Nacido en Besançon en 1809, hijo de un tonelero y una cocinera, Pierre-Joseph Proudhon fue un obrero y un intelectual cuyas ideas económicas vertidas en ¿Qué es la propiedad? (1840) entusiasmaron al joven Marx. La amistad entre ellos vino luego, y dio paso al distanciamiento cuando el alemán criticó agriamente el Sistema de las contradicciones […]
Nacido en Besançon en 1809, hijo de un tonelero y una cocinera, Pierre-Joseph Proudhon fue un obrero y un intelectual cuyas ideas económicas vertidas en ¿Qué es la propiedad? (1840) entusiasmaron al joven Marx. La amistad entre ellos vino luego, y dio paso al distanciamiento cuando el alemán criticó agriamente el Sistema de las contradicciones económicas (1846), subtitulado Filosofía de la miseria, del francés, en su Miseria de la filosofía (1847). Cotejar ambos textos, como hizo en detalle G. Gurvitch, invita a pensar si no habrá en el rechazo del aún desconocido Marx, más allá de pequeños errores que consigue detectar, algo de sana envidia hacia un pensador ya famoso por entonces y que supo anticiparse a alguna de sus ideas fundamentales. Obrerista e individualista ante todo, de expresión a veces paradójica y no exento de contradicciones, Proudhon pone en marcha el término «anarquía» para referirse luego a su doctrina con el más moderado de «mutualismo». Él es siempre un hombre del pueblo orgulloso de su pobreza, transido de indignación moral frente a la injusticia, lo que lo alejaba del determinismo histórico de Marx, y obsesionado por diseñar un modelo para la sociedad humana anticentralista y antiestatista, basado en la igualdad, la libre asociación y el cooperativismo.
Proudhon, que ingresó en la masonería, era profundamente anticlerical, y ataca el concepto de una historia guiada por Dios, aunque su oposición al cristianismo se suavizará al final de su vida. Por otra parte, defiende la desigualdad de los sexos y una idea tradicional de amor y familia. Su mutualismo económico no duda en proponer aranceles para proteger la industria nacional, y toma en política la forma de un federalismo basado en el municipio, aunque siempre desconfió de la política y los políticos y abogó por la autoorganización de la clase obrera, la cual debería a su juicio hacer un enorme esfuerzo de educación para rentabilizar su potencial. Proudhon tuvo un papel destacado en las jornadas revolucionarias de 1848 desde su escaño en la Asamblea Nacional, donde sus discursos de apoyo al proletariado y por el fin del capitalismo le acarrearon el odio de la burguesía. Encarcelado durante el segundo Imperio, evoluciona luego a una defensa entusiasta de la propiedad y posiciones reformistas, conciliadoras y pequeñoburguesas que lo llevan a ofrecer a Napoleón III la dirección de su Banca del Pueblo. Pierre-Joseph Proudhon falleció en París en 1865.
Idealista y pacifista, Proudhon es incapaz de diseñar una estrategia ofensiva eficaz para la clase explotada, aunque reflexiona sobre esta cuestión en algunas de sus obras, principalmente en su Idée général de la révolution au XIXe siècle (1851), que con el título de Idea general de la revolución, prólogo de Víctor Logos y traducción de Pablo Molina Albert la editorial londinense Stirner puso en circulación en 2015. Proudhon analiza aquí la historia de Francia para concluir que la revolución se hace posible cuando las masas perciben un deterioro inasumible en sus condiciones de vida. Esto es a su juicio lo que ocurrió en 1789, y lo que trata de demostrar es que puede repetirse tras los sucesos de 1848, en los que los excesos represivos de la reacción echaron a las calles a unos obreros depauperados por la máquina capitalista. En ambos casos piensa que es la ausencia de ideas económicas «constructivas» y la inercia de preservar una «estructura gubernamental» lo que sentencia el fracaso de los intentos transformadores.
Idea general de la revolución critica tanto el asociacionismo e igualitarismo de los socialistas utópicos o de Louis Blanc, como el principio de autoridad que cristaliza en el gobierno, y propone sustituir éste por un nuevo contrato social muy alejado del de Rousseau, a quien fustiga vehementemente. Tras estas negaciones, emprende la labor constructiva, perfilando las medidas a tomar: socialización de la banca nacional, cancelación de los intereses de la deuda pública, ilegalización de la usura en deudas privadas, y facilidades a los campesinos para que accedan a la propiedad de la tierra: se aplica el principio de que todo pago de alquiler o arrendamiento confiere una parte proporcional de la propiedad. La industria se organizaría en asociaciones de obreros autogestionadas y sometidas a control social, aunque admite el régimen de propietario, empleados y aprendices en los pequeños talleres. El mercado ha de encauzarse de forma que sea imposible la especulación, y el comercio exterior recurrirá a tarifas aduaneras a fin de garantizar los derechos tanto de los productores como de los consumidores del país.
El sistema de dominación del capitalismo, denominado «teológico-político», está basado en la desigualdad entre los hombres y un poder exagerado, material y espiritual, del cristianismo y sus ministros. En contraposición a éste, los cambios revolucionarios propuestos han de conducir a una sociedad autoregulada y solidaria en la que, abolido el gobierno, funcionará una organización industrial regida por contratos libres. En ella, la Justicia tomará la forma de una reparación y no la de la venganza que es ahora, y la vara y el látigo de la policía no impondrán el falso orden de la injusticia. Romper el círculo vicioso de la opresión requerirá abrir al pueblo a una nueva mentalidad, y así la dignidad humana será restituida. Todos estos asuntos y otros como la instrucción, las obras públicas o el comercio pueden y deben ser resueltos a partir de la autoorganización de los ciudadanos, capaz de afrontar democráticamente cualquier contingencia. El fin de gobiernos y estados ha de promover una relación fraternal entre los pueblos, independientes y hermanos, solidarios y dueños de sus destinos.
Proudhon es tremendamente certero al identificar las claves de la dominación en nuestra sociedad en el mecanismo económico de explotación que ha construido el capitalismo, tiranizando las mentes y las relaciones sociales a través de sus tentáculos políticos y religiosos. Al mismo tiempo, es capaz de diseñar los fundamentos de un mundo diferente, sin autoridad, basado en el libre contrato, cuya superioridad moral hace sentir como inminente, pues la distancia que nos separa de él parece ser sólo lo que tardemos en darnos cuenta de una verdad muy simple. Es indudable que leyendo hoy estas páginas nos sentimos vacunados por la historia contra tales excesos de optimismo, pero no deja de ser cierto también que la determinación del alegato nos conmueve.
Con un estilo a veces poco claro, y pródigo en fatigosas referencias a los políticos de la época, Idea general de la revolución resulta en ocasiones arduo de seguir, pero trata e ilumina muchos problemas que siguen siendo cruciales hoy como ayer, al tiempo que nos acerca a una personalidad imprescindible en los orígenes de la lucha contra la barbarie capitalista. En sus páginas tomamos el pulso del alma escindida entre la realidad y el deseo que tan bien captó Bakunin cuando escribió: «Existen dos Proudhon: un jurista-reformista bien peinado y muy astuto, y un verdadero revolucionario-proletario que incita a la revolución social. No sólo prefiero a este último, sino que afirmo que toda su influencia sobre la clase obrera proviene de él.» No es éste mal momento para volver a leerle, pues la era de internet aporta sin duda poderosas armas para la organización horizontal y solidaria que tanto le atraía y a la que dedicó tantos desvelos.
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