Traducido para Rebelión por Lucía Alba Martínez
Benedicto XVI será recordado como un Papa desesperado. Cada una de sus palabras está inspirada por una visión ominosa, casi wagneriana, del mundo en el cual le ha tocado vivir y reinar: de la modernidad no salva nada. Abriga por el universo de la técnica una aversión tomístico-heideggeriana y -gracias a las tecnologías de la comunicación de masas- no deja de denunciar el nihilismo de la tecnología. La contemporaneidad le parece un desierto de los sentimientos y de los valores cuyo relativismo le angustia. El último ejemplo de tanta e infinita desesperación nos viene del discurso que dirigió antes de ayer a los obispos europeos: habiendo olvidado los valores cristianos, Europa estaría al borde de «la apostasía de sí misma, más que de Dios». Apostasía es una palabra fuerte, dramática, al menos desde el emperador Juliano. Evoca la idea de un harakiri moral. Aunque en este caso expresa sólo un antiguo vicio silogístico: si la esencia de Europa es su cristianidad, cuando Europa deja de ser cristiana deja de ser Europa, de la misma manera que si todos los humanos son bípedos y Sócrates es humano, entonces Sócrates es bípedo.
Para el Pontífice, la modernidad es el camino hacia el suicidio, incluso físico, de la civilización occidental: «bajo el perfil de la demografía» Europa, en efecto, se presta a «darse de baja de la historia». Inspira ternura que quien nos predice nuestro largo adiós a la historia sea el mismo que preside una religión en caída libre desde hace 40 años: hoy en día va a misa menos del 30% de los italianos, el 8% de los franceses, el 6% de los ingleses. Si uno lee el número de inscripciones en los seminarios, se diría que lo que se «da de baja de la historia» es el clero católico y no la Europa relativista.
Más que emular a Francis Fukuyama (que en los años 90 teorizó «el fin de la historia»), Benedicto XVI parece víctima, por tanto, del síndrome de las Termópilas: se ve como un moderno Leónidas, último baluarte contra el relativismo ético.
Tanta desesperación a menudo lo ciega. No se da cuenta de que lo que hace retroceder a la Iglesia católica en Sudamérica no es el materialismo sino las sectas evangélicas: lo que entierra al dios católico son los otros dioses, no el ateismo. Ya se trate del islam, de la fecundación asistida o de las parejas de hecho, el carácter sombrío de su desesperación le lleva a afrontar cada batalla como un Fuerte Alamo. Así el Pontífice se encierra en una verdadera «fiebre identitaria»: el temor paroxístico de extraviar la propia identidad, la defensa a toda costa de la identidad (cristiana). Pero por donde pasa la retórica identitaria no vuelve a crecer una brizna de tolerancia y sólo queda un paisaje de ruinas, de fundamentalismos étnicos y religiosos: en suma, una bonita confrontación de civilizaciones. Ya incluso la propia curia empieza a dudar acerca de la oportunidad estrategica de tanto pesimismo: si la situacion es tan desesperada, ¿no es que ya está perdida tal vez la batalla? ¿No se arriesga Leonidas-Benedicto a precipitarnos al abismo con él?
Claro, muchos cardenales se arrepienten hoy de la apresurada decision del 19 de abril del 2005, cuando escogieron a Joseph Ratzinger para el trono de Pedro. Dostoievski ya nos había dicho que la desesperación es luciferina, diabólica.
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