Pocos tal vez recuerden que Laura Bush ejerció de feminista extrema cuando abogó por guerrear en Afganistán para terminar con «la opresión de las mujeres» bajo los talibán. Hubo toda una campaña internacional previa en favor de los derechos pisoteados de la mujer afgana y su «liberación» fue uno de los argumentos que EE.UU. y […]
Pocos tal vez recuerden que Laura Bush ejerció de feminista extrema cuando abogó por guerrear en Afganistán para terminar con «la opresión de las mujeres» bajo los talibán. Hubo toda una campaña internacional previa en favor de los derechos pisoteados de la mujer afgana y su «liberación» fue uno de los argumentos que EE.UU. y sus aliados reiteraron para invadir Afganistán el 7 de octubre de 2001. Como es notorio, el régimen talibán fue derrocado en noviembre, y en diciembre se estableció un gobierno de transición encabezado por Hamid Karzai, elegido presidente por el voto popular en 2004 y tal vez reelecto en las elecciones del jueves pasado.
Era más que duro y humillante el estatuto de la mujer afgana bajo el régimen talibán. Desde los 8 años tenían prohibido entrar en contacto con un hombre, excepto que fuera un familiar. Las mujeres no debían andar solas por la calle ni hablar en voz alta en público ni podían asomarse al balcón de su casa ni estudiar ni trabajar ni andar en bicicleta o en motocicleta o en taxi con el rostro descubierto, tenían que vestir burkas y de hecho vivían en arresto domiciliario. El castigo a las que violaban estas normas era público y cruel. A ocho años casi de tumbado el sistema, las cosas no han mejorado mucho.
Es cierto que algunas mujeres ocupan bancas en el Parlamento afgano y que millones de niñas asisten ya a la escuela primaria. Pero las restricciones aumentan para cursar la secundaria: sólo el 4 por ciento alcanza a terminarla. «La violencia contra las mujeres es endémica, son amenazadas en público y varias han sido asesinadas» (The Washington Post, 18.8.09). El «democrático» Karzai ha empeorado esta condición.
El 27 de julio último, quizás aprovechando los estrépitos de la guerra, puso una bomba silenciosa: la ley del estatuto personal chiíta, que faculta a los chiítas hombres a privar a sus mujeres de alimentación y sustento si éstas se niegan a obedecer sus demandas sexuales cuando las exijan. Los derechos de custodia de los niños quedan en manos de los padres y los abuelos y ellas deben pedir permiso a los maridos para trabajar. Las mujeres sólo pueden abandonar su domicilio si existe «un motivo legal urgente». Esta ley rige para la minoría chiíta del país y viola el artículo 22 de la nueva Constitución afgana, que declara que hombres y mujeres «tienen los mismos derechos y obligaciones ante la ley». También transgrede la Convención de las Naciones Unidas sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, de la que Afganistán es Estado Parte. Y más, claro: reimpone un régimen hogareño que los talibán aplaudirían a rabiar.
Karzai produjo un primer intento de promulgar estas regulaciones a comienzos de abril de este año, pero la protesta internacional lo obligó a prometer su modificación y, en efecto, se introdujeron algunas correcciones. Más bien en su redacción: «Expertos en la ley islámica y activistas de derechos humanos declaran que, aunque se ha cambiado el lenguaje de la ley anterior, permanecen muchas de las disposiciones que alarmaron a los grupos pro derechos de la mujer» (The Guardian, 15.8.09). Por ejemplo, la del tamkeen -señalada más arriba- que califica de «desobediente» a la mujer que no muestra prontitud en satisfacer el deseo sexual de su marido y que recibe entonces la penalidad consecuente: no hay sexo, no hay comida.
El presidente afgano destinó esta movida a ganarse el apoyo electoral de los chiítas ante el aumento alarmante de la popularidad de su contrincante más cercano, Abdulá Abdulá, que pasó en dos meses del 7 al 26 por ciento de la intención de voto. A pesar de sus promesas de mejorar la situación de las afganas, Karzai optó por satisfacer a quienes piensan todavía que la mujer es un objeto desechable. Durante la campaña electoral cortejó al ayatolá Mosheni, que se considera a sí mismo el líder de los chiítas del país, y a otros dirigentes musulmanes de línea dura. La consecuencia sería esta ley.
«Karzai ha cerrado el trato impensable de vender a las mujeres afganas a cambio del apoyo de los fundamentalistas en las elecciones del 20 de agosto», señaló Brad Adams, director para Asia de Human Rights Watch (Reuters, 14.8.09). «Se suponía que esta clase de leyes bárbaras -agregó– había sido relegada al pasado con el derrocamiento de los talibán en 2001.» Muchos críticos de la ley han recibido amenazas de muerte que se cumplieron con Sitara Achkzai, una prominente defensora de los derechos de la mujer que fue asesinada a balazos en Kandahar (www.hrw.org, 15.4.09). Pero Occidente aún no ha reaccionado ante las nuevas disposiciones. Tal vez porque Obama subrayó que la guerra en Afganistán no sólo es justa, también es necesaria.
Fuente original:http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-130439-2009-08-23.html