La alternativa que incapacita al marxismo de hoy en día es ¿qué hacer a propósito de la creciente importancia del crecimiento de la «producción inmaterial» hoy (cibertrabajadores)? ¿Insistimos en que sólo quienes están involucrados en la producción material «real» son la clase trabajadora o damos el venturoso paso de aceptar que los «trabajadores simbólicos» son […]
<>La alternativa que incapacita al marxismo de hoy en día es ¿qué hacer a propósito de la creciente importancia del crecimiento de la «producción inmaterial» hoy (cibertrabajadores)? ¿Insistimos en que sólo quienes están involucrados en la producción material «real» son la clase trabajadora o damos el venturoso paso de aceptar que los «trabajadores simbólicos» son los (verdaderos) proletarios de hoy?
Si hay un acuerdo general entre (lo que queda de) la izquierda radical de hoy, es que, para resucitar el proyecto político radical, uno debe dejar atrás el legado leninista: el énfasis despiadado sobre la lucha de clases, el partido como la forma privilegiada de organización, la toma revolucionaria del poder por medios violentos, la subsiguiente «dictadura del proletariado»… ¿acaso todos estos no son «conceptos zombie» que la izquierda tiene que abandonar si quiere tener algún tipo de oportunidad en las condiciones del capitalismo tardío «posindustrial»?
El problema con este argumento aparentemente convincente es que se compra muy fácilmente la imagen heredada de Lenin como el sabio líder revolucionario que, después de formular las coordenadas básicas de su pensamiento y práctica en el ¿Qué Hacer?, simplemente se dedicó, de forma consistente y despiadada, a llevarlos a cabo. ¿Qué pasa si hay para contar otra historia sobre Lenin? Es verdad que la izquierda de hoy está sufriendo una experiencia fulminante del fin de toda una época del movimiento progresista, cuya experiencia la empuja a reinventar incluso las coordenadas básicas de su proyecto, no obstante que fue precisamente una experiencia homóloga la que alumbró al leninismo. Recordemos cómo se conmocionó Lenin cuando, en el otoño de 1914, todos los partidos socialdemócratas europeos (con la honrosa excepción de los bolcheviques rusos y los socialdemócratas serbios) adoptaron la «línea patriótica»; Lenin incluso llegó a pensar que el número del Vorwärts, el diario de la socialdemocracia alemana que informaba cómo los socialdemócratas en el Reichstag habían votado por los créditos de guerra, era una falsificación de la policía secreta rusa pensada para engañar a los obreros rusos. En esa era de conflicto militar que cortó al continente europeo por la mitad, ¡cuán difícil era rechazar la noción de que uno debía tomar partido en este conflicto y luchar contra el «fervor patriótico» en el propio país donde uno habitaba! ¡Cuántas grandes mentes (incluso Freud) sucumbieron a la tentación nacionalista, aunque no fuera más que por un par de semanas! Esta conmoción de 1914 fue -para ponerla en los términos de Alain Badiou- un «désastre», una catástrofe en la que todo un mundo desapareció: no sólo la idílica fe burguesa en el progreso, sino también el movimiento socialista que la acompañó. El propio Lenin (el Lenin del ¿Qué Hacer?) sintió que cedía la tierra bajo sus pies, no hay en su reacción desesperada ninguna satisfacción, ningún «¡se los dije!» Este momento de Verzweiflung, esta catástrofe, abrió el sitio para el evento leninista, por romper el historicismo evolutivo de la Segunda Internacional, y sólo Lenin estaba a la altura de esta apertura; fue el único en articular la verdad de la catástrofe. Este es el Lenin del que todavía tenemos algo que aprender. La grandeza de Lenin fue que, en esta situación catastrófica, no tuvo miedo de tener éxito, en contraste con el pathos negativo discernible desde Rosa Luxemburgo hasta Adorno, para quienes el acto auténtico en última instancia es la admisión de la derrota que alumbra la verdad. En 1917, en lugar de esperar el momento correcto de madurez, Lenin organizó una huelga preventiva. En 1920, como líder del partido de la clase obrera sin clase obrera (la mayoría de ella había perecido en la guerra civil), prosiguió la organización de un Estado, aceptando en su totalidad la paradoja del partido que tiene que organizar, incluso recrear, su propia base, su clase obrera.
En ninguna parte se palpa más esta grandeza que en los escritos de Lenin que cubren el lapso entre febrero de 1917, cuando la primera revolución abolió el zarismo e instaló un régimen democrático, hasta la segunda revolución en octubre. En febrero, Lenin era un emigrado político semianónimo, perdido en Zurich, sin contactos confiables en Rusia, enterándose de los eventos principalmente a través de la prensa suiza. En octubre, dirigió la primera revolución socialista victoriosa, pero ¿qué fue lo que ocurrió en medio? En febrero, Lenin percibió inmediatamente la oportunidad revolucionaria, el resultado de circunstancias contingentes únicas; si no se echaba mano del momento, la oportunidad para la revolución se desperdiciaría, quizá por decenios. En su terca insistencia de que uno debe aceptar el riesgo y pasar a la próxima fase, es decir, repetir la revolución, Lenin estaba solo, ridiculizado por la mayoría de los miembros del comité central de su propio partido. La lectura de los textos de Lenin de 1917 proporciona un pantallazo único sobre el obstinado, paciente y a menudo frustrante trabajo revolucionario a través del cual Lenin impuso su visión. Sin embargo, por más indispensable que haya sido la intervención personal de Lenin, uno no debe modificar la historia de la Revolución de Octubre haciéndola pasar por la del genio solitario confrontado con las masas desorientadas que impone su visión gradualmente. Lenin tuvo éxito porque su apelación, mientras pasaba por alto a la nomenklatura del partido, encontró un eco en lo que uno tiene la tentación de llamar la micropolítica revolucionaria: la explosión increíble de la democracia de base, de los comités locales que crecen alrededor de todas las grandes ciudades de Rusia y, mientras ignoran la autoridad del gobierno «legítimo», toman las cosas en sus manos. Esta es la historia acallada de la Revolución de Octubre.
Lo primero que conmueve al lector de hoy es cuán directamente legibles eran los textos de Lenin de 1917. No hay necesidad de largas notas explicativas; aun cuando los nombres que suenan extrañamente nos sean desconocidos, inmediatamente nos damos cuenta de lo que estaba sucediendo. Desde la distancia de hoy, los textos despliegan una claridad casi clásica de los contornos de la lucha en la que participan. Lenin es totalmente consciente de la paradoja de la situación: en la primavera de 1917, después de la Revolución de Febrero que derrocó al régimen zarista, Rusia era el país más democrático de toda Europa, con un grado inaudito de movilización de masas, de libertad de organización y de libertad de prensa y, aun así, esta libertad daba a la situación un carácter no-transparente, completamente ambiguo. Si hay un hilo común que recorre todos los textos de Lenin escritos «entre las dos revoluciones» (la de febrero y la de octubre), es su insistencia en la distancia que separa los contornos formales «explícitos» de la lucha política entre la multitud de partidos y otros sujetos políticos de sus tareas sociales reales (paz inmediata, distribución de la tierra y, por supuesto, «todo el poder a los soviets», es decir, el desmantelamiento del aparato estatal existente y su reemplazo por las nuevas formas de dirección social del tipo de la Comuna).
Esta distancia -la repetición de la distancia entre 1789 y 1793 en la Revolución Francesa- es el espacio preciso de la original intervención de Lenin: la lección fundamental del materialismo revolucionario es que la revolución debe golpear dos veces, y por razones esenciales. La distancia no es simplemente la separación entre forma y contenido. Lo que falta a la «primera revolución» no es el contenido, sino la forma misma; permanece atrapada en la forma vieja y piensa que la libertad y la justicia pueden lograrse sencillamente si utilizamos el aparato estatal ya existente y sus mecanismos democráticos. ¿Qué pasa si el «buen» partido gana las elecciones libres e implanta «legalmente» la transformación socialista? (La expresión más clara de esta ilusión, orillando el ridículo, es la tesis de Karl Kautsky, formulada en los años veinte, de que la forma política lógica de la primera fase del socialismo, del pasaje del capitalismo al socialismo, es la coalición parlamentaria de los partidos burgueses y proletarios). El paralelo aquí es perfecto con la era de la temprana modernidad en la que la oposición a la hegemonía ideológica de la iglesia se articuló primero en la forma de otra ideología religiosa, como una herejía. Siguiendo las mismas líneas, los partidarios de la «primera revolución» quieren subvertir la dominación capitalista dentro de la misma forma política de la democracia capitalista. Esta es la «negación de la negación» hegeliana: primero el antiguo orden es negado dentro de su propia forma ideológico-política; luego, esta misma forma tiene que ser negada. Aquellos que oscilan, aquellos que tienen miedo de dar el segundo paso de superar la forma misma, son los que (repitiendo a Robespierre) quieren una «revolución sin revolución» y Lenin despliega toda la fuerza de su «hermenéutica de la sospecha» para discernir las distintas formas de esta retirada.
En sus escritos de 1917, Lenin se reserva su agria ironía para quienes se dedican a la búsqueda interminable de algún tipo de «garantía» para la revolución. Esta garantía asume dos formas principales: ya sea la noción reificada de la necesidad social (uno no debe arriesgar la revolución demasiado temprano; uno tiene que esperar el momento correcto, cuando la situación esté «madura» con respecto a las leyes del desarrollo histórico: «es demasiado temprano para la revolución socialista, la clase obrera no está madura aún») o la legitimidad normativa «democrática» («la mayoría de la población no está de nuestro lado, entonces la revolución no sería realmente democrática»). Como dice en repetidas oportunidades Lenin, es como si antes de que el agente revolucionario tome el poder estatal tuviera que recibir permiso de alguna figura del gran Otro (organizar un referéndum que determinará que la mayoría apoya la revolución). Con Lenin, como con Lacan, el punto está en que la revolución sólo puede ser autorizada por ella misma; uno debe asumir que el acto revolucionario no está cubierto por el gran Otro; el miedo de tomar el poder «prematuramente», la búsqueda de una garantía, es el miedo del abismo del acto. En ello, reside la última dimensión de lo que Lenin denuncia continuamente como «oportunismo» y su apuesta es que el «oportunismo» es una posición que es inherentemente falsa en sí misma y que enmascara el temor a acometer la tarea con la pantalla protectora de los hechos, leyes o normas «objetivos».
La respuesta de Lenin no es la referencia a un conjunto diferente de «hechos objetivos», sino la repetición del argumento formulado un decenio antes por Rosa Luxemburgo contra Kautsky: los que esperan que lleguen las condiciones objetivas de la revolución esperarán por siempre. Esa posición del observador objetivo (y no de un agente comprometido) es en sí misma el obstáculo principal para la revolución. El contraargumento de Lenin contra los críticos formal-democráticos del segundo paso es que esta misma opción «puramente democrática» es utópica: en las circunstancias concretas de Rusia, el Estado democrático-burgués no tiene ninguna oportunidad de sobrevivir; la única «manera realista» de proteger las verdaderas conquistas de la Revolución de Febrero (libertad de organización y de prensa, etcétera) es avanzar hacia la revolución socialista; de no ser así, la reacción zarista será la que gane.
Tenemos aquí dos modelos, dos lógicas incompatibles de la revolución: aquellos que esperan el momento teleológico maduro de la crisis final cuando la revolución explotará «en su hora adecuada» por la necesidad de la evolución histórica; y aquellos que son conscientes de que la revolución no tiene ninguna «hora adecuada», aquellos que perciben la oportunidad revolucionaria como algo que surge y que tiene que ser capturado en los propios desvíos del desarrollo histórico «normal». Lenin no es un voluntarista «subjetivista»; él insiste con que la excepción (el conjunto extraordinario de circunstancias, como las de Rusia en 1917) ofrece un camino para socavar la propia norma. ¿Y acaso esta línea de argumentación, esta posición de principios, no es más real hoy que nunca? ¿Acaso no vivimos también en una era en la que el Estado y su aparato, incluyendo sus agentes políticos, simplemente son cada vez menos capaces de articular los problemas claves (ecología, la degradante atención médica, la pobreza, el papel de las compañías multinacionales, etcétera)? La única conclusión lógica es que es urgente una nueva forma de politización que «socializará» directamente estos problemas cruciales. La ilusión de 1917 de que los problemas urgentes que enfrentaba Rusia (paz, distribución de la tierra, etcétera) podrían haberse resuelto a través de medios «legales» parlamentarios es igual a la ilusión de hoy de que, por ejemplo, la amenaza ecológica podría evitarse extendiendo la lógica del mercado a la ecología (haciendo que los que contaminan paguen el precio por el daño que causan). Sin embargo, ¿cuán relevantes son las opiniones específicas de Lenin sobre este punto? Según el pensamiento ortodoxo, la declinante fe de Lenin en las capacidades creativas de las masas durante los años posteriores a la Revolución de Octubre, lo llevaron a enfatizar el papel de la ciencia y los científicos. Él saludaba «el principio de esa época feliz cuando la política desaparecerá en el trasfondo… y los ingenieros y los agrónomos tendrán la mayor parte de la palabra» . ¿Pospolítica tecnocrática? Las ideas de Lenin sobre cómo corre la ruta hacia el socialismo por el terreno del capitalismo monopolista pueden parecer peligrosamente ingenuas hoy:
«El capitalismo ha creado un aparato de contabilidad en la forma de los bancos, consorcios, servicio postal, sociedades de consumidores y sindicatos de empleados de oficina. Sin los grandes bancos, el socialismo sería imposible… nuestra tarea consiste sencillamente en amputar lo que mutila capitalistamente este aparato excelente, hacerlo aún más grande, aún más democrático, más aún abarcador… Será un registro nacional, una contabilidad nacional de la producción y la distribución de bienes; será, por así decirlo, algo así como la naturaleza del esqueleto de la sociedad socialista» .
¿No es esta la expresión más radical de la noción de Marx del intelecto general que regula toda la vida social de una manera transparente, del mundo pospolítico en el que «la administración de las personas» será suplantada por «la administración de las cosas»? Por supuesto que es fácil jugar contra esta cita la carta de la «crítica de la razón instrumental» y del «mundo administrado (verwaltete Welt)». El potencial «totalitario» está inscrito en esta misma forma de control social total. Es fácil comentar sarcásticamente cómo, en la época estalinista, el aparato de administración social se volvió, efectivamente, «aún más grande». No obstante, ¿esta visión pospolítica no es acaso el extremo opuesto de la noción maoísta de la eternidad de la lucha de clases («todo es político»)?
Sin embargo, ¿es todo tan inequívoco? ¿Qué pasa si uno reemplaza el ejemplo (obviamente anticuado) del banco central con el de la world wide web, el candidato perfecto actual para el papel del Intelecto General (General Intellect)? Dorothy Sayers planteaba que la Poética de Aristóteles es efectivamente la teoría de las novelas policiales antes de que fueran escritas; como el pobre Aristóteles no conocía todavía la novela policial, tenía que referirse a los únicos ejemplos a su disposición, las tragedias… Siguiendo las mismas líneas, Lenin estaba desarrollando efectivamente la teoría del papel de la world wide web, pero, como no conocía internet, tenía que referirse a los desafortunados bancos centrales. Por consiguiente, ¿podría decirse que «sin la world wide web el socialismo sería imposible… nuestra tarea sencillamente es amputar lo que mutila capitalistamente este aparato excelente, hacerlo aún más grande, aún más democrático, aún más abarcador»? En estas condiciones, uno se siente tentado a resucitar la vieja, abusiva y medio olvidada dialéctica marxiana de las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Ya es un lugar común plantear que, irónicamente, fue esta misma dialéctica la que enterró el «socialismo realmente existente»: el socialismo no pudo sostener el pasaje de la economía industrial a la posindustrial.
Una de las víctimas tragicómicas de la desintegración del socialismo en la ex Yugoslavia fue un viejo apparatchik comunista entrevistado por la radio estudiantil de Ljubljana en 1988. Los comunistas sabían que estaban perdiendo poder y por eso trataban desesperadamente de complacer a todos. Cuando hicieron preguntas provocativas a este viejo cuadro sobre su vida sexual, él también intentó demostrar desesperadamente que estaba en contacto con la generación joven. Sin embargo, como el único idioma que conocía era el de la hosca burocracia, el resultado fue una particular mezcla obscena de declaraciones como «La sexualidad es un componente importante de mi actividad diaria. Al tocar a mi esposa entre sus muslos, me da nuevos grandes incentivos para mi trabajo de construir el socialismo».
Cuando uno lee documentos oficiales de Alemania Oriental de los años setenta y comienzos de los ochenta, que formulan su proyecto de convertir a la RDA en una especie de Silicon Valley del bloque socialista de Europa Oriental, uno no puede evitar la impresión de la misma distancia tragicómica entre la forma y el contenido. Mientras eran totalmente conscientes de que la digitalización era el camino del futuro, se aproximaron a ella en los términos de la antigua lógica socialista de la planificación industrial centralizada y sus propias palabras enmascaraban el hecho de que no estaban captando lo que ocurría efectivamente, las consecuencias sociales de la digitalización. No obstante, ¿el capitalismo realmente proporciona el marco «natural» de las relaciones de producción para el universo digital? ¿No hay también un potencial explosivo para el propio capitalismo en la world wide web? ¿Acaso la lección del monopolio Microsoft no es precisamente la lección leninista: en lugar de combatir su monopolio a través del aparato estatal (recordemos la división de Microsoft ordenada por la Justicia), ¿no sería más «lógico» simplemente socializarlo, haciéndolo libremente accesible? Hoy uno se siente tentado a parafrasear el famoso lema de Lenin, «Socialismo = electrificación + poder de los soviets»: «Socialismo = acceso libre a internet + poder de los soviets.»
En este contexto, el mito que hay que desbancar es el del papel cada vez menor del Estado. Lo que estamos atestiguando hoy en día es el cambio en sus funciones: mientras se retira parcialmente de sus funciones asistenciales, el Estado está fortaleciendo su aparato en otros dominios de la regulación social. Para poder empezar un negocio ahora, uno tiene que apoyarse en el Estado no sólo para garantizar la ley y el orden, sino también el conjunto de la infraestructura (acceso a agua y energía, medios de transporte, criterios ecológicos, regulaciones internacionales, etcétera), en una medida incomparablemente mayor que hace 100 años. La caída del servicio eléctrico en California el año pasado hace palpable este punto: durante un par de semanas en enero y febrero de 2001 la privatización («desregulación») del suministro de electricidad transformó el Sur de California, uno de los paisajes posindustriales más altamente desarrollados del mundo, en un país tercermundista con apagones regulares. Por supuesto, los defensores de la desregulación plantearon que no estaba lo bastante completa y echaban mano del viejo falso silogismo de «Mi novia nunca llega tarde a una cita porque, en el momento en que ella llegue tarde, ya no será más mi novia»: la desregulación funciona por definición, entonces si no funciona, no era en verdad una desregulación… ¿El reciente pánico desatado con la enfermedad de las vacas locas (que probablemente presagie docenas de fenómenos similares que nos esperan en el futuro cercano) no apunta también hacia la necesidad de un control global estatal estricto e institucionalizado de la agricultura?
¿Y qué hay del reproche básico según el cual Lenin hoy es irrelevante porque permaneció aferrado dentro del horizonte de la producción industrial masiva (recordemos su celebración del fordismo)? ¿Cómo cambia estas coordenadas el tránsito de la producción de fábrica a la producción «posindustrial»? ¿Dónde clasificaríamos no sólo las maquiladoras de trabajo manual del tercer mundo, sino también las maquiladoras digitales, como la de Bangalore en la que decenas de miles de indios programan software para las corporaciones occidentales? ¿Es adecuado designar a estos indios como el «proletariado intelectual»? ¿Serán la venganza final del tercer mundo? ¿Cuáles son las consecuencias del hecho desquiciante (por lo menos para los conservadores alemanes) de que, después de decenios de importar centenares de miles de trabajadores manuales inmigrantes, Alemania ha descubierto ahora que necesita por lo menos decenas de miles de trabajadores intelectuales inmigrantes, principalmente programadores de computadoras? La alternativa que incapacita al marxismo de hoy en día es ¿qué hacer a propósito de la creciente importancia del crecimiento de la «producción inmaterial» hoy (cibertrabajadores)? ¿Insistimos en que sólo quienes están involucrados en la producción material «real» son la clase trabajadora o damos el venturoso paso de aceptar que los «trabajadores simbólicos» son los (verdaderos) proletarios de hoy? Uno debería resistirse a dar este paso, porque se ofusca la división entre la producción inmaterial y material, la división en la clase trabajadora entre los cibertrabajadores y los trabajadores materiales (por regla separados geográficamente, como los programadores en EU o India, las maquiladoras en China o Indonesia).
Quizá sea la figura del desocupado la que simbolice al puro proletario de hoy: la determinación sustancial del desocupado sigue siendo la de un obrero, pero no se les deja realizarla o renunciar a ella y entonces permanecen suspendidos en la potencialidad de trabajadores que no pueden trabajar. Quizá en cierto sentido hoy «todos somos desocupados»; los trabajos tienden a basarse en contratos de tiempo cada vez más cortos, por lo cual el estado de desempleo es la regla, el nivel cero, y el trabajo temporal la excepción. Entonces, ésta debería ser también la respuesta a quienes abogan por la «sociedad posindustrial» cuyo mensaje a los trabajadores es que su tiempo se terminó, que su propia existencia está obsoleta y que lo único con lo que pueden contar es con la compasión puramente humanitaria. Hay cada vez menos lugar para los trabajadores en el universo del capital de hoy y uno debe deducir de este hecho la única conclusión consistente. Si la sociedad «posindustrial» de hoy necesita cada vez menos trabajadores para reproducirse (20 por ciento de la fuerza de trabajo, según algunas estimaciones), entonces no son los trabajadores los que están de más, sino el capital.
El antagonismo clave de las llamadas nuevas industrias (digitales) es este: ¿cómo mantener la forma de la propiedad (privada), que es la única forma en la que puede mantenerse la lógica de ganancia (veamos también el problema de Napster, la libre circulación de la música)? ¿Acaso las complicaciones legales en la biogenética no apuntan en la misma dirección? El elemento clave de los nuevos acuerdos internacionales de comercio es la «protección de la propiedad intelectual», siempre que, al fusionarse, una gran compañía occidental se hace cargo de una compañía del tercer mundo, lo primero que hace es cerrar el departamento de investigación. Aquí surgen fenómenos que involucran a la noción de propiedad en paradojas dialécticas extraordinarias: en India, las comunidades locales descubren de repente que las prácticas médicas y los materiales que han estado usando durante siglos son poseídos ahora por compañías norteamericanas, de manera que deben comprárlas a ellas; mientras las compañías biogenéticas patentan genes, todos estamos descubriendo que partes de nosotros, nuestros componentes genéticos, ya son propiedad registrada, poseída por otros.
Sin embargo, el resultado de esta crisis de la propiedad privada de los medios de producción no está para nada garantizado. Aquí uno debe tener en cuenta la paradoja última de la sociedad estalinista. Contra el capitalismo, que es la sociedad de clase, pero en principio igualitaria, sin divisiones jerárquicas directas, el estalinismo «maduro» es una sociedad sin clases articulada en grupos jerárquicos precisamente definidos (nomenklatura en la cima, trabajadores técnicos, ejército, etcétera). Lo que esto significa es que, ya para el estalinismo, la noción marxista clásica de la lucha de clases ya no es más adecuada para describir su jerarquía y dominación; en la Unión Soviética de finales de los años veinte en adelante, la división social clave no estaba definida por la propiedad, sino a través del acceso directo a los mecanismos de poder y a condiciones de vida materiales y culturales privilegiadas (comida, alojamiento, atención sanitaria, libertad para viajar, educación). Quizá la ironía última de la historia será que, de la misma manera, la visión de Lenin del «socialismo de los bancos centrales» sólo puede leerse adecuadamente en forma retroactiva, desde la actual world wide web.
La Unión Soviética proporcionó al primer modelo de la sociedad «pospropietaria» desarrollada, del verdadero «capitalismo tardío» en el cual la clase dominante será definida por el acceso directo a los medios de poder central y control (informativos, administrativos) y a otros privilegios materiales y sociales: el punto ya no será poseer compañías, sino directamente administrarlas, tener el derecho para utilizar un jet privado, tener acceso a una cobertura de salud diferenciada, etcétera; privilegios que no serán adquiridos por medio de la propiedad, sino a través de otros mecanismos (educativos, directivos, etcétera).
Ésta, entonces, es la crisis venidera que ofrecerá la perspectiva de una nueva lucha emancipatoria, de la reinvención completa de lo político, no la vieja opción marxista entre la propiedad privada y su socialización, sino la opción entre la sociedad pospropietaria jerárquica y la sociedad pospropietaria igualitaria. Aquí, la vieja tesis marxista sobre cómo la libertad y la igualdad burguesas están basadas en la propiedad privada y las condiciones de mercado, adquiere un giro inesperado: lo que permiten las relaciones de mercado son la libertad (por lo menos) «formal» y la igualdad «legal», ya que la jerarquía social puede sostenerse a través de la propiedad y no existe la necesidad de su aserción política directa. Si luego el papel de la propiedad privada disminuye, el peligro es que esta desaparición gradual cree la necesidad de alguna nueva forma de jerarquía (racista o de «gobierno de los expertos»), directamente fundada en las propiedades de los individuos y cancelando así incluso la igualdad «formal» burguesa y la libertad. Resumiendo, en tanto el factor determinante de poder social será la inclusión/exclusión del conjunto de los privilegiados (de acceso al conocimiento, control, etcétera), podemos esperar el surgimiento de modos distintos de exclusión, para llegar directamente al racismo. La primera señal clara que apunta en esta dirección es la nueva alianza entre la política (gobierno) y las ciencias naturales. En la biopolítica, que surgió recientemente, el gobierno está instigando a la «industria de los embriones», el control sobre nuestro legado genético por fuera del control democrático, justificado por una oferta que nadie puede rechazar: «¿No quiere usted curarse del cáncer, la diabetes, el Alzheimer…?» Sin embargo, mientras los políticos hacen esas promesas «científicas», los propios científicos permanecen profundamente escépticos, haciendo hincapié frecuentemente sobre la necesidad de alcanzar decisiones a través de un gran acuerdo social general.
El problema último de la ingeniería genética no reside en sus consecuencias imprevisibles (¿qué ocurriría si creamos monstruos, digamos, humanos sin sentido de responsabilidad moral?), sino la manera en que la ingeniería biogenética afecta fundamentalmente nuestra noción de educación: en lugar de educar a un niño para que sea un buen músico, ¿será posible manipular sus genes para que se incline «espontáneamente» hacia la música? En lugar de instilar en él un sentido de disciplina, ¿será posible manipular sus genes para que «espontáneamente» tienda a obedecer órdenes? La situación aquí está radicalmente abierta; si surgirán gradualmente dos clases de personas, los «nacidos naturalmente» y los manipulados genéticamente, no queda claro de antemano qué clase ocupará el nivel más alto en la jerarquía social. ¿Serán los «naturales» los que consideren a los manipulados como meras herramientas, no como seres verdaderamente libres o serán mucho más perfectos manipulados genéticamente los que considerarán a los «naturales» como pertenecientes a un nivel más bajo de evolución?
La lucha venidera, por lo tanto, no tiene ningún resultado garantizado; nos confrontará con una inédita urgencia para actuar, ya que no sólo involucrará un nuevo modo de producción, sino una ruptura radical en lo que significa ser un ser humano. Hoy ya podemos discernir las señales de un tipo de malestar general. Recordemos la serie de eventos normalmente agrupados bajo el nombre de «Seattle». La luna de miel de diez años del capitalismo global triunfante ha terminado, la largamente retrasada «comezón del séptimo año» ya está aquí, seamos testigos de las reacciones de pánico de los grandes medios de comunicación que, desde la revista Time hasta CNN, todos de repente empezaron a advertir sobre la existencia de marxistas que manipulan a la muchedumbre de manifestantes «honestos». El problema ahora es el estrictamente leninista: cómo enfrentar las imputaciones de los medios de comunicación, cómo inventar estructuras organizativas que confieran a esta inquietud la forma de una demanda política universal. De no ser así, la oportunidad se desperdiciará y lo que quedará es una perturbación marginal, quizá organizada como un nuevo Greenpeace, con cierta eficacia, pero también con metas estrechamente limitadas, estrategias de marketing, etcétera.
En otras palabras, la lección «leninista» clave hoy es que la política sin forma organizativa de partido es política sin política, de manera que la respuesta a aquellos que simplemente quieren los (atinadamente llamados) «nuevos movimientos sociales» es la misma que la respuesta de los jacobinos a los componedores girondinos: «¡Ustedes quieren la revolución sin una revolución!» El obstáculo de hoy es que parece haber sólo dos caminos abiertos para el compromiso sociopolítico: o jugar el juego del sistema, comprometerse en la «larga marcha a través de las instituciones», o activar en los nuevos movimientos sociales, desde el feminismo, pasando por la ecología hasta el antirracismo. De nuevo, el límite de estos movimientos es que no son políticos en el sentido del Singular Universal; son «movimientos contra un solo problema» que carecen de la dimensión de la universalidad, es decir, que no se relacionan con la totalidad social.
La promesa del movimiento «de Seattle» reside en el hecho de que es exactamente lo opuesto a lo que usualmente se designa en los medios de comunicación (la «protesta antiglobalización»); es el primer grano de un nuevo movimiento global, global con respecto a su contenido (apunta a una confrontación global con el capitalismo actual), así como en su forma (es un movimiento global e involucra una red internacional móvil, capaz de reaccionar desde Seattle a Praga). Es más global que el «capitalismo global», ya que involucra en el juego a sus víctimas, es decir, a aquellos excluidos por la globalización capitalista. Quizá uno debería arriesgarse y aplicar la vieja distinción de Hegel entre universal «abstracto» y «concreto» en este caso: la globalización capitalista es el «abstracto», concentrado en el movimiento especulativo del capital, mientras el «movimiento de Seattle» está por el «universal concreto», es decir, por la totalidad del capitalismo global y su lado oscuro excluido.
Aquí, el reproche de Lenin a los liberales es crucial. Ellos simplemente explotan el descontento de las clases obreras para fortalecer su posición frente a los conservadores, en vez de identificarse con ese descontento hasta el final . ¿No es esto lo que ocurre también con los liberales de izquierda de hoy? Les gusta evocar el racismo, la ecología, los agravios contra los trabajadores, etcétera, para anotarse algunos puntos por encima de los conservadores, sin poner en peligro el sistema. Recordemos cómo, en Seattle, el propio Bill Clinton se refirió a los manifestantes que estaban afuera en las calles, recordando a los líderes reunidos dentro del palacio sitiado que deben escuchar al mensaje de los manifestantes (el mensaje que, por supuesto, Clinton interpretó privándolo de su aguijón subversivo atribuido a los peligrosos extremistas que introducen el caos y la violencia entre la mayoría de los manifestantes pacíficos). Esta posición clintonesca luego se desarrolló en una elaborada estrategia de contención de «garrote y zanahoria»: por un lado, paranoia (la noción de que hay una oscura conjura marxista acechando por detrás); por otro lado, en Génova, no fue nadie más que Berlusconi quien proporcionó comida y albergue a los manifestantes antiglobalización, a condición de que se «comportaran con propiedad» y no perturbaran el evento oficial. Pasa lo mismo con todos los nuevos movimientos sociales, hasta los zapatistas en Chiapas. La política del sistema está siempre presta para «escuchar sus demandas», privándolas de su aguijón político apropiado. La verdadera «tercera vía» que tenemos que buscar es esta tercera vía entre la política parlamentaria institucionalizada y los nuevos movimientos sociales.
Como una señal de esta emergente inquietud y necesidad de una verdadera tercera vía, es interesante ver cómo, en una entrevista reciente, incluso un liberal conservador como John Le Carré tuvo que admitir que, como consecuencia de la «aventura amorosa entre Thatcher y Reagan», en la mayoría de los países occidentales desarrollados y sobre todo en el Reino Unido «la infraestructura social prácticamente ha dejado de funcionar», que luego lo lleva directamente a suplicar directamente que, por lo menos, «renacionalicen los ferrocarriles y el agua» .
Efectivamente, estamos acercándonos a un estado en que la afluencia privada (selectiva) es acompañada por la degradación global (ecológica, de infraestructura) que empezará a afectarnos a todos pronto: la calidad del agua no sólo es un problema en el Reino Unido -un estudio reciente mostró que la totalidad de la fuente de donde se abastece de agua el área de Los Ángeles ya está tan afectada por químicos tóxicos artificiales que pronto será imposible potabilizarla, aun a través de los filtros más avanzados-. Le Carré formuló su furia contra Blair por aceptar las coordenadas básicas thatcheristas en términos muy precisos: «La última vez, en 1997, pensé que él estaba mintiendo cuando negaba que fuera socialista. Lo peor que puedo decir sobre él es que estaba diciendo la verdad» . Más precisamente, aun cuando en 1997 Blair estuviera mintiendo «subjetivamente», aun cuando su agenda confidencial tratara de mantener lo más posible la agenda socialista, estaba «objetivamente» diciendo la verdad: su (eventual) convicción socialista subjetiva era un autoengaño, una ilusión que le permitió cumplir con su papel «objetivo», el de completar la «revolución» thatcherista.
La respuesta última al reproche de que las propuestas de la izquierda radical son utópicas debería ser que hoy la verdadera utopía es la creencia en que el actual acuerdo general capitalista liberal-democrático pueda continuar indefinidamente sin cambios radicales. Así, regresamos al viejo lema de 1968 «Soyons réalistes, demandons l’impossible!» («¡Seamos realistas, demandemos lo imposible!»): para ser de verdad «realista», uno debe considerar evadirse de los constreñimientos de lo que aparece como «posible» (o, como normalmente lo llamamos, «factible»). Si hay que sacar alguna lección de la victoria electoral de Silvio Berlusconi en mayo de 2001, es que los verdaderos utópicos son los izquierdistas de la tercera vía, ¿por qué? La tentación principal que hay que evitar a propósito de la victoria de Berlusconi en Italia es la de usarla como un pretexto para otro ejercicio en el marco de la tradición izquierdista conservadora de la Kulturkritik (desde Adorno a Virilio) que lamenta la estupidez de las masas manipuladas y el eclipse del individuo autónomo capaz de reflexión crítica. Esto, sin embargo, no significa que las consecuencias de esta victoria deban subestimarse. Hegel dijo que todos los eventos históricos tienen que ocurrir dos veces: Napoleón tenía que perder dos veces, etcétera. Parece también que Berlusconi tenía que ganar una elección dos veces para que nos demos cuenta del conjunto de las consecuencias de este evento.
¿Qué es lo que logró Berlusconi? Su victoria nos proporciona una triste lección sobre el papel de la moralidad en la política: el resultado en última instancia de la gran catarsis moral-política -la campaña anticorrupción de «manos limpias» que un decenio atrás arruinó a la Democracia Cristiana y, con ella, a la polaridad ideológica de democristianos y comunistas que dominó la política italiana de posguerra- es que Berlusconi esté en el poder. Es como si Rupert Murdoch ganara las elecciones en Gran Bretaña, un movimiento político dirigido como si fuera una empresa de publicidad. Forza Italia de Berlusconi ya no es un partido político, sino -como su nombre lo indica- más bien un grupo de gente que apoya a una selección de futbol. Si, en los viejos y buenos países socialistas, el deporte estaba directamente politizado (recordemos las enormes sumas de dinero que la RDA invertía en sus mayores atletas), ahora la política misma se ha vuelto una competencia deportiva. El paralelo va incluso mucho más allá: si los regímenes comunistas nacionalizaban la industria, Berlusconi en cierto modo está privatizando el propio Estado. Por esta razón, todas las preocupaciones de algunos izquierdistas y demócratas liberales sobre el peligro de un neofascismo que acecharía por detrás de la victoria de Berlusconi están fuera de lugar y en cierto modo son demasiado optimistas: el fascismo todavía es un proyecto político determinado, mientras que, en el caso de Berlusconi, en última instancia no hay nada que esté acechando por detrás, ningún proyecto ideológico secreto, sólo la pura convicción de que las cosas funcionarán, de que lo haremos mejor. En resumen, Berlusconi es la pospolítica en su estado más puro. La señal última de la «pospolítica» en todos los países occidentales es el creciente enfoque empresarial hacia las funciones de gobierno. El gobierno es reconcebido como una función administrativa, privada de su dimensión propiamente política.
Lo que verdaderamente está en juego en las luchas políticas de hoy es cuál de los dos viejos partidos principales, los conservadores o la «izquierda moderada», lograrán presentarse a sí mismos como los que verdaderamente encarnan el espíritu posideológico, contra el otro partido al que se descalificará diciendo que «todavía está atrapado por los viejos espectros ideológicos». Si los años ochenta pertenecieron a los conservadores, la lección de los noventa parecería ser que, en nuestras sociedades capitalistas tardías, la socialdemocracia de la tercera vía (o, más marcadamente aún, los poscomunistas en las países ex socialistas) funciona efectivamente como la representante del capital como tal, en general, contra sus facciones particulares representadas por los diferentes partidos «conservadores», los cuales, para poder presentarse su mensaje como si se dirigiera al conjunto de la población, también tratan de satisfacer las demandas particulares de los estratos anticapitalistas (digamos, de los trabajadores de clase media «patrióticos» amenazados por la fuerza de trabajo barata de los inmigrantes). Recordemos a la CDU que, contra la propuesta de los socialdemócratas de que Alemania debía importar 50 mil programadores de computadoras de India, lanzó la consigna infame de «Kinder statt Inder!», «¡Niños en lugar de indios!» Esta constelación económica explica en buena medida cómo y por qué los socialdemócratas de la tercera vía pueden estar simultáneamente por los intereses del gran capital y por una tolerancia multiculturalista que apunte a defender los intereses de las minorías foráneas.
El sueño de la tercera vía de la izquierda era que el pacto con el diablo funcionara: OK, ninguna revolución, aceptamos el capitalismo como lo único a lo que puede jugarse, pero por lo menos podremos mantener algunos de los logros del Estado de bienestar, además de construir una sociedad tolerante hacia las minorías sexuales, religiosas y étnicas. Si la tendencia anunciada por la victoria de Berlusconi persiste, se discierne una perspectiva mucho más oscura en el horizonte: un mundo en el que el dominio ilimitado del capital no se complemente con la tolerancia del liberalismo de izquierda, sino por la típica mixtura pospolítica de un espectáculo puramente publicitario junto con las preocupaciones de la Mayoría Moral (recordemos que el Vaticano dio su apoyo tácito a Berlusconi). Si hay una agenda ideológica oculta en la «pospolítica» de Berlusconi, es, para decirlo sin vueltas, la desintegración del pacto democrático fundamental posterior a la Segunda Guerra Mundial. En los últimos años, ya hubo numerosas señales de que el pacto antifascista posterior a la Segunda Guerra Mundial está crujiendo lentamente. Los llamados «tabúes» están cayendo, desde los historiadores «revisionistas» hasta los populistas de la Nueva Derecha. Paradójicamente, los que están socavando este pacto se refieren precisamente a la misma lógica de la victimización universalizada por los liberales: seguramente hubo víctimas del fascismo, ¿pero qué hay de las otras víctimas de las expulsiones posteriores a la Segunda Guerra Mundial? ¿Qué hay de los alemanes desalojados de sus hogares en Checoslovaquia? ¿No tienen también algún derecho a una compensación (financiera)?
El futuro inmediato no pertenece a los provocadores derechistas abiertos como Le Pen o Pat Buchanan, sino a gente como Berlusconi y Haider, esos abogados del capital global con la piel de lobo del nacionalismo populista. La lucha entre ellos y la izquierda de la tercera vía es la lucha por ver quién será más eficaz en neutralizar los excesos del capitalismo global, si la tolerancia multiculturalista de la tercera vía o la homofobia populista. ¿Será esta aburrida alternativa la respuesta de Europa a la globalización? Berlusconi es lo peor de la pospolítica; ¡incluso The Economist, esa estoica voz del liberalismo antiizquierda, fue acusado por Berlusconi de ser parte de una «conjura comunista» cuando le hizo algunas preguntas críticas sobre cómo es que una persona declarada culpable de crímenes podía llegar a ser primer ministro! Lo que esto significa es que, para Berlusconi, toda oposición a su pospolítica se basa en una «conjura comunista». En cierto modo, tiene razón; ésta es la única oposición verdadera. Todos los demás -los liberales o la tercera vía- están jugando básicamente el mismo juego que él, sólo que con un ropaje diferente. La esperanza tiene que ser que Berlusconi también tenga razón con respecto al segundo aspecto de su paranoico mapa cognitivo: que su victoria dará ímpetu a la verdadera izquierda radical.
Traducido por Guillermo Crux, especial para Panorama Internacional.