Y ahora voy a probar que la causa de todos nuestros males está en el cocido… (Benito Pérez Galdós «Lo prohibido») En realidad, sobre la mercancía se erige, prácticamente, todo el entramado jurídico, es decir, la superestructura jurídica de la sociedad burguesa. La relación entre el esclavo y su amo; entre el siervo y […]
Y ahora voy a probar que la causa de todos nuestros males está en el cocido…
(Benito Pérez Galdós «Lo prohibido»)
En realidad, sobre la mercancía se erige, prácticamente, todo el entramado jurídico, es decir, la superestructura jurídica de la sociedad burguesa. La relación entre el esclavo y su amo; entre el siervo y el señor eran unas relaciones de facto, que se desarrollaban y ejecutaban, en lo esencial, sobre actos de fuerza, sin, apenas, necesidad de andamiaje jurídico. Eran unas relaciones de fuerte componente personal (fidelidad, servidumbre, protección, etc). La posterior proletarización de grandes sectores de la población, su liberación de los feudos, los convertirá en mercancías, esto es, en propietarios de su fuerza de trabajo, en cosas.
A partir de ahí, las relaciones entre explotados y explotadores, desde esa presunta «libertad» del propietario de la mercancía de la fuerza de trabajo, se complican y necesitan de mayor andamiaje jurídico, el propio de una sociedad basada en el intercambio; desaparecen las dependencias personales, florece el comercio y el derecho se expande. La sociedad burguesa es, por naturaleza, una sociedad juridificada. Lo jurídico, que descansa sobre la mercancía, santifica y «legaliza» las relaciones sociales y la propiedad o apropiación privada. Eso explica la querencia enfermiza de la burguesía por la «seguridad jurídica», por el principio de legalidad, etc.
Sin el derecho, que la mercancía segrega como exigencia de su propia existencia, el mundo burgués sería impracticable. Y, si en el feudalismo, la religión era la forma en la que, esencialmente, se expresaba, a nivel estructural, la lucha de clases; en el capitalismo, es en el derecho, en el nivel jurídico, donde se concentra, quizá, el nudo gordiano, la mayor dificultad que el socialismo tiene para introducirse en la conciencia individual, de quién, en el capitalismo, sintiéndose hombre libre y con derechos, no atiende a proyectos sociales que, manipulados, se les presentan como negadores de ese estatus alcanzado. Pasukanis, un jurista soviético de la década de los 20 y 30 del siglo pasado, mantuvo la tesis errónea de que, siendo el derecho un producto esencialmente burgués, desaparecería y se extinguiría con el Estado burgués. La posterior jurisprudencia soviética vino a decir que el derecho, como expresión de la legalidad socialista, del Estado Socialista de derecho, tenía plena vigencia y mucho recorrido aún en su desarrollo y enriquecimiento. A mi juicio, en los estudios marxistas hay una fuerte carencia en el análisis y comprensión del fenómeno jurídico y no es asunto baladí.
Y, en el cristianismo; concretamente, en sus versiones más humanistas, luteranismo y calvinismo, Marx afirmó que el desarrollo de la mercancía encontró su mejor aliado. El hombre igual y abstracto, que esa religión predica, es el que más se ajusta al hombre abstracto, de igual condición jurídica, con el que tiene que intercambiar en el mundo de las cosas. Por eso el cristianismo, como superestructura religiosa, no fue nunca un obstáculo insalvable para el desarrollo del capitalismo. Otras religiones, en las que el hombre no se presenta ante su Dios como una criatura de libre albedrío e igual ante sus semejantes (budismo, islam), sí han constituido un obstáculo de tal entidad, que han impedido el surgimiento y desarrollo posterior del capitalismo, condenando a sus civilizaciones a un estancamiento material secular. Eso explica el sorpasso tecnológico del occidente capitalista frente al oriente espiritualista. Y ello es una prueba de que, aún siendo lo económico, en última instancia, lo que determina el devenir histórico, ciertos elementos superestructurales (religión, en este caso), pueden ser, sin embargo, también muy determinantes.
De hecho, dentro del mundo cristiano, el catolicismo, con un mayor contenido de boato, ceremonia y aparato religioso (en consecuencia, un dios cristiano más endiosado ante el hombre), y que tardó en ser expropiado en sus riquezas materiales, insertadas en el entramado del régimen señorial, y defensor, pues, hasta última hora, de la servidumbre, y, como ese mismo régimen, refractario a la producción y el trabajo (espiritualismo, ascetismo, renuncia, etc), se erigió en un verdadero freno al desarrollo capitalista de las formaciones socioeconómicas en las que tal credo llegó a ser mayoritario. Tal y como aconteció en España.
Escribía Galdós, que «Por fin, al despertar en pleno siglo XIX, después de haber dormido la mona mística, nos encontramos con que los demás se nos han puesto por delante. Ellos viven bien, nosotros mal. Viendo lo que ellos son, hemos caído en la cuenta de que el dinero es bueno, de que la propiedad es buena, de que el lavarse no es malo….» Si el insigne novelista hubiera despertado y contemplado la España posterior a la Gran Recesión de 2008 no se habría sorprendido por el resurgir de una amplia constelación de diocesanos comedores sociales (del consabido y decimonónico puchero y de los más actuales macarrones con tomate frito) y de una renovada beneficencia católica, presurosos ambos a cubrir las necesidades de la gran pobreza sobrevenida.
En el contexto actual, salvando, claro, todas las distancias, siguen vigentes las palabras del cuasi socialista Galdós: «Y claro, ¿cómo ha de haber agricultura, cómo ha de haber industria en un país así? En una palabra, comparemos la raza que ha tenido por maestros a Dominguito de Guzmán y a Teresita de Ávila, con la que ha seguido a los dos Bacones, Rogerio y el Verulamo… Sí, señoras, los dos Bacones… ¿Ustedes no saben quiénes son estos caballeros? Lo explicaré otra noche. En cambio, conocen la vida de San Pedro Regalado y de otros tales que están en el Cielo por predicar que no debíamos comer más que tronchos de berza y algún pedazo de suela mojada en vinagre«.
Es la España de la Constitución del 78, la del Concordato y la de la especial consideración que se tiene hacia la Iglesia Católica.
Mientras en el centro y norte de Europa, el protestantismo, con su Reforma, acercó las masas a la letra impresa y las alfabetizó con ayuda de la traducción de la Biblia a las lenguas vernáculas y el desarrollo del culto a Dios en las mismas; aquí, en nuestra península, el Catolicismo mantuvo el latín en el culto y a las masas católicas en el analfabetismo. Allí se desarrolló un espíritu nacional, burgués y ciudadano; aquí, un espíritu caballeresco, monacal evangelizador y servil. Allí se construyeron Estados y Naciones; aquí, un Imperio y un vasto solar peninsular subdesarrollado, escasamente interconexionado y pasto de mil y un localismos. Allí, la industria, el comercio y el atesorar capital; aquí las penurias y deudas.
Incluso, hasta las burguesías hispanas más avanzadas, la vasca y catalana, pero tan católicas como la castellana (el carlismo, ese engendro ideológico que desangró, por dos veces, a la España del XIX y sin el cual no se explican los nacionalismos hispanos, llegó a abrazar el propósito de una república pontificia para España) sólo consiguieron desplegar un nacionalismo de médula blanda y de débil alcance (alimentado, a menudo, desde el ruralismo de la masía y el caserío, por la xenofobia) que les impidió, en su día, (cuando tocaba), hacerse de un estado propio, malogrando, por tanto, sus propias realidades nacionales.
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