Desde que Jorge M. Bergoglio sustituyó a Joseph A. Ratzinger en la cúspide de la burocracia eclesiástica, muchas personas han visto signos que parecen indicar que la Iglesia católica puede estar modernizándose y recuperando el espíritu de apertura del ya quincuagenario Concilio Vaticano II. Y si es cierto que, en apariencia, «el papa Francisco» está […]
Desde que Jorge M. Bergoglio sustituyó a Joseph A. Ratzinger en la cúspide de la burocracia eclesiástica, muchas personas han visto signos que parecen indicar que la Iglesia católica puede estar modernizándose y recuperando el espíritu de apertura del ya quincuagenario Concilio Vaticano II.
Y si es cierto que, en apariencia, «el papa Francisco» está lanzando mensajes que pueden hacer pensar de esta manera, una mirada más exhaustiva invita a pensar que con ello sólo se pretende una flexibilidad cultural suficiente para asegurar la supervivencia de la arcaica estructura de la Iglesia católica, fundamentada en un gobierno autocrático, un discurso colonizador y un ejército de fieles vasallos.
Jugando entre lo público y lo privado
En la configuración moderna del Estado, la burocracia eclesiástica carece formalmente de privilegios, pero si una numerosa ciudadanía católica toma posiciones colectivas, la iglesia se convierte en un agente socialmente legitimado para negociar con los estados y en el mercado. Así, después de siglos de dominio social y político, la única manera que encontró la oligarquía católica de mantener sus privilegios -a pesar de las ideas emancipatorias ilustradas- fue contar con un «ejército» de súbditos que se lo garantizara. Por este motivo, la burocracia eclesiástica necesita tener un ámbito de influencia que le sea propio, en el que pueda erigirse dueña y señora: el ámbito privado.
Así, al manejar la dualidad público-privado, lo que pretende la iglesia es distanciar dos expresiones de una misma realidad, erigiéndose en la conciencia de una de ellas (la privada) para controlar ambas. Su preocupación en el ámbito de la sexualidad y el aborto son una expresión de su deseo de control sobre el ámbito privado; su tenaz lucha contra la «educación para la ciudadanía» muestra el interés por ser la única institución legitimada para formar los valores (de nuevo el ámbito privado) del individuo.
El engaño de esta treta radica en que la distinción entre lo público y lo privado no existe: cada persona (lo privado) está moldeada por la sociedad a la que pertenece (lo público), al igual que ésta está moldeada por los individuos que la conforman. Son un continuo: no hay sociedad sin individualidades ni individuos sin sociedad. Y la burocracia eclesiástica sabe que tener capacidad de control sobre el individuo y la familia, es tener influencia sobre la organización social, política y económica. Su verdadera motivación al erigirse en estandarte de la moral no es la vida, la dignidad o las «buenas obras», es su propia supervivencia como grupo privilegiado.
Esto explica, por ejemplo, que no haya ninguna correlación entre la estridente lucha que mantiene la iglesia contra el aborto y sus escasas manifestaciones contra el militarismo. ¿Es que tiene más derecho a la vida un embrión que una víctima de un conflicto bélico? Evidentemente, no; pero el aborto (y no así la guerra) entra dentro del «ámbito privado» que la iglesia pretende controlar.
La mercantilización de los sacramentos
Y como se trata de una cuestión de números, la iglesia ha mantenido una estrategia burda pero efectiva para asegurarse a sus súbditos: la mercantilización de los sacramentos. El bautismo, la eucaristía (en particular la «primera comunión»), la confirmación y el matrimonio no exigen una demostrada coherencia con el «estilo de vida de Jesús», sólo una manifestación expresa de fe: cualquiera puede acceder a los sacramentos si consiente decir las palabras adecuadas.
Con la costumbre de su parte y sin muchas exigencias, la iglesia vende sacramentos en el mercado de la fe para asegurarse el mayor número posible de fieles y, con ello, su capacidad de influencia política y sus privilegios. Frente al discurso de que es dios quien da sentido a todo, en la práctica, aquello que legitima hoy a la iglesia es la aceptación de sus productos en el mercado. En términos económicos se diría que, en vez de una estrategia de diferenciación, la iglesia ha asumido una estrategia de costes: vende barato para hacerse con el liderazgo.
Una contradicción que supone que la iglesia refuerza al mercado -y no a dios- como sacro central de nuestro tiempo: es a Él (el Mercado) a quien se debe. En otra época, si hubiera habido quien pudiera hacerlo, la burocracia católica habría sido juzgada por herejía.
Dos iglesias que suman privilegios
Esta aseveración lleva a plantear necesariamente que existen dos iglesias: la del cuerpo burocrático (papa, cardenales, arzobispos, obispos, sacerdotes y diáconos) y la iglesia laica o seglar.
En el cuerpo burocrático, jerárquicamente organizado y con una fuerte jefatura del papa, reposan todos los poderes de la iglesia: es donde se genera todo el «cuerpo legislativo», se concentra todo el «poder ejecutivo» y donde se dirimen todos los conflictos. Con él conviven además grupos de laicos y laicas, por lo general agrupados en torno a parroquias, que aceptan y se sienten parte de ese entramado. Esta iglesia es la que mantiene sus privilegios sociopolíticos gracias al mercado de los sacramentos.
La otra iglesia, la más multitudinaria, está conformada por todas aquellas personas que han accedido a los sacramentos bien porque son convenciones sociales, bien porque son vividos como ritos de paso. Un uso de los sacramentos que poco tiene que ver con la fe o el compromiso con el «estilo de vida de Jesús». En muchos de estos casos ni siquiera se acepta a aquel cuerpo burocrático como cuerpo mediador entre el ser humano y dios: de ahí la famosa frase «creo en dios, pero no en la iglesia». Paradójicamente, este nutrido grupo laico es el que legitima la influencia política de «los curas».
La obra social de la iglesia
En la obra social de la iglesia podríamos incluir a Cáritas, algunos hospitales, centros asistenciales, etc: instituciones cuya función es atender a personas con determinadas necesidades especiales. Sin duda, un trabajo tan imprescindible como insuficiente, porque tan importante es el cuidado de esas personas como transformar la estructura social que permite las situaciones que padecen y el imaginario colectivo que las condena.
De hecho, puede decirse que cualquier actuación sobre la realidad oscila siempre entre una posición «colaboradora» y otra «transformadora»: si no se presta atención a la transformación de la realidad, se la está manteniendo. Y la principal carencia de la obra social de la iglesia es que no tiene vocación transformadora, por lo que se está perpetuando las condiciones que provocan los grandes retos que afronta hoy el ser humano, en teoría «hombres y mujeres iguales a los ojos de dios».
Esta situación, lejos de ser casual, es fruto de los privilegios que anhela mantener la burocracia eclesiástica: si ya han vendido su dios al Mercado, ¿que sentido tendría contrariar a las grandes fuerzas políticas y económicas con las que quiere codearse?
La experiencia de la transcendencia y las misiones de la iglesia
Mención aparte requiere otra obra social de la iglesia que, en el fondo, no es tal: las misiones y ONGD católicas. Mostradas al mundo como un ejercicio de solidaridad, la verdadera razón de su existencia (tampoco se oculta) es la evangelización: «llevar la luz de Cristo a todos los pueblos del mundo». Esta misión es consecuencia de la visión sobrenatural de dios: si existe un ser omnipotente al que se atribuye la creación del universo, la lógica exige que no existan otros dioses en competencia. Sin embargo, si se percibiera a dios como una manifestación cultural de la trascencedencia, podrían comprenderse y respetarse otras manifestaciones culturales diferentes de esa misma realidad.
Desde la perspectiva social, las misiones de la burocracia eclesiástica obvian toda crítica al ideario economicista, desarrollista y globalizador que supone el proyecto modernizador de Occidente. Como misión evangelizadora, y aunque «el espíritu pueda actuar donde y como quiera», la iglesia sigue manteniendo el discurso etnocéntrico de que su fe es la única verdadera.
Como resultado, los proyectos sociales y evangelizadores de la iglesia suponen la imposición del modelo de vida occidental a todos los pueblos del mundo, además de una agresión a la diversidad de los sistemas simbólico-culturales de interpretación de la trascendencia y la pertenencia al cosmos. Hoy, como antaño, la cruz sigue acompañando a la espada en la colonización del mundo.
Cuestiones clave que no parecen preocupar a la iglesia
El mundo de hoy necesita respuestas nuevas a cuestiones que no lo son tanto. Y aunque la mayoría de ellas ya están siendo respondidas por movimientos sociales, rara vez la iglesia se pronuncia y toma postura, más allá de discursos vacíos de toda coherencia.
Uno de los más importantes se refiere a los estrechos vínculos que existen entre el Estado, el Mercado y los ejércitos, y cómo entre las tres instituciones se promueve la canibalización de unas personas por otras, de unos pueblos por otros, en nombre del progreso, con la libertad de Mercado por bandera y en pos de la acumulación de riquezas.
La posición de dominio del hombre sobre la mujer y el marcado carácter etnocéntrico de los vínculos de Occidente con los demás pueblos del planeta es otra de esas cuestiones; ya que provocan relaciones de fuerza asimétricas entre las personas en función de su sexo o por su origen étnico, siempre a favor del hombre blanco.
También es importante dar una respuesta global al problema medioambiental: la razón, la ciencia, la técnica y el trabajo son los elementos que han llevado al mundo occidental a percibirse superior a la naturaleza, objetivarla e instrumentalizarla. El resultado es ya conocido: la expoliación de recursos; la pérdida de la biodiversidad; la contaminación atmosférica, de la tierra y de los océanos; el calentamiento global…
Por fin, el aumento del precio de los combustibles, la deslocalización de los procesos productivos, el actual desmantelamiento de los derechos laborales y de nuevo la destrucción del medio ambiente hacen ya difícil e inconveniente el acceso a puestos de trabajo tradicionales, ¿de qué manera puede afrontarse la necesidad de nuevos sistemas de valores y estrategias de supervivencia personales y colectivas?
Una sola Iglesia con «sabor a Evangelio»
Desde el convencimiento de que no existe un ser sobrenatural con personalidad propia, capaz de pensar, sentir y actuar en y sobre el mundo; tampoco parece que defender la existencia de ese ser «todopoderoso» tenga que promover necesariamente un imaginario perverso: el «dios-padre»(1) es la parábola con la que se mostró la idea de la trascendencia al pueblo (judío) más humilde, ofreciéndole así una utopía que podía dar sentido a sus vidas e incluso a su muerte.
En cualquier caso, aunque el lenguaje, las metáforas y los símbolos de Jesús pudieran haber sido revolucionarios en su tiempo, mantener hoy ese imaginario puede dificultar una manera propia de transitar nuestro camino a la trascendencia. De hecho, nuestra cultura respeta a un ser consciente imaginado sin llegar a aceptar que ese «dios» puede no ser más que una antigua parábola del cosmos(2).
Ahora bien, afirmar esto no puede llevarnos a negar la posibilidad de que otras personas o grupos puedan hacer una interpretación actualizada de los evangelios, porque al margen de las dos iglesias a las que ya se ha hecho referencia, es innegable que también existe un tercer sector de personas que vive su fe desde una opción que ahonda en las raíces de la pobreza y en la relación de ésta con el contexto medioambiental, cultural, político y económico. Un sector que entiende que el estilo de vida cristiano necesita, más que grandes declaraciones voluntaristas, un análisis profundo de las realidades del planeta, un compromiso de denuncia de toda forma de explotación y un quehacer cotidiano coherente con tales análisis y compromiso.
Sin embargo, este tercer sector es sistemáticamente ignorado y ocultado -cuando no condenado- por la burocracia eclesiástica, que ve en el «sabor a Evangelio» una amenaza a sus privilegios. Y no es sólo que el verdadero sentido del cristianismo pueda encontrarse en este tercer sector, es que las otras dos iglesias son una realidad contra la que es imprescindible movilizarse: bien por su complicidad con los grandes centros de decisión «global» del planeta, bien por su pasividad ante los grandes retos que afronta hoy el ser humano.
Esta verdadera Iglesia, que poco o ningún espacio tiene para «transformar la iglesia desde dentro», debe sentirse legitimada incluso a hacer lo que cuentan los evangelios que hizo Jesús a los mercaderes del templo, porque ¿en nombre y en beneficio de quién hace negocios y mantiene su influencia la burocracia eclesiástica?
Notas
(1): El propio Jesús no es otra cosa que el arquetipo de héroe mitológico clásico, probablemente al servicio de algún grupo religioso liderado por los evangelistas.
(2): Dios, como representación del cosmos, no adquiere entidad por sí mismo ni cuenta con un especie de «espíritu propio»: es más un artificio humano, una propiedad, un sentido que le damos al percibirlo; la manera en que nuestra mente dota de significado a la realidad en la que se circunscribe; el valor simbólico con que nuestra especie lo desborda todo en su mirada consciente.
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