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Gobiernos latinoamericanos

¿Una nueva izquierda?

Fuentes: Clarín

Nacionalismo, indigenismo, anticapitalismo, forman parte de la retórica de la mayoría de los actuales mandatarios regionales. Sin embargo, en la práctica, ninguno de ellos se propone salir del sistema y la «revolución» es una categoría del siglo pasado.

Latinoamérica vive, sin duda, un cambio de época. En los «pospolíticos» años ’90 no estaba en el horizonte un grado de integración regional como el actual, acompañado de una visible erosión de las «relaciones carnales» con Washington y una variedad de nuevos socios como Rusia, China o Irán. Ni que la movilización social acumulara fuerza suficiente para destituir gobiernos y modificar el clima ideológico (neoliberal) imperante, o que el voto se erigiera en el canal privilegiado para la llegada al gobierno de un conjunto de izquierdas post Muro de Berlín.

Un militar nacionalista en Venezuela, un indígena aimara en Bolivia, un ex obrero metalúrgico en Brasil, una mujer divorciada y agnóstica en Chile y otra impulsada por su esposo en Argentina, un ex obispo en Paraguay, un economista keynesiano en Ecuador o un oncólogo moralmente conservador en Uruguay… las izquierdas sudamericanas constituyen un mapa para armar. La relación entre los discursos y las prácticas, el complejo balance entre continuidades y rupturas, y la diversidad de actores y realidades nacionales en el variopinto mosaico de las izquierdas sudamericanas introduce no pocas dificultades a la hora del análisis, a prueba de conclusiones impulsivas o de clichés que -como maleable término «populismo»- agotan la discusión antes de abrirla.

¿Qué bases empíricas y teóricas tiene el actual giro «posneoliberal»? ¿Hasta qué punto la renovada retórica socialista se sustenta en un nuevo modelo de desarrollo? ¿De la experiencia latinoamericana están surgiendo elementos novedosos para imaginar un socialismo diferente al del siglo XX?

Tras años de gobiernos de talante progresista en la mayor parte de América del Sur, una serie de libros aparecidos recientemente, como El sueño de Bolívar , de Marc Saint-Upéry, y La nueva izquierda , de José Natanson, o Las disyuntivas de la izquierda , de Claudio Katz, abordan estas temáticas de forma comparativa y constituyen un importante plafón para problematizar las experiencias en curso.

Saint-Upéry -escritor francés radicado en Quito- apela a la fórmula de «periodismo de impregnación» para definir a la mezcla de crónica periodística y análisis en profundidad que caracteriza su trabajo, y que comparte en gran medida el libro de Natanson, periodista argentino. En ambos textos conviven estudios de país por país con exploraciones transversales, como «el color del poder» en Sudamérica y la integración continental en el caso Saint-Upéry, y cuestiones como las políticas económicas, los modelos institucionales y las estrategias contra la pobreza de parte de las nuevas izquierdas en el texto de Natanson. Katz -parte del grupo Economistas de Izquierda- se propone trazar un programa de acción para quienes en el pantanoso mundo de las nuevas izquierdas aún buscan defender un proyecto socialista en el sentido tradicional: anti o poscapitalista.

El halo carismático

En una geometría variable, los gobiernos progresistas del continente, hoy embebidos de un halo carismático, han sido en buena parte fruto de la movilización popular con consignas «antineoliberales». El kirchnerismo es incomprensible sin las jornadas de 2001, el ciclo de rebeliones populares boliviano catapultó al primer presidente indígena, el Caracazo de 1989 abrió paso a la emergencia posterior de Chávez y la presión popular evitó un golpe contra él en 2002, y las sucesivas rebeliones urbano-rurales proyectaron al poder al joven Rafael Correa. El caso brasileño es producto de un largo periodo de acumulación sindical obrera -junto a movilizaciones sociales como las protagonizadas por los Sin Tierra- mientras la experiencia paraguaya refleja el agotamiento del partido-Estado Colorado que gobernó el país durante seis décadas junto con un despertar político reivindicativo del movimiento campesino. Finalmente, Chile y Uruguay se mantuvieron fieles a una institucionalidad a prueba de fisuras a la hora de «girar a la izquierda», por lo demás muy moderadamente. Los estilos personales juegan también un papel no despreciable, como es visible en los impulsos de Chávez (basta ver la emisión de Aló Presidente en la que, desde un helicóptero, propone «en vivo y en directo» construir una «ciudad socialista» en un desierto), las intuiciones de Evo Morales -producto de sus viajes diarios a los confines de la Bolivia profunda-, o las preferencias de Correa por las «demostraciones racionales» combinadas con una fuerte atracción por el marketing político. Pero las afinidades y diferencias entre estos procesos se juegan tanto en los palacios como en las calles e identificarlas no es tarea fácil.

Mientras que Katz propone una tipología general que distingue entre gobiernos «centroizquierdistas» (con Lula como ejemplo paradigmático) y «nacionalistas radicales» (con Chávez en el lugar de caso testigo) con una clara carga valorativa en favor de este segundo bloque, Natanson hace convivir a estas experiencias diversas bajo un rótulo de «nueva izquierda» que puede resultar forzado tanto en términos de homogeneización como de novedad. En tanto, Saint-Upéry enfoca su análisis en las trayectorias institucionales y políticas y los márgenes de acción diferenciados de los distintos gobiernos. Así, concluye que ni Chávez está haciendo «la revolución» (al menos en un sentido no metafórico o tal vez cultural) y Lula «no es un traidor neoliberal», resaltando las continuidades de Chávez con la socialdemocracia rentista de los ’70 y de Lula con el viejo desarrollismo brasileño.

Con todo, la idea de revolución «cultural», «ciudadana» o «bolivariana»- ha vuelto a la escena en unos procesos que serpentean entre un fuerte presidencialismo y la apuesta por formas de participación popular más o menos institucionalizadas. Sin embargo, pese a que la actual crisis mundial y la cantidad de gobiernos de izquierda en Sudamérica alimenta las voces más optimistas, a la izquierda «socialista del siglo XXI» no le resulta fácil reconstruir su identidad luego del fracaso del llamado socialismo real con dosis de ineficacia, falta de libertades y cinismo institucionalizado que lo hicieron implosionar.

Todo lo cual plantea una revisión del debate sobre la clásica antinomia reforma-revolución que Katz cree vigente -aunque complejiza la relación entre ambos términos- y Natanson y Saint-Upéry condenan a una mejor vida, a la vista de la presencia de unas nuevas izquierdas «pragmáticas» y «posrevolucionarias» que habrían reemplazado los discursos epopéyicos de largo plazo por objetivos de corto plazo. Izquierdas gubernamentales que ya no hablan de lucha de clases -incluso su ala más radical- y reemplazaron a Marx o Lenin por un panteón que incluye a Simón Bolívar, José Martí o el líder aimara Tupak Katari, quien protagonizó una rebelión anticolonial en 1782.

Los actuales países socialistas no ayudan mucho: el referente más próximo, Cuba, parece mirar con más entusiasmo el Doi Moi (renovación) vietnamita -que considera a la economía mercantil «una conquista de la humanidad y no un mero atributo exclusivo del capitalismo»- que a la incierta reinvención del socialismo. Y son los propios cubanos, conscientes del agotamiento del modelo de «economía de comando» de tipo soviético, quienes les dicen a Evo y Chávez: «no hagan lo que nosotros hicimos».

Tampoco los elogios de Chávez a un Vladimir Putin que está contribuyendo a reposicionar a la Rusia Potencia sobre la base de la revalorización de una larga cultura autoritaria e imperial que sobrevivió a zares, bolcheviques y «liberales» parecen contribuir a pisar en firme sobre el fangoso terreno de las nuevas izquierdas ni a pensar las bases de un socialismo diferente al del siglo XX que, en las palabras del ex presidente de la Asamblea Constituyente ecuatoriana, Alberto Acosta, debería ser «una democracia sin fin».

Por otro lado, los gobiernos «socialistas» se enfrentan a menudo con las características sociológicas de sus seguidores. Al mencionado consumismo incontinente de los venezolanos se suman otros elementos. Pese a que Evo Morales llama a «exterminar el capitalismo», en los foros internacionales, su propia base de sustento se asocia a lo que Alvaro García Linera llamó «la rebelión de las economías familiares»: un conglomerado heterogéneo a nivel de riqueza e ingresos de pequeños o medianos propietarios campesinos (como los cocaleros), microempresarios de El Alto o comerciantes informales de La Paz. Por eso el vicepresidente boliviano no habla de socialismo del siglo XXI sino de capitalismo andino o de «modelo nacional productivo».

¿Nuevo modelo de desarrollo?

Natanson propone evaluar a los gobiernos de izquierda a partir de lo conseguido en la lucha contra la pobreza y la desigualdad, lo que arroja un resultado agridulce. Mientras la profundización de los programas de transferencia de renta ya aplicados en los ’90 mejoró parcialmente la situación de los más pobres, en términos de reducción de la brecha entre ricos y pobres los resultados no son alentadores en un continente marcado por la desigualdad.

Para Saint-Upéry detrás de la retórica socialista se está pintando de «rojo-rojito» -como dicen los venezolanos- una reprimarización dependentista de las economías sudamericanas, y por eso no resultaría casual que las fronteras de los gobiernos más «antiimperialistas» coincidan con la de los países ricos en hidrocarburos: Venezuela, Bolivia y Ecuador, donde las izquierdas gubernamentales tienen poco que festejar ante la crisis del capitalismo global. «Sarah Palin, la gobernadora y compañera de fórmula de John McCain, se peleó con las trasnacionales para aumentar a 3.200 dólares el cheque que cada año los habitantes de Alaska pasan a retirar por el correo como ‘su’ parte de la renta petrolera y a nadie se le ocurriría que Alaska es un estado socialista del siglo XXI», argumenta el autor de El sueño de Bolívar .

El caso venezolano es aleccionador: Natanson destaca que si bien la economía no petrolera creció, lo hizo al estilo saudita: la construcción o las finanzas se expandieron ostensiblemente pero como resultado del propio boom petrolero (el 70% de las exportaciones son oro negro y se dirigen en un 80% a Estados Unidos), más que como producto de una renovada diversificación económica. Además, la revolución bolivariana tiene como sustrato una cultura de consumismo desenfrenado de la que no está excluida la nueva «boliburguesía», con discotecas que rifan operaciones de senos a chicas de 15 años y consumos récord mundial de whisky importado, lo que llevó al propio Chávez a preguntarse: «¿Qué revolución es esta, pues, la del whisky y las Hummer?». Y las propias bases bolivarianas hablan de una «derecha endógena» que busca frenar el avance hacia la radicalización de la revolución y crear una nueva casta burocrática-empresarial.

Ilusión de progreso

Con todo, el peso del Estado en las economías latinoamericanas ha aumentado considerablemente -es visible por ejemplo en la renegociación de los contratos petroleros en Bolivia, mejorando notablemente el flujo de caja del Estado-, y hay consenso en que los recursos naturales no deben quedar librados al mercado. Pero subsiste lo que la socióloga Maristella Svampa denomina «ilusión desarrollista», parcialmente discutida -sólo en el caso ecuatoriano-, por un ala ambientalista del gobierno que busca complejizar las nociones de desarrollo y evitar caer en una suerte de neodesarrollismo asistencialista.

En el caso de Brasil, la discusión se centra en gran medida acerca de si el de Lula es un «gobierno en disputa», entre tendencias keynesianas-desarrollistas y tendencias neoliberales o, como sostiene una parte de la izquierda decepcionada, es una administración abiertamente neoliberal, sostenida en la ortodoxia financiera y los agro negocios, con políticas asistenciales de contención.

Pero hay dos temas que hacen cortocircuito a la hora de defenestrar al ex obrero metalúrgico de la galería de nuevos izquierdistas. En primer lugar, suele señalarse que fue Brasil el que puso punto final al proyecto estadounidense de Area de Libre Comercio de las Américas y es uno de los más firmes impulsores de la Unión de Naciones de América del Sur, fuerte contrapeso de Washington en la región. Y en segundo término, el hecho de que los propios movimientos sociales brasileños, como el radical Movimiento Sin Tierra, no terminen de romper con el gobierno.

El extremo Occidente

Más complejo es el caso argentino, donde el «peronismo infinito», al decir de Svampa, desafía cualquier fórmula fácil: lo cierto es que el matrimonio Kirchner parece actuar pragmáticamente en función de la coyuntura más que imaginar proyectos «ideológicos» de cambio social. Incluso, recientemente, los máximos defensores de la idea del «gobierno en disputa» -la organización Libres del Sur- abandonaron el gobierno por considerar que el proyecto K volvió a recostarse en el aparato del PJ en detrimento de un proyecto renovador de centroizquierda, en el marco de una economía sostenida en la explotación intensiva de recursos naturales (soja, petróleo, minería, etc.), sin contemplar sus efectos socioambientales ni crear patrones redistributivos sólidos.

En este marco, los proyectos «refundacionales», sobre todo con las Asambleas Constituyentes en el área andina, y la activa participación de movimientos sociales, indígenas y afros contra el «colonialismo interno», ponen en cuestión la democracia formal en favor de formas de participación social más amplia y efectiva. Y no dejan de augurar una secuencia política de largo plazo y, en paralelo, nuevos paradigmas comprensivos producidos por la multifacética izquierda continental, con la consiguiente puesta en cuestión del prolongado letargo «posmoderno» y la reposición de la política como una apelación a la lucha por un destino común.

En una coyuntura continental que combina sorpresas con resonantes déjà vu , resta aún calibrar si en el actual «giro a la izquierda» predominan las rupturas o las continuidades, escapando al mito del «buen salvaje» que -en palabras de Saint-Upéry- transforma a América Latina en el «extremo Occidente». O, dicho de otra forma, en el continente de la esperanza a bajo precio para la debilitada izquierda del «primer mundo».