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Una mirada a este mundo

Fuentes: Rebelión

Pasan los años y cada año que pasa resulta más difícil mirar sin desasosiego este mundo en que vivimos. De la euforia que se impuso al contemplar el final del mundo bipolar no queda nada. Todavía no se habían superado del todo los agobios de aquel vivir con la espada de Damocles de la confrontación […]

Pasan los años y cada año que pasa resulta más difícil mirar sin desasosiego este mundo en que vivimos. De la euforia que se impuso al contemplar el final del mundo bipolar no queda nada. Todavía no se habían superado del todo los agobios de aquel vivir con la espada de Damocles de la confrontación nuclear pendiente de un hilo débil y ya la humanidad tenía ante sí una nueva guerra en el golfo Pérsico. Luego hemos vivido barbaridades sin cuento en el corazón de Europa y en el corazón de América, en Sudán y en Chechenia. Y últimamente en tierras en las que nació una de las primeras civilizaciones humanas que estudiamos en los libros de historia y entre cuyos ríos, dicen, estuvo el Paraíso Terrenal. No hay piedad para las viejas culturas. Ni siquiera para la civilización mesopotámica.

Libertades y derechos andan hoy por los suelos en el Sur y en el Norte y parece como si al Este y al Oeste del Edén estuviéramos asistiendo al miércoles de ceniza de la razón laica. Los filósofos racionalistas y los juristas demócratas de todo el mundo están perplejos. A toda una generación a la que hace sólo unos años se le anunciaba a bombo y platillo el fin de la historia hoy le cuesta salir del asombro cuando lo que se le anuncia es el fin del mundo. Sintomáticamente, quienes traen la mala nueva han cambiado: ya no son los ecologistas de la primera hora o los primeros lectores del primer informe al Club de Roma sobre los límites del crecimiento, sino autoridades del mundo académico, científico y político que nos advierten de que no se puede seguir viviendo así. Se supone que saben de qué hablan. Los otros lo sabían también pero eran pioneros y eran pocos. Se les hizo poco caso. Incluso cuando argüían que, por lo general, la humanidad sólo aprende por choque.

Tiempo, pues, de profetas, se dirá. Y, como siempre, de falsos y verdaderos profetas. La teología política vuelve a ser cosa de la hora. El nombre de los dioses corre de boca en boca por el Norte y por el Sur. Y en su nombre se tapa la boca de los hombres. En el Sur y en el Norte. Se especula sobre la sustancia de las religiones de los otros y, mientras tanto, se recurre a la esencia de la propia. Tiempos hubo en que los humillados lloraban la muerte de los dioses propios. En éstos, todos los dioses parecen estar resucitando para armarse hasta los dientes y recordar agravios. No es sólo el suspiro de la criatura oprimida. Es también el grito de los poderosos que necesitan inventar un enemigo esencial para conservar los beneficios. El contagio de esa peste espiritual empieza a ser universal. Ya apenas se puede mencionar sin pedir excusas los nombres de Averroes, de Voltaire, de Lessing. De los tres anillos del Natán de Lessing están haciendo tres cadenas: una para encadenar palestinos, otra para encadenar mujeres sin derechos y la tercera para acogotar a todo bicho viviente que en este mundo no se sienta cristiano. Incluso amerindios que un día se declaraban nepantla resucitan a las viejas divinidades contra las divinidades que les impusieron los otros.

Cierto: los dioses a los que se resucita ahora en este mundo no son todos iguales. Son tan desiguales como los hombres que usan sus nombres en vano. Por lo que, visto desde lejos, desde otro planeta, desde el monasterio o desde mi despacho, que para el caso es casi igual, el panorama resulta chusco. Material más que apropiado para escribir modestas proposiciones socio-ecológicas a lo Jonathan Swift. Visto desde abajo, en cambio, este mundo es un escándalo, una tragedia. Mientras por arriba se blanden dioses a diestro y siniestro como espadas o cimitarras, ahí abajo mueren todos días miles de niños, mujeres, viejos y adultos, unos bajo las bombas, otros de hambre. Lo que dicen los informes del PNDU no tiene vuelta de hoja: producimos alimentos más que suficientes para acabar con el hambre y la miseria en el mundo, pero el hambre y la miseria siguen aumentando; producimos fármacos más que suficientes para paliar las peores enfermedades, pero incluso las antiguas epidemias siguen contribuyendo a que las diferencias en cuanto a expectativas de vida aumenten en el mundo.

Lo que da otra dimensión a la vieja mirada trágica sobre el mundo es que las nuevas tecnologías disponibles proporcionan una visión global, tanto de su riqueza como de su pobreza. Éstas operan en el mundo de lo humano de manera parecida a como en el siglo XVII empezó a operar el telescopio para el conocimiento del universo. Lo que vio Galileo por primera vez al observar los planetas del sistema solar no se parecía en absoluto a lo que habían visto hasta entonces los humanos con sus propios ojos. Aquel aparato cambió la concepción del universo. Lo que vemos hoy del mundo de los humanos a través de las autopistas de la información y la comunicación apenas es comparable con lo que nuestros antepasados llamaban «mundo». Para mal y para bien, la diferencia en esto es esencial.

Para bien, porque podríamos estar lo suficientemente informados del carácter y la dimensión de las desgracias que ocurren en el mundo de los humanos y, a partir de ahí, priorizar nuestra ayuda, seleccionar los objetivos y obrar en consecuencia. Podríamos saber cuáles son las urgencias y paliar al menos las peores desgracias. Para mal, porque gracias a los nuevos medios tecnológicos la visión de la desgracia del mundo es tan global, tan completa, que al pasar esta percepción a lo que venimos llamando conciencia los resortes psíquicos dejan de funcionar y se acaba creando un callo paralizador. Lo de amar al prójimo como a ti mismo era buena cosa cuando por prójimo se entendía el vecino próximo; obliga a cierto cambio antropológico cuando el prójimo del que hablamos no es próximo sino lejano y además inclusivo: incluye lo que llamábamos humanidad. Bartolomé de las Casas escribía aquello de que «humanidad es una» antes del galileismo moral que necesita nuestra época. Incluso incluyendo el nuevo mundo entonces recién descubierto en la conciencia moral, aquel mundo era pequeño en comparación con este mundo grande (y terrible) que contemplamos hoy.

Al pensar sobre el lado bueno de las nuevas tecnologías del mirar el mundo de los humanos he escrito podríamos. Y me he acordado enseguida de una escena satírica de El sentido de la vida, la película de Monty Pyton, en la que el personaje masculino va repitiendo las buenas cosas que los protestantes, a diferencia de sus prójimos católicos, podrían hacer de acuerdo con los principios doctrinales de la propia religión, sobre todo en materia sexual. A lo que la mujer y compañera, que durante el parloteo del varón ha ido asistiendo a los principios, sólo contrapone esta frase definitiva: «Podríamos, ¿pero realmente lo hacemos?» Ahí está para mí la clave. El galileismo moral que se deriva de la mirada global sobre este mundo dice: «Podríamos saber, podríamos conocer y podríamos actuar, puesto que tenemos los medios para hacerlo».

Milton escribió El paraíso perdido después de visitar a Galileo en Italia y tuvo una gran ocurrencia: poner a dialogar a Adán con el ángel en el Paraíso sobre las consecuencias morales de la nueva teoría heliocéntrica. La respuesta del ángel es sabida: eso no cambia lo esencial para nuestra forma de actuar aquí abajo, que dependerá siempre de nuestra conciencia moral. Siglos después, Bertolt Brecht dio la vuelta a la cuestión en su Galileo Galilei e inventó eso que, para abreviar, he llamado galileismo moral: para mejorar el mundo no basta con tener a disposición los medios científico-técnicos ni con decir podríamos. Mirar mejor el mundo es sólo el comienzo. Para ayudar a cambiarlo hay que pasar del podríamos al deberíamos.