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Un invierno primaveral

Fuentes: Rebelión

Este mes de febrero y este invierno, van a pasar a la historia de Es­paña por dos hechos muy relevantes por inéditos. El primero es natural: estamos en un permanente invierno de primavera. El se­gundo es artificial: estamos ante un juicio gigantesco en el que se solventan penas de presidio prácticamente vitalicias, para una serie […]

Este mes de febrero y este invierno, van a pasar a la historia de Es­paña por dos hechos muy relevantes por inéditos. El primero es natural: estamos en un permanente invierno de primavera. El se­gundo es artificial: estamos ante un juicio gigantesco en el que se solventan penas de presidio prácticamente vitalicias, para una serie de políticos del territorio catalán.

Un país y su Estado pueden llegar a tener que defenderse a cañona­zos de atacantes o de invasores. Pero la democracia ni se im­pone ni se defiende a cañonazos. Pues, sabiendo como sabemos que la historia la cuentan siempre los vencedores y es práctica­mente imposible contestarse con la versión de los vencidos hasta que pasa mucho tiempo o cuando se han cambiado las tornas, defen­der la democracia desde la más absoluta intransigencia frente a los problemas sociales o territoriales o frente a quienes la acatan a regañadientes, equivale a recurrir a los caño­nes.

Porque estaremos de acuerdo en que el cuánto democrático de un país ante cualquier conflicto de la sociedad, sobre todo los territoriales, se mide por el grado de flexibilidad de los poderes del Estado, es decir, por su tolerancia. Pues la intolerancia de un Estado, de sus gobiernos sugiere inmediatamente la idea un Estado autoritario o dictatorial. La intolerancia es atraso. Los pueblos, los países, los Estados más avanzados, son los más permisivos con la ciudadanía. La intolerancia no es más que reflejo de la debilidad moral, cultural, racional y en este caso política. Eso de «no nos temblar á el pulso», que tanto se oye en España, es amenazante y expresivo de lo cómodo que es para un Estado no escuchar el cla­mor de la ciudadanía, no acceder, perseguir o encarcelar. Pues lo fácil en política es ser intolerante recurriendo enseguida el gober­nante a la policía, al ejército o al poder judicial para que remedien lo que es fruto de la dejadez o de la incompetencia del poder. Lo que tiene mérito, siempre, es gobernar olvidándose de ellos. Pues descargar todo el peso del Estado contra contestatarios, opositores, manifestantes o contra quienes se acogen al derecho de autodetermi­nación de los pueblos recogido en la Declaración Univer­sal de los Derechos Humanos y en numerosas resoluciones de la Asamblea de las Naciones Unidas, y al referéndum previo (es decir a una consulta organizada más allá de lo que especulen las em­presas demoscópicas) es justo lo que hace o un estado dictato­rial o un estado autoritario de bajísimo nivel de democrático. Y con mayor motivo, cuando ese Estado intolerante, manejado por intole­rantes, ha estado en manos exclusivas de dos únicos partidos políti­cos durante cuarenta años, muchos de cuyos dirigentes o miem­bros, a lo largo de ese tiempo, incluida la realeza, se han dedicado más a saquear las arcas públicas que propiamente a gobernar o a re­inar. Esto, por un lado, pero por otro, cuando uno de esos dos parti­dos, renunciando a sus postulados socialistas y sin pedir dis­culpa alguna a su electorado y al país entero, rubricó su someti­miento a la ideología neoliberal al introducir una enmienda en la Constitución, el artículo 135, en cuya virtud los acreedores interna­cionales tienen preferencia sobre cualquier otra partida presupuesta­ria. Así es que desde un cupo de ilegalidades y de traicio­nes democráticas, el Estado español no sólo se ha mostrado incapaz de dar salida democrática a la cuestión catalana, es que ha respondido al conflicto como lo hubiera hecho la mismísima dictadura franquista. El mismo Estado desacreditado que busca ahora en­cubrir sus pasados errores y redimirse de sus miserias, con un apa­ratoso juicio a cargo de su tercer poder: el judicial.

La historia de las guerras la cuenta los notarios de los vencedores, decía antes. Pues bien, la historia de esta guerra incruenta entre cata­lanes y los «mucho españoles», la cuentan los notarios del Es­tado central que para este caso son sus policías. Porque la historia de este conflicto empieza y termina técnicamente con el relato de su policía sobre los hechos que ahora se juzgan. Relato que de mo­mento ha ocasionado que siete responsables políticos catalanes lle­ven más de un año en prisión preventiva, y que ahora se sustancie la posibilidad de penas que dan escalofríos en un proceso judicial para cuya tramitación se ha previsto la friolera de tres meses de sesiones.

Y es que todos estos gobernantes, juzgadores y fiscales que inter­pretan literalmente la Constitución, se ve que desconocen dos cosas fundamentales. La primera es, que la razón nunca es prolija. Lo que a su vez significa que no sólo ensombrece el resplandor de la razón la sobreabundancia de argumentos, sino también la visible so­breactuación que supone dedicar tanto tiempo a sustanciarse un juicio oral para una causa que no responde a una necesidad técnica, sino al propósito de hacer ver a las naciones que la justicia en Es­paña no sólo es neutral, sino que también es concienzuda. Y digo que no responde a una necesidad, porque en este juicio todo se re­duce a una sola prueba: determinar si, para tipificar o no los hechos como constitutivos de los delitos de rebelión o de sedición, los incul­pados emplearon o no violencia… Y la declaración de decenas o centenas de testigos, la mayoría de ellos funcionarios dependien­tes del ejecutivo, no va a poner de relieve otra cosa que la intención de las cloacas del Estado, con su cohorte de sicarios provocadores, de introducir el factor violencia por parte de los encausados que justi­ficase la respuesta violenta del Estado y luego, la prisión de los procesados y la busca por rebeldía de otros miembros del gobierno catalán basándose en los informes policiales no se sabe si induci­dos. Y la segunda es que obvian el aforismo jurídico la causa de la causa es la causa del mal causado. Y el no examinarla significa que­darse sólo con las presuntas causas intermedias que tienen su ori­gen en la primera y suelen actuar como pretexto para la declara­ción de una guerra, para invadir a un país… o para provocar intencio­nadamente la indignación de la gran mayoría del pueblo ca­talán que exigía el referéndum. No nos andemos por las ramas: causa de la causa de todo esto y de la rebeldía del pueblo catalán está, primero en la mutilación del Estatut (texto que se dio a sí mismo el parlamento catalán) practicada por el Tribunal Constitucio­nal, y luego en la denegación del referéndum sobre la autodeterminación. Ni siquiera el poder central cedió a su celebra­ción, aunque fuese con la condición de que el resultado no fuese vin­culante…

En cualquier caso, no basta con decir: Alemania tampoco hubiera permitido la independencia de Baviera, por ejemplo, ni Francia la de Córcega, por ejemplo. Pues los antecedentes a los que me referí antes y la situación en todo su contexto son fundamentales. Alema­nia es ya un Estado Federal y Francia no ha cercenado el estatuto de ningún Departamento.

El procés catalán, pues, no responde al capricho de unos políti­cos. Es el resultado de una combinación de varios factores. Y este juicio público del caso ante el Tribunal Supremo no es más que la continuación por otras vías, de la respuesta violenta del Estado cen­tral frente a la intentona pacífica de proceder a la consulta popular; acusando ahora la Fiscalía del Estado a los miembros del gobierno catalán de ser ellos y no el Estado quienes practicaron la violencia o indujeron los desórdenes públicos el día de la consulta consu­mada pese a no haber sido autorizada.

En realidad a lo que llama violencia la Fiscalía son desórdenes públicos provocados por infiltrados; topos a favor del poder cen­tral, voluntarios o no, en aquel trance pero siempre presentes en ca­sos tumultuarios parecidos, y violencia luego relatada como tal en los informes de las policías que, como todo el mundo sabe, ordinariamente son ley contra el ciudadano acusado en cualquier si­tuación de la que rara vez se atreve a zafarse la «autoridad compe­tente». En este caso el Tribunal Supremo español.

Así se escribe la historia, y así, con ese atrasado espíritu vindicador, se liquidará la sentencia que, para muchos observado­res del mundo y para muchos en España, ya está escrita o al menos decidida en lo fundamental desde el principio de otra grave y es­perpéntica fase de la historia de España…

 

Jaime Richart, Antropólogo y jurista

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.