El poder teme a los librepensadores y el intelectual es el librepensador por antonomasia; siempre piensa diferente, pese a que lo que piensa y escribe forma parte del raciocinio; del raciocinio, eso sí, sin influencias enfermizas y sin bridas, de la inmensa mayoría. De ahí la hostilidad hacia ellos por parte de las facciones conservadoras y más allá de las conservadoras…
Pero una cosa es el intelectual y otra el literato. El literato, si es rompedor, no suele ser directo, embosca su ideario en el tráfago de los diálogos y de la narrativa. El intelectual no cambia caprichosa o fácilmente de idea. Y si cambia suele ser tras mucho tiempo y, sobre todo, por circunstancias muy graves, como puede ser la guerra. “La gran mentira de los intelectuales”, no traducida al castellano, de Paul Johnson, es buena muestra de esos cambios y de la inconsecuencia entre el discurso del intelectual y los procederes en su vida que el autor llama “mentiras” y yo las llamaría “miserias”. Cambiar, pues, de opinión puede considerarse normal e incluso saludable. Y hasta se dice que es cosa de sabios. Ahora bien, si cambiar razonablemente de opinión dice mucho en favor de la elasticidad mental de una persona, cambiarla a menudo es una frenopatía o sociopatía en el caso del político y un trastorno severo en el intelectual aunque no afecte al interés y al valor de su obra. Pero la degradará a menos que estemos ante el genio… quien muy difícil será que incurra en semejante desatino. Pero no debiera mover a demasiado asombro. Pues mantener toda la vida una integridad psíquica y moral notable, exige un esfuerzo tan titánico que parece no es posible en ser humano alguno. El propio Goethe que razonaba admirablemente, como genio que fue, dice, si bien en circunstancias graves: «Es que es mi manera de ser prefiere cometer una injusticia antes que soportar el desorden» (idea en línea con la pregunta de los clásicos ¿es preferible consentir la injusticia que cometerla?) Aserto éste que en principio le hace a uno vacilar sobre la integridad “intelectual” del genio de Goethe, que nunca rectificó. Pues hasta un intelecto común entiende que no hay peor ni más grave desorden que la injusticia aunque en principio no se haga visible en la calle, pues si persiste acaba siendo patente y estalla; con lo que la injusticia grave fue la causa remota de la causa inmediata del desorden… Disculpable ese ¿lapsus? en el canciller que fue de la República de Weimar, pues sería un agujero negro en un firmamento de ideas sublimes del autor del Fausto.
Por otra parte, digamos que el promedio de los hablantes, de 283 mil que aproximadamente compone el vocabulario español, usamos 300 palabras para comunicarnos. Es decir, el 0,10% de las posibilidades que ofrece el idioma. La lengua española es un océano, pero nosotros apenas usamos de él una gota. Una persona que lee periódicos, alguna novela, revistas especializadas impresas o en internet, cerca de 500. Un novelista, un literato, unas 3 mil palabras. Cervantes usó 8 mil, cerca del 3% del idioma del que es padre. (Marco Martos). Pues bien, creo que los políticos apenas pasan de esas 400. Porque, además, su interés en llegar a todos, su redundancia y su esquiva de los sinónimos por si acaso… son determinantes. Por consiguiente, la persona común y los políticos se valen de un vocabulario que apenas cabe en un pañuelo. Siendo el propósito de la reiteración de los políticos propalar fácilmente eslóganes y tópicos que influyan, y mucho, en el elector-masa, se empobrece aún más su lenguaje. Y si estamos ante el reaccionario o el ultraconservador la redundancia, el pleonasmo y ese miedo al sinónimo alcanzan niveles de ridículo. Y es así cómo tanto el político como el filisteo, esto es el espíritu vulgar, con el que mejor se entiende, desdeñando ambos el cultismo, bullen en una batería de prejuicios que les asegura la comprensión a través del ánimo y no a través de la razón; tan limitado es su vocabulario. En todo caso, en materia social y sobre todo en materia política todo esto podemos decir que es ley…
La tensión vital del intelectual, ese que escribe y al mismo tiempo se esfuerza en ajustar su vida a las pautas, anhelos y aun utopías de sus ideas plasmadas en su escritura, es un dato importante para valorar no sólo su persuasión, sino también el grado de credibilidad que merece. Por eso, si la vida material de quien se tiene por intelectual es holgada por su esfuerzo, por azar o por simple suerte, le conviene no llamar demasiado la atención sobre su vida. Importa ser incisivo y original en sus ideas, pero discreto. Discreto y prudente, pues la prudencia que algunos llamarán tibieza, aconseja no tomar partido por causa alguna, salvo que en la causa atisbe el intento de enfrentarse a la injusticia manifiesta, al atraso y al atavismo que, salvo periodos cortos de tiempo de su historia, eventualmente reinaron y reinan en el país de cuyos episodios y avatares trata.
El intelectual reflexiona sobre todo y desde toda perspectiva, poniendo el dedo en la llaga, pero en términos propositivos y sugerentes. Responde a un talante, pero también a una necesidad: reflexionar sin descanso. A cambio de nada, se dedica a interpretar la realidad y a analizarla tomando la mayor distancia posible del objeto de su observación y reflexión, y cuidando no concurrir con los parámetros del periodismo, pues el intectual puro evitará confundir al lector con el periodismo al uso. Pues, sobre todo, discurrirá como si, sin perder de vista el suyo, habitase otro planeta y desde él examinase el mundo. Nunca adoptará una posición mental demasiado perfilada y definida. No por preferir la ambigüedad para no comprometerse o por cualquier otro motivo, sino porque su “deber” es deslizarse suavemente por la pendiente del relativismo y de la equidistancia. No obstante, no todo intelectual tiene esa vocación. Entre los intelectuales de todos los tiempos, y también de estos, escasos de intelectuales de talla, en situaciones sociales críticas unos sienten el deber de rebelarse ante ciertos acontecimientos pero otros sienten el suyo de contribuir a reforzar lo establecido. Y otros, quizá estos los más imperecederos, considerándolos como resultados inevitables de toda sociedad humana, se limitarán a dejar constancia del estudio y examen de los hechos sociales, así como de las causas profundas de procesos cíclicos, repetitivos o similares con distinto aspecto, en el inagotable libro de la vida y de la Historia…
Es propio del intelectual no enseñar y menos adoctrinar. Su tarea, si no se contenta con la satisfacción de ejercer el librepensamiento, a partir de las suyas será alumbrar, sugerir y activar el pensamiento de otros; interrogarse y evitar el aserto categórico, no tratando de aleccionar al mundo, sino de ordenar sus ideas y plasmarlas en la escritura, el espacio apropiado de su fragua. Ninguna causa específica merece su fervor y menos la abraza, pues eso sería un salto a la ideología y del intelectual al ideólogo. Eso, ya lo decía antes, a menos que se sienta atraído por la causa de los débiles sociales; es decir, de quienes sufren los abusos del poder, de la opulencia y de la injusticia graves.
En todo caso el intelectual, como el médico o el sacerdote en su mandato hipocrático o su misión pastoral y moral, no descansa. Lo que no significa que pueda eventualmente decir o hacer, o decir y hacer estupideces. Pero siempre llevarán éstas el marchamo de su ser… intelectual y la segura humildad en reconocerlas.
Por último, el intelectual no puede permitirse ser antojadizo. Los cambios en sus ideas, ya lo he dicho, son diríase inevitables e incluso saludables. Pero si su discurrir le permite cambios sin sonrojarse, será en materias en sí mismas tornadizas, como costumbres o una moral pacata, embridadas largo tiempo por periodos de tiranía. Pero ni se le ocurrirá en momento alguno cambiar valores e ideas que por intemporales son eternas: nada en exceso, tolerante con el tolerante, valiente con el intolerante; condescendiente hacia los demás en la medida que exigente consigo mismo, propiciará y estimulará la aristocracia del espíritu. Y siempre se enfrentará a quien ha probado lo bastante su miserable catadura de impostor y de auténtico villano, encarnando de algún modo el patrocinio de la injusticia social…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista