Algo está pasando y da la impresión de que no hay voluntad, ni ideas, de dar una respuesta a los problemas de fondo. Lo que sucede es evidente: hay una profunda crisis de legitimidad en los sistemas de democracia liberal. Los sistemas en los que el principio democrático se ejerce a través de un principio […]
Algo está pasando y da la impresión de que no hay voluntad, ni ideas, de dar una respuesta a los problemas de fondo. Lo que sucede es evidente: hay una profunda crisis de legitimidad en los sistemas de democracia liberal. Los sistemas en los que el principio democrático se ejerce a través de un principio liberal de legitimidad, en el sentido en que Rawls lo expone. Es decir, el uso del poder, aunque sea expresión democrática, debería ejercerse en un modo que podría ser aceptado por todos los ciudadanos/as en el uso de la razón.
Sin embargo, elección tras elección ganan relevancia las opciones políticas ajenas a los sistemas ideológicos y de partido que eran tradición. Y lo hacen en medio de una divisiones cada vez más profundas. Trump triunfa, en gran parte contra el propio partido republicano. Los candidatos en Francia que han alcanzado la segunda vuelta han representado a un nuevo partido, o a uno que recuerda poderosamente al discurso fascista clásico. El Brexit se elige en contra de los discursos oficiales de los grandes partidos. En Holanda el Partido de la Libertad, en Grecia Amanecer Dorado. Y un largo etcétera. Hay un lugar común que reúne a propuestas ideológicas enfrentadas: una especie de populismo, o apelación directa al pueblo, en contra de los privilegiados, del poder político y económico, que habrían perjudicado al ciudadano medio. Una identidad entre gobernantes actuales y corrupción, que daña a todas las instituciones. Un discurso que ha venido para quedarse: pero tiene difícil encaje en un sistema que busca el consenso potencial de todas las personas.
¿Por qué esta transformación?. ¿Cuáles son las fuerzas profundas, en el sentido en que las buscaban Renouvin y Duroselle?. ¿Cuáles son los grandes movimientos ideológicos, demográficos, sociales o tecnológicos que expliquen el cambio?. A menudo se apela a la crisis de 2008, pero lo cierto es que se da un aire de familia anterior. Trump recuerda a Berlusconi y Ross Perot, y, por lo tanto, al recurso a millonarios que, como grandes gestores privados de fortunas, podrían hacer milagros en la política. Y continúa, sobre todo, con la tendencia a evitar el discurso ideológico. El Brexit no parece tampoco algo nuevo, sino la reafirmación de un discurso nacionalista de tradición en el RU y otros países. Le Pen pertenece a un partido cuyas opciones son las que más recuerdan al fascismo. El discurso antisistema parece ya una tradición.
Quiero dar énfasis a uno de los elementos que une a todos los nuevos populismos. Una característica común del nuevo discurso político es el ultranacionalismo. Se defiende que los Estados retomen el control de su moneda y de las herramientas arancelarias que sean necesarias para promover el bienestar. Se culpa a la globalización de la pérdida de empleos y del aumento de la desigualdad. Posiblemente ningún otro proyecto haya dado tantos votos a Trump como el programa proteccionista: para defender a la industria norteamericana y promover así los empleos. Le Pen ha defendido, incluso, la existencia de dos monedas, como instrumento para recuperar la soberanía económica. El Brexit es justamento eso.
La globalización es un factor negativo para los consensos sociales. No lo es en su conjunto: la teoría económica indica que el comercio internacional aumenta la capacidad de crecimiento y mejora el bienestar de los países. El proteccionismo es, en general, dañino. Pero sí lo es en relación con los mercados financieros internacionales. La evolución en las últimas décadas ha quitado soberanía a los Estados para colocarla en los mercados de capitales. Ha desprovisto de valor a los votos democráticos, transfiriendo, de hecho, las decisiones a los grandes fondos de capital. La sensación de impotencia conduce directamente al populismo. Que no es la cura, pero sí el síntoma.
Desde los años 70 del siglo XX los Estados han tomado decisiones en dos sentidos: una furiosa desregulación de los mercados de capitales y una pérdida de toda capacidad de ordenación y control internacional, y coordinación efectiva entre países. El problema, pues, estriba en que se han desregulado los movimientos financieros internacionales, mientras se desmontaba dese 1971 toda la arquitectura de Bretton Woods que hubiera podido servir para dar una política internacional coordinada. El FMI ha quedado, apenas, como una instancia internacional de apoyo financiero, condicionado a la ejecución de políticas procíclicas, contra toda la teoría económica. Políticas que efectivamente, en nombre de la confianza, empeoran una y otra vez las recesiones de economías nacionales y provocan mayor pobreza.
Los mercados financieros son todas las transacciones cuyo objeto es sólo el dinero, desde acciones, a bonos, divisas, y un largo etcétera. Los principales Estados desmantelaron todo el control de esos capitales. La revolución informática y de las telecomunicaciones interconectó en tiempo real a todas las personas y lugares del mundo que participan. El resultado es que los grandes fondos y fortunas pueden poner en serios problemas a cualquier país, tanto más cuanto más pequeño sea. Pero es tal su volumen, que cada vez quedan menos Estados cuyas economías sean lo suficientemente grandes como para ejercer intervenciones eficaces.
Estas transacciones internacionales pueden apostar en contra de cualquier divisa, provocando costosas depreciaciones, o bien fuertes subidas de los tipos de interés y recesiones. Pueden restringir la financiación de la deuda pública, forzando al país a adoptar políticas fiscales recesivas que aseguren el pago de intereses, pero produzcan depresiones económicas. Crisis latinoamericana de 1994, crisis asiática de 1997, crisis zona euro desde 2009, etc. A lo que se añade la existencia de paraísos fiscales que privan a los países de una importante capacidad fiscal, y les impiden desarrollar una política fiscal racional.
El problema es que los votantes pueden expresar su preferencia por una política económica determinada y ver como esas estructuras de poder financiero cambian sus decisiones. Esto mina la democracia porque resta legitimidad. Es, sin duda, uno de los elementos centrales de la crisis política. ¿Soluciones?. Diseñar y establecer un sistema internacional coordinado que evitase que los mercados puedan desencadenar las crisis que afectan a los Estados y que estableciese un sistema de prohibiciones efectivas a los paraísos fiscales. Este proyecto debería de ir entrando en las diferentes opciones ideológicas, porque sólo así (condición necesaria, aunque no suficiente), puede restablecerse el consenso.
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