Ignacio Echevarría ya lleva años sin disparar su opinión sobre el pelotón de autores que se exponía en el mercado cuando él era crítico de El País. Puede que ese alejamiento, involuntario y con derivadas políticas según cuenta en esta entrevista, haya dejado a la crítica literaria de este país, después de la desaparición de Rafael Conte, sin un altavoz beligerante. Comparadas con aquellas piezas, sus actuales artículos en El Cultural caen como hojas de otoño. Pero parece sentirse cómodo sin la urgencia de lo inmediato, observando el panorama desde el sofá, como hace en este entrevista.
Diario Kafka: ¿Cómo nos explicas tú que nuestro país con unos índices de lectura tan bajos, tenga en los últimos diez años una explosión tan grande de editoriales independientes?
Ignacio Echevarría: La verdad es que es un asunto difícil de explicar.
DK: ¿Qué les pasa a las nuevas generaciones? Porque además son chicos jóvenes en su mayoría.
IE: Está claro que el fenómeno no viene determinado por una demanda del mercado, lógicamente, sino por el prestigio -insólito y un poquito crepuscular- que tiene el oficio de editor. La iniciativa, en este caso, pertenece enteramente a los empresarios. Y la verdad es que cobra sentido también en un mundo editorial cada vez más contrastado, donde se abren pequeñas rendijas en el espacio ocupado por las grandes editoriales. Creo que están explorando un terreno que no sé si es el principio o el final de algo. A veces lo veo como una especie de destello crepuscular, algo así como una moda vintage, como se dice ahora.
DK: ¿Y el futuro también es un canto del cisne?
IE: Las pequeñas editoriales suelen sostenerse sobre la juventud, la ilusión y las ganas de gente muy joven. Temo que el fenómeno se agote en cierta medida por sí mismo, debido al desgaste que supone sostener una pequeña editorial con lo márgenes tan pequeños de beneficios que suele dar, y con la explotación que suponen de uno mismo. La vanidad y las ganas de marcar tendencia tienen muchas veces fecha de caducidad… Pero todo esto son especulaciones. La verdad es que no he meditado mucho sobre esto.
DK: Hablando de especulaciones, ¿tú crees que hay un negocio financiero que maneja las editoriales grandes? Un mercado donde el año pasado, según la estadística oficial, se han editado más de cien mil títulos, con las ventas que sabemos que hay y lo que sucede con los libros, ¿qué explicación le das?
IE: No tengo ninguna explicación satisfactoria. Barrunto que los grandes grupos trabajan con una lógica que se nos escapa y que tiene que ver con la adquisición más o menos masiva de derechos, con vistas a su eventual explotación por diferentes vías. Pero no tengo ni idea. A menudo, da la impresión de que andan todos metidos en una desesperada fuga hacia delante, y que nadie entiende nada de nada, ni las ve venir por ningún lado.
DK: Pero ¿tú sabes cuál es el volumen de dinero que se maneja en el sector editorial? No debe de ser pequeño…
IE: No debe de ser pequeño, pero también tenemos que recordar algo que no se tiene lo suficientemente presente, y es que hacer un libro es muy barato.
DK: Justamente esa sería una hipótesis de por qué es un negocio.
IE: Probablemente. Lo cierto es que el beneficio que produce un gran éxito de ventas es de tal envergadura que procura un enorme margen de actuación. El editor, cada vez más, tiene algo de jugador profesional, que apuesta a diferentes números a la vez, confiado en el beneficio que supone acertar un pleno en la ruleta. A cuenta de eso puede permitirse cultivar ciertas supersticiones, y apostar mecánicamente a unos determinados números, confiado en que le traen suerte.
DK: Bueno, entonces vamos a dejarnos de especulaciones y vamos a cosas más concretas. Si tú echas un vistazo a la generación actual, la generación de Muñoz Molina, eran cuatro, seis, diez escritores como mucho. Pero luego nos vamos a la siguiente…, imagínate, recuerdas el volumen de Lengua de Trapo, Páginas amarillas, ¿no? Qué ha ocurrido ahí, es una simple explicación demográfica o…
IE: No sé yo si eran tan pocos…
DK: Contemos.
IE: Pero es que la cuenta la hacemos sobre los nombres que han sobrevivido, ¿eh? Y quedaron centenares en la cuneta. Ocurre, por otro lado, que en los años ochenta el mundo editorial generó unas estructuras que reclamaban un número cada vez mayor de títulos y de autores. De ello ofrece un primer indicio el fenómeno de la joven narrativa de los noventa. Me refiero al fenómeno que desató el éxito sucesivo de Ray Loriga y de José Ángel Mañas. Se acudió a los autores más jóvenes en busca de nuevas vetas mediante las que abastecer un mercado que mostraba síntomas de extenuación en lo que respecta a la provisión de materias primas. Hay que tener en cuenta, además, que en los ochenta se consolida un mercado nacional en el que adquieren especial relevancia los productos del propio país. Es a partir de los años ochenta cuando todo editor que se precia aspira a constituir una escudería propia. Anagrama, por ejemplo, crea por entonces su colección de Narrativas Hispánicas, tan emblemática del periodo. Y así tantos editores… Volviendo a tu observación, cabe pensar que la aspiración a publicar, y no sólo a escribir, viene determinada por las expectativas de que eso sea posible. Y eso es lo que se dilató inmensamente a partir de finales de los ochenta: la expectativa de publicación por parte de un escritor, tanto más si joven.
DK: Sí, en los ochenta la posibilidad de que un chaval de veintitantos años publicara un libro era remota.
IE: Era remota, quizá, pero ahí tienes el caso de Martínez de Pisón, que debuta en 1984 con apenas veinticuatro años. Y ahí sigue.
DK: Martínez de Pisón abrió camino y recuerdo que Ferrero fue celebrado porque era el primer chico joven que las editoriales publicaban, en los años ochenta.
IE: Insisto en que yo creo que emergen más escritores en la medida que hay plataformas que lo reclaman.
DK: Sí, una cosa parecida sucedió también en el Siglo de Oro. De repente hay una imprenta, un invento que requiere… «carne»; entonces se produce una explosión de gente que escribe.
DE LA GENERACIÓN LOEWE A LA GENERACIÓN NOCILLA.
DK: Ya que hemos mencionado a Mañas, ¿hay alguna línea de puntos que una a Historias del Kronen y a un autor como Mañas en su día con los autores que Claudio López dice que son « promotables«?
IE: No, yo creo que no. Creo que el fenómeno de la joven narrativa de los noventa se agotó por sí mismo, puso en circulación cinco o seis nombres, acerca de cuya notoriedad queda todo dicho si pensamos que el más conspicuo es el de Lucía Etxebarría. En cuanto a Ray Loriga, se tiende todavía a asimilarlo a ese fenómeno, que él contribuyó a desencadenar pero del que pienso que se mantuvo siempre al margen, haciendo todo lo posible por sustraerse de él…
DK: En tu artículo sobre la Cultura de la Transición [incluido en CT o la cultura de la Transición, de Guillem Martínez, Debolsillo, 2012], citas a José Ángel Valente refiriéndose en 1994 a la generación de entonces como «la generación Loewe», ya que según él no había nada detrás de ellos, con lo cual también hablaba un poco de la vacuidad de la Transición.
IE: Esa cita de Valente debe ser tomada por lo que es: la típica pataleta, un exabrupto. En el año 1994 estaban emergiendo en la narrativa española voces que para mí se cuentan entre las más interesantes que ha dado la reciente literatura española, voces como las de Francisco Casavella, Luis Magrinyà o Belén Gopegui, pertenecientes a la misma franja generacional. No es a eso a lo que Valente se refiere, pues él está hablando de poesía. Si su diagnóstico estuviera referido a la narrativa española, cabría decir que se estaba equivocando de medio a medio.
DK: La generación Nocilla, ¿es más de lo mismo?
IE: ¿Y quién sabe decir lo que es la dichosa generación Nocilla? Da como vergüenza emplear tanto el término como el concepto que pretende nombrar. Lo característico de los escritores asociados al mismo es que constituyen un grupo más o menos solidario, son una promoción de escritores de muy variada edad y procedencia, conectados entre sí, que han establecido lazos de amistad, y que, como en su día los autores del boom, o más cercanamente los del crack mexicano, se han dedicado a ayudarse y a promocionarse mutuamente, cosa que me parece perfectamente legítima. Se trata de una forma como cualquier otra de…
DK: … de entrar .
IE: Sí, de entrar (risas).
DK: Es cierto lo que dices porque el poder de una generación es algo que se había olvidado un poco. Por ejemplo en la generación de los noventa cada uno iba a hacer la guerra por su cuenta.
IE: Sí, nadie tenía una perspectiva de conjunto, y mucho menos participaba de un designio colectivo.
DK: Y esta gente, la generación Nocilla, descubre que eso desde el punto de vista del marketing es muy efectivo.
IE: Lo que viene faltando a los miembros de este grupo o como se quiera llamar (pues no se trata propiamente de una generación, hay demasiada diferencia de edad entre unos y otros para considerarla como tal) es, desde mi punto de vista, voluntad o capacidad de enfrentamiento. Han mostrado muy poca beligerancia con el establishment literario. Comparten un espíritu esencialmente ecuménico.
DK:¿Existe una cultura de la transición traducida a la narrativa?
IE: El concepto de CT o Cultura de la Transición lo ha acuñado y patentado con mucho acierto Guillem Martínez. Pero remite a una realidad que empieza a quedar superada. No hay que perder de vista, por otro lado, cuánto de lo que identificamos como CT en el plano de la cultura comparte sus rasgos con la cultura global en la que todos participamos, queriéndolo o no. Lo propio de la CT, en cualquier caso, es postularse como un cultura que elude todo amago de crispación, de resistencia; se trata de una cultura fundamentalmente ecuménica, algo que, más allá de la cultura española, constituye una marca de nuestro tiempo. Muchas de las actitudes de los nuevos escritores españoles se revelan herederas del espíritu de la CT, pero hay otras que se desmarcan netamente de él.
DE LA RAZÓN A EL PAÍS Y DE ABC A LA VANGUARDIA, LA MISMA POLÍTICA: NINGUNA.
DK: Cuéntanos un poco qué sucedió en los años ochenta. Tú en el libro hablas de la primacía de la política sobre la historia, y luego de los mercados sobre la política. La pregunta que se me ocurre primero es si hubo también en España una primacía de la política sobre la calidad literaria, a la hora de publicar, a la hora de hacer reseñas, a la hora de encumbrar o a la hora de no hacer caso.
IE: Hacia finales de los sesenta, como ya observara Manuel Vázquez Montalbán, estaban prefiguradas casi todas las tendencias que se pueden reconocer en la narrativa española hasta el presente, incluidas las más recientes, entre ellas las de la dichosa Generación Nocilla. Tiene lugar entonces un proceso de renovación y de experimentación que se sustrae por completo de los esquemáticos recuentos que se han hecho de aquel periodo y que se desarrolló, por si fuera poco, con un notable espíritu de liberación y de juerga. Pero llegó la santa Transición, con sus pactos, y enseguida la política cultural del PSOE, que tuvo efectos en ciertos aspectos catastróficos, y muy prolongados. Tuvo lugar entonces una especie de «adanismo», de borrón y cuenta nueva, tanto en lo político como en lo cultural, sobre el que se ha discurrido ya mucho. Se consagró el famoso lema de «la cultura es una fiesta», refutado muy tempranamente por Rafael Sánchez Ferlosio en un sonado artículo del año 1984. Un lema vigente todavía en buena medida, y conforme al cual la cultura es concebida como un espacio de encuentro y de conciliación, abstraído de las tensiones y de los conflictos que anidan en la realidad. Y en esas seguimos mayormente.
DK: Meeting point.
IE: Basta con ver la intercambiabilidad de las plataformas culturales, especialmente los suplementos de libros, con independencia de la orientación política del medio en que se alojan. La libre circulación de colaboradores que no se sienten concernidos por las connotaciones políticas del medio en cuestión ni por lo que representa, dado que la cultura constituye, se pretende, un campo aparte. Sería inconcebible algo semejante con los columnistas de opinión. Si Rafael Sánchez Ferlosio puso saltar tan alegremente de las páginas de El País a las del Abc, y luego a las de El País de nuevo, se debió a que, entretanto, fueron difuminándose las fronteras entre un periódico y otro, y a que eso era especialmente así en lo relativo a la cultura y a las opiniones de un escritor, por atrabiliario que fuera. Lo cultural viene amparado por un escudo neutralizador, que tiende a desactivar sus repercusiones políticas. Y estoy mencionando al intelectual -y no sólo al escritor- más libre, más independiente, más radicalmente disidente del panorama nacional.
DK: Hay vasos comunicantes…
IE: Sin duda. Por lo demás, como no he dejado de decir desde hace mucho, lo determinante de lo ocurrido en la cultura española a partir del primer gobierno del PSOE fue la alianza de los intelectuales con el poder, inédita hasta aquel momento en nuestro país. El acceso al poder de un gobierno de izquierdas, consolidado durante más de una década, sentó las bases de una connivencia tácita -y explícita, también- entre el poder y los artistas e intelectuales que ha tenido importantes consecuencias en la vida cultural española, hasta el presente. Por ahí asoma otro de los rasgos fundamentales de la antes aludida CT. La casi totalidad de los escritores, artistas e intelectuales españoles, en su mayoría progresistas, se solidarizaron con el proyecto renovador del PSOE, y a partir de ahí se establecieron dinámicas colectivas que han arraigado profundamente en la idea que de sí mismos tienen los artistas y escritores, y del papel público que les cumple desempeñar.
DK: Es posible que desde las atalayas habituales, en tu caso, por ejemplo, cuando trabajabas en El País, no se viera eso precisamente porque había también alguna especie de pacto y de ceguera, a no ver, no valorar toda actitud, toda novela, toda manifestación cultural que no entrara en el modelo. ¿Era la totalidad realmente?
IE: No, bueno, la totalidad no, es una forma dramática de hablar. Siempre pongo el ejemplo de Benet. Benet, que teorizó muy agudamente sobre el enfrentamiento secular entre el intelectual español y el poder, y sobre sus efectos, no tuvo empacho, tras la llegada al poder de los socialistas, de impulsar una campaña a favor de la adhesión de España a la OTAN…
DK: Bueno, el intelectual orgánico.
IE: No, no. Al menos no en su caso. Benet es un intelectual supercrítico con el poder en sus artículos políticos de los años ochenta. Y luego está Ferlosio, que si bien comete, por presión de amigos, el desliz de firmar el manifiesto a favor de la OTAN, se desmarca casi enseguida, y que en fecha tan temprana como la de 1984 escribe ese incendiario artículo al que ya me he referido, « La cultura, ese invento del Gobierno«. Por esos mismos años habla ya de la «cara de gatazo castrado y satisfecho» de Felipe González. ¿Quién da más? Eso sí que son virtudes proféticas.
EL CASO DE EL PAÍS
DK: ¿Tú chocaste? Cuéntanos qué te pasó con El País, y si tiene relación con la CT.
IE: Bueno, creo que es algo ya muy sabido. Hay un detonante, que es la crítica que yo hago, en un momento muy inoportuno para los intereses del diario, de un libro de Bernardo Atxaga. Es una crítica de elevado contenido político. Estamos hablando del año 2004, el escenario político estaba marcado, recordémoslo, por la expectativa de un pacto con ETA. Ello entrañaba un proyecto más o menos tácito de reconciliación nacional. En el ruido y el escándalo que produce mi reseña concurren dos factores muy elocuentes de las dinámicas que ocupaban el terreno. Por un lado, mi reseña impugna la importante apuesta que la editorial Alfaguara -el grupo PRISA, de hecho- acababa de hacer por un escritor muy significado, de trayectoria bastante exitosa. La novela de Atxaga era la gran apuesta de la editorial para la rentrée de aquel año, y en consecuencia se había dispuesto un lanzamiento por todo lo alto. Nadie esperaba que justamente desde El País se lanzara un torpedo contra esa novela. Que fuera así obedeció a una serie de circunstancias entre las que se cuenta la posición bastante sólida que por entonces yo ocupaba dentro del suplemento Babelia, y la confianza y complicidad que tenía con su directora, María Luisa Blanco. El efecto amplificador de mi salida de tono, por así llamarla, fue brutal, aun a pesar de mi reputación de crítico duro, y ello bastó por si solo para poner en tela de juicio mi continuidad en el diario. Pero es que además concurrió, como digo, un factor político. El relato que la novela de Atxaga proponía sobre el nacimiento de ETA convenía muy bien al escenario de conciliación que por entonces se estaba gestando y allanando, con vistas a un esperable pacto de perdón o de amnistía que por entonces aparejaba la expectativa del final de la actividad terrorista. Y mi reseña impugnaba ese relato, no sólo desde el punto de vista estético. Entonces, bueno, ahí se produce, tanto en lo político como en lo cultural y empresarial, un grave choque de discursos. Todo estaba dispuesto para que la novela de Atxaga, en la que significativamente no se menciona nunca a ETA, a pesar de tratar expresamente sobre sus orígenes y desarrollo, fuera considerada por la crítica conforme a las categorías reservadas para ella aún hoy, que excluyen toda intromisión por su parte en la esfera política. Pero…
DK: Ya, sin embargo, yo como director del periódico si tuviera que echar a alguien hubiera echado a la directora del suplemento, no al reseñista.
IE: Bueno, terminó siendo defenestrada más tarde. Echarla en aquel momento hubiera contribuido a dar más resonancia aún al escándalo.
DK: En estos años se ha vivido un tránsito de la crítica de la cultura a la publicidad de la misma. Hay un pasaje del primer suplemento de libros de El País al actual, que ha devenido un folleto con reseña de novedades. ¿Cómo ves ese desplazamiento?
IE: Mi experiencia en El País creo que es la misma que han tenido muchos articulistas que todavía escriben en él. Hay un estrechamiento progresivo, lento, durante bastante tiempo casi imperceptible, del campo de actuación, que se va saturando de sobreentendidos, de pequeñas condiciones tácitas con las que uno acepta pactar, porque yo siempre he pensado que, tanto el periodismo como la crítica, que no deja de ser un género subsidiario del periodismo, tiene que aceptar ciertas limitaciones y jugar dentro de los márgenes de lo posible. El crítico intransigente que se va estrellando cada dos por tres con el medio en el que actúa, y saltando de una tribuna a otra, puede ser muy ejemplar y muy admirable, pero termina no resultando útil a nadie. De modo que yo soy no sólo bastante comprensivo con las estrategias posibilistas -que no claudicantes-, sino que creo que a menudo son las únicas eficaces. El País me parece en la actualidad un periódico detestable (como lo son, aunque de otra manera, todos los demás), pero parece plausible colaborar con él en la medida en que uno vea la forma de actuar dentro de los márgenes dados, y quizá subvertirlos. La crítica siempre ha solido ejercerse desde la resistencia al medio que la aloja, con el que ella misma emplea sus filos llegado el momento. Hay muchos modos de hacerlo, se trata de discurrirlos, y de hacer elocuentes los propios límites.
LA LETRA CON SANGRE ENTRA
DK: Tú has sido célebre por tu agresividad crítica. Ahora bien, ¿qué sentido tiene escribir críticas en algunos casos hirientes o excesivamente burlescas de textos o novelas de un autor que empieza, de una primera novela por ejemplo? ¿No sería más adecuado guardar silencio? El silencio es el peor castigo que uno puede dar a una novela. Siempre ha sorprendido en tus críticas el exceso de agresividad verbal, que en ocasiones rozaba el sarcasmo hiriente. ¿Tú percibes igual tu trabajo crítico?
IE: El sentido de esta actitud es claro para mí. Tú mismo has dicho que el peor castigo para un autor novel es el silencio, algo que yo suscribo; de ahí que crea que hablar mal de un libro supone para el autor novel un servicio mucho más útil y constructivo que no hablar en absoluto de él. Me repugna la condescendencia que entraña el silencio, no pocas veces. Por otro lado, me parece que precisamente donde se curte un escritor es en sus comienzos. Poco dice de la vocación real de un escritor que no resista una mala crítica, que no sea capaz de encajar eso, de aprender de eso o de desquitarse. En mi caso, pienso que lo que se interpretaba muchas veces como un acto de arrogancia o de sadismo, obedecía las más veces a mi concepción del reseñismo como una especie de servicio público, dirigido básicamente a los lectores, pero también al propio autor.
DK: Pero lo que se percibe como un exceso de agresividad verbal, ¿eso es un rasgo de estilo, es algo consciente?
IE: Yo no tengo esa percepción…
DK: Es cariño (risas).
IE: Yo siempre me refiero a los libros, no al autor. No he hecho casi nunca críticas ad hominem. Y eso vale para la voz que yo mismo impostaba en mis críticas, en las que nunca utilizaba el «yo», no empleaba la primera persona. Se trataba siempre del enfrentamiento de un artefacto retórico contra otro artefacto retórico. Hay algo personal que entra en juego, sin duda, pero no en el sentido en que se suele pensar. Verás, yo tiendo instintivamente a vengarme de los malos libros. Soy un lector ávido y codicioso, y para mí perder tres tardes leyendo un mal libro constituye un daño imperdonable. No hay sarcasmo que me desquite del tiempo perdido, por no hablar ahora de los efectos morales. Se trata de un ajuste de cuentas legítimo; puede parecer desproporcionado, pero es un ajuste de cuentas legítimo. Y tanto que sí.
QUEREMOS TANTO A BOLAÑO
DK: Vamos a cambiar de tema. ¿Bolaño debería estudiarse como parte de la literatura española?
IE: No. Siempre he dicho que uno de los méritos de Bolaño, una de las razones que explica su centralidad en el presente, es que con él fraguó un modelo de escritor, digamos, extraterritorial. Si hubiera que adjudicar a Bolaño a algún ámbito, yo lo adjudicaría sin dudar al ámbito de la literatura hispanoamericana. En el marco de la misma, Bolaño se adelanta a la hora de postular una lengua y un imaginario narrativo que trasciende las fronteras nacionales y que reflexiona desde una perspectiva, digamos, continental.
DK: ¿Cuánto hay de montaje en Bolaño, honestamente?
IE: Nada. Ya sé que parezco la viuda de Bolaño, pero no, nada.
DK: La pregunta es: ¿estaríamos hablando de Bolaño en los términos en que lo hacemos si Bolaño no se hubiera muerto? ¿Cuánto hay de revalorización de una obra cuando el autor se muere?
IE: Con independencia de su muerte temprana, una novela como 2666 es desde mi punto de vista indiscutible. Es más, yo especulo que un Bolaño aupado sobre la contundencia, sobre la ambición y la grandeza de una novela como 2666, un Bolaño reconocido y consagrado internacionalmente, como lo es ahora, hubiera desempeñado un papel muy dinamizador en el contexto de la cultura en lengua española. Bolaño era muy difícilmente sobornable, y tenía un proyecto muy claro como escritor, que comprendía una inequívoca voluntad ordenadora, un impulso de intervención en el campo literario que, de haber continuado viviendo, habría tenido importantes consecuencias. No tengo ninguna duda acerca del valor de Bolaño como escritor, y si bien el romanticismo de su muerte temprana y la leyenda del joven vanguardista han podido contribuir a su fortuna, sobre todo en Estados Unidos, también creo que son elementos que distraen del núcleo duro de su literatura, que va mucho más allá, y que nos toca esencialmente.
DK: ¿Javier Marías es un fenómeno que a ti te parece difícil de explicar, tiene alguna explicación?
IE: Marías me parece un escritor que tiene bien ganado su puesto muy destacado dentro de la literatura española e internacional. Siento una gran admiración por Marías. No se trata de un autor inflado, ni mucho menos. Si me tiraras de la lengua, te diría que, a partir de Negra espalda del tiempo, Marías entra en un terreno pantanoso, y lo hace empujado precisamente por la coherencia de su proyecto narrativo. No me parece especialmente afortunado el camino que ha recorrido desde ahí. Pero confío en su capacidad para corregir el rumbo. Temo, eso sí, que el éxito de Los enamoramientos tenga en este sentido efectos calamitosos, pues se trata de una novela en la que Marías incurre, quizás impremeditadamente, lamento decirlo, en la caricatura de sí mismo y en el autoplagio. Pero Marías es un buen escritor, no tengo dudas, y es de esperar que lo siga demostrando.
LA BURBUJA DE LAS LETRAS
DK: ¿Ha existido una burbuja narrativa?
IE: Me parece una buena forma de expresar lo que ocurrió con la narrativa española en los años ochenta. No creo que tenga sentido hablar de burbuja narrativa en relación al presente. Pero sí en relación a lo que supuso al proceso de autoafirmación de la literatura española que se produjo en los años ochenta, y que derivó muy pronto en una especie de narcisismo colectivo a veces sonrojante. Como ya antes hemos dicho, se descubrió entonces el filón de la literatura nacional, que pasó a ocupar el centro del negocio editorial. Por ahí comenzó a hincharse la burbuja, que ofrece, en efecto, características comparables a las de la famosa burbuja inmobiliaria, en cuanto que dio lugar a toda una serie de especulaciones que se tradujeron en la insensata inflación de autores y títulos tasados muy por encima de su valor real. Esto no quiere decir que en la narrativa española -pues estoy pensando todo el rato en la narrativa- no haya escritores de mucho valor. De hecho, cabe señalar un buen número de escritores buenos, y un puñado de escritores muy buenos. Lo insostenible es pensar que una literatura puede dar lugar, una semana sí y otra también, a títulos excelentes, a obras maestras, como cabe deducir del lenguaje empleado comúnmente por editores y críticos.
DK: En tu crítica de El vano ayer, de Isaac Rosa, recogida en tu libro [ Trayecto: Un recorrido crítico por la reciente narrativa española, Debate, 2005], se dice que Rosa asume contar lo no vivido, aquellos sucesos que no han sido narrados por los escritores que los vivieron. ¿Cómo se relaciona esto con los escritores de la burbuja?
IE: Durante la Transición se produjo, como hemos visto, un pacto de no agresión, que comportaba el compromiso de no remover la mierda que abonó el cultivo de la cultura surgida de aquellos años. Unos y otros asumieron tácitamente que la literatura no debía meterse en política. Y por supuesto, tampoco la crítica. Desde entonces , y hasta hace poco, la literatura española ha rehuido la política, salvo excepciones muy contadas, entre ellas la narrativa de Belén Gopegui, ejemplar en este aspecto como en otros. Nos las tenemos, pues, con una literatura insólitamente despolitizada, que no contribuye de ninguna manera a comprender el país en que vivimos, sino todo lo más a percibir su sentimentalidad.
DK: Eso lo dices a propósito de tu lectura de Cristales, de Alejandro Gándara: los sentimientos particulares son los que confundieron el proyecto colectivo.
IE: Exactamente. Se entendió, sin que nadie lo instruyera de un modo explícito, que la literatura no tocaba la política. A este respecto, recuerdo en particular una crítica de Pozuelo Yvancos a la novela de Belén Gopegui El padre de Blancanieves. En ella, Pozuelo empezaba por decir que le encantaría poder hablar únicamente de la factura literaria de la novela, de sus valores como trama, de la construcción de sus personajes, etc., pero que, desgraciadamente, ay, debido al peso de su discurso político, no podía. Hombre, daban ganas de decirle, si el libro habla de política, ¿por qué no hablas tú también de política? Pero actuaba allí el reflejo instintivo del crítico que da por supuesto que no cabe hablar de política cuando se trata de literatura. Los propios escritores asumieron esta consigna. Y así ha venido siendo hasta hace poco, como te digo. Un escritor como Isaac Rosa ya no comparte, sin embargo, este veto.
DK: En la crítica a Corazón tan blanco, rescatas algo que parece muy interesante: no se depende tanto de lo que uno ha hecho como de lo que se sabe que uno ha hecho. ¿Qué pasa entonces con una literatura que ha conciliado con el Estado?
IE: Tampoco es conciliar con el Estado. Así dicho suena excesivo. Sencillamente hay autores, la mayoría, que han entendido que su tarea debía sustraerse a todas las tensiones sociales, ideológicas que podía haber en la sociedad. O sea que entendieron que la literatura era un espacio para la introspección, para la vida interior, para la aventura formalista, y no concibieron la posibilidad de hablar de política. Eso sigue siendo el patrón, las más veces. Pero ojo: no pretendo decir que la literatura deba intervenir necesariamente en política. Se trata, simplemente, de que se acepte que la política es un campo de la realidad como cualquier otro, y no especialmente insignificante.
DK ¿Cuál es tu postura en toda esta polémica sobre los derechos de autor, internet…? Porque terminas un artículo con una pequeña pullita a una declaración de Elvira Lindo…
IE: El concepto de propiedad intelectual me parece un oxímoron, y me repugna instintivamente. En principio no simpatizo con el concepto, y sospecho de toda normativa a este respecto. Entiendo el tipo de perjuicio que entraña la piratería, y no me atrevo a proponer alternativas. Tampoco he reflexionado mucho al respecto, la verdad. Pero albergo una suspicacia instintiva, insisto, respecto al concepto de propiedad intelectual, que me parece cada vez menos sostenible, al menos tal y como está formulado. La pulla a la que te refieres aludía al hecho de que, por una vez que se manifiestan políticamente, muchos escritores y artistas de este país lo hagan para reclamar sus propiedades. En fin, era una ironía…
Fuente: http://www.eldiario.es/burbuja_literaria/Ignacio-Echevarria_0_79092193.html