Quién da lecciones de democracia Los medios de comunicación, los círculos académicos dominantes y la opinión pública española más superficial y extendida coinciden en mirar a América Latina con una combinación de arrogancia, paternalismo y condescendencia. Desde hace años, Europa, y el Estado español como su cabeza de puente en la región, se han permitido […]
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Quién da lecciones de democracia
Los medios de comunicación, los círculos académicos dominantes y la opinión pública española más superficial y extendida coinciden en mirar a América Latina con una combinación de arrogancia, paternalismo y condescendencia. Desde hace años, Europa, y el Estado español como su cabeza de puente en la región, se han permitido dar lecciones de democracia: recomendar procedimientos e instituciones, tutelar procesos políticos y desaconsejar opciones o liderazgos considerados una amenaza para la democracia.
El adjetivo de «populistas» ha sintetizado la arrogancia eurocéntrica con la que los más variopintos «expertos» y analistas han descalificado experiencias políticas que consideraban propias de sociedades inmaduras y de una inestabilidad crónica. Que el término no haya recibido hasta ahora una definición unívoca y consolidada no ha sido óbice para que se revelase como una potente arma de deslegitimación. De este asunto me he ocupado en otros textos2, pero hay una relación directamente proporcional entre el uso propagandístico de la palabra y su pérdida de utilidad para el análisis político. Las tensiones en torno a su uso despectivo podrían indicar algunas posibilidades de reflexión crítica sobre la concepción liberal imperante de la democracia, profundamente desconfiada de la implicación masiva y directa de la gente común en política.
En los últimos tiempos, sin embargo, América Latina está viviendo un proceso de giro hacia gobiernos progresistas en la mayor parte de los países, que comparten, con sus particularidades, una agenda de recuperación del rol del Estado en la economía, redistribución de la renta, inclusión ciudadana, y reclamación de la soberanía nacional en el marco de un esfuerzo hacia la integración regional.
Tras casi dos décadas de escenarios políticos dominados por el consenso neoliberal, la subordinación a las Instituciones Financieras Internacionales y el cierre del horizonte político en la gestión mercantil, el subcontinente vive en la actualidad un proceso de renacida discusión e innovación política, tras una sucesión de profundas crisis políticas y rupturas del orden instituido.
En este artículo se defenderá que es posible encontrar en la política española -y en menor medida europea- algunos de los factores presentes en las crisis políticas de los regímenes neoliberales en Latinoamérica. Son obviamente mayores las diferencias que las similitudes. Pero es, en rigor, tan productivo comparar procesos muy similares para señalar sus pocas pero relevantes diferencias, como contrastar procesos aparentemente muy diferentes para detenerse en algunas coincidencias significativas. Este segundo camino es el que se emprende a continuación.
2. La gestión postpolítica de la crisis en Europa
La crisis económica que sacude Europa va acompañada de un progresivo «cierre» de los diferentes si stemas políticos -incluyendo el precario entramado político de la Unión Europea, de mayores carencias democráticas- generado por la extensión de un relato tanto más difícil de contestar cuanto se pretende inexistente y, por supuesto «apolítico».
Se trata de lo que algunos autores 3 han denominado la «postpolítica», como forma de anestesiar el conflicto mediante una operación que estrecha al máximo el abanico de opciones «razonables» sobre las que la ciudadanía puede pronunciarse, al mismo tiempo que intensifica hasta extremos histriónicos la discusión dentro de ese claustrofóbico marco.
El neoliberalismo se convirtió en sentido común en gran medida gracias a que consiguió deslizar como «naturales» proposiciones fuertemente ideológicas. La mistificación de la técnica y la gestión, como asuntos de expertos extraños a las arcaicas y rígidas posiciones ideológicas, han sido herramientas fundamentales en la producción de un imaginario que, predeterminando al máximo las preguntas posibles, se aseguraba de obtener siempre las mismas respuestas. La confianza en el mercado como agente de progreso y asignaci ón de recursos, la denigración sistemática de lo público y lo colectivo como reductos de ineficiencia, pereza y atraso, y la multiplicación de la creencia en la movilidad social ascendente sólo en términos individuales, han sido tres líneas de particular impacto en la conformación de una nueva subjetividad neoliberal.
No obstante , la consistencia de este relato depende también de la capacidad sistémica real de satisfacer al menos parte de las expectativas generadas. En los países periféricos de la Unión Europea, la crisis capitalista ha producido fundamentalmente un resquebrajamiento del horizonte de desarrollo y prosperidad compartido, sin que la oligarquía dominante parezca tener con qué sustituirlo.
Este contexto ha sido hasta ahora un campo fértil para la anomia social, la desarticulación política y formas difusas de fascismo social en tanto que «odio del penúltimo hacia el último».
La disputa fundamental en esta fase es por tanto la del sentido. Hace falta ensanchar los límites que durante décadas han constreñido la política, con el there is no alternative , que hoy nuestros gobernantes siguen invocando -¡30 años después!- para imponer recetas regresivas que socializan la pérdidas de unos pocos, en nombre de una pretendidamente unívoca lógica económica que hoy suplanta de facto a la soberanía popular como fuente de legitimidad de las decisiones públicas.
En un libro de entrevistas recientemente publicado por Marta Harnecker, el actual canciller ecuatoriano, Ricardo Patiño cuenta la infinita sorpresa con la que reaccionaron los representantes del FMI y el BM expulsados de la reunión y del país cuando fueron a «recomendar» al recién electo Gobierno de Rafael Correa que no dejase de pagar la deuda externa y sus intereses 4 . De manera similar ocurrió en Bolivia cuando el Gobierno de Morales tuvo la «osadía» de expulsar al embajador norteamericano que conspiraba para el enfrentamiento civil, o de confiscar los pozos de gas y obligar a una renegociación de los contratos favorable al Estado boliviano. La transformación más importante, la que probablemente sobreviva a los actuales gobiernos, es la de las expectativas y los marcos de interpretación de la vida política nacional: lo que ya nunca más será tolerable, lo que se considera ya un deber público para con sus ciudadanos, lo que se es consciente de poder hacer.
En dura conflictividad con los sectores dominantes tradicionales, hoy atrincherados en las limitaciones que el Estado liberal heredado le pone a la soberanía popular, los gobiernos progresistas latinoamericanos están marcados por un sí se puede que ha trastocado para siempre sus escenarios políticos y que incluso, de manera paradójica, les provoca no pocas tensiones, puesto que se ha producido una saludable ampliación de las expectativas y la conciencia subjetiva de la ciudadanía de ser portadora de derechos, a veces a un ritmo inferior al que los ejecutivos de izquierdas están respondiendo.
3. Latinoamérica: la ruptura como orígen de los go biernos de izquierdas en la región.
Los gobiernos progresistas, hoy claramente mayoritarios en América Latina, son en casi todos los casos herederos más o menos directos de procesos de crisis de los diferentes sistemas políticos nacionales, atenazados por el aumento de las necesidades sociales producto de las reformas neoliberales y la disminución de la capacidad estatal para resolverlas.
En los casos menos agudos, éstas se manifestaron como un descrédito generalizado de las élites que hasta el momento habían monopolizado la representación y articulación de la voluntad popular general, acusadas de corruptas, ineficaces y egoístas. En estos casos, fuerzas o líderes políticos outsiders consiguieron resultados imprevistos capitalizando el descontento «antipolítico» y prometiendo una renovación de la vida política nacional signada por la inclusión ciudadana y el esfuerzo prioritario en política social.
En los casos más profundos, particularmente en el área andina, las crisis de autoridad de los gobernantes entroncaron con una histórica anemia estatal, convirtiéndose en verdaderas crisis de régimen. En estos casos, fuerzas políticas que se postularon con éxito catalizadores de una acumulación de fuerzas extra y, en cierta medida, antiinstitucionales, llegaron al Gobierno con programas de recuperación de la soberanía sobre los recursos naturales, el retorno del Estado como coordinador de la actividad económica a favor del desarrollo endógeno y la redistribución de la renta, y reconstrucción estatal para poner fin al secuestro oligárquico de la política.
En todos los casos, sin embargo, las movilizaciones contra los costes sociales de las políticas de ajuste neoliberal tuvieron el efecto de saturar y, después, resquebrajar, el consenso del pluralismo limitado. Como quiera que «el modelo» era robusto en la medida en que descansaba sobre una coalición de fuerzas políticas, intelectuales y periodistas de variada procedencia ideológica, su impugnación fue tanto más fuerte cuanto más se habían entrelazado las posiciones de todos ellos.
Los ciclos de irrupción de masas compartieron en un primer momento la expresión de carencias de diferente tipo, insatisfechas e irrepresentadas en las instituciones existentes, pero continuaron siempre con la saturación del pluralismo limitado y los canales de participación, para agrupar simbólicamente a las élites como una y la misma cosa, opuesta de forma evidente a los intereses de las mayorías sociales.
El paso de la proliferación de protestas a la resistencia destituyente y después a la propuesta de horizonte político de transformación requirió siempre de una construcción identitaria relativamente nueva: la generación de un pueblo que fuese al mismo tiempo el conjunto de los diferentes sectores empobrecidos y la pretensión de la encarnación de la soberanía de la nación. Esta fue siempre una operación que heredaba narrativas preexistentes, pero que las rehacía en relatos nuevos que descolocaban a todos los actores tradicionales, incluida la izquierda tradicional, que frecuentemente se quedaba en los márgenes de la vida política como autoproclamada guardiana de las esencias ideológicas.
El neoliberalismo había pulverizado los pequeños núcleos de clase trabajadora fabril o minera y con ella su protagonismo simbólico entre la población subalterna, y había desarmado intelectualmente a las distintas fuerzas de izquierdas. Así, no es extraño que las identidades creadas fuesen, en términos ideológicos, amorfas y ambivalentes: esa fue precisamente, en un escenario de fragmentación, la condición que permitió la cristalización de bloques sociales subalternos tan amplios como heterogéneos. Su carácter ideológico a menudo vino por la amalgama de antineoliberalismo, desarrollismo nacionalista y dignificación de las clases subalternas.
En cada caso, además, el papel de liderazgo le correspondió a personas y grupos que por diversas razones habían salido inmunes de los procesos de cooptación neoliberal y de degradación moral del régimen, y podían postularse como tan externos a las élites como internos al pueblo múltiple en construcción: un militar nacionalista y progresista que había encabezado un golpe fallido contra un Ejecutivo neoliberal y corrupto, un sindicalista campesino repudiado por la élite blanca de su país y perseguido por la DEA norteamericana o un economista crítico despedido de su puesto de ministro por haberse opuesto frontalmente al pago de la deuda externa cuyo prestigio académico le distinguía de las redes clientelares, por citar los más conocidos. La traducción político-electoral del malestar acumulado operó siempre a través de la figura de un líder carismático, que encarnase la exterioridad radical con el viejo orden, y funcionase como cemento de una alianza dispersa en un contexto de descomposición de las identidades de clase y crisis ideológica de la(s) izquierda(s).
En todos estos procesos destituyentes y de conquista del Gobierno por fuerzas progresistas, el primer paso fue la identificación, agrupación y denigración de ellos como una casta parasitaria, incapaz y sometida a los dictados extranjeros más que al mandato democrático de sus ciudadanos. El segundo paso fue, en torno a elementos simbólicos de alto poder cristalizador y aglutinante -una identidad nacional resignificada, un liderazgo carismático, una oposición visceral a la oligarquía, una fecha heroica de movilización- articular la multiplicidad dispersa de frustraciones en un programa de poder político. Finalmente, y pese a la extraordinaria acumulación de poder político desde abajo en las diferentes experiencias de autogestión, autonomía y contrapoder, fue el mecanismo electoral el que permitió a las nuevas identidades populares en despliegue cortocircuitar el relevo de élites y la reoxigenación del sistema político y abrir procesos rupturistas y constituyentes de reconstrucción estatal. Allí donde esto no sucedió, magníficas experiencias de autoorganización fueron absorvidas o neutralizadas en cuanto el régimen se repuso de sus crisis de legitimidad, frecuentemente a través de procesos electorales que produjeron recambios en el Gobierno.
4. Las dificultades para la ruptura en España
En el Estado español, aunque con diferencias en los subsistemas políticos de las naciones con correlaciones de fuerzas particulares, se vive una situación de descrédito de la política y los políticos, fruto seguramente del empeoramiento de las condiciones de vida de grandes sectores de la población, pero también de la llamada «desafección democrática» por la que la ciudadanía percibe que la participación política se desvaloriza. No obstante, este alejamiento de la política no ha tenido un carácter progresista, pues no se ha traducido en un regreso o revitalización de identidades y pertenencias asociativas y comunitarias, sino a una pléyade de identificaciones comerciales efímeras y ferozmente particularistas, fruto de una crisis de largo aliento de las identidades populares.
Sin embargo, el 15-M ha supuesto un hito en la politización de la indignación y la desafección, puesto que ha conseguido, merced a su «laicidad ideológica» reunir a gentes de procedencia muy diversa y fraguar una mínima pero imprescindible identidad compartida, inicialmente en torno al uso de la calle como espacio público de expresión y agregación, a algunas referencias simbólicas de muy rápido reciclaje, y a una oposición difusa contra el orden existente.
Quienes critican las supuestas contradicciones o ambivalencias del 15-M, supuestamente desde su izquierda, deberían preguntarse por qué actores políticos tan coherentes y «puros» no han cosechado más que una exasperante marginalidad. El 15M ha podido «poner patas arriba» la política española porque se ha movido entre el sentido común de época, conservador y disperso, y la progresiva resignificación de algunos de sus términos – democracia, justicia, pueblo , ciudadanía , violencia – en un sentido que lo oponía a las élites dominantes. Sólo gracias a que ha inventado más que repetido, y a que ha barajado y repartido las lealtades de nuevo, el 15M ha sido capaz de construir agregaciones alternativas con capacidad mayoritaria donde antes la suma de la adhesión al régimen y la resignación bloqueaban cualquier perspectiva de cambio político 5 .
Al movimiento le falta mucho camino por recorrer, y a partir de ahora será mucho más complicado porque la contraofensiva -como hemos visto con la reforma constitucional- se ha puesto en marcha, pero es su capacidad de acuñar nombres y sentidos compartidos la que permite ser optimistas. Hace 5 meses, hablar de pueblo y régimen habría sido de marcianos, puesto que, efectivamente, se trataba de referencias que no anclaban en ninguna percepción socialmente relevante. Hoy, sin embargo, los dos términos suenan entre los indignados, y contribuyen a una ordenación dicotómica del campo político que en un movimiento de cerco aísle a los gobernantes y la oligarquía financiera a la que responden, y comience a generar una comunidad política de las mayorías afectadas por los recortes y la regresión democrática; una comunidad con capacidad constituyente: de nombrarse-constituirse y, finalmente, gobernarse.
No obstante, existen al menos tres problemas mayores -además de muchos otros obstáculos menores- que dificultan que el descrédito de las élites se convierta en una crisis orgánica favorable para la ruptura política.
En primer lugar, España es miembro de la Unión Europea, que ya demostró en el caso griego que, pese a su debilidad política, puede insuflar a un Estado suficientes fondos y apoyos internacionales -y eventualmente militares en apoyo del monopolio de la violencia- como para que éste resista lo que Gramsci llamaba las «irrupciones catastróficas» de la quiebra económica, y los intentos de derribar con un golpe de mano o un «asalto» la institucionalidad existente.
En segundo lugar, el consenso orgánico en torno a la Constitución de 1978 y el orden salido de las negociaciones con la dictadura es aún muy robusto. Salvo por las grietas nacionales en las naciones periféricas, las fuerzas políticas del orden, que comparten en lo fundamental el apoyo a sus pilares y sus fronteras, es abrumadoramente mayoritario, y ostenta más del 85% de la representación institucional. A ello hay que sumarle la amplísima coalición de medios de comunicación empresariales, y la integración del movimiento sindical al gran pacto del orden. Un más que previsible desgaste del PSOE no afectará al régimen en la medida en que el impacto pueda absorverlo y salir reforzado el PP, y viceversa. El régimen de 1978 descansa así sobre un bloque histórico robusto, vibrante y plural. Si el 15M ha sido la mayor amenaza para este establishment, está aún lejos de disputarle su capacidad de generar confianza, ordenar las lealtades y determinar lo esperable y deseable para la mayor parte de la ciudadanía. La extrema debilidad electoral de la izquierda, salvo en algunas zonas del Estado español, impide por último que las elecciones sirvan como momento de visibilización de la impugnación de las élites, ni mucho menos como cristalización en torno a un mismo referente de un malestar disperso y fragmentario.
En tercer lugar, y a diferencia de América Latina, la identidad nacional española y sus símbolos no son en nuestro país «significantes flotantes» sobre los que se produzca una pugna o disponibles para diferentes proyectos políticos. Por razones históricas que exceden este texto y que remiten al contenido y la forma de la llamada «transición democrática», la identidad nacional española está profundamente hegemonizada por la derecha en el más completo sentido de la operación: la rojigualda es formalmente la bandera de todos, y al enarbolarla se puede reclamar de forma plausible la representación de toda la comunidad política, pero está hoy anclada a los marcos discursivos conservadores. Sólo así se explica que se exhibida con euforia en las movilizaciones de la derecha: es símbolo político porque es símbolo contra alguien, porque tiene un afuera : la izquierda rupturista, los nacionalistas periféricos.
De esta forma, y salvo en Catalunya y el País Vasco, y en círculos reducidos de otros lugares en el Estado español, la identidad nacional española no sólo no puede servir como aglutinante para el 15M en sus esfuerzos por encarnar el interés general de todo el demos , sino que es uno de los principales capitales políticos de la derecha que podría fraccionar la amplia base social y simpatía cosechadas por el 15M. Fuera de las naciones con identidades nacionales contrahegemónicas, en el resto del Estado el 15M parece haber optado sabiamente por esquivar la cuestión, ante las dificultades para resignificar los símbolos ya existentes y, quizás más aún, para universalizar los propios de la izquierda. En cualquier caso, la cuestión identitaria, a la vista del papel que ha jugado en todos los procesos de cambio recientes y pasados, no puede ser descuidada.
5. A modo de conclusión abierta
Ciertamente, el régimen político español goza de una solidez y una estabilidad que hace difícil imaginar que la crisis de legitimidad de sus élites vaya a amenazar en lo inmediato al sistema político. No obstante, el 15M ha demostrado a qué velocidad sectores anteriormente poco o nada politizados realizan un aprendizaje que en condiciones «normales» requeriría años. También ha demostrado hasta qué punto el descrédito g eneral de los gobernantes, la percepción generalizada de que se rigen exclusivamente por su interés egoísta y por su subordinación a los poderes financieros internacionales, ha trastocado las posiciones políticas y las lealtades anteriores, y ha generado un campo político presidido por dos dinámicas fundamentales: a) la creciente distancia simbólica y cultural entre gobernantes y gobernados, y b) la desarticulación de las adhesiones anteriores, como si en el escenario nacional las posiciones se hubiesen barajado y vuelto a repartir, en medio de una situación general de extrema debilidad del tejido social autónomo de las instituciones estatales o mercantiles.
La reciente reforma constitucional express pactada por el PP y el PSOE supone, en lo económico y social, una constitucionalización de la ideología neoliberal. En lo político, supone una rendición del principio de la soberanía popular a los pies de «los mercados» y, además, una reedición estrecha y regresiva del pacto constituyente, un cierre antidemocrático del régimen. Si este repliegue autoritario del régimen reduce las posibilidades de concertación, facilita al mismo tiempo que cualquier rechazo particular a los efectos sociales de la salida regresiva de la crisis sea casi inmediatamente una enmienda a la totalidad del bloque dominante y su estructura político-constitucional.
No hay evidentemente demasiadas razones para el optimismo. Desde luego, ninguna suma de «condiciones objetivas» producirá el cambio político. Pero lo cierto es que el 15M ha pateado el tablero y, en un contexto de crisis ha obligado a los principales actores a jugar a la defensiva y, así, perder capacidad de seducción para grupos sociales cuya fidelidad al orden establecido lleva meses sin ser recompensada. El propio acuerdo apresurado y monolítico de PP y PSOE para evitar que su propuesta de constitucionalización de la austeridad neoliberal se sometiese a referéndum podría ilustrar el miedo a que la consulta popular se convirtiese en un plebiscito que no está claro que el régimen -en la medida en que se librase sobre la «cuestión social»- pudiese ganar.
Vale la pena recordar, por último, que en América Latina la quiebra de la gobernabilidad neoliberal llegó precisamente cuando fueron obturados todos los canales de expresión e integración de las crecientes demandas sociales. El cierre endogámico de la casta oligárquica que comandaba el Estado fue la antesala de su destitución colectiva.
Son contextos evidentemente muy diferentes, aunque se empeñen en confundirlos el empeoramiento acelerado de las condiciones sociales generales, el desprestigio transversal de la élite política y su sumisión al chantaje de unos poderes financieros internacionales cada vez más arrogantes.
Notas
1 El autor es doctor en Ciencia Política e investigador en la Universidad Complutense de Madrid. Miembro del consejo directivo de la Fundación CEPS.
2 Ver al respecto «Política, Conflicto, Populismo (I): La construcción discursiva de identidades populares» en Viento Sur , 114, pp. 75-84; y » Somos MAS: Un análisis discursivo de la construcción del pueblo boliviano durante el primer gobierno de Evo Morales» en hal. Sciences de l ´Homme et de la Societé . Disponible en: http://halshs.archives-ouvertes.fr/halshs-00536110/en/
3 Ver, por ejemplo: Zizek, S. (2007): En defensa de la intolerancia. Madrid: Sequitur; Moufe, Ch. (2007): En torno a lo político. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica; o Mouffe, Ch. (2009): «El fin de la política y el desafío del populismo de derecha» en Panizza, F. (comp.) El populismo como espejo de la democracia. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. pp. 51-70.
4 Ver: Harnecker, M. (2011): Ecuador: Una nueva izquierda en busca de la vida en plenitud. «Entrevista a Ricardo Patiño». Barcelona: Viejo Topo.
5 Ver: Errejón, Í. «Disputar les places, disputar les paraules» en Viejo, R.: Les raons dels indignats. Barcelona: Raval Edicions, 2011. pp.18-24.
Escrito en agosto de 2011, y publicado originalmente en el número 1 de la revista GRUNDmagazine [http://issuu.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.