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Una reflexión generacional

Fuentes: Rebelión

El Hombre Nuevo no parece ser aquel con el que soñaron los militantes de los 60s y 70s, pero sin embargo existe. Algunos pares ilógicos para la moralina setentista y sus barbudas conciencias, todavía atestadas de catolicismo por ese entonces, hoy funcionan con total normalidad y son más bien fruto de la propia lucha ideológica […]

El Hombre Nuevo no parece ser aquel con el que soñaron los militantes de los 60s y 70s, pero sin embargo existe. Algunos pares ilógicos para la moralina setentista y sus barbudas conciencias, todavía atestadas de catolicismo por ese entonces, hoy funcionan con total normalidad y son más bien fruto de la propia lucha ideológica que libraron. Por mucho que les pese, su utopía juvenil instauró uno de los principales ejes de la vida contemporánea: la juventud como centro de la sociedad. Si miramos, por ejemplo, la televisión de la década de los 60s, vamos a encontrarnos con conductores y animadores que pueden parecernos ancianos inútiles si los comparamos con quienes habitan las pantallas en la actualidad. Ésta contradicción de poner a la juventud en el centro de la escena y ahora ser viejo, es tal vez una de las mayores desgracias de las que son responsables los antiguos militantes. Su revolución juvenil que los vio marchitarse con el paso de los años y con las políticas liberales de la derrota mediante, hoy reaparece no tan vencida puesto que los nuevos gobiernos de la «izquierda realmente existente» están claramente en sus distintas manos.

Como intentase anticipar Juan Terranova en El ignorante, la juventud actual supo trazar puentes de concordia con aquella vieja generación al punto de admirarla en muchos casos hasta el ridículo, como si la «heroicidad» de sus luchas no pudiese ser equiparada a la emergencia de la herramienta de conocimiento más potente desde Gutemberg. Esa misma heroicidad que hoy se revela mucho más pragmática a la hora de elegir de qué lado del espectro político situarse, o que simplemente prefiere conservar su halo pegándole desde las alturas a lo que realmente existe. La generación intermedia (digamos entre 35 y 45) parece muchas veces ajena a estos menesteres y mucho más preocupada por sostener/conservar sus modestos logros individuales. Pero sin embargo pegarle indiscriminadamente a los «ochentosos» sería también desconocer su responsabilidad en la desmitificación de los heróicos 70s. Esa concentración en lo individual es la que nos permite hoy evitar el heroísmo o el romanticismo ingenuo y acertar los golpes hacia aquellos que siempre fueron y serán el enemigo.

Nuestra generación representa de algún modo una síntesis entre el desencanto y la lucha, que da como resultante una tolerancia y una necesidad de creer novedosas para los setentistas, y que de algún modo los nutre, les enseña a ser menos rígidos en sus posturas. De buenas a primeras, con la red entrelazando y diluyendo sentidos, parece ser la primera vez desde la «revolución juvenil» en la que las generaciones pueden convivir en paz y con un espiritu de retroalimentación (bastaría pensar que muchos setentistas aún no tuteaban a sus padres para entender algunos de los motivos de este encuentro).

El campo de batalla, o su ampliación como decía Houellebeq, puede también desconcertarnos, volvernos menos consistentes y decididos de lo que pretendemos del futuro, de cuáles son nuestros objetivos de mínima y de máxima, de cuáles son nuestras expectativas y qué herramientas tenemos para conseguirlas. Los miles de cruces de los que fuimos tomando conciencia durante la posmodernidad (como el género, el peso de la estética, la pertenencia generacional, el peso del mundo natural, de nuestro origen étnico, etc) puede también ser un elemento de ruptura, de fragmentación, digamos. Pero hoy en América Latina, esos entremeses parecen ser el propio embrión de la transformación social. Como si de algún modo la infinita heterogeneidad nos dijera que es necesario buscar puntos en común. La «igualdad en la diferencia» potenciada por la equiparación del mundo virtual y del las políticas populares, se vuelve cada día más el tema contemporáneo y simplifica la unión de fuerzas. Pero en simultáneo, la polarización que presenciamos podría conspirar contra la libertad de pegarnos en nuestras cabezotas mutuamente con total soltura, ya que es indispensable la claridad de ideas, y muchas veces esa claridad va en detrimento de la complejidad de lo particular, de las diferencias específicas digamos. En el caso argentino, la propia clase media a la que tanto atacamos desde este medio, podría ser la clave para sostener este registro en el cual las disputas individuales se mantengan ilesas frente a la amplitud de frentes abiertos en lo colectivo. Pero para llegar a este tipo de instancia habría que superar las trabas culturales de tipo colonial que nos aquejan: básicamente el miedo a la ruptura de la identidad por la ampliación social de nuestra clase (el gorilismo concretamente).

Desde nuestra generación, aparecen dos temas que difícilmente hayan aquejado a las anteriores: la capacidad de conservar la inocencia y el poder de concentración. En el primero de los casos el problema es el de creer sin creer demasiado, el de ser militante sin ser un falso héroe de una lucha anterior, sin perder el espíritu de aquella inocencia perdida por los reveses de la realidad, de no replicar de un modo farsante. Y principalmente de no subestimar las complejidades culturales de las clases popular con la simplificación de relatos para «tarados» en los que nadie en su sano juicio puede confiar y que nos remite a la barata propaganda de la derecha mediática. Respecto a la concentración, en una mirada bastante más particular en referencia a lo que entra y sale de la red semántica que excede al mundo de la tecnología, será tal vez momento de poder mantener en el tiempo aquellos logros que ese propio sentido nos impone, para que en el mediano plazo la confusión no se haga con todo el botín de lo obtenido.

Los hombres nuevos, menos hombres y más mujeres, menos abstractos y más débiles en su virtualidad, debemos hacernos responsables de la inevitable contradicción de no poder creer en nada al acostar la cabeza en la almohada, de no querer ser unos patéticos héroes arrastrados por los caballos de los poderosos frente a murallas que supuestamente nos corresponden, y a la vez ser sólidos y precisos en nuestras expectativas para no sacralizar la lucha de los des-sacralizantes, pero tampoco hacernos eco de la vacuidad y el ritmo efímero del contemporáneo consumismo de deseos que pretende seducirnos con sus elixires.

*Agustín Calcagno es politólogo. Escritor y docente de la UBA. calcagnocomolasagna.blogspot.com