En América del Sur, allí donde existen gobiernos progresistas, las izquierdas que no participan de esas administraciones han navegado casi en solitario. Pero poco a poco se están reorganizando, alimentadas por las contradicciones de esos gobiernos. En Ecuador ese proceso se está acelerando, y una coordinadora de partidos y grupos de izquierda logró unificarse para […]
En América del Sur, allí donde existen gobiernos progresistas, las izquierdas que no participan de esas administraciones han navegado casi en solitario. Pero poco a poco se están reorganizando, alimentadas por las contradicciones de esos gobiernos. En Ecuador ese proceso se está acelerando, y una coordinadora de partidos y grupos de izquierda logró unificarse para presentar un candidato presidencial único para las próximas elecciones. Los gobiernos progresistas sudamericanos son un conjunto muy heterogéneo: van desde la impronta bolivariana de Hugo Chávez en Venezuela, hasta la moderación institucionalizada uruguaya. Todos ellos se han presentado como promotores de cambios, en unos casos revolucionarios -de acuerdo a las versiones de Bolivia, Ecuador y Venezuela-, y en otros más modestos, como el «protosocialismo» que defienden algunos integrantes del Frente Amplio.
En ese contexto, los grupos de izquierda que no integraron inicialmente esos gobiernos quedaron muy relegados, con un bajo perfil y en muchos casos con escasa adhesión electoral. Pero a medida que los años se sucedieron, acumularon contradicciones, sumaron unas cuantas desilusiones, y esa izquierda que estaba fuera de los gobiernos comenzó a reorganizarse. Este viene siendo un proceso lento y trabajoso, por ejemplo en Argentina y Brasil, pero ha cobrado un fuerte ímpetu en Ecuador.
Tensiones y desilusiones
Mirando la situación ecuatoriana con ojos uruguayos parecería que en ese país está en marcha un gobierno mucho más volcado a la izquierda.
El actual gobierno ecuatoriano es liderado por Rafael Correa, quien asumió inicialmente en 2008 tras un período de profunda crisis política y económica. Después de la caída de Lucio Gutiérrez, un grupo de líderes políticos y ciudadanos que durante años venía pujando por una renovación de la política partidaria conformó el movimiento Patria Altiva i Soberana [sic] (pais), desde donde catapultaron a Correa. Éste exhibió una gran capacidad para de-sempeñarse como candidato, con buenas dosis de carisma, complementando su formación como economista. Ya en el gobierno, logró avances iniciales significativos en varios frentes: lanzó con éxito la redacción de una nueva Constitución, fortaleció a un aparato estatal muy debilitado, aumentó su control sobre los recursos petroleros, redujo la pobreza, instaló programas de asistencia a los más pobres por medio de pagos mensuales, fortaleció la obra pública, y el país apareció como un destacado promotor de la integración latinoamericana. La retórica del gobierno es por momentos muy fuerte, en comparación con las escalas uruguayas, dados los repetidos llamados a la «revolución ciudadana» o el «socialismo del siglo xxi».
Se hicieron muchas cosas, y en un lapso corto. Pero con el paso del tiempo la administración de Correa también comenzó a mostrar tensiones y no pocas contradicciones. Se mantuvieron estructuras económicas tradicionales, la reducción de la pobreza se enlenteció y se cayó en discutibles batallas contra el periodismo. El papel del país como exportador de materias primas se reforzó, y Correa se lanzó a promover la minería a gran escala a cielo abierto.
Reclamos y protestas ciudadanas comenzaron a volverse más frecuentes. La respuesta de Correa fue, en unos casos, burlarse de ellas, tratándolas de infantilismos de izquierda; en otros las criticó duramente, y más recientemente se enfrascó en judicializarlas y criminalizarlas.
Si se repasan estas y otras particularidades de la situación ecuatoriana, sin duda hay muchas diferencias con Uruguay, pero también aparecen unas cuantas similitudes, como el reforzamiento de una economía exportadora de materias primas o la insistencia en la minería.
Entre esos avances y retrocesos, distintos actores de la izquierda ecuatoriana que inicialmente fueron apoyos clave para el gobierno comenzaron a desilusionarse, y poco a poco abandonaron el gobierno, o quedaron en posiciones contrarias.
Es cierto que este fenómeno de la «desilusión» es una sombra que está presente en otras izquierdas gobernantes. Ocurre allí donde muchos actores políticos consideran que la marcha gubernamental no cumple con las expectativas de lo que podría llamarse un «espíritu de izquierda». Esto puede deberse a muy distintos motivos; por ejemplo, que unos esperaban reformas económicas más profundas, mientras que otros consideran que su propio sueño de la revolución no se concretó.
Paralelamente, el progresismo gobernante alimenta esta situación al presentarse a sí mismo como la única opción viable de cambio, como la verdadera representación de la izquierda, y cerrando prácticamente todas las puertas al debate y la renovación ideológica. Esto hace que muchos militantes abandonen las cuestiones políticas.
Ese humor estuvo muy presente, para poner un caso, en Brasil durante la campaña de reelección de Lula da Silva en 2006, y es ahora muy claro en Bolivia, frente a la marcha del gobierno de Evo Morales. En este terreno hay similitudes con Uruguay, donde también se palpa una mezcla melancólica de desilusión y desinterés de una porción de la izquierda frente al gobierno de José Mujica.
De todos modos, muchos de los que se colocaron por fuera de los apoyos o participación en estos gobiernos en una primera etapa parecen evitar el debate público. Para varios de ellos la razón es muy simple: más allá de sus diferencias con esos gobiernos, entienden que la oposición conservadora es mucho peor, y no desean que sus cuestionamientos puedan fortalecerla. Esto sin duda está presente en Bolivia, donde la derecha política defiende ideas muy conservadoras, sigue añorando las reformas neoliberales y tiene unos cuantos reflejos autoritarios. En Brasil, en cambio, la situación es mucho más compleja, ya que parte de esos sectores conservadores son aliados del Partido de los Trabajadores en la coalición que sostiene al gobierno.
Pero esas actitudes no duran para siempre. La postura de muchos desilusionados cambia, regresan sus ánimos militantes, entienden que su número es cada vez mayor y por lo tanto ven posible el retorno a la militancia, renace la discusión ideológica, y se tejen nuevas alianzas con los movimientos sociales. Parecería que en algún momento se cruza un umbral, y muchos de esos actores desencantados o retraídos comienzan a reorganizarse, reaparece la pasión y retornan a la arena política. Eso es lo que estaría pasando en Ecuador.
Reorganización
Los distintos partidos de izquierda y movimientos sociales que no participan del gobierno de Correa iniciaron un proceso de acercamiento. Su primera meta fue lograr la unidad, lo que no siempre es sencillo. Ese esfuerzo fructificó en la Coordinadora Plurinacional por la Unidad de las Izquierdas, con una composición mixta. Por un lado la integran partidos consolidados, como el Movimiento Popular Democrático (mpd) o el Pachakutik (que es la expresión de las organizaciones indígenas), grupos políticos (que provienen por ejemplo del socialismo), y por otro lado movimientos como Montecristi Vive.
Ante la necesidad de comenzar a prepararse para las elecciones presidenciales de 2013, esta coordinadora apeló a una práctica novedosa: seis precandidatos presidenciales recorrieron el país conjuntamente para presentar sus propuestas. El proceso finalizó el 1 de setiembre, en una convención con unos 5 mil participantes, donde se eligió a Alberto Acosta como candidato presidencial.
Acosta es un economista nacido en Quito en 1948 y con más de tres décadas de militancia junto a los movimientos sociales y las izquierdas ecuatorianas. En esto se diferencia de Correa, quien es un recién llegado a la política. Pero a la vez, Acosta estuvo muy cerca de Correa, ya que fue uno de los ideólogos clave de la conformación inicial del movimiento pais, fue ministro de Energía y Minas en el primer gobierno del actual jefe de Estado, seguidamente fue el candidato más votado a la Asamblea Constituyente, de la que fue designado presidente.
En los trabajos de esa Constituyente, a inicios de 2008, se acentuaron las contradicciones entre Acosta y Correa, y entre una izquierda renovada y un progresismo convencional. Mientras que Acosta deseaba profundizar el esquema de derechos y garantías de la nueva Constitución, Correa buscaba acelerar las deliberaciones para poder retomar su campaña política. En aquellas circunstancias, Acosta renunció a la presidencia de la Asamblea Constituyente. A partir de ese momento se acentuó el perfil de Correa volcado al progresismo extractivista, calificó a quienes lo critican por izquierda como «infantiles», indicó que la nueva Constitución tiene demasiadas garantías, y aplicó medidas de judicialización contra sus críticos (según algunos análisis hay más de 200 líderes ciudadanos con causas judiciales abiertas).
A pesar de sus antecedentes, Acosta no es un político clásico. Algunos dirían que es casi uruguayo: es sobrio, no canta ni baila en los actos políticos, algo que otros candidatos han vuelto tan común. Es uno de los economistas más respetados de Ecuador, ha sido docente universitario pero también acompañó a los movimientos sociales, por ejemplo aquellos que denunciaban la deuda externa. Mantiene relaciones estrechas con los movimientos indígenas, defiende posturas de pluralidad cultural, y es también un defensor de los derechos de la naturaleza. Estos rasgos son muy difíciles de encontrar en Uruguay, donde los más encumbrados economistas en el gobierno han dejado de discutir algunos temas de la izquierda clásica, como el endeudamiento extranjero, y ahora celebran a las calificadoras de riesgo. Y por cierto, están muy lejos del ambientalismo.
Todo esto hace que la candidatura de Acosta posiblemente represente uno de los primeros ejemplos de una divergencia entre izquierda y progresismo. La primera mirada busca una renovación de los compromisos con la justicia social y ambiental, desde una visión crítica del desarrollo contemporáneo, mientras que la segunda se mantiene enfocada en lograr el crecimiento económico y asegurar la inversión extranjera como ingredientes clave para una justicia muy recostada en la redistribución económica.