En una entrevista en GARA, Joseba Sarrionandia asegura que su aportación a la literatura vasca supone un porcentaje insignificante. Es posible que tenga razón en términos cuantitativos; sin embargo, pocos, muy pocos, serán los lectores que no sepan algo de Joseba Sarrionandia, uno de los escritores vascos más destacados en todos los géneros, aunque él no crea mucho en ellos.
En cualquier otro momento, la entrevista se habría desarrollado en euskara; sin embargo, a raíz de la traducción de su último ensayo, ‘Moroak gara behelaino artean?’, al castellano (editorial Pamiela) y más recientemente al catalán de la mano de la editorial Pol·len, 26 años después de la traducción de ‘Narrazioak’ a esa lengua, acordamos realizarla en castellano, ahora que un sector mucho más amplio de lectores también ha tenido acceso a esa obra y, por tanto, a la cosmovisión del escritor de Iurreta, exiliado desde hace casi treinta años, en los que el mito de Sarri ha ido en aumento. Algo que a Joseba Sarrionandia no parece quitarle muchos minutos de sueño. No es falsa modestia, ni siquiera modestia, la actitud de quien ha sido caracterizado por su «prosa poética», pero también por su poesía narrativa o por alguna novela con apariencia de diccionario.
Entre la publicación de su último libro y la de las traducciones del mismo, Euskal Herria ha vivido cambios notables en el plano político que Sarrionandia ha seguido con atención. Entretanto, no ha faltado alguna polémica que le ha afectado directamente, en la lógica de la dialéctica anterior a esos cambios. El nuevo panorama político vasco, la literatura y su lugar en ella, la economía y algunos otros temas de los muchos que trata en su voluminoso ensayo hacen extensa una entrevista cuyas respuestas son una constante invitación a la reflexión. Es más importante saber leer que saber escribir, afirma Sarrionandia; leerle a él, sin duda, lo es.
Todos coinciden en afirmar que Euskal Herria ha entrado en un nuevo ciclo, era, tiempo… cada cual con su interpretación, adecuada a sus presupuestos o a sus intereses. El 20 de octubre de 2011 se confirmó la determinación de la izquierda abertzale en su apuesta por la nueva estrategia. ¿Ha analizado las posibilidades que abrió el nuevo escenario?
La transición que siguió al franquismo a finales de los 70 no estaba a la altura de las expectativas de la sociedad vasca, que quería más democracia, aunque sí estaba acorde con la sociología franquista que era dominante todavía en muchas zonas de España. Entonces hubo un sector político que se acomodó a lo que había y otro que propugnó la ruptura con el franquismo y la resistencia. El conflicto, que con un poco de sentido común hubiera podido resolverse en dos o tres años, se ha prolongado durante 30 años y la escena política vasca se ha teatralizado mucho en todos esos años.
Por eso me parece muy exacta esa expresión que usas, «nuevo escenario». Los cambios de actitud me parecen muy positivos, pero hasta el momento han sido bastante unilaterales y parciales. Se trata de dejar de hacer teatro, de que la política sea una plaza abierta a todos y que las relaciones de imposición sean sustituidas por relaciones de colaboración.
Algunos hablan de hacer irreversible la paz. Otros, quienes han abierto el nuevo escenario, sin embargo, de que la paz aún no ha llegado, lo que parece corroborar la hoja de ruta que supone la Declaración de Aiete, toda vez que la paz es uno de sus objetivos.
A nivel abstracto es evidente lo que significa paz, que no sería la Pax Romana de los centuriones pisando el cuello de los bárbaros vencidos, sino que más bien debería dar a entender que se respeten los derechos de los demás.
¿Cree que se están cumpliendo las expectativas?
Las expectativas que había en relación a ETA me parece que sí, porque descartó los atentados. La actitud positiva que tendría que provenir del Estado me parece que no, porque la actitud represiva continúa y desde el poder se hace alarde, además, de esa intransigencia.
Y en el ámbito político de la calle parece que se mezclan lo positivo y lo negativo, porque han cambiado algunas cosas, pero da la impresión de que se siguen las inercias. Los partidos vascos perseveran en sus querellas, y hay mucha gente que ve las cosas con el prisma partidista, cuando podría esperarse que se pusieran de acuerdo y propusieran alternativas en cuestiones fundamentales. Como si fuera difícil dejar la teatralidad esa de la pequeña política y pasar a hacer una política más abierta.
En ‘¿Somos como moros en la niebla?’ hace una descripción del victimismo diferenciando «víctima» y «victimista». Por supuesto, el victimismo ni es nuevo ni exclusivo de los conflictos más cercanos, pero en estos momentos en Euskal Herria parece clara esa actitud de convertir el sentimiento de víctima en instrumento de poder.
Si no estoy equivocado, esas supuestas víctimas pidiendo que continúe la guerra, o sea, que haya más víctimas, más pinta tienen de verdugos que de víctimas.
Quienes afirman que las víctimas siempre tienen razón se refieren solo a un tipo de víctimas, definidas no por su condición, sino por el causante de la misma. Para ellos no existen otras víctimas y denunciar esa negación, o simplemente referirse a esas otras víctimas, dicen, es «equiparar víctimas y verdugos».
Una víctima pudiera tener razón o no tenerla, como cualquier otra persona. Pero, con frecuencia, es el Estado el que se apropia de esa noción y desarrolla un discurso beligerante manipulando el mismo concepto de víctima de una manera que es muy funcional si se quiere seguir con la guerra. Si se quiere aportar algo a la convivencia se debería tratar de reconocer los derechos de los otros.
En este momento, se diga lo que se diga, las víctimas mayores de la situación son los presos y sus familiares, contra los que se siguen aplicando todas las legislaciones reglamentarias y especiales habidas y por haber, encubriendo con ese manto de legalidad y normalidad la venganza que se quiere establecer contra ciertas cabezas de turco.
Unos dicen que ETA tiene que pedir perdón, algunos incluso insisten en la condena retroactiva. Otros que todos tienen que pedir perdón. Y hay quien dice que nadie debe hacerlo.
¿Qué es eso de perdón? Algunos hablan todavía de arrepentimiento, como si las cosas se pudieran solucionar con términos religiosos infantiles. Digo infantiles, porque yo los relaciono con los fantasmas religiosos que nos impusieron en la infancia. A mí, policías españoles me torturaron de manera salvaje durante ocho días en el año 80 y ¿para qué quiero yo que me pidan perdón? Ojalá se haya olvidado de mí aquella gente. Feliz estoy de no haber vuelto a verlos.
En cualquier guerra sucede que cuando alguien agrede, el daño que causa al otro es mucho mayor que la satisfacción que pueda reportarle lo que hace. Cuando te toca ser víctima, la pérdida y el dolor son irremediables, y así es como esa dinámica de víctima y verdugo se convierte en un desastre. Todos se convierten en víctimas y verdugos sucesivamente y son más verdugo que víctima para el otro y, al mismo tiempo, más víctima que verdugo para sí mismos.
No creo que ninguna víctima, ni de un bando ni del otro, ansíe que el culpable se le presente a pedir perdón. Es el Estado el que impone esas Horcas Caudinas, que fue el nombre que le dieron los romanos a eso, cuando lo sufrieron, porque España quisiera que los vascos sediciosos se rindieran y reconocieran que su violencia ha sido unilateral, infundada y que el Estado ha actuado con justicia. Lo cual sería, simplemente, mentir.
El discurso de poder pretende quitarse de encima la culpabilidad atribuyéndosela por entero a los sometidos. Lo que sí hace falta por parte de estos es analizar realmente lo hecho e integrar la autocrítica en lo que se haga en adelante. Hay cosas que se hacen y son irreparables y lo único que se puede hacer después, en sentido político, es evitar que vuelvan a suceder. El asesinato y la tortura, el secuestro y la cárcel deben descartarse, la política debe estar abierta a todos, para evitar que se adopten los procedimientos de la guerra. Los políticos deberían dedicarse a asegurar esas condiciones mínimas de convivencia en lugar de atascarse en la retórica de justificar las imposiciones.
Una pregunta sobre su ensayo, para la gente que no ha leído su libro completo. ¿Por qué ha trazado ese paralelismo entre vascos y moros? ¿Por qué moros y no, por ejemplo, esquimales o indios?
El de «moro» es un concepto que he encontrado bien pulido por la historia, como esas piedras de río. También se usó en ese sentido el término «bárbaro», vinculado a ciertas culturas. El concepto de «indio» también se ha usado de esa manera generalizadora, en América. Hoy se usan otras nociones parecidas. Son conceptos vinculados al resentimiento de la gente del poder contra los oprimidos, resentimiento que Elías Canetti calificaba de ruin, porque se manejan para justificar el sojuzgamiento de la gente atribuyéndole una naturaleza perversa.
Lo de moro es una etiqueta que se le ha impuesto históricamente a gente diversa, en un ejercicio de poder de imponer palabras. Pero, desde otro punto de vista, los estados musulmanes -«moros», pudiéramos decir- me parecieron un buen ejemplo de relaciones de poder que hacen difícil la libertad de las personas y la política. El sometimiento a la religión, el acatamiento de la potestad militar, la resignación a la autoridad de la riqueza, las coartadas para justificar la condición subalterna de la mujer o de otra mucha gente. Los propios «moros» asumen una serie de sobre-determinaciones que les impiden desarrollarse en libertad.
La idea es que todos somos «moros» de alguna manera, porque hay relaciones de poder que nos condicionan, culpabilizándonos incluso, pero también porque no somos capaces de organizarnos políticamente como personas iguales en una plaza vacía y nos enredamos con determinaciones religiosas, económicas, militares, culturales o políticas de todo tipo.
En ese libro también mantiene que la contradicción más terrible de la democracia es la económica, y se refiere a la evolución contraria a la que había pronosticado la democracia liberal con el mercado como principal impulsor del progreso que llevaría a la igualdad socioeconómica. En los últimos años esa evolución contraria aparece más clara que nunca.
La democracia ya era paradójica tal como se inventó en las ciudades griegas, porque las mujeres, los esclavos y demás no tenían derecho a participar en esa supuesta democracia. A partir de la Revolución Francesa se impuso la autoridad política de la burguesía más que una democracia auténtica. Evidentemente, no hay democracia política sin cierto igualitarismo económico.
Lo que yo no sé es cómo se puede promover es igualitarismo. Cuando éramos jóvenes e ignorantes pensábamos que el socialismo soviético tendría que democratizarse y que el capitalismo tendería, merced al desarrollo tecnológico, a una sociedad del bienestar para todos. En cambio, entramos al siglo XXI con el derrumbamiento del sistema socialista y un capitalismo eufórico y bastante irresponsable, porque los grandes empresarios se consideraban ya sin obstáculos en su carrera por acumular dinero. Al de poco ese sistema ha entrado en crisis a partir de su mismo fundamento, que es el sistema bancario. Dicen que es una crisis económica, pero en realidad es una crisis social, y va a ser también una crisis política, porque ¿cómo va a ser posible la democracia con esas discordancias económicas y sociales?
Ya dijo Thomas Jefferson hace doscientos años que las instituciones bancarias son más peligrosas para las libertades que ejércitos dispuestos para la ofensiva.
¿Ese contexto es favorable al llamado soberanismo de izquierda?
No me parece que sea bueno para nadie ese neo-imperialismo que se está imponiendo en el mundo, ni para el soberanismo de izquierda, ni para los trabajadores y la gente de países pobres, ni para nada que sea subalterno y vaya contra corriente. La mundialización se está pareciendo a la conquista del Oeste, o sea, se habla de un gran avance civilizatorio, pero los hechos tienen también mucho que ver con ocupación y con imposición de la ley del más fuerte.
Favorable puede resultar, en todo caso, que la gente sometida se allegue a unirse y apoyarse para buscar alternativas. Porque cada vez se ve más claro que esos poderes de bancos y ejércitos occidentales constituyen una minoría en relación al conjunto de trabajadores mal pagados, naciones sin estado, inmigrantes ilegales y todo tipo de relegados que el sistema va produciendo.
El independentismo vasco dice que Euskal Herria tiene derecho a un estado como los demás. Usted defiende un estado-nación vasco, pero no como los demás.
Pienso que los vascos tienen derecho a organizarse políticamente como les dé la gana. De seguir vinculados a España y Francia, o de construir el estado independiente, si quieren. No porque sean una nación, sino porque les da la gana.
No creo que tenga sentido instaurar ninguna nación al margen de la voluntad de sus personas. La nacionalidad no puede derivarse más que de la autodefinición. Una nación es un espacio de comunicación, en todo caso, en que la mayoría de la gente opta por un marco para tomar las decisiones colectivas.
El estado por supuesto que tiene poco que ver con la voluntad de las personas, porque impone una determinada nación e impide que se pueda organizar otra cualquiera. La idea de hacer un estado-nación que se parezca al de España o Francia me parece un poco desagradable. Pienso que tenemos que proponer una República vasca más abierta a las autodefiniciones, mucho más democrática y participativa. Por ejemplo, nadie tiene por qué ser declarado ilegal por el hecho de inmigrar.
Por otra parte, como vascos de nación en ese sentido de autodefinición, pienso que mientras no tengamos independencia, debemos organizarnos y actuar como si la tuviéramos, como si formáramos parte de alguna manera de esa república imaginaria. Convirtiendo la resistencia a los dos estados que se nos han impuesto en un proyecto alternativo, porque, seguramente, esos estados no nos van a conceder nada y tendremos que ir consiguiendo las cosas por la vía de los hechos. Los derechos vendrán después, con circunstancias favorables.
Dice que no hay nada escrito, que no somos nada, no tenemos nada, pero precisamente por eso podemos decidir qué ser y qué hacer: «La razón primordial a favor de la independencia vasca no es la existencia de Euskal Herria, sino su inexistencia».
Me parece mejor formularlo de esta manera. El asunto es que somos una sociedad que quiere organizarse políticamente, y venimos de una historia de impugnación de esa posibilidad. No solo los vascos como tales han carecido de derechos, la mayoría de la gente está mal representada políticamente. En nuestro país, somos gente diversa, vascos, españoles, franceses, rifeños, de cualquier origen y de cualquier particularidad. Se trata de construir un espacio de comunicación, eso es una nación, un espacio cultural en que la gente se entienda más fácilmente, se respete entre sí y se organice políticamente.
Es importante recordar que esa posibilidad de hacer política le ha sido impedida siempre a los vascos y a todos los demás. Somos los perdedores de la historia, sin una estatus anterior que podamos plantearnos recuperar. De todas maneras, un pueblo no se va pareciendo a lo que recuerda, que además puede recordar de diversas maneras, sino a lo que va haciendo.
En nuestro país la gente vive instalada en la cultura de la queja: «Nos hacen esto, nos hacen lo otro, nos toca sufrir», como si no hubiera solución. Su ensayo me ha parecido optimista, con un final abierto. ¿Esto es así o es solo una percepción mía?
Me parece que es lo de la canción: mejor dejar de llorar; es que, además, hay estrellas en la noche. Es verdad que hay bastante masoquismo conformista, adornado con la rutina de culpabilizar al otro, lejano o cercano, en lugar de participar de una manera pragmática en la resolución de los problemas. Sin embargo, como decía Jean-Paul Sartre, la cuestión no es lo que nos hacen, sino lo que hacemos con lo que nos hacen.
El ensayo repasa una historia que es bastante desastrosa de un punto de vista vasco, pero sobre todo de un punto de vista humano general, y propone la actitud de cambiar las cosas. Me parece que es optimista en el sentido de que no descarta la posibilidad de cambiar las cosas y, más aún, porque no suspende la emancipación hasta el logro de unas metas utópicas generales lejanas en el tiempo, sino que propone que todos esos ideales se pueden ir concretando poco a poco en el presente vivido. La libertad no sería un distante objetivo a alcanzar, sino el hacer cotidianamente lo que se piensa.