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Un gran tema de nuestro tiempo

Fuentes: Bohemia

¿Quién que es no ha comentado o escuchado comentar más de una vez sobre gases de efecto invernadero, uso irracional de la energía, deforestación, acidificación de mares y lluvias, deshielo polar, agricultura contaminante, cambios climáticos? Estos asuntos parecieran configurar el tema de hoy por antonomasia. El lector habrá constatado incluso el despliegue de asaz rotundas […]

¿Quién que es no ha comentado o escuchado comentar más de una vez sobre gases de efecto invernadero, uso irracional de la energía, deforestación, acidificación de mares y lluvias, deshielo polar, agricultura contaminante, cambios climáticos? Estos asuntos parecieran configurar el tema de hoy por antonomasia.

El lector habrá constatado incluso el despliegue de asaz rotundas afirmaciones, como las que el columnista ha encontrado en el Reporte Planeta Viviente (octubre de 2008), del Fondo Mundial para la Naturaleza: Vamos camino de una crisis «crediticia» ecológica. Si nuestras demandas continúan aumentando al ritmo presente, «a mediados de 2030 necesitaremos el equivalente a dos planetas para mantener nuestro estilo de vida».

Un estilo de vida aupado por lo que filósofos como Isabel Loureiro estiman concepción dominante de progreso, de carácter iluminista, ingenuo y optimista, con sus orígenes en la idea de que el avance permanente e inexorable del conocimiento científico -que permite el dominio creciente de la naturaleza y la sociedad- es el «camino secreto hacia el Paraíso» (Francis Bacon dixit).

En la revista Marx Ahora (La Habana), la intelectual brasileña nos recuerda que Descartes y Bacon, con la cuantificación y la experimentación, inauguraron una nueva era y construyeron, en el plano del pensamiento, los fundamentos de la moderna civilización occidental. Civilización muy pagada de sí misma, por cierto, pues «un elemento constitutivo de su ideario es que debe ser universalizado, lo que en la práctica significa que el progreso (o la modernización-desarrollo) en los moldes occidentales debe ser impuesto al mundo entero, en particular a los países subdesarrollados».

Claro que aquí no se trata de modernización en abstracto, como considera al menos una parte del movimiento ecologista y de los partidos verdes, nacida en oposición a esa doctrina pero incapaz de apreciar que los problemas ambientales y sociales resultan mayormente de la lógica de la acumulación del capital, y solo podrían resolverse por medio de una transformación radical de la sociedad capitalista, al decir de la propia Loureiro, siguiendo el hilo discursivo de Herbert Marcuse, conocido crítico de la «ideología del progreso», así como del modelo económico tecnocientífico de la civilización industrial, con su «razón subyacente».

Y la visión se complementa de maravillas en el Dicionário do desenvolvimento guia do conhecimento como poder (Brasil): «Si todos los países hubieran tenido éxito y hubieran seguido realmente el ejemplo industrial, serían hoy necesarios unos cinco o seis planetas para que fueran usados como minas, o como depósitos de basura (…)

Además, los países del Sur, por más que se esfuercen, no pueden alcanzar el peldaño de los países del Norte. En 1960, estos eran veinte veces más ricos; en 1980, cuarenta y seis, gracias a la posesión de tecnología de punta…»

Por algo las élites de poder «hiperbóreas» tratan de tergiversar a toda costa hechos como el impugnado, en el digital Insurgente, por Diego Griffon: La liberación de gases de efecto invernadero, la deforestación, la dependencia del petróleo, son consecuencias de un modelo civilizatorio, un sistema cuya lógica permite, por ejemplo, producir granos en naciones pobres para engordar las vacas de las naciones ricas, sin que importe el combustible malgastado, las emisiones de metano o la dignidad del campesino hambriento.

En fin, se trata de un sistema que, conforme a un atinado editorial del diario mexicano La Jornada, solo existe como fracciones privadas de valorización: las empresas. Y en el que estas constituyen centros de acumulación enfrascados en una lucha constante por acrecentar el valor de su núcleo de capital. Pero ojo: si bien el cambio técnico se erige en uno de los instrumentos más importantes de la competencia intercapitalista, esta también deviene lastrada por inercias profundas: una vez realizadas las inversiones asociadas a una trayectoria tecnológica, «el capital tiene que amortizarlas y resiste los cambios con la misma tenacidad con la que antes empujaba las transformaciones». (De ahí, el empecinamiento en la utilización de combustibles fósiles, verbigracia.)

Precisamente por cosas de este cariz habría que superar dialécticamente la concepción ingenua de que el desarrollo de las fuerzas productivas llevado a cabo por la burguesía representaba (representa) una total bendición para la humanidad. Lo cual, creemos, no debe implicar la interrupción del progreso, sino una variación de su sentido, que pase por un socialismo con raigal mutación del paradigma actual en uno sustentable, sin el retorno a la pobreza, a la simplicidad. Por el contrario, «si cesara el desperdicio de que algunos se aprovechan, aumentaría la riqueza social que puede ser repartida», como apunta Isabel Louriero. A todas luces, esta sería la más plausible respuesta a ese gran tema de nuestro tiempo.

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.