«El liberalismo económico ha sido el principio organizador de una sociedad que se afanaba por crear un sistema de mercado. Lo que nació siendo una simple inclinación en favor de los métodos no burocráticos, se convirtió en una verdadera fe que creía en la salvación del hombre aquí abajo gracias a un mercado autorregulador. Este […]
«El liberalismo económico ha sido el principio organizador de una sociedad que se afanaba por crear un sistema de mercado. Lo que nació siendo una simple inclinación en favor de los métodos no burocráticos, se convirtió en una verdadera fe que creía en la salvación del hombre aquí abajo gracias a un mercado autorregulador. Este fanatismo fue el resultado del súbito recrudecimiento de la tarea en la que el liberalismo estaba comprometido: la enormidad de los sufrimientos que había que infringir a seres inocentes, así como el gran alcance de los cambios entrelazados que implicaba el establecimiento del nuevo orden. La fe liberal recibió su fervor evangélico como respuesta a las necesidades de una economía de mercado en pleno desarrollo».
Karl Polanyi- «La Gran Transformación» (1944)
«¿Qué es, pues, el libre cambio en el estado actual de la sociedad? Es la libertad del capital. Cuando hayáis hecho desaparecer las pocas trabas nacionales que aún obstaculizan la marcha del capital, no habréis hecho más que concederle plena libertad de acción […] Señores: No os dejéis engañar por la palabra abstracta de libertad. ¿Libertad de quién? No es la libertad de cada individuo con relación a otro individuo. Es la libertad del capital para machacar al trabajador […] En general, el sistema proteccionista es en nuestros días conservador, mientras que el sistema del libre cambio es destructor».
Karl Marx- «Discurso sobre el libre cambio» (1848)
Donald Trump sacude el tablero geopolítico mundial. En un confuso manejo de relaciones internacionales, a la par de un gobierno mediático y escandaloso casa adentro, sus actos impactan más allá de las fronteras de su país en ámbitos estrechamente vinculados, como el político, el económico y hasta el militar. Pero esta vez la acción del imperialismo norteamericano no es aislada, sino que confluye con nuevos imperialismos que se consolidan desde oriente.
En medio de ese encuentro de múltiples imperialismos, Trump abona el terreno en lo que ya parece ser la guerra fría del siglo XXI, interviniendo como sheriff global en conflictos cada vez más explosivos (y miserables), como el reciente bombardeo a Siria, sin el visto bueno de su Congreso, sin autorización de Naciones Unidas y sin antes comprobarse si fue el régimen de Damasco el que usó armas químicas (emulando la barbarie que George Bush hijo protagonizó al invadir Irak sin comprobarse -hasta ahora- la existencia de armas de destrucción masiva).
En paralelo, Trump -desplegando su cantaleta de «America First«- invoca a la construcción de grandes muros físicos en sus fronteras con México, a fin de detener el paso de miles de migrantes que huyen de la pobreza -y hasta de la violencia- que el mismo imperialismo históricamente ha provocado en Latinoamérica [1] . Muros vergonzosos que hacen recordar a la repudiable acción nazi en sus campos de concentración, o al actual aislamiento que Israel impone sobre una Palestina a ratos olvidada por el mundo (y frente al cual Trump se ha mostrado hasta cómplice).
Pero, como si los muros físicos no bastaran, Trump también apela a muros arancelarios para proteger su economía amenazada -según él- por productos y por supuestas prácticas comerciales cuestionables desde China (cuna de un nuevo imperialismo), que han alarmado a varios centros de poder que exclaman -hasta con terror- que el libre comercio estaría en peligro.
Por cierto, habrá varias lecturas que explicarían el accionar de Trump, incluyendo aquellas que encuentren en la «estupidez» del presidente norteamericano una razón principal (o la necesidad de revertir la tendencia que se está consolidando en su país con miras a las elecciones de medio período del Congreso, en otoño de este año). Igualmente cabría preguntarse cuál es el papel que juegan, sobre todo en el peligroso terreno de las agresiones bélicas, otros actores globales como los aliados menores de los EEUU -el Reino Unido y Francia-, así como la acción de Rusia, China e Irán. Dejemos por lo pronto esas elucubraciones al margen.
Las medidas arancelarias de Trump, respondidas por China en lo que ya se acepta como una «guerra económica«, van a afectar al comercio mundial. Sin minimizar el riesgo de reacciones en cadena mundiales que emergerían de expandirse esa nociva «política de empobrecer al vecino» (beggar-thy-neighbour policy), como sucedió en los años treinta del siglo pasado, tengamos presente que el libre comercio es y ha sido un cuento. Nunca ha habido una real libertad económica en el mercado internacional.
Ni siquiera Gran Bretaña, por recordar al primer capitalismo industrializado con vocación global, practicó el libre comercio. Su economía se fundamentó en altos muros arancelarios, en obras públicas impulsadas por el Estado y en un sistema financiero nacional, desde donde se expandiría como una gran sombra financiera por el mundo (como ejemplo recordemos los orígenes de la perversa deuda externa latinoamericana), todo para proteger a su industria. Y su flota fue el mejor argumento para imponer sus intereses en varios rincones del planeta: a cuenta de la presunta libertad comercial introdujo -a cañonazos- el opio en China, o abiertamente bloqueó los mercados de sus extensas colonias para mantener su monopolio textil; o impuso acuerdos comerciales ventajosos a sus intereses asegurando el ingreso de sus productos a determinados mercados, empezando con el Tratado de Methuen en 1703 con Portugal, que le abrió los mercados de las colonias lusitanas, por ejemplo.
También los alemanes, inspirados en Friedrich List, se impulsaron con medidas proteccionistas en contra del discurso librecambista entonces dominante. List, en la primera mitad del siglo XIX, entendió que el discurso librecambista de Inglaterra, «pateaba la escalera» por donde ésta ascendió para construir su poderío económico mundial, y evitar que otras naciones -sobre todo europeas- le disputen su supremacía. Si bien el punto de partida de List no fue la autarquía (pues no negaba la inserción alemana en el mercado mundial), propuso recuperar el espacio nacional para el «desarrollo» alemán desde una «disociación» selectiva -se diría actualmente- y con una estrecha vinculación del aparato productivo germano con el proteccionismo estatal.
Los estadounidenses también buscaron una senda diferente a la que predicaban los ingleses; no estaban dispuestos a caer en las redes del librecambio y de las finanzas funcionales a los intereses desplegados por Inglaterra, como sucedió con las nacientes repúblicas suramericanas. Con la guerra civil, los Estados del norte de la Unión, evitaron mantener una lógica explotadora en el sur sustentada en la esclavitud (máxima forma de explotación del ser humano), la extracción masiva de recursos naturales (una de las formas más profundas de explotación de la Naturaleza), el libre comercio y la austeridad (tan preciada por la teología neoliberal en la actualidad).
Esta posición norteamericana tiene historia: en una cita recogida por André Gunder Frank, en su clásico libro de 1969 «Capitalismo y Subdesarrollo«, Ulysses Grant, héroe de la guerra de secesión y luego presidente de EEUU entre 1868 y 1876, dijo que: «por siglos Inglaterra ha confiado en la protección, la ha llevado a extremos y ha obtenido resultados satisfactorios de ella. No hay duda que a este sistema le debe su actual fortaleza. Después de dos siglos, Inglaterra ha encontrado conveniente adoptar el libre comercio porque piensa que el proteccionismo no puede ofrecerle nada más. Muy bien, entonces señores, mi conocimiento de nuestra nación me lleva a creer que dentro de los próximos 200 años, cuando América haya obtenido de la protección todo lo que puede ofrecer, adoptará también el libre comercio».
Proteccionismo mantenido por años, usando desde enormes subsidios concedidos a su producción (como la agricultura, en nombre de la «seguridad alimentaria») hasta el apoyo -reiterado- de sus marines para defender a cañonazo limpio sus intereses económicos cuando sus cercanos vecinos del sur se atrevían a afectarlos. Asimismo, los EEUU sostienen su poderío económico en un sistema financiero globalizado -pero extremadamente dependiente de Wall Street-, y sobre todo en el poder de su moneda sostenida por una supuesta confianza mundial, aunque en realidad habría que hablar de un acto de fe mundial. Washington ha recurrido siempre a las restricciones «voluntarias» a las exportaciones; a la acusación de dumping (definido arbitrariamente por su gobierno); a imponer cuotas; y a varios legalismos proteccionistas, para «premiar» la sumisión de gobiernos latinoamericanos a su política de combate al narcotráfico o para castigar a quienes tomen medidas que puedan afectar sus inversiones. Este neoproteccionismo, sustentado en verdaderos muros no arancelarios hasta rebasa el efecto de los anteriores muros arancelarios.
Cuánta razón tuvo Paul Bairoch al afirmar que los EEUU son «el país madre y el bastión del proteccionismo moderno«, pero que al mismo tiempo -y sin ningún reparo- busca imponer «libertad» a los demás países del mundo.
El uso y abuso proteccionista beneficia a unos y perjudica a otros, según los intereses estadounidenses. Esto se da en un proceso de confusos y hasta aparentemente contradictorios «avances» y «retrocesos» motivados por las diferentes coyunturas y por las fuerzas de poder dominantes en esos momentos; una amalgama de factores que hasta parecen hacer perder de vista al Estado norteamericano la magnitud del proceso en marcha. Tan es así que brillantes pensadores como James Petras creen que este accionar proteccionista de Trump representa «un gran salto atrás«. Eso sí, no olvidemos que estos procesos -fundamento de la expansión imperialista global- fueron el telón de fondo de dos grandes conflagraciones mundiales y de muchos otros conflictos bélicos, como los varios que hoy presenciamos (y en donde, reiteremos, confluyen varias lógicas imperialistas de orígenes diferentes).Y así como Inglaterra, Alemania o EEUU, ni siquiera los países asiáticos, Japón o China inclusive, fueron ni son librecambistas. Incluso, en el caso particular de China, parecería que la amalgama entre Estado y capital bajo esquemas en extremo proteccionistas han logrado consolidar una de las mayores fuentes de explotación capitalista global.
Como diría Eduardo Galeano: «China ofrece al mercado mundial sus millones de brazos muy baratos y muy obedientes, y su aire, su tierra y su agua, su naturaleza dispuesta a la inmolación en los altares del éxito. Los burócratas comunistas se convierten en hombres de negocios. Para eso habían estudiado ‘El Capital’: para vivir de sus intereses».
Todos estos países se han parapetado una y otra vez detrás de murallas arancelarias. Por eso es indispensable descubrir cómo en verdad evoluciona el comercio mundial envuelto entre mitos y realidades que contradicen tales mitos.
De hecho, la política real de los centros no ha sido el libre comercio, sino el proteccionismo en beneficio de su propio proceso de acumulación capitalista (la cual, incluso, se ha acrecentado en los últimos años, generando que los centros sean cada vez más poderosos y tengan mayor influencia en la red del comercio mundial). La realidad nos dice que la historia del comercio mundial está dominada, por un lado, en el proteccionismo y la intervención estatal, que explica en gran medida el poder dominante de unos pocos países que han conseguido un significativo bienestar para sus poblaciones, y, por otro lado, en el boboaperturismo (o incluso boboproteccionismo) de gran parte de países aún atados a la dependiente función de suministradores de materias primas y compradores de tecnología de los centros.
En medio de semejantes relaciones asimétricas de poder comercial internacional, lo que nunca falta es el cinismo de los poderosos: una y otra vez los países ricos reclaman de los otros la adopción del libre comercio, la desregulación económica, la apertura de mercados de bienes y de capitales, la adopción de instituciones adecuadas a la racionalidad empresarial (a su cultura empresarial transnacional, se entiende), entre otras peticiones -entiéndase claudicaciones- para que el capital transnacional siga su senda de acumulación ad infinitum (y sin ninguna esperanza de que los pobres alcancen a los ricos).
A contrapelo del discurso dominante, hasta hoy, en mayor o menor medida, los centros siguen siendo proteccionistas. Incluso los «tratados de libre comercio«, que solo tienen la libertad en el nombre y tienen muy poco de comercio, han consolidado su dominio, cual carabelas que van consolidando nuevamente el poder recolonizador del capital.
Así, los EEUU despliegan actualmente una política comercial muy conocida, que combina el proteccionismo en los sectores en donde ha perdido competitividad, con el liberalismo comercial acentuado en los sectores donde son competitivos en el resto del mundo. La diferencia es que ahora este accionar choca con los interese de grupos cada vez más poderosos, que van borrando sus fronteras nacionales; además que la adopción de estas medidas provienen de un presidente que ve al mundo desde la lógica de un gerente general en un directorio de una empresa empeñada en disputar -a dentelladas o incluso de formas cooperativas- espacios de mercado con otras empresas (y a esto se suma las formas estúpidas de Trump cuando transmite sus reflexiones en sus mensajes de Twitter, en los que habría que buscar elementos de un mensaje cifrado o de completa idiotez…).
Siendo más profundos, vemos que el trasfondo de este contexto es la actual fase de globalización capitalista -acelerada en las últimas décadas-, caracterizada por integrar y desintegrar con una fuerza desenfrenada, íntimamente vinculada a complejos fenómenos de exclusión de amplios segmentos de la población mundial, en donde se vuelven habituales las guerras por los recursos naturales (por ejemplo los hidrocarburos, como se ha visto hasta la saciedad en Oriente Medio, en Afganistán o en Libia). Un proceso que globaliza algunos sectores y regiones, pero desglobaliza otros, creando cada vez más violencias directas que descubren la violencia estructural del sistema. Una violencia en donde toman fuerza negocios como el narcotráfico, la trata de personas, la venta de armas y demás formas de lumpen-acumulación que parecen ser el futuro -y hasta el presente- del capitalismo contemporáneo.
Esta compleja lógica aperturista y proteccionista genera una mayor integración transnacional a costa de una creciente desintegración nacional en todo el mundo. Mientras ciertos sectores económicos de los centros -y sus capitales transnacionales legales e ilegales- tienen una fuerza centrípeta que concentra la dinámica del comercio, las inversiones, las tecnologías y las finanzas; una fuerza centrífuga tiene el efecto contrario en las periferias globales, no solo en los países empobrecidos. Es ya inocultable lo que provocan tales fuerzas al interior de todos los países, aunque con mayor intensidad en la periferia, en tanto reducidos grupos de la población logran integrarse en los flujos globales, mientras que la creciente exclusión de las mayorías es constante.
Así, más allá del discurso dominante, el hecho de que un mercado mundial libre sea una fantasía no implica que su establecimiento asegure los objetivos planteados por sus panegíricos. Ya Karl Polanyi, hace más de medio siglo, en su obra clásica «La gran transformación«, señalaba que «el mercado es un buen sirviente, pero un pésimo amo«. Más grave aún es cuando este pésimo amo -entendido como una institucionalidad en donde se procesa la permanente acumulación de capital casi sin cuestionar ni su origen ni su destino- se matrimonia con estados cada vez más dependientes de las lógicas mafiosas de las grandes transnacionales, como sucede en los Estados Unidos, Rusia o en la misma Europa, sin olvidar a las potencias economías asiáticas.
Aún falta mucho para comprender los motivos profundos del accionar -político, económico y hasta bélico- de Trump y las repuestas de los grandes poderes mundiales, incluyendo europeos o asiáticos. Lo concreto es que la «libertad de mercado» es solo la muletilla del más fuerte, que protege sus intereses con todo tipo de muros, como son muros arancelarios o para arancelarios, o muros para impedir el libre desplazamiento de personas, o muros ideológicos-culturales como los que despliegan empresas globales como Facebook.
Ante todo esto, la verdadera lección para los pueblos del mundo es que -sin caer en la trampa ni librecambista ni proteccionista- deben tejerse redes globales de resistencia y de construcción de alternativas para hacer frente al capitalismo. Incluso pensadores como Bertrand Russell lo tenían claro:
«El capitalismo y el sistema salarial deben ser abolidos; son monstruos gemelos que devoran la vida del mundo. En lugar de ellos, necesitamos un sistema que mantenga a raya los impulsos depredadores de los hombres, y así disminuirá la injusticia económica que permite a algunos ser ricos en la ociosidad, mientras que otros son pobres a pesar del trabajo incesante; pero, sobre todo, necesitamos un sistema que destruya la tiranía del empleador, al hacer que los hombres al mismo tiempo estén seguros contra la miseria y puedan encontrar el alcance de la iniciativa individual en el control de la industria en la que viven. Un sistema mejor puede hacer todas estas cosas, y la democracia puede establecerlo cada vez que se canse de males perdurables que no hay razón para soportar.».
En oposición a esos «monstruos gemelos», debemos construir el pluriverso, un mundo en donde quepan todos los mundos posibles asegurando la vida digna a todos los seres (humanos y no humanos), en un marco en el que la justicia, la igualdad y la equidad sean la base no de la libertad del capital sino de la verdadera libertad del ser.-
Alberto Acosta es economista ecuatoriano y Ex-presidente de la Asamblea Constituyente / John Cajas Guijarro es economista ecuatoriano y Profesor de la Universidad Central del Ecuador
[1] Es irónico recordar que poco antes, en noviembre de 1989, el mundo celebró la caída del ignominioso muro de Berlín, provocado por la acción de la población de la Alemania Oriental (República Democrática Alemana) que reclamaba democracia y libertad, cansada de la opresión del régimen del Partido Socialista Unificado de Alemania (en alemán: Sozialistische Einheitspartei Deutschlands, abreviado SED), sostenido por la autoritaria Unión Soviética.
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