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Un virus en La Moneda

Fuentes: Ctxt

El Ejecutivo de Piñera afronta la pandemia preocupado únicamente por el orden público, protegiendo a los grandes grupos económicos y mintiendo en televisión.

El COVID-19 llega a Chile en medio de la mayor tensión social de las últimas décadas, con un gobierno criticado desde todos los frentes, un cuerpo de carabineros desprestigiado por las violaciones a los Derechos Humanos, el ejército mirado con desconfianza tras los crímenes cometidos durante el estallido y una población más politizada y consciente que nunca. Quizá por eso mismo, la revuelta social se ha congelado en las calles y ha regresado a los balcones, mientras el ejecutivo se niega a asumir la gravedad del problema.

Si hasta hace unos meses se debatía la posibilidad de decretar una ley “anticapuchas” para perseguir a los manifestantes que se protegían de los gases y ocultaban su identidad, ahora las ciudades se han plagado de mascarillas, hasta el punto de que han comenzado a escasear en farmacias y en clínicas de salud. En vista del número creciente de contagiados, el referéndum del 26 de abril, que todos esperaban como primer paso serio en la resolución de la crisis social, ha sido desplazado al 25 de octubre con el acuerdo de todas las fuerzas políticas e incluso de la población más movilizada.

Pero, paralelamente, la gestión de la pandemia por parte del ejecutivo de Sebastián Piñera está otra vez sacando a la luz todos los males del Estado chileno que las movilizaciones de los últimos cinco meses han buscado denunciar y combatir: la desigualdad, las precarias condiciones de vida, así como el autoritarismo y la falta de empatía de la élite gobernante, que parece dispuesta a permitir que el contagio se expanda con tal de que el poder económico no se resienta.

La prioridad del Estado

El primer contagiado de COVID-19 llegó oficialmente a Chile desde el sudeste asiático el 3 de marzo. Por desgracia, el Gobierno de Sebastián Piñera no tenía entonces mucho tiempo que dedicarle al asunto, ya que todas sus energías estaban puestas en seguir reprimiendo violentamente las protestas sociales, como la movilización de estudiantes de secundaria, que dejó cientos de adolescentes detenidos en el país el 11 de marzo. De hecho, la primera medida “preventiva” que se tomó en febrero frente a la crisis sanitaria que se avecinaba fue la de poner precio a la prueba diagnóstica.

Después de eso, más allá de imponer controles estándar en el aeropuerto y delegar toda la crisis en su ministro de Salud, Jaime Mañalich, funado por sus propios funcionarios en los hospitales hasta hace poco, el primer movimiento importante del presidente llegó el día 18, tres días después de que cerraran los colegios y universidades. Cuando ya se contabilizaban 238 contagiados, Piñera decretó estado de catástrofe constitucional, lo que suponía que los militares volvieran a las calles. No 14 días como en otros países, ni tampoco un mes, sino directamente por 90 días. Designó así 12 generales como jefes de zona con amplias atribuciones, dos de ellos implicados en millonarios pagos injustificados del ejército, para que se ocuparan de coordinar la emergencia en el nuevo escenario.

La primera acción visible que se produjo a pocos minutos de iniciado este estado de catástrofe fue la “limpieza” que se realizó en la plaza de la Dignidad en Santiago, en la que se borró todo rastro dejado por las manifestaciones de los últimos meses. Por la mañana, el general a cargo de la Región Metropolitana declaró que la gran tarea del ejército era “el orden público”. El gobierno se muestra así más preocupado por aprovechar políticamente la nueva crisis para terminar de asfixiar el movimiento social, que por hacer colaborar seriamente al ejército en las medidas de prevención, puesto que el estado de catástrofe no ha implicado cuarentena alguna de la población.

Nueva crisis en la cocina

Esta aparición del ejército como actor clave no está teniendo impacto alguno a la hora de prevenir o paliar la pandemia. De hecho, al día siguiente se vieron filas de personas de la tercera edad, esperando durante horas frente a los bancos y oficinas de AFP del país para cobrar su pensión. No se veían ni muchas mascarillas ni se mantenían distancias de seguridad.

Al mismo tiempo, se han ido multiplicando las denuncias en redes sociales de personas a las que, aun sufriendo los síntomas y acudiendo a los centros de salud o a los números telefónicos de asistencia, se les niega la realización de la prueba y son únicamente derivados a sus hogares por 14 días sin asistencia alguna, lo que sugiere un severo maquillaje de las cifras de contagiados. El Colegio Médico ha apuntado en la misma dirección. Según su vocera, Izkia Siches, el gobierno les está dando “muy poca información, los datos aportados son incompletos, inconsistentes y tienen una tremenda falta de transparencia que no se había visto en la historia institucional de la Salud pública chilena”.

El mismo tipo de denuncias está llegando de los centros médicos, donde ya se reportan casos de falta total de mascarillas y alcohol gel, y esto teniendo menos de 1.000 casos en el país en comparación a los más de 20.000 que se registran en España o Italia. Frente a la imagen de los militares argentinos fabricando mascarillas, información que en Chile se ha viralizado, contrasta la de las enfermeras del hospital Las Higueras de Talcahuano, que han tenido que ponerse a confeccionar sus propias mascarillas por falta de insumos.

Las medidas de alivio a la población presentadas por Piñera tampoco están ayudando a aumentar la confianza general. El bono de ayuda a las familias más vulnerables apenas dará para costearse un balón de gas de 11 kilos, y que los empleados con contrato (en un país con amplio trabajo informal) vayan a cobrar únicamente entre un 45 % y un 70 % de su salario, considerando que el salario medio nacional es de por sí muy bajo en comparación al coste de vida, supondrá un duro golpe para millones de chilenos. Mientras, en los supermercados crece el acaparamiento y el consecuente desabastecimiento. Los precios de las mascarillas y el alcohol van en aumento, y los decretos legislativos para combatir la especulación llegan con retraso.

Cacerolazo por la cuarentena

Como el gobierno ha mostrado una severa lentitud, son los mismos chilenos los que han comenzado a reaccionar. Los malls seguían abiertos hasta hace pocos días, lo que llevó a sus empleados a realizar protestas improvisadas exigiendo que les permitieran resguardarse en sus hogares. Lo mismo tuvieron que hacer empleados de compañías de transportes o los trabajadores del megaproyecto Mapa de la empresa Arauco frente a las escasas medidas de protección. Solo cuando se superaron los 300 casos de contagio confirmados en el país, el gobierno aceptó clausurar las grandes superficies. Pero como los desplazamientos interprovinciales no se han interrumpido, y los turistas de Santiago, donde se concentra el 60 % de los casos de contagio, siguen acudiendo al resto de regiones, van creciendo los cortes de carreteras por parte de colectiveros o habitantes locales para evitar que la pandemia se extienda a sus regiones. A esto se le suma el motín con intento de fuga de la cárcel Santiago 1, que se produjo el día 19 por las pésimas condiciones sanitarias en que viven los reclusos, incluyendo algunos de los miles de presos políticos que han dejado las protestas sociales de los últimos meses, y que además de revelar el trato cruel que reciben por las autoridades, podrían convertir las prisiones en graves focos de contagio.

En este contexto, no se debe olvidar tampoco la situación de las llamadas “zonas de sacrificio”, territorios que concentran la industria más contaminante del país, lo que impacta incluso en el agua que consumen sus habitantes, o la crisis hídrica que golpea profundamente otras regiones como Petorca. Sumémosle a esto las enormes “tomas” (asentamientos sin acceso a servicios esenciales) que hay en los suburbios de Santiago o en los cerros de Viña del Mar, donde la gente no tiene alcantarillado ni agua en sus hogares. Ante semejante panorama, los llamados a lavarse habitualmente las manos para reducir el contagio no es en Chile otra cosa que un brindis al sol mientras el gobierno no tome medidas claras para abastecer de agua diariamente a estas comunidades. Frente a las altas cifras de Europa, lo que se puede producir en Chile y otros países del cono sur cuando la pandemia aterrice en estas áreas tan precarias podría acabar superando todos los récords.

Frente al inmovilismo del ejecutivo y siguiendo los consejos de las organizaciones médicas, los alcaldes han tomado la iniciativa, y más de 150 regidores municipales han exigido al gobierno decretar la cuarentena total preventiva, que en algunos municipios ya se ha puesto en práctica. Incluso la Universidad de Valparaíso, conjuntamente con el Colegio Médico, ha presentado una acción judicial con el mismo propósito. Pero las palabras del ministro de Salud al respecto han dejado clara la cerrazón total del gobierno a la idea: “Es una insensatez completa”, declaró el ministro Mañalich el día 20. “Es una medida que produce, sin lugar a dudas, mucho daño, mucho pillaje, mucha delincuencia, por supuesto asalto a lugares de acopio, más Fuerzas Armadas que tenemos que destinar al orden público”. Nuevamente, el Estado insiste en mostrarse preocupado únicamente por los posibles saqueos, y es como si esperase ilusamente vencer esta nueva crisis como todas las anteriores: mediante las armas.

Obligados por las circunstancias, las mismas organizaciones sociales que antes convocaban a manifestarse en las plazas del país son ahora las más activas en pedir a todos que se queden en casa como forma de autocuidado. Las marchas han sido reemplazadas por cacerolazos masivos en todas las regiones para exigir la cuarentena total. Irónicamente, son esos mismos trabajadores y estudiantes que hasta hace poco seguían movilizados en las calles clamando contra el presidente los que ahora llevan la batuta para exigir el encierro en los hogares, que se apliquen controles sanitarios auténticos, mientras el gobierno actúa con retraso y provocando escándalos cada vez que un miembro del gabinete presidencial toma el micrófono. Uno de los últimos episodio del ministro de Salud ha sido señalar el “manejo compasivo” que se le ha practicado a la primera persona fallecida por el virus, deslizando así un protocolo de “no intervención” en los casos con mal pronóstico.

Un virus más en el estallido

En Chile, el coronavirus no está siendo ese gran “momento generacional” que están viviendo otros países. Al contrario, parece solo un episodio más de la crisis de los últimos tiempos, ya que el auténtico virus del país no viene de Asia, sino de su modelo económico y social, intocable para el poder incluso en los momentos de máxima gravedad. Para la población, se trata de una crisis ante la que hay que actuar de inmediato para proteger a los ciudadanos, mientras que para una minoría con mucho poder en Chile, se trata de otra oportunidad para hacer negocio. El ejecutivo de Piñera, por su parte, afronta la crisis con la misma actitud con la que afrontó las protestas sociales de los últimos cinco meses: preocupado únicamente por el orden público, protegiendo a los grandes grupos económicos y mintiendo en televisión, como lo hizo el presidente hace pocos días en una entrevista en la que señaló que Chile estaba más preparado que Italia para la contingencia, y hasta se permitió criticar la gestión del país europeo, cuando hasta ahora está repitiendo sus mismos errores.

Más aún, en el caso chileno, como en toda Sudamérica, la crisis del coronavirus corre el riesgo de convertirse en un nuevo campo de conflicto entre clases sociales. Hace apenas dos meses, el Instituto Nacional de Derechos Humanos publicaba un mapa de las golpizas efectuadas por las fuerzas policiales en la capital, que graficaba cómo la represión, a excepción de la “zona cero” de las protestas en Santiago centro, se concentraba principalmente en los distritos más empobrecidos. Esto contrasta con el actual mapa del impacto del virus, donde la situación se revierte: el COVID-19 afecta mayormente a los distritos de alto nivel socioeconómico situados en la zona oriente de la capital. A efectos prácticos, es una enfermedad importada por los “cuicos”, los ciudadanos acomodados que pueden viajar al extranjero, un privilegio no al alcance de cualquiera en Chile, pero que corre el riesgo de acabar teniendo un impacto más mortal en los sectores socioeconómicos más precarios.

Piñera parece menos angustiado que hace un mes: ha encontrado el terremoto que esperaba para poner fin a las “convulsiones” que vivía el país, y, esta vez sí, ha logrado lo que intentó y no pudo obtener en octubre: tener al ejército en las calles de todas las regiones para asegurar que no haya manifestantes protestando ni pobres robando, pero que los consumidores sigan realizando sus compras, ya sea presencial o telemáticamente. Bajo estas mismas coordenadas se inscribe el reciente toque de queda que se ha decretado, y que solo aplica desde las 22:00 hasta las 05:00 horas, franja dictaminada a medida de las empresas, dado que no interrumpe las horas laborales, pero sí facilita que el ejército impida saqueos nocturnos. Nada da a entender que la medida tenga como fin prevenir más contagios, dado que la afluencia de personas en esas horas se encuentra en sus mínimos. Sin embargo, ya se ha visto el primer efecto de la medida. A primera hora del día siguiente se registraron numerosas aglomeraciones en las entradas de las estaciones del metro de Santiago de los trabajadores que se ven obligados a seguir acudiendo a sus puestos de trabajo, algo que solo puede exponerlos todavía más la epidemia.

El COVID-19, lejos de servirle a Piñera para “pacificar” el país como le gustaría, puede terminar acrecentando la polarización que ya se vive en Chile desde hace meses entre el funcionamiento neoliberal más implacable del Estado y el anhelo popular de una vida más digna. Si antes el poder buscaba encerrarlos en casa mediante la fuerza para que no salieran a luchar por un país mejor, ahora esa misma élite parece estar dispuesta a dejar que se contagien y mueran antes que ponerle un candado temporal al tejido económico, y son los que “despertaron”, los mismos que coparon y pusieron nombre a la Plaza de la Dignidad, los que están en proceso de replegarse y concienciar a todos con el fin de salvarse a tiempo para poder, el próximo octubre, recuperar la calle, ganar el plebiscito y, con suerte, alcanzar esa dignidad que en octubre del 2019 salieron a conquistar. No por nada, solo un día después de que la estatua del general Baquedano fuera repintada en Santiago, apareció el primer rayado de este nuevo periodo, que dice: “Volveremos”. De momento, para que esa promesa se cumpla, no parece que puedan depender del Estado, sino de sí mismos y de su colaboración, por lo que la pandemia del COVID-19 puede acabar siendo la prueba definitiva en la actual batalla de Chile entre el individualismo de las últimas décadas y la fuerza colectiva que nació en el estallido de octubre.

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