Conducía mi mini-mini-mini-saturn, prácticamente el único vehículo disponible para quien no fuera de la altísima, con 85% de insumo de etanol, por la gran avenida donde se había colocado el principal cartel alusivo a la hazaña de los Hermanos, los fundadores de Ecoecolandia, cuando me llamaron a través del Slim-phone para contarme que había un […]
Conducía mi mini-mini-mini-saturn, prácticamente el único vehículo disponible para quien no fuera de la altísima, con 85% de insumo de etanol, por la gran avenida donde se había colocado el principal cartel alusivo a la hazaña de los Hermanos, los fundadores de Ecoecolandia, cuando me llamaron a través del Slim-phone para contarme que había un evento de los grandes, que todavía no había sido reportado por Slim-tone ni había sido mostrado en pantalla por Slim-tonía, pero que ya se había convertido en el tema del día en los círculos no-oficiales.
No más daba la vuelta por la Plaza Milton Friedman cuando terminaron de contarme tan insólito acontecimiento. Resulta, según dicen estas lenguas no autorizadas, que se habían reunido unas doscientas personas, hecho insólito debido a la última de las 456 leyes antiterroristas y antisísmicas aprobadas en los últimos años por la Juntasi, es más, tan insólito que los cuerpos especiales dirigidos por el exsargentón estaban desprevenidos. Y no era para menos: no habían efectuado operativo alguno en meses, desde que aquel pobre diablo escupió al cartel de uno de los Hermanos de la Patria.
Lo que había sucedido, parece, es que después de una férrea resistencia legal, amparándose en cuanto documento antiguo y recurso mañoso se encontrase, se había logrado superar la resistencia de años de Walter Patrio y sus allegados, y se había logrado, para gloria de Ecoecolandia, vender el último pedacito de costa a inversores extranjeros. Ya se sabe: La naturaleza lo crea, y nosotros lo vendemos. Se podía afirmar, ante el mundo, que por fin se había cumplido la meta de un territorio enteramente globalizado. Pensaba yo en el pobre Walter Patrio, tan obstinado y tenaz, mientras miraba a lo lejos las gigantescas instalaciones de Ecoecotejido, en que se procesaban y preparaban los tejidos humanos, la sangre y demás ítems de exportación, que tanto habían enriquecido al Ministro de Necroeconomía de la administración gubernamental. Esto, claro está, quedaba muy cerca de la fábrica ecoecopacífica de componentes de armamentos ultramodernos.
Tan simbólico acontecimiento se celebró en grande en los círculos de la Altísima, atrincherados en los palacetes ultratech elevados a distancias seguras de la tierra que los demás pisamos, y que recibiría nuestros huesos si es que no se exportasen. Esto, por supuesto, lo supe después, a través de las gigantescas slim-pantallas ubicadas en los espacios públicos. Hasta invitaron a faranduleros y deportistas que no eran de la altísima, en un gesto poco usual para los tiempos. Se había cumplido así uno de los sueños de los fundadores de Ecoecolandia, y se podía pasar, ahora de manera definitiva, a tareas mayores, aunque nadie lograba realmente descifrar que más se podía hacer con lo poco que quedaba. Los ecoecobufetes, por otro lado, celebraban a lo grande, habían cumplido su faena patriótico-globalizadora, calculando que habrían de ser recompensados con algunos bonos, o quizás con alguna colocación en las carteleras de candidatos a la Juntasi.
Correspondía, próximamente, realizar las primeras elecciones (el nombre se mantenía por aquello del folklore de la prehistoria) en catorce años, y ya estaban listos los dispositivos mediante el cual los ciudadanos de categorías A, B y B1 podían, mediante alta tecnología, dar su aval a uno de los dos candidatos propuestas por la Altísima.
Me acercaba ya al desnivel ocho, donde está el busto de Llorch Dobleú, cuando recordé que tenía el compromiso de llevar a mis hijos adolescentes al Museo del Atraso. Les había hecho esta promesa después de que uno de ellos se hirió la pierna y tuve que llevarlo al Hospitalarium Benevolous Encima, conocido popularmente como «Hosbenencima». Lamentablemente se había vencido mi ecoecoseguro personal, y tuve que hipotecar cuatro salarios para recibir atención médica. Pero fue una experiencia dura para el muchacho, y le prometí que, con sus hermanos y hermanas, iríamos al Museo, que curiosamente, tiene una demanda tal que hay que reservar con al menos una semana de anticipación. La Altísima está conforme, no obstante, porque así se mantiene a la chusma de harrapientos ocupada.
En el Museo hay muestras extraordinarias, casi increíbles. Hay fotos y hasta algunos utensilios- dicen que unos fueron comisionados por algo que llamaban presidentes, que los utilizaron para cobrar sobornos (otra categoría anticuada ya muy, pero muy superada). Estos eran materiales destinados originalmente a algo que se llamó, ¿como es que era? «seguro social» o algo así. También cuentan que el colmo de la ineficiencia y la alcahuetería era algo que habían establecido nuestros antepasados del atraso llamado «aguinaldo».
No sé si mantener una exposición de este tipo es un acto de sadismo de algún funcionario o jerarca de la Juntasi, pero cuando fui aquella vez al Museo no podía evitar, viendo los rostros de las personas con vestimenta rala, de quinta categoría, notar que algo cambiaba en su mirada cuando veían las imágenes y los objetos exhibidos, lo llamaría quizás nostalgia, o esperanza, si es que la palabra no la hubieran prohibido hace ya algún tiempo, creo que fue en la Ley 87 del Espectacular Supremo.