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Un pintor anarquista en un desfile de alta costura

Fuentes: El viejo topo

Como si estuviera en la obra del Pontormo, Van Dongen se nos aparece en un solo plano, en épocas distintas, en episodios alejados unos de otros que, sin embargo, forman una narración continua que va desde su apasionada juventud anarquista en la pobreza de Montmartre hasta su pose de pintor acomodado que frecuenta en París […]

Como si estuviera en la obra del Pontormo, Van Dongen se nos aparece en un solo plano, en épocas distintas, en episodios alejados unos de otros que, sin embargo, forman una narración continua que va desde su apasionada juventud anarquista en la pobreza de Montmartre hasta su pose de pintor acomodado que frecuenta en París los círculos del parasitismo burgués, de la moda y las pasarelas, de los ambientes mundanos, pasando por su despreciable aceptación de las invitaciones nazis en el París de la ocupación. Es el mismo en todas las escenas, aunque cada vez más viejo, como todos, desarrollando una trayectoria artística que bebe de la innovación y la pobreza de principios de siglo, deslumbrando en algunas telas fauves, y que termina en el bienestar burgués, en la banalidad y en la copia de sí mismo, convertido al fin en compañero del lujo mezquino y vulgar, en ornato de las fiestas satinadas, y, tras la Segunda Guerra Mundial, en recuerdo pintoresco de una época perdida.

El pintor holandés había nacido en 1877, en Delfshaven, en el río Maas, cerca de Rotterdam. A los dieciocho años se instala en la ciudad de Erasmo, para dedicarse al arte. Tiene claras simpatías anarquistas desde su primera juventud, hasta el punto de que, con diecinueve años, ilustra la portada del libro de Kropotkin, La anarquía. Filosofía e ideal. El mundo y el futuro son escenarios abiertos para él, y vibra con la digna ambición de cambiar la vida, aunque su país, la provinciana Holanda de principios del siglo XX, limitaba su horizonte personal. Conocía también a Ferdinand Domela Nieuwenhuis, un socialista que fue el primer parlamentario de izquierda en Holanda y que había evolucionado después hacia el anarquismo, fundando un periódico de esa ideología (que ostentaba la hermosa cabecera de El socialista libre) en 1898, publicación que tuvo gran influencia en el movimiento obrerista holandés. Van Dongen estaba entonces muy interesado en Rembrandt, que, como él, era de la Holanda meridional, y en Hals, además de otros pintores hoy casi olvidados, como Jozef Israëls (un retratista y cronista de la vida campesina, de la escuela de La Haya) y George Hendrik Breitner, el padre del impresionismo holandés.

Sus primeras obras -como Autorretrato en azul, de 1895, pintada cuando apenas tenía dieciocho años; o el conocido y llamativo Caballo manchado, que pintó durante varios años (¡entre 1895 y 1907!), y que es anterior a Marc; y Zelandesa, de 1896, un retrato de mujer influido por Rembrandt- dan muestra de su gran habilidad para la pintura y para captar los matices del mundo. Hace entonces dibujos simbolistas, tributo obligado a la época; en un estudio que alquila en Rotterdam, trabaja siguiendo al pintor suizo Théophile Alexandre Steinlen (partícipe también en los medios anarquistas y socialistas, y retratista de la vida de los pobres), y pinta también en el taller que tenía en la fábrica de malta familiar, donde había trabajado como operario. Observa la vida popular, dibuja a prostitutas y pobres del Zandstraat, un barrio portuario abierto a todos los excesos, donde las putas se ofrecían desde las ventanas, anunciando ya el repugnante mercado que se crearía en Amsterdam tantas décadas después. Pero Rotterdam se había quedado pequeño para él, y el mundo estaba en París.

Cuando termina el siglo, en 1899, Van Dongen se instala en la capital francesa: había estado antes unos meses, a caballo entre 1897 y 1898, pero, según confesó después, en esta segunda ocasión lloró de emoción al llegar. Vive con Augusta Preitinger, Guus (con quien se casará en 1901), en un minúsculo apartamento de la calle Ordener, detrás de Montmartre, y, después en la rue Girardon, al lado del Moulin de la Galette, que tantas escenas proporcionaría al arte. A inicio del nuevo siglo, pinta y dibuja escenas de calle, de los cafés, refleja la vida de las prostitutas, cuyos rasgos tienen en su pintura el aire de época que recuerda a muchos de los dibujos de Picasso, y, también, a Toulouse-Lautrec. Son los años de dificultades, de estrecheces, de pasión. Los seis meses de la Exposición Universal de 1900 (que inauguró con gran pompa el Émile Loubet que había indultado a Dreyfus, y cuya celebración sirvió para levantar el Grand y el Petit Palais y la estación de Orsay) le permiten trabajar como guía y relacionarse en ese París que bulle de novedades.

En el Retrato del padre del artista, de 1901, que Van Dongen pinta extrañamente parecido a Valle Inclán (sin conocer su existencia) en una pequeña tela donde se encuentra el eco de Rembrandt, y que podemos relacionar con el Retrato del padre del artista, de Picasso, de 1896, refleja el escepticismo de un hombre viejo, en una atmósfera que nada tiene que ver con la que captura en sus escenas callejeras hechas a lápiz o en las estampas de interior de las cocottes. Mientras vive en la miseria, pinta a los burgueses que entran en los teatros, como en La escalera de la Ópera, de 1901, y a las putas en ambientes íntimos. Del mismo año es Pareja de juerguistas, donde parece adelantar la soledad que mostraría el norteamericano Hopper en su célebre bar nocturno. En Mujer en cuclillas, de 1903, donde vemos a la dona aseándose en un barreño, casi abandonándose; en Hombre sentado, del mismo año, donde la simplicidad de la forma reduce la escena casi a una mancha; o en Bebedora de absenta, de 1902, donde trata el tema de los borrachos tan común en las décadas anteriores, y donde vemos, en el suelo, a una mujer embriagada, mirando una calavera con sombrero de copa, en todas esas obras, Van Dongen anuncia una voluntad de abrir nuevos caminos, aunque no se sospeche aún la llegada de las vanguardias artísticas. Su inquietud revolucionaria se expresa en una pequeña obra, a tinta y acuarela, de 1903, que titula con la tríada de la modernidad, Libertad, igualdad, fraternidad.

Se relaciona entonces, en ese 1903, con el crítico anarquista Félix Fénéon, uno de los principales integrantes de La Revue blanche (revista en la que colaboraron desde Proust hasta León Blum, pasando por Verlaine), y se mueve en los círculos que quieren dar al arte otra función distinta a la del simple ornamento para acompañar el lujo burgués. De ese año es Paraguas o cuatro personas apresurándose bajo la lluvia, una interesante obra de trazos amplios y lenguaje tachista, donde trata el movimiento, que después los futuristas desarrollarían. Su posición política es clara, terminante. Así, pinta al rey británico, Eduardo VII, perdiendo su corona a manos de una mujer que representa a la anarquía, y se burla de la burguesía, a quien juzga mezquina y desdichada, pese a su riqueza. Había hecho también dibujos sobre la guerra de los bóers para una revista satírica holandesa, De Ware Jacob. En 1904, gracias a Fénéon, expone en la galería de Ambroise Vollard, una de las más importantes de París. Le gusta el circo, como a Picasso y Apollinaire, y visita con frecuencia el Circo Medrano, donde sus personajes, el ambiente, el escenario, le estimulan. De esa época son Los artistas del circo, de 1905, o Saucisse i Pépino, del año anterior, donde nos muestra a dos bufones del espectáculo, además de las diferentes amazonas acróbatas que pinta después de verlas en ese Circo Medrano. Crea también obras sin interés, como El tiovivo de cerdos, de 1904-05, o Caballitos, Plaza Pigalle, de 1905. Este año es importante para él: nace su hija Dolly, e irrumpe el fauvismo en el escenario artístico europeo, cambiando los términos y el tiempo de la representación, que, desde ese momento, se volverá vertiginosa.

Van Dongen sólo estuvo representado con dos cuadros en la célebre exposición de los fauves: en la sala VII del Grand Palais, los «independientes» del Salon d’Automne, había pinturas de Matisse, Derain, Vlaminck, Marquet, Manguin y Camoin que hicieron exclamar al siempre citado y ocurrente Louis Vauxcelles: «Donatello, chez les fauves«. Es en ese momento, cuando él pasa del neoimpresionismo al fauvismo. Curiosamente, su cercanía al gigante del siglo XX, Picasso, no le influirá demasiado, al margen de algunas afinidades en la elección de los temas: de hecho, Van Dongen será de los pocos que podrá seguir el proceso de creación de Las señoritas de Avinyó (cuadro que Picasso, antes de terminarlo, no mostraba a casi nadie), como vemos en la fotografía de Guus y Dolly en el Bateau-Lavoir posando ante el cuadro. Van Dongen escribe entonces: «Barracas, domadores de perros, mendigos, también bandidos, quién sabe, ¡todos camaradas!», en esa época de su vida en que se siente tan atraído por el mundo de las prostitutas y bailarinas pobres, como Picasso. Entre 1896 y 1903 está más preocupado por la pobreza que ve a su alrededor que por el arte. Hace amistades, pero también cosecha recelos: Apollinaire atacó duramente al anarquista Van Dongen en 1908 y en 1910, probablemente por la actitud que el pintor mantuvo durante esos años, y por la antipatía que el poeta siempre le manifestó.

Kees Van Dongen fue compañero de Picasso en el Bateau-Lavoir del Montmarte parisino desde finales de 1905 hasta 1907, y fue allí donde trenzaron una gran amistad en los años previos a la gran guerra, amistad que después evolucionaría. Allí, en ese inmueble desvencijado y caótico, vivió el pintor holandés con su mujer Guus y su hija Dolly, a caballo con una pequeña vivienda en la rue Girardon. Dolly, que tanto agradaba a Picasso, puesto que su amante, Fernande Olivier, no podía tener hijos, alegraba la vida de ambos. Son esos años, pobres y felices, en que Dolly, con dos años, que llamaba Tablo a Picasso, llegaba con el orinal a visitarle; la misma niña a quien vemos fotografiada delante de Las tres mujeres, de Picasso. Esa inclinación por la alegría de la infancia la vemos también cuando Fernande posa con una niña, en Horta de Sant Joan, en 1909, fotografiada por Picasso. En esos años Van Dongen pinta su Fernande Olivier, donde la amante del pintor español se tapa parcialmente el pecho con una toalla, y otro del mismo título, de 1907, donde vemos a Fernande con sombrero y la nariz verde, como la mujer de Matisse, a quien éste había pintado así en La raya verde dos años antes: Fernande posó muchas veces como modelo para Van Dongen. Sus telas tienen claras diferencias con las del resto de los pintores fauves, y se va abriendo camino: participa en el IV Salon d’Automne y expone en la galería Bernheim-Jeune.

Cuando Fénéon se pone a dirigir la galería Bernhein-Jeune compra obras de Van Dongen, quien viaja de nuevo a su tierra en 1907, probablemente para encontrar motivos de estímulo e inspiración (barcos, canales, molinos) y para buscar obras de Van Gogh por encargo del propio Féneón. También, como Picasso, se fija en el mundo de los payasos y saltimbanquis, y trabaja en el Bateau-Lavoir, junto al pintor español, y al lado de Vlaminck y de Otto van Rees, también amigo suyo, aunque vive en Montmartre, mientras frecuenta a Derain, Max Jacob y Apollinaire. Picasso, que vivió con él los años de pobreza, describió a Van Dongen como el «Kropotkin inspirado del Bateau-Lavoir», lo que, en una de las posibles interpretaciones, nos llevaría a pensar que el príncipe anarquista ruso no andaba demasiado inspirado, al menos en opinión del pintor español. Con Picasso, Van Dongen va con frecuencia al cabaret Au Lapin Agile, que es visitado también por Braque, Modigliani, Utrillo y Carco. Hacia 1904-05 había empezado a disfrutar de un cierto éxito, hasta el punto de que algún crítico entusiasta lo relaciona con Turner y Van Gogh, y comienza a merecer la atención de la prensa, que le acompañará durante muchos años; también se interesa por él la policía, que, en 1913, retira del Salon d’Automne su cuadro Tableau (un espectacular desnudo de Guus, que, ¡treinta y seis años después!, escandaliza todavía en Rotterdam, de donde también lo retirarían), y protagoniza polémicas, rasgo permanente de su biografía, como el escándalo producido años después, en 1921, por su retrato de Anatole France, que presentó en la Société nationale des beaux-arts.

Se convierte en un retratista irreverente y practica un orientalismo pictórico que es contemporáneo del de Matisse, aunque radicalmente distinto: apenas nada relaciona a Saïda con las odaliscas del autor de La danza. En esa época pinta El Moulin de la Galette, de 1905-06, como si fuera una réplica al Matisse de Lujo, calma y voluptuosidad. Van Dongen cortó la pintura en seis trozos para facilitar su venta (tres de los cuales estaban en la muestra organizada por el Museu Picasso barcelonés), en un momento en que tenía problemas económicos. En él utiliza el lenguaje tachista, hijo del neoimpresionismo. En los ojos de la mujer con sombrero que aparece en primer término, entre el estallido de colores, se anuncia ya el final de su período tachista y el inicio del fauvismo, y en él han querido verse referencias al Baudelaire de Le peintre de la vie moderne y a la propia vida del Bateau-Lavoir. Y El circo, de 1905, parece cercano a Renoir. El fauvismo como vanguardia perece, y, en 1907, llega el momento de los cubistas y, sobre todo, de Picasso. Sin embargo, Van Dongen continúa cultivando el fauvismo: Autorretrato fauvista, de 1908-09; el Retrato de Daniel-Henry Kahnweiler, de 1907; y Retrato de una cantante de cabaret, de 1908, son notables ejemplos de ello. Después, consigue en 1909 un contrato con la Bernheim-Jeune, y sigue interesado en el mundo de las prostitutas, tomándolas como motivo de sus pinturas en papel, o en óleos como Liverpool Light House, Rotterdam, de 1907, donde vemos la escena de la puta y el tipo que requiere sus servicios. La peculiar utilización que hace del color y una mezcla de ingenuidad y dureza influirán en algunos trazos de Die Brucke: Pechstein le pide, incluso, que colabore con ellos.

En esos años, Van Dongen utiliza en su pintura rasgos de la escultura javanesa, en algún caso de copias que tenía en su poder, que había conseguido en las exposiciones de París y que expondrá en lugares destacados de su casa, cuando se instale en Villa Saïd; pinta Las luchadoras de Tabarin, de 1907-08, unas mujeres de mirada dura que observan desafiantes al espectador, y que guardan un lejana relación con el Picasso de Las señoritas de Avinyó. La sala Tabarin, en el 58 de Pigalle, era una mezcla de cabaret y lupanar que Van Dongen frecuentaba con entusiasmo y de donde tomó las modelos para ese cuadro. Siempre le habían gustado los barrios de putas, en Rotterdam, en Amberes, Amsterdam, París: incluso llegó a alquilar una habitación en un burdel para pintar a la luz del quinqué. De esa época es Modjesko, cantante soprano, un gitano travestido a quien Van Dongen plasma en un retrato magistral, con la piel amarilla y el perfil y el fondo rojizos; y Anita, desnudo recostado, de 1908-09, donde retrata a su amante gitana, creando un perturbador desnudo con el sexo de la mujer en primer término, como si recordara a Courbet. Consigue el éxito, y expone en París, Moscú, Berlín, y participa en la muestra de Die Brücke en Dresden, en 1908: comienza su reconocimiento internacional, y su pintura se llena de rasgos violentos. En 1909 tiene dinero, y deja la pobreza de Montmartre, donde vivía en la rue Lamarck, para instalarse en la calle Saulnier (al lado del Folies Bergère, donde se dedica también a perseguir bailarinas, según nos cuenta Matisse, y donde conoce a otra de sus amantes, Nini). A esas alturas su matrimonio con Guus es una pura convención. De esos años son la Mujer rubia desnuda, de 1910, que muestra el cuerpo femenino blanco, rotundo, con el sexo abierto, tirado en el suelo, con el suelo y las cortinas rojas; y La bailarina india, de 1909-10, con la figura mal resuelta, aunque Van Dongen quisiera capturar el movimiento sensual de brazos y piernas.

Allí, en la calle Saulnier, lo vemos captado por la cámara, con una larga barba negra y un albornoz blanco, recostado en un canapé. Puede, incluso, viajar: así, entre 1910 y 1911, visita España y el norte de África, cuya luz y color influyen en su paleta, encuentra la tradición árabe, y descubre nuevos estímulos: según él mismo afirmó, le gustaba la mirada de las mujeres andaluzas. A consecuencia de su viaje a España, pinta la Sirena española, de 1912, con la cabellera negra azulada, la piel marfileña, interesado en pintar mujeres andaluzas, gitanas, bailaoras de flamenco; y El chal español, de 1913, donde retrata a su mujer Guus, con el rostro velado y el rotundo desnudo enmarcado en un chal de flores. En 1913, va a Egipto, viaje que supone un giro en su obra, y a donde volverá otra vez en 1928. Allí lo encontramos, antes de la guerra, sentado en la base de una de las columnas de sala hipóstila de Tebas, observado por un egipcio con turbante.

En Exhibición de boxeo con Charley, de 1912, donde vemos a dos boxeadores en acción, Van Dongen pinta al delirante Arthur Cravan, amigo suyo, que también boxeaba. Hacia 1913, Van Dongen trabaja en un garaje en Denfert-Rocherau (cerca del cementerio de Montparnasse y de las oprimentes catacumbas llenas de esqueletos del subsuelo de París), donde vive en una casa de dos plantas a la que acceden los burgueses ociosos y los noctámbulos con posibles para asistir a las fiestas locas del pintor. Es el último fauvista, pero se ha convertido en compañero de la original y mundana Luisa Casati, una afectada marquesa musa de algunos futuristas y amante de D’Annunzio, que le introduce en el gran mundo. Con ella, el pintor va a Venezia, entra en los salones de la riqueza. Casati está representada, de espaldas, en el cuadro Pila con flores, de 1917. Con el estallido de la gran guerra, las cosas cambian: incluso Kropotkin se declarará partidario de la Entente, frente a las posiciones de otros dirigentes obreros que denuncian la guerra imperialista. Inicia entonces, separado de su familia, una relación que durará muchos años con Jasmy Jacob, gerente de una casa de alta costura, mujer extravagante y sofisticada, que, como la Casati, merodea por los círculos de la riqueza parisina y convierte a Van Dongen, que colabora en ello con entusiasmo, en un habitual de ese mundo ridículo donde se pavonean todos los parásitos de la ciudad. Las dos, Casati y Jacob, apartan a Van Dongen del universo de los pobres, y lo introducen en la alta sociedad parisina.

En 1919, Van Dongen ha cambiado. El joven rebelde se ha transformado definitivamente en un burgués; su relación con Jasmy Jacob (a quien retrató en un cuadro espantoso), que había iniciado en 1916, se prolonga hasta 1927, y, con ella, durante la guerra, se instala en un palacete, en Villa Saïd, junto al Bois de Boulogne. Su mujer y su hija vuelven a París, pero Van Dongen ni se molesta en verlas. Tras la gran guerra, Van Dongen se convierte en centro de todas las miradas: preside concursos de belleza, participa en presentaciones de automóviles y jolgorios de alta costura, y, en su casa de la calle Juliette-Lamber (que compra en 1922) se suceden las fiestas, con duques, burgueses de la alta sociedad parisina, nobles exiliados de la Rusia revolucionaria, putas, bailarinas, acróbatas, cantantes: todo sirve para vivir los años de locura. También, frecuenta Deauville, el casino y los baños de mar, que utiliza como motivos y que expondrá en su propia casa, en la mansión de Villa Saïd. Le gustaba, ay, viajar a lugares como los balnearios de Deauville, Cannes, Montecarlo.

Utiliza durante esos años el color rojo de manera sistemática, creando imágenes sorprendentes, como en el Autorretrato, un cuadro rojo, rotundo, sin concesiones; y en el rostro de Saïda, de 1913, o en Quietud, de 1918. Trabaja sobre todo el retrato, gracias a los encargos que recibe, de financieros, burgueses, ricos desocupados y parásitos que pueblan las noches de París. Aún se relaciona, esporádicamente, con algunos de los compañeros de juventud, aunque se va alejando de ellos, incluso de Picasso. Sin embargo, guarda algún recuerdo de su juventud rebelde (pinta, por ejemplo, el retrato de Charles Rappoport, un miembro del Partido Comunista Francés que había conocido a través de Anatole France), pero ahora es un pintor rico y famoso, y, aunque no es consciente de ello, la fuerza de su pintura se ha ido agotando. Se ha convertido en un dandy, un asiduo de la noche parisina que pasea su cola de pavo real entre los burgueses. Ha triunfado, y, a él, un holandés, Francia le concede la Legión de Honor. Es ya un hombre maduro, vanidoso al fin, que, a los cincuenta años, escribe sus memorias, a las que pondrá un título largo y ridículo: Van Dongen cuenta aquí la vida de Rembrandt y habla, al respecto, de Holanda, las mujeres y el arte.

En 1932, se ve obligado a abandonar el piso de Juliette-Lamber (su amante Jasmy, que ya no está con él, se ha casado con un general) y se muda a una casa con jardín del 23 bis de la avenida la Celle-Saint-Cloud de Garches, más allá del Bois de Boulogne, en las afueras de París, y mantiene el enorme estudio en la calle Courcelles, al lado del Parc de Monceau, donde lo vemos sentado en un gran sofá, en una fotografía de 1954: es un estudio ordenado, sin alma: un decorado. Viaja a Estados Unidos, en 1935, con la idea de hacer nuevos clientes, pero la crisis desatada con el crack de Wall Street ha afectado también al mundo del arte: en los primeros años treinta vende poco, aunque a partir de 1936 vuelve a recibir encargos importantes, desde el Aga Khan hasta el rey Leopoldo de Bélgica, el monarca que mantendrá una equívoca relación con Hitler.

En 1940, nace su segundo hijo, de su relación con Marie-Claire Huguen. La invasión nazi lo encuentra en el norte de Francia. Vuelve entonces de la Bretaña a París, donde permanece, a diferencia de muchos otros intelectuales y artistas. Como si persiguiese la infamia, en octubre de 1941 se presta a realizar un viaje a la Alemania nazi, invitado oficialmente por Arno Breker y por el embajador nazi en París, Otto Abetz. Además de Van Dongen, viajan a Berlín Vlaminck, Derain, el escultor Paul Belmondo y otros. Ha descendido hasta el infierno del colaboracionismo, aunque después intentará disfrazar la gravedad del hecho. A todos esos viajeros al universo nazi, los vemos en la siniestra instantánea captada en la Gare de l’Est de París: Van Dongen, entre Derain y Dunoyer de Segonzac, posa ante el equipaje, todos acompañados de oficiales nazis.

La guerra termina. Tras la liberación, a pesar de que su postura durante el conflicto es muy criticada, sólo se le prohíbe exponer temporalmente en el Salon d’Automne, y consigue recuperar de nuevo la clientela burguesa. Su equívoca postura es olvidada pronto y, de nuevo, se celebra su pintura: es un perfecto burgués, tal y como aparece en la fotografía de 1950, en su casa de Mónaco (llena de bibelots y otros objetos inútiles), que había bautizado como Le Bateau-Lavoir, en una clara referencia a los pobres y felices años de su juventud. Su pintura ha dejado de tener interés, aunque intenta mantener su nombre: a finales de los cincuenta, llega a pintar el Retrato de Brigitte Bardot, una joven actriz que había conseguido un éxito espectacular con Et Dieu… créa la femme. Diez años después, convertido ya en un venerable anciano de noventa años, el Musée nationale d’Art moderne de París le organiza una gran exposición donde muestra un centenar y medio de obras. En mayo de 1968, mientras París late con las muchedumbres en las calles, muere.

Conquistó el éxito: Charles Morice, relevante crítico del Mercure de France, lo aclamó ya a inicios del siglo XX, y, aunque Van Dongen intentó borrar el recuerdo de sus años anarquistas, mantuvo siempre con orgullo la memoria de su amistad con Picasso, aunque ambos pocas cosas tenían ya en común. Si el pintor español había mantenido su pasión por la búsqueda artística, el holandés se había repetido, copiándose a sí mismo, construyendo una caricatura de pintor burgués que nada tenía que ver con aquel joven pintor anarquista que llegó a París para comerse el mundo. Contrasta de forma llamativa su pose de artista burgués, respetado, de orden, con el papel de Picasso en la posguerra, activo participante en la lucha política, miembro del Partido Comunista Francés, y una de las figuras más relevantes del arte mundial. Se conserva una fotografía de Van Dongen, en 1949, ya viejo, con la ropa de trabajo y una pipa apagada en la boca, mostrando con satisfacción el retrato a lápiz que le hizo Picasso en 1906, en los años del Bateau-Lavoir. En otra escena, tomada al año siguiente, lo vemos en su casa de Montecarlo, en una triste habitación burguesa, posando en un panteón, bajo las paredes en las que cuelgan marcos para cuadros, sin contenido, como si la pasión de su juventud plasmada en los colores rabiosos de los años fauves hubiese dejado paso al vacío. Cuando era un joven rebelde había proclamado que «el Louvre es un guardamuebles», y llegó a afirmar que se había peleado con Cristo y que jugaba al ajedrez con Mahoma: pero era un pintor anarquista condenado a perecer en un desfile de alta costura. En su vejez, proclama: «La pintura está abocada a la desaparición, como la humanidad». No sabía hasta qué punto se estaba describiendo a sí mismo. Desapareció en Montecarlo, en mayo de 1968, mientras la juventud anarquista y comunista llenaba las calles de París, sin que nadie se acordase de él.