De la vida de los muñecos Toy Story 3 empieza con un gran estallido imaginario donde, en un paisaje de western clásico, la magia del sistema digital 3D aboca al espectador a una acción trepidante en la que Woody y Jessie logran detener al Señor y a la Señora Patata, asaltadores del ferrocarril, con la […]
De la vida de los muñecos
Toy Story 3 empieza con un gran estallido imaginario donde, en un paisaje de western clásico, la magia del sistema digital 3D aboca al espectador a una acción trepidante en la que Woody y Jessie logran detener al Señor y a la Señora Patata, asaltadores del ferrocarril, con la inestimable ayuda de Buzz Lightyear, todopoderoso hombre del espacio, el antagonismo de los marcianitos verdes de Pizza Planet y los rugidos de un tiranosaurio del Jurásico.
El cóctel genérico reproduce muy bien el talante de un niño que jugara con todos sus juguetes al mismo tiempo, asignando programas narrativos diversos a cada uno desde la omnisciencia simbólica que le es propia. El sentido de tamaña eclosión queda dialectizado, acto seguido, por las imágenes enmarcadas en el visor de una cámara vídeo de Andy en el acto mismo de jugar con sus muñecos. El devenir implacable del tiempo histórico -vemos cómo el niño crece- se contrapone al estatismo de los muñecos, siempre iguales a sí mismos en su encarnadura de plástico. Una foto congela el instante para el recuerdo y de ella se desprende el perdurable encanto de un niño al que la madre desearía ubicar, para siempre, en el jardín clausurado de la infancia. El deslizamiento entre mito e historia está, pues, en la base de la última producción de John Lasseter. El punto de vista que rige la acción se revela aquí tan fructífero como en el primer título de la saga: los muñecos cobran vida, sienten, razonan y hablan en ausencia de sus dueños y recuperan su calidad inerte sólo cuando los niños irrumpen en la escena. Hace algunos años, las asociaciones de consumidores exigieron a las compañías publicitarias que aplicaran cierto código deontológico a los spots publicitarios de juguetes, según el cual éstos no podían volar ni moverse solos, debiéndose mostrar la acción manipuladora de los niños sobre ellos. Toy Story 3 logra conciliar esa acción simbólica del juego con la fascinante realidad de una vida insuflada a los muñecos en ausencia de las miradas que los convierten en objetos. Existe una genealogía mítico-literaria de esa mirada escondida y James M. Barrie la describió para siempre en la hora del cierre de los jardines de Kensington, donde el conciliábulo de las hadas puede celebrarse en íntima soledad. Una historieta de Coll en el TBO de mi infancia mostraba a las figuras pintadas de una galería museística descolgándose de sus cuadros para jugar a las cartas en una timba improvisada, hurtándose a la mirada de los celadores nocturnos. En ese mundo endogámico que exhibe un saber para nada, retroalimentado en y por su propio goce, ingresa el Peter Pan bebé escapado de la cuna, y el tiempo de las hadas, que no es el de los humanos, está hecho de esa sustancia de eternidad con la que el monje de la leyenda oye cantar al pajarillo en el Jardín del Edén o Rip Van Winkle juega con los gnomos en un universo paralelo. Y cuando Peter intenta volver con su madre hay barrotes en la ventana impidiéndole el paso y otro bebé en sus brazos. El film de Unkrich cita literalmente ese pasaje de Peter Pan en los jardines de Kensington (1906), sustituyendo la reja de la ventana por un cristal donde la lluvia es una lágrima innumerable y Peter un muñeco de porcelana a quien su dueña ha olvidado junto con Lotso, el oso de peluche de olor a fresa. Si Peter encuentra lenitivo a su herida edípica yéndose definitivamente a jugar con las hadas en un tiempo capaz de enmudecer a todos los relojes, Lotso se convertirá en un tirano que implante su significante de orfandad a los juguetes bajo su dominio. No ser objeto del tiempo que pasa, pero sí de sus devastaciones y cambios en los seres humanos es, en suma, el quehacer melancólico de unos muñecos en su impasible permanencia.
La deriva genérica
La dimensión metafílmica de Toy Story 3 ha sido ampliamente destacada por la crítica y constituye una gozosa recreación del imaginario hollywoodiense «…desde el western hasta el cine carcelario» (Gonzalo de Pedro en Cahiers du Cinéma España, nº 36. Madrid, julio-agosto 2010). Empero, el género más homenajeado en la película es la comedia burlesca, con un uso particularmente hilarante del gag de la confusión identitaria que, unido al de la pérdida de la dignidad del personaje constituye, como se sabe, el fundamento mismo del slapstick, según Mack Sennett. De esta suerte el Señor Patata, carente del soporte material que lo constituye y obligado a «insertarse» en una tortilla mexicana, se convertirá en un movedizo avatar picassiano y los cambios en la posición del interruptor en los entresijos de Buzz Lightyear darán origen a inopinadas transformaciones en su comportamiento. Buzz es, psicológicamente hablando, el personaje más inestable de la saga y en el arranque de la misma (1995), Lasseter le adjudicaba un severo síndrome depresivo al darse cuenta, mediante un spot publicitario televisivo, de que no era el hombre del espacio que creía ser, sino un simple juguete. Gonzalo de Pedro señala la imparable carrera de gags que estructura el film. Cabe señalar el carácter construido, en términos de guión, de todos ellos, lo muy germinativo de las ideas que aquí se ponen en pie. Por la vía del énfasis, Randy Newman utiliza acordes wagnerianos similares a los de la música fúnebre de Sigfrido en El ocaso de los dioses cuando los héroes del film están a punto de fenecer en el incinerador de basuras, situación que, a su vez, remite al film de aventuras a lo Indiana Jones. Y, por la vía irónica, la relación Barbie-Ken pone en la picota los estereotipos de la comedia musical adolescente (Grease, 1978) con un guiño al público adulto sobre el narcisismo gay, lindante con el travestismo del segundo, parejo al sublimado y cursi erotismo de la primera.
La eternidad del instante
La hermosa paradoja de este film destinado a permanecer es la de evacuar la melancolía del lado de los juguetes y no de la mirada humana que los irradia. En el porche de la casa de Bonnie, el lugar fordiano del hogar y la civilización, los muñecos despiden a Andy en el coche que lo lleva a la Universidad.
«¡Adiós, Rayo de Sol! ¡Adiós, Golpe de Viento!», exclamaba desde la colina el abuelo en el cuento de Hans Fallada que marcó a fuego mi infancia -casi tanto como el de Barrie- al despedir a los amigos imaginarios de sus nietos, que él mismo les había creado cuando eran pequeños. Aquí, desde el porche donde Bonnie ya empieza a jugar con los muñecos heredados, modificando al arbitrio de su imaginación el programa narrativo de cada uno de ellos que Andy acaba de explicarle, proclamo la madurez en el exilio de una patria común que a todos nos ha constituido como sujetos.
Fuente: http://www.tlaxcala-int.org/article.asp?reference=814