Un programa es la identidad de una fuerza política, la expresión a través de medidas concretas, de las necesidades materiales de la clase social a la que representa. Detrás de todo programa hay unos intereses de clase. Por eso no podemos admitir la idea de que «tenemos un programa en la oposición y otro al […]
Un programa es la identidad de una fuerza política, la expresión a través de medidas concretas, de las necesidades materiales de la clase social a la que representa. Detrás de todo programa hay unos intereses de clase. Por eso no podemos admitir la idea de que «tenemos un programa en la oposición y otro al entrar al gobierno». Esa práctica, común, está detrás del descrédito de la política y de los partidos, pues el programa tiene que ser también un compromiso irrenunciable que debe incluir, por tanto, plazos de cumplimiento.
Hemos tenido experiencias muy aleccionadoras, especialmente la del PSOE cuando llegó al gobierno en 1982 con un programa que, a pesar de todas sus limitaciones, fue calificado unos meses antes por la CEOE diciendo que «lo aproximarían en gran medida a los modelos marxistas de la Europa del Este». Nada más llegar al gobierno, se olvidaron de él y comenzaron una de las etapas más negras de destrucción de los derechos de la clase trabajadora, con su nuevo modelo productivo basado en la llamada «reconversión industrial».
Tampoco podemos justificar la política del mal menor, para entrar en gobiernos de coalición que adopten la política de apuntalar el sistema con pequeñas reformas de fachada, pero que dejen indemnes las principales injusticias del sistema. No podemos sumarnos a ningún gobierno, ni municipal, ni autonómico, ni del Estado, que aplique recortes de los derechos sociales o democráticos.
Conforme se acerca la posibilidad de gobernar ese peligro crece. Los dirigentes de Podemos ya están suavizando el programa con el que concurrieron a las elecciones europeas diciendo que «no es aplicable» en unas elecciones generales. Izquierda Unida tiene, entre sus tareas, la de luchar por impedir una repetición del proceso que se dio en 1982.
Claro que ofrecemos la unidad, y en primer lugar la unidad en la lucha, pues sólo eso puede cambiar la situación y ser la base para la unidad en un gobierno. Pero debemos advertirlo ya: cualquier gobierno, sea de Podemos o de cualquier otra fuerza de izquierda que no cuestione el propio sistema, que renuncie al impago de la deuda, que aplace el cumplimiento de las medidas imprescindibles de reducción de la jornada laboral y la edad de jubilación, de creación de empleo o de nacionalización de los recursos financieros y los sectores estratégicos, está condenado al fracaso, estaría abocado a «gestionar el sistema». No es una cuestión principalmente de «buena o mala voluntad», es que simplemente si aceptas la propiedad privada de los resortes fundamentales de la economía, estás aceptando la propiedad privada de los resortes fundamentales de toma de decisión de la política. Una economía y una democracia en manos de los propietarios de los medios de producción (la burguesía), sólo pueden llevar al gobierno, incluso cargado de la mejor de las intenciones, a entrar en la lógica del sistema, y unirse a los González, Jospin, o ZPs que en el mundo han sido.
Esa debe ser la fortaleza de IU, la comprensión de la necesidad de la transformación socialista de la sociedad. La unidad de acción no es una opción, es una necesidad para derrotar a la derecha, pero esa unidad debe incluir a los sindicatos de clase y, en ningún caso, puede suponer que IU renuncie a la defensa de su programa de transformación social.
¿Cambio de modelo o de sistema?
Las condiciones de existencia de la clase trabajadora se han deteriorado de forma profunda; el paro masivo, los desahucios, peores condiciones laborales, precariedad, disminución de las prestaciones públicas en sanidad o educación… Y, al tiempo, una degradación de la naturaleza en progresión geométrica que amenaza las condiciones de habitabilidad del planeta. ¿Cuáles son las causas de esta situación con efectos catastróficos similares a los de una postguerra, que se extienden por encima de todas las fronteras? ¿Cuál es la alternativa?
El diagnóstico es determinante para diseñar una alternativa. Si pensamos que los capitalistas están «mal organizados» o «mal aconsejados», pero que el sistema puede funcionar dando satisfacción a las necesidades básicas de la humanidad, la alternativa, lógicamente, se fundamentará en ofrecer una corrección de los «defectos» del sistema. En definitiva, mantener las relaciones de propiedad de la sociedad capitalista variando el énfasis de las políticas que se practican, es decir, un «nuevo modelo productivo» dentro del viejo modo de producción capitalista. Ésta es la vieja quimera que siempre ha defendido la socialdemocracia y en ella se han basado todas las fantasías capitalistas de «la sociedad del ocio», «el Estado del bienestar», «el capitalismo popular», o tantas otras maneras de intentar disfrazar la realidad de la brutal explotación de la mayoría de la humanidad, la clase trabajadora, por parte de una minoría, propietaria de los medios de producción.
Este sueño imposible tuvo su expresión en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, en una pequeña parte del planeta, pero la crisis orgánica de sobreproducción cuyas terribles consecuencias estamos padeciendo, ha puesto al descubierto la incapacidad del modo de producción actual para conciliar los privilegios de la burguesía con el bienestar de la mayoría de la población y los recursos de la naturaleza. Al contrario, ha dejado en evidencia lo que siempre hemos sabido: su riqueza es nuestra miseria. Son las dos caras de una misma moneda, se enriquecen destruyendo las dos fuentes de la riqueza: el trabajo humano y la naturaleza.
En definitiva, lo que esta crisis pone de manifiesto es el agotamiento de un sistema económico, de un modo de producción, de unas relaciones de propiedad, en las que se ha basado lo fundamental de la economía de las sociedades humanas en los últimos siglos.
Todo cambio determinante de nuestras condiciones de vida pasa por cambiar esas normas, por alterar las relaciones de propiedad, pues sólo así se podrá establecer armonía entre los intereses de los propietarios de los medios de producción y los intereses de la mayoría de la sociedad, al unir las decisiones sobre la propiedad, la producción, la distribución, el intercambio y el consumo en las mismas manos.
Pretender un cambio de modelo productivo dentro del capitalismo, es el intento de hacer retroceder la historia a «los buenos viejos tiempos» de la socialdemocracia europea. El pasado no volverá, nuestra tarea es construir un nuevo sistema.
El problema es el capitalismo
Sin embargo, a la izquierda le sigue costando llamar a las cosas por su nombre, y eso que cada vez es más claro que esta sociedad capitalista no funciona y no ofrece un futuro a la mayoría de la población, en particular, a la clase trabajadora. La realidad es que el sistema es incapaz de garantizar unas condiciones de vida dignas y un futuro a la mayoría de la población, en particular a la clase trabajadora. El último informe sobre la exclusión social en el Estado español realizado por FOESSA, señala que un 25,1% de la población viven en una situación de exclusión social y un 40,6% vive en una situación de integración precaria. Eso supone que basta perder el empleo, un recorte salarial o caer enfermo para caer en la pobreza. [1]
¿Cómo se puede crear empleo para todos, con salarios y condiciones de trabajo dignas, garantizar unos servicios públicos adecuados y evitar el expolio del medio ambiente? Cambiar el «modelo productivo» se ha convertido en la respuesta que nos llega desde las cúpulas sindicales y desde muchos ámbitos. Pero eso es, ni más ni menos, lo que siempre fue el eje de la política socialdemócrata, aceptar las reglas del juego, intentar construir un «capitalismo con rostro humano».
En una sociedad capitalista el modelo de producción lo determinan los intereses de los propietarios de los grandes medios de producción, y la competencia entre ellos por el máximo beneficio en el plazo más breve posible. Es el momento de defender que, ahora, la alternativa es una economía socialista.
Nos basta un ejemplo muy sencillo para ilustrar esta tesis: la energía. Las grandes empresas energéticas no pueden permitir «un modelo productivo» en su sector que escape a su control. A diferencia de las fuentes tradicionales de energía, fuertemente centralizadas y producto de grandes inversiones, las energías renovables son susceptibles de una gran descentralización, dando opción incluso a instalaciones individualizadas, que romperían totalmente el monopolio de la gestión de un sector que da enormes beneficios a sus accionistas como se ha demostrado recientemente con el reparto en Endesa de un dividendo de 14.605 millones de euros el 29 de octubre, que supone un récord en la historia de la Bolsa española.
Es evidente que, gracias al desarrollo de la tecnología, hoy estamos en condiciones de disponer de «un modelo productivo energético» no sólo mucho más descentralizado, sino mucho más democrático y mucho más barato que el que nos impone el oligopolio de turno. Pero es bloqueado por aquellos que detentan la propiedad de las grandes empresas del sector. Son pocos, pero pueden imponer su «modelo productivo» en la medida que tienen la propiedad y el control de los recursos productivos. Por eso, para lograr otro modelo energético, las grandes compañías del ramo deben ser nacionalizadas y puestas bajo control democrático, no para seguir usándolas con el mismo criterio que sus actuales propietarios privados sino para poner por delante los intereses de la mayoría de la sociedad y transformar la forma de producir y usar la energía que hoy existe.
La energía sólo nos ofrece un ejemplo que es extrapolable a los principales sectores de la economía. El «modelo productivo», la forma en que se utilizan las fuerzas productivas, sus características, está condicionada directamente por los intereses de sus propietarios y su objetivo de obtener el máximo beneficio en el menor tiempo posible. Los capitalistas no pueden evitar actuar así, pues el comportamiento de las empresas no responde a la codicia personal -independiente de que ésta abunde-, sino a una ley coercitiva de la que no pueden escapar: la competencia. Las más rentables atraen más capitales, las menos se hunden.
Si queremos cambiar las reglas del juego, no hay más opción que cambiar las relaciones de propiedad. Mientras la burguesía mantenga la propiedad privada de los medios de producción, el objetivo será el beneficio privado, a cualquier precio. Todo «modelo productivo» del modo de producción capitalista mantiene las decisiones vitales de la economía fuera del control democrático.
La mano invisible del mercado existe, pero no funciona como dicen los economistas neoliberales: «buscando el máximo bien personal, el capitalista lograría el máximo bien social». En realidad, tiene el efecto contrario: la búsqueda del máximo beneficio privado, acaba acarreando el máximo perjuicio social. He ahí el ejemplo del sector financiero, dónde el máximo beneficio para sus accionistas y directivos durante los años del auge ha supuesto el agravamiento de la crisis y el rescate bancario con dinero público.
Los economistas «de cátedra» suelen despreciar un factor determinante de la economía: la lucha de clases. Lo que determina una política «más o menos social», no es la teoría económica, sino la correlación de fuerzas entre las clases. El keynesianismo fue producto de su época, de la amenaza real de la revolución, de la existencia de la URSS, de la revolución colonial, de una clase obrera organizada.
Y toda la política actual de agresión, no se debe a conspiraciones o sesudos razonamientos de los think-thank de la burguesía, sino a la derrota de la clase obrera en occidente, al hundimiento del mal llamado «socialismo real» en la URSS y China y, en definitiva a que la izquierda ha renunciado a luchar por el socialismo, a explicar la necesidad de un nuevo modo de producción socialista y resignarse a reformar el capitalismo con un «nuevo modelo productivo».
Una crisis de sobreproducción
La gran paradoja del capitalismo es que, a pesar de tener las mayores fuerzas productivas de la historia, no puede aprovecharlas sin provocar un desastre social ni medioambiental. Estamos ante una crisis de sobreproducción, que se manifiesta principalmente en forma de un exceso de capacidad productiva instalada, más que en un exceso de mercancías sin vender. Aunque eso sí sucede con la vivienda, donde hay una enorme bolsa de viviendas vacías imposibles de vender.
La sobreproducción es un mal crónico que va necesariamente acompañado de un desempleo permanente y de una precarización cada vez mayor de los que tienen empleo.
La manera en que el capitalismo trata de resolver esta sobreproducción es destruyendo parte de las fuerzas productivas, buscando nuevos mercados y explotando más intensamente los que tiene. Y eso está haciendo. Destruye medios de producción y puestos de trabajo. Utiliza el desempleo para imponer condiciones de explotación más intensas a los trabajadores. Crea nuevas esferas de negocio privatizando más servicios públicos vitales y trata de exportar más. Al mismo tiempo, se asegura de tener el apoyo del aparato del Estado para sanear los bancos y subvencionar a las grandes empresas -cuyos intereses son inseparables-, a costa de recortar los gastos sociales.
Eso ya sucedía en la época de auge, en la que crecían las desigualdades porque se reducía la participación de los trabajadores en la renta nacional. Ese empobrecimiento se compensó durante unos años con el recurso del crédito: las viviendas eran más caras que nunca pero podías acceder a ellas a base de hipotecarte para toda la vida. La crisis ha truncado las esperanzas de millones de familias trabajadoras.
La crisis que enfrentamos no se resuelve sólo con cambios políticos sino que son necesarios cambios sociales. No se puede separar una revolución democrática de una revolución social, una transformación socialista. Pues todas las libertades democráticas necesitan de una base material para su mantenimiento y desarrollo, un bienestar que permita varios requisitos imprescindibles de la auténtica democracia: que se supere la escasez de los medios de vida necesarios para una existencia digna, pues sin ello no hay libertad, sino necesidad y lucha desesperada por la supervivencia; que las decisiones económicas, que determinan nuestras vidas, sean tomadas democráticamente, lo que excluye la propiedad privada de los medios de producción, incluidos los recursos financieros; que se reduzca la jornada laboral, pues sin ello es imposible la participación en la vida pública y dejaríamos de nuevo nuestro destino en manos de «profesionales» de la política. La democracia sólo existe si la política y la economía (dos aspectos de la misma realidad) son un ejercicio controlado por la participación de la mayoría.
Por tanto, sólo el cambio de sistema productivo, la superación del capitalismo, puede cambiar nuestras vidas, hablar de «cambio de modelo productivo», algo que hacen desde el PSOE al rey, pasando por Podemos, es una entelequia vacía de contenido.
El antiguo presidente socialista francés, Lionel Jospin, ya acuñó un aforismo que expresa bien el intento de tener un capitalismo de rostro humano: «economía de mercado sí, sociedad de mercado no». La mayoría de la izquierda ha tendido a aceptar el mercado, como indiscutible. Lo único que hace falta es regularlo. Pero quien manda en la sociedad es el que tiene el control de las fuerzas productivas: quien domina la banca, las grandes industrias y la tierra, decide la política, y no al revés. La socialdemocracia ya lo intentó y sabemos dónde ha terminado. Zapatero llegó a reconocerlo, «íbamos a reformar los mercados y los mercados nos han reformado a nosotros».
Esperando a mister Marshall…
Y es que, en la medida que hablamos de una crisis de sobreproducción, estamos diciendo que no es un problema de falta de recursos ni de medios. Existen más que suficientes para que toda la población mundial tenga unas condiciones de vida dignas, pero ¿cómo utilizarlos para resolver los problemas que sufre la mayoría de la sociedad? La Confederación Europea de Sindicatos ha propuesto un «Plan Marshall» para Europa. Ignacio Fernández Toxo, a la sazón secretario general de CCOO y de la CES, lo defendía señalando que «España necesita una profunda transformación de su modelo productivo» [2] .
La propuesta del CES recoge que, «en Europa Occidental, 27 billones de euros en activos monetarios contrastan con el menguante número de opciones de inversión seguras y rentables: esta situación entraña la gran oportunidad de redirigir el capital disponible en Europa a las inversiones que apuestan por su futuro. A este efecto, el «Fondo para el Futuro de Europa» emitiría, de forma similar a una empresa o un Estado, bonos con intereses que denominamos «bonos New Deal». De este modo, los inversores dispondrían finalmente de opciones de inversión buenas y seguras, y la Unión Europea garantizaría la financiación de esta ofensiva de modernización». Según el documento, se trataría de «imponer reglas y ofrecer orientación política al mercado, y, en este sentido, dirigir también las inversiones privadas a proyectos de futuro con carácter innovador», puesto que las «clases sociales con mayor capacidad financiera y las regiones con mayor poder económico deben contribuir en mayor medida a la financiación de las inversiones de futuro que aquellas otras con menores capacidades».
Pero esta propuesta está abocada al fracaso. Pretender canalizar la inversión privada en políticas sociales y en el desarrollo de un nuevo modelo productivo, convenciendo a los capitalistas de que será lo más rentable para ellos y para la sociedad, no puede funcionar. En realidad, los capitalistas ya están tomando las medidas para que invertir en Sanidad o Educación sea rentable para ellos. ¿Cómo? Desmantelando los sistemas públicos de salud y enseñanza.
Si decimos que la base del capitalismo es la explotación de los trabajadores y de los recursos naturales no es por un prejuicio ideológico, sino porque así lo muestra la realidad cotidiana, porque el beneficio privado es el motor del mundo capitalista y no hay beneficio privado sin explotación. Si no, ¿cómo explicar que en plena crisis crezca la riqueza de la burguesía mientras se empobrece el conjunto de la clase trabajadora? Repetimos, sus beneficios son nuestra miseria.
La competencia por el mercado exterior
Uno de los recursos típicos para «mejorar» el capitalismo, por parte de quienes defienden el «nuevo modelo productivo», es ganar cuotas de mercado, a través, sobre todo, de mejorar la competitividad de las empresas. En su buena voluntad, proponen que esto no se base sólo en la explotación de los trabajadores de esas empresas, sino que ponen el énfasis en fomentar aspectos de Investigación, desarrollo e innovación (I+D+I), en la cualificación del trabajo y en la colocación en el mercado de productos con menos horas de trabajo (es decir mayor productividad), mejorando las exportaciones.
¡Claro, este es el sueño de todo capitalista! Ya que la competencia (lo contrario a la planificación) es el mecanismo de funcionamiento de la economía de mercado. Pero ese deseo, al igual que el de que «mis trabajadores ganen poco, para no dañar mis beneficios, pero los demás que ganen más para poder comprar lo que yo fabrico», no es más que la expresión del callejón sin salida al que nos conduce la economía de mercado.
Lo primero es que eso lo intentan todos, luego no todos pueden ser los ganadores y parece que otros países capitalistas le llevan mucha ventaja a nuestra clase dominante. Pero lo segundo, y más importante, es que nosotros, como defensores de otros valores y otro modelo de sociedad, no podemos defender las consecuencias de esa política de competitividad y conquista del mercado.
El aumento de la competitividad del capitalismo español se hace a costa de los niveles de vida de la clase obrera de los países con los que competimos y del nuestro propio. Lo convertimos, si le damos nuestro apoyo, no sólo en una competencia entre capitalistas, sino en una competencia entre la clase obrera de esos países; «empresarios y trabajadores españoles juntos, con un interés común», contra «empresarios y trabajadores alemanes, o griegos, o italianos, o rumanos… también con un interés nacional común». ¡Qué disparate! Marx y Engels, ya en el Manifiesto Comunista, explicaron que el sistema de trabajo asalariado tiene su fundamento en la competencia entre los trabajadores, y que la tarea histórica para transformar la sociedad es llegar a defender los intereses comunes de la clase obrera frente a sus explotadores, por eso la primera gran consigna de los defensores del socialismo fue, «¡Proletarios de todos los países, uníos!». Hoy, esa consigna adquiere un significado más urgente que nunca.
No hay un capitalismo «bueno» y otro «malo»
Es común contraponer un capitalismo especulativo, financiero, a otro productivo. De hecho, el crecimiento del peso específico del sector financiero en la economía se suele relacionar directamente con la eliminación o reducción en el control de las entidades financieras, que propiciaron Thatcher y Reagan en los años 80 y primeros de los 90, y de ahí se plantea la conclusión que la causa de nuestra situación son las política neoliberales. No cabe duda de que la política neoliberal propició esa hipertrofia financiera, pero estamos invirtiendo los términos de la realidad. Las políticas neoliberales se imponen porque eran las que objetivamente mejor le venían al capitalismo, cuyo sector financiero estaba creciendo cada vez más. El requisito previo era la derrota de la izquierda y del movimiento obrero. De la misma forma, buscaron recuperar la tasa de ganancia incrementando la explotación del trabajo asalariado y los recursos naturales, aplicando recortes de derechos sociales y liberalizando la economía.
La llamada financierización de la economía es, en primer lugar, el producto de la dinámica interna del capitalismo. Las políticas neoliberales estimulan el fenómeno, pero no lo crean. La razón principal es la caída de la tasa de ganancia en la inversión productiva, una tendencia que reaparece constantemente en el capitalismo, que también lo hace en las etapas finales del auge posterior a la Segunda Guerra Mundial. De ahí la época de crisis que caracteriza los años setenta y primeros ochenta [3], a pesar de que las políticas dominantes hasta que se desató la crisis en aquellos momentos eran keynesianas. Pero también fracasaron.
Esa pérdida de la rentabilidad en la inversión productiva en los países capitalistas más desarrollados estimula la búsqueda de nuevas fuentes de rentabilidad en el sector financiero. Y a eso se une la acumulación de una gran cantidad de riqueza durante los años del auge, sobre todo en los segmentos sociales medios y altos, y en las grandes empresas no financieras. Obviamente, son los sectores de la burguesía más ricos los que dominan el conjunto del ahorro en su propio beneficio.
Todo eso crea las condiciones para el desarrollo exponencial del sector financiero, con una gran cantidad de dinero en búsqueda de acciones y productos financieros que les den rentabilidad, y supuso, que las cuestiones financieras (los tipos de interés, la estabilidad monetaria, los productos financieros…) se convirtiera en una cuestión decisiva para las grandes empresas y para el sector más rico de la sociedad, cuya prioridad era garantizar el valor de su riqueza monetaria. Desde entonces se dispara el volumen del sector financiero, de los grandes grupos de inversión, de la ingeniería financiera, elevando el uso del crédito hasta la enésima potencia, siendo un factor que ha introducido mucha más inestabilidad en el capitalismo, estimulando los auges y agravando las crisis, aunque no creándolas.
De igual forma que el neoliberalismo no crea esta realidad, sino que responde a ella, acabar con la financierización de la economía y sus consecuencias no se puede resolver con más controles sobre los bancos privados y las entidades financieras privadas, sino acabando con la propiedad privada de dichas entidades y poniendo la gestión de los ahorros de la sociedad en manos públicas y bajo un control democrático.
Cambiar las relaciones de propiedad
Sin embargo, ahí no se acaba la cuestión. El sector financiero no crea ni un átomo de riqueza, sino que se limita a extraer sus intereses de la economía real, mediante la explotación de los trabajadores y de los recursos naturales. Y la clave está en la socialización de los grandes sectores productivos.
El mejor testimonio de que la riqueza no nace en los bancos, aunque sean los banqueros los que se apoderen de la mayor parte de ella, es que todos los planes de rescate bancarios van vinculados a reformas laborales y a planes de «consolidación fiscal», que es el eufemismo empleado para referirse a los recortes del gasto social, a las subidas de impuestos para los que menos tienen y a las bajadas para los que más tienen. Todas las medidas que plantean las instituciones internacionales (FMI, Comisión Europea, etcétera) y los gobiernos, van dirigidas a incrementar la explotación de los trabajadores y los recursos naturales, a fin de recuperar la tasa de ganancia. Es decir, que ahora los trabajadores y la naturaleza tendrán que garantizar con su sudor y su expolio, no sólo la rentabilidad del capitalista, sino el pago de las deudas acumuladas durante los años de auge.
Un gobierno de izquierdas que quiera garantizar pan, empleo, techo y servicios públicos a toda la sociedad, debe plantear medidas de carácter socialista desde el primer momento. Medidas como la reducción de la jornada laboral sin disminución salarial, la anticipación de la edad de jubilación, el acceso a la vivienda para todos, una sanidad y una educación pública universales, un servicio público de dependencia, etcétera, sólo pueden garantizarse si la mayoría de la sociedad tiene el control de las grandes fuerzas productivas.
Una reforma fiscal, por si sola, si los sectores estratégicos de la economía siguen estando en manos privadas, será incapaz de dar la vuelta a la situación.
Hemos de ser conscientes de que cualquier gobierno de izquierdas, desde el ámbito municipal al Estatal, pasando por las autonomías, se verá obligado a declarar una moratoria inmediata en el pago de la deuda y forzar una quita drástica de la misma, tras una auditoría. Si no lo hiciera, estaría incapacitado para abordar las políticas sociales que son necesarias, y condenado a enfrentarse a la mayoría de la sociedad y a decepcionarla.
Pero el impago de gran parte de la deuda, -o mejor dicho, forzar que la pagasen los que más tienen: grandes accionistas privados y acreedores-, no sería viable si, al tiempo, no se nacionalizan los sectores estratégicos de la economía: la banca, las grandes corporaciones y los grandes latifundios.
Ahora, el Estado es prisionero del sistema financiero, al cual no puede permitir quebrar sin ser arrastrado él mismo al desastre. Sanear el sistema financiero, acabar con su sobredimensión y convertirlo en una administración racional de los ahorros de la sociedad con una finalidad social, sólo es posible si se transforma en público. El propio sistema financiero privado sería inviable sin el respaldo público y las millonarias ayuda públicas. Por tanto, debe de ser público.
Planificación democrática en lugar de mercado
Muchos reclaman que se saquen del mercado recursos tan importantes como la tierra, los mares, la vivienda, etcétera. Sin embargo, lo que debemos hacer es sacar del mercado al núcleo de la economía. Sólo a partir de transformar en público el corazón del sistema productivo se puede pilotar un cambio que ponga la economía al servicio de la sociedad y no al revés, como de hecho sucede ahora. Se trata de poner en marcha una planificación democrática de la economía y, a partir de lo que existe, transformar el sistema productivo para reducir drásticamente las desigualdades sociales, hasta su desaparición, y tener en cuenta los límites de los recursos naturales.
Entonces, lo que la sociedad debe hacer es tomar lo que ya existe y transformarlo. El propio desarrollo de la economía nos ofrece los mimbres para hacerlo. La experiencia ha demostrado que suministrar agua o atender la salud se puede hacer desde el sector público mejor que desde el privado. Pero eso es extensible a todos los grandes sectores productivos: metalurgia, transporte, comunicaciones, constructoras, química, distribución, etcétera.
¿Qué son las grandes empresas? Son una minoría del total pero mueven la parte decisiva de la economía. Millones de trabajadores y una producción vital para la sociedad, porque determinan totalmente la marcha de la economía, sus prioridades y las condiciones de vida de todos. Es ridículo hablar de libre competencia en este terreno, son oligopolios controlados por una minoría de grandes accionistas y directivos con un único objetivo: la máxima ganancia. ¿Qué ciudadano puede crear una petroquímica para competir con Down o con Repsol?
El reconocimiento de su magnitud social lo hace, sin intención, el propio sistema cuando las salva y sostiene con dinero público. El capitalismo no podría subsistir sin la intervención del Estado, su Estado. Pero esa situación no hace sino reflejar la madurez de las fuerzas productivas para pasar a ser propiedad social, para su gestión pública y democrática por parte de sus trabajadores y de la sociedad. Nuestro objetivo es sustituir el mecanismo de mercado, con sus crisis y anarquía, por una administración colectiva y democrática de las grandes fuerzas productivas.
Es cierto que la experiencia de la URSS fracasó. De ella hemos aprendido que no basta con nacionalizar las fuerzas productivas, que además, hay que garantizar el control democrático de las mismas para evitar que surja un monstruo burocrático que ahogue la economía y a toda la sociedad. Tendremos que garantizar el control real, cotidiano de las empresas, la eliminación de privilegios salariales, la limitación de mandatos en los puestos directivos, igual que en el resto de la sociedad.
Sin embargo, las condiciones materiales actuales son muy distintas de las de 1917. Rusia era un país enormemente atrasado en el que los propios comunistas creían imposible que el socialismo triunfara si no se extendía la revolución a escala mundial. Hoy disponemos de la base material para hacer posible otra sociedad. La enorme productividad del trabajo, la amplitud de las fuerzas productivas, combinada con la incorporación al trabajo de millones de asalariados que hoy están condenados al paro y al subempleo perpetuo, permitiría generalizar una jornada laboral reducida de tal forma que la participación en el control de la sociedad, en la actividad política en el mejor sentido de la expresión, sería algo al alcance de todos. Las largas jornadas de trabajo son un obstáculo a la participación democrática de la sociedad, que ahora es posible eliminar.
Y, además, las tecnologías de la información y comunicación que hoy ya interconectan toda la economía, harían posible que la población pudiera participar con información suficiente en la toma de decisiones. Los mismos mecanismos que hoy utilizan las grandes empresas para su gestión interna y los sistemas financieros para dominar el conjunto de la economía, servirían al conjunto de la sociedad para controlar y determinar el uso de las fuerzas productivas. Existen las condiciones para, en lo que a los grandes sectores productivos se refiere, sustituir el mecanismo de mercado para la asignación de los recursos por una planificación, por una administración racional y social de los recursos.
Con una columna vertebral económica pública que administre racionalmente los recursos la democracia podría entrar en la economía, el mercado iría quedando relegado a un papel cada vez más secundario en ella. Las pequeñas empresas y, sobre todo, las cooperativas podrían florecer en esas condiciones. La economía, coordinada a gran escala, debería ser enormemente descentralizada. La competencia entre países por cuota de mercado, la expoliación de las personas y los pueblos, podría ser sustituida por la cooperación en beneficio mutuo. Dejaría de tener sentido producir muchos productos a miles de kilómetros del lugar de uso final, por la única razón de que la mano de obra es más barata y los costes de transporte no tienen en cuenta ni el derroche de recursos ni la contaminación. La obsolescencia programada o las patentes desaparecerían. La producción de armamento sería innecesaria y la producción de bienes de lujo también. Lo decisivo es que las personas podríamos, por fin, decidir racionalmente, con criterios de beneficio social y a largo plazo, el funcionamiento de las fuerzas productivas.
Lo que hace avanzar la historia es la lucha de la clase ascendente frente a la clase social decadente, que posee en sus manos los recursos de la riqueza y al tiempo las constriñe a las caducas normas de su modo de producción, evitando que sean puestas al servicio de la mayoría. Nuestra tarea no es el absurdo propósito, como lo calificó Marx, de poner freno a la historia, sino de llevar esa lucha a su culminación para superar esas trabas y comenzar la verdadera historia de la humanidad sobre las bases de la propiedad pública de la economía y la planificación democrática de los recursos. Sabemos que no es una tarea fácil, todo lo contrario, pero es necesaria y posible.
Este escrito forma parte del documento defendido en el encuentro político y programático de IU federal. La versión completa se puede encontrar en el siguiente enlace: http://ahoraonunca.info/
Notas
1. http://www.foessa2014.es/informe/datos_detalle.php?id_dato=1
3. «La tasa de beneficio, medida a través de la relación entre beneficio y el stock de capital no residente de esas compañías [las corporaciones no financieras estadounidenses], alcanzó su cota máxima en (15%) en 1966, cayendo después hasta situarse por debajo del 10% en 1970 y siguiendo la tónica bajista hasta registrar un 5% en 1980. De ese modo las expectativas empresariales se tornaron pesimistas y afectaron directamente a las decisiones de inversión». (La economía de Estados Unidos sometida al dominio de las finanzas: vendrán tiempos peores, Enrique Palazuelos, del libro «Economía política de la crisis», varios autores)
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