. El capitalismo no puede mantener la tasa de ganancia sin crecimiento. Y cuanto más se agotan los recursos energéticos, el crecimiento resulta más y más caro, lo que afecta a su vez a la tasa de ganancia. Pero el capitalismo solo puede huir hacia delante, acelerando aún más el ritmo de crecimiento, en un proceso que sería infinito si no fuera porque, desdichadamente, el mundo no lo es.

Si los sistemas políticos del primer mundo fueran lo que dicen ser, en todos los parlamentos se estaría discutiendo ahora una gráfica elaborada por Mathis Wackernagel, investigador del Global Footprint Network (California)9. Pero no parece que el asunto haya llamado demasiado la atención. Y sin embargo, la gráfica resulta demoledora para las más firmes certezas de la clase política occidental y, por supuesto, para los criterios más evidentes de sus votantes. Sobre todo, en un mundo político en el que izquierda y derecha se llenan la boca con los objetivos del «desarrollo sostenible».

 La cosa es bien sencilla. El eje vertical representa el Índice de Desarrollo Humano (IDH), elaborado por Naciones Unidas para medir las condiciones de vida de los ciudadanos tomando como indicadores la esperanza de vida al nacer, el nivel educativo y el PIB per cápita. El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) considera el IDH «alto» cuando es igual o superior a 0’8, estableciendo que, en caso contrario, los países no están «suficientemente desarrollados». En el eje horizontal se mide la cantidad de planetas Tierra que sería preciso utilizar en el caso de que se generalizara a todo el mundo el nivel de consumo de un país dado. Wackernagel y su equipo hicieron los cálculos para 93 países entre 1975 y 2003. Los resultados son estremecedores y sorprendentes. Si, por ejemplo, se llegara a generalizar el estilo de vida de Burundi, nos sobraría aún más de la mitad del planeta. Pero Burundi está muy por debajo del nivel satisfactorio de desarrollo (0’3 de IDH). En cambio, Reino Unido, por ejemplo, tiene un excelente IDH. El problema es que, para conseguirlo, necesita consumir tantos recursos que, si su estilo de vida se generalizase, nos harían falta tres planetas Tierra. EEUU tiene también buena nota en desarrollo humano; pero su «huella ecológica» es tal que harían falta más de cinco planetas para generalizar su estilo de vida.

Repasando el resto de los 93 países, se comprende que hay motivos para que el trabajo de Wackernagel se titule El mundo suspende en desarrollo sostenible. Como no hay más que un planeta Tierra, es obvio que sólo los países que se sitúen en el área coloreada de la gráfica (por encima de un 0’8 en IDH, sin sobrepasar el número 1 de planetas disponibles) tienen un desarrollo sostenible. Sólo los países comprendidos en esa área serían un modelo político a imitar, al menos para aquellos políticos que quieran conservar el mundo a medio plazo o que no estén dispuestos a defender su derecho (¿quizás racial, divino o histórico?) a vivir indefinidamente muy por encima del resto del mundo.

Ahora bien, ocurre que el área en cuestión está prácticamente vacía. Hay un solo país en el mundo que -por ahora al menos- tiene un desarrollo aceptable y sostenible a la vez: Cuba.

La cosa, por supuesto, da mucho que pensar. Para empezar porque es fácil advertir que la mayor parte de los balseros cubanos huyeron y huyen del país buscando ese otro nivel de consumo que no puede ser generalizado sin destruir el planeta, es decir, reivindicando su derecho a ser tan globalmente irresponsables, criminales y suicidas como lo somos los consumidores estadounidenses o europeos. De acuerdo: tendríamos muy poca vergüenza, desde luego, si condenásemos la pretensión de los demás de imitar el modo como devoramos impunemente el planeta. Pero se reconocerá que la imagen mediática del asunto cambia de forma radical: de lo que realmente huyen los balseros cubanos es del consumo responsable en busca del Paraíso del consumo suicida y, por intereses estratégicos de acoso a Cuba, se les recibe como héroes de la Libertad en vez de cerrarles las puertas como se hace con quienes huyen de la miseria, por ejemplo, de Burundi (a quienes se trata como una plaga de la que hay que protegerse).

Y a un nivel más general, la cosa es aún más interesante. Es muy significativo que el único país sostenible del mundo sea un país socialista. Suele ser un lugar común entre los economistas que el socialismo resultó ruinoso e ineficaz desde un punto de vista económico. Sorprende que, en un mundo como éste, la falta de competitividad pueda aún considerarse una acusación de peso. En términos de desarrollo sostenible, la economía socialista cubana parece ser máximamente competitiva. En términos de desarrollo suicida, no cabe duda, el capitalismo lo es mucho más.

Frente a esta dinámica suicida, debemos exigir el derecho a pararnos. No podemos permitir que las autoridades económicas mundiales sigan convenciendo a la humanidad de que «crecer» por debajo del 2 ó 3% es catastrófico y proponiendo como solución a los países pobres que imiten a los ricos. En el FMI, el BM, la OMC y el G8 saben perfectamente que es materialmente imposible un crecimiento universal. El planeta no da para tanto. Cuando proponen ese modelo saben que, en realidad, están defendiendo algo muy distinto: que nos encerremos en fortalezas, protegidos por vallas cada vez más altas, donde poder literalmente devorar el planeta sin que nadie nos moleste ni nos imite. Es nuestra solución final, un nuevo Auschwitz invertido en el que en lugar de encerrar a las víctimas, nos encerramos nosotros a salvo de lo que es, sin duda -así se lo oí decir en Cuba a Osvaldo Martínez10-, el «arma de destrucción masiva más potente de la historia: el sistema económico internacional».

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1 La traducción y algunas referencias y datos han sido tomados del «Estudio preliminar» -un texto excelente, por cierto- que Manuel Pérez Ledesma antepone a la edición castellana de El derecho a la pereza de Paul Lafargue (Editorial Funamentos, Madrid, 1991).

2 Citado en Bettelheim, C.: Las luchas de clases en la URSS. Primer Periodo (1917-1923), Siglo XXI Editores, p. 353.

3 NEP: La Nueva Política Económica (1921-1929) se caracterizó por una cierta «libertad de comercio» y por dejar a los campesinos un margen de iniciativa mayor comparado con su situación durante el «comunismo de guerra» (1918-1920).

4 Martínez Marzoa, F.: De la revolución, Alberto Corazón Editor, Madrid, 1976, p.143.

5 Ibid., p. 137.

6 Marx, K.: El capital, Libro III, Capítulo XLVIII, Siglo XXI, vol. 8, p. 1044.

7 Paul Lafargue se casó finalmente con Laura Marx el 2 de abril de 1868. Su actividad política en el seno de la AIT fue incansable, tanto en Francia como en España. Finalmente, Paul y Laura se suicidaron juntos el 26 de noviembre de 1911, tras haber pasado la tarde en un cine de París y haber compartido una bandeja de pasteles. Lafargue dejó la siguiente nota: «Sano de cuerpo y espíritu, me doy muerte antes de que la implacable vejez, que me ha quitado uno tras otro los placeres y los goces de la existencia, y me ha despojado de mis fuerzas físicas e intelectuales, paralice mi energía y acabe con mi voluntad, convirtiéndome en una carga para mí mismo y para los demás. Desde hace años me he prometido no sobrepasar los setenta años; he fijado la época del año para mi marcha de esta vida, y preparado el modo de ejecutar mi decisión: un inyección hipodérmica de ácido cianhídrico. Muero con la suprema alegría de tener la certeza de que muy pronto triunfará la causa a la que me he entregado desde hace cuarenta y cinco años» (citado por Manuel Pérez Ledesma en ob.cit., p. 75)

8 Esta idea ha sido ampliamente desarrollada en las obras de Santiago Alba Rico Las reglas del caos. Apuntes para una antropología del mercado, Anagrama, 1998 y La ciudad intangible. Ensayo sobre el fin del neolítico, Hiru, 2001. También en su reciente publicación Capitalismo y Nihilismo, Akal, 2008.

9 Cfr. Wackernagel, M.: World failing on sustainable development , en

http://www.newscientist.com/article/mg19626243.100-world-failing-on-sustainable-development.html

10 Cfr. Martínez, O.: La compleja muerte del neoliberalismo, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2007.

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.