Presentacion. Los intelectuales y Alfonso Sastre El euroimperialismo y su democracia La dialéctica marxista y el reformismo La lucha de clases sin opresion nacional La propiedad como problema decisivo 0.- PRESENTACION: A lo largo de los últimos meses he mantenido varios debates, y he recibido algunas preguntas, sugerencias y críticas a intervenciones y a textos […]
- Presentacion.
- Los intelectuales y Alfonso Sastre
- El euroimperialismo y su democracia
- La dialéctica marxista y el reformismo
- La lucha de clases sin opresion nacional
- La propiedad como problema decisivo
0.- PRESENTACION:
A lo largo de los últimos meses he mantenido varios debates, y he recibido algunas preguntas, sugerencias y críticas a intervenciones y a textos míos publicados en diversos medios. He recogido cuatro de ellas porque, primero, a pesar de provenir de diferentes circunstancias y situaciones tienen pese a ello, segundo, un denominador común que nos lleva, tercero, al punto crítico de ruptura irreconciliable entre el marxismo y la ideología burguesa, lo que, cuarto, resulta decisivo en el contexto presente.
La primera de las preguntas surgió a partir de la arremetida reaccionaria y nacionalista española contra Alfonso Sastre por su consecuente internacionalismo en las pasadas elecciones europeas: ¿qué son los «intelectuales» y cuáles son sus funciones en el contexto actual? La segunda fue una crítica a un texto sobre la situación actual de Euskal Herria en el sentido de que en él se echaba en falta una exposición más detenida sobre la «democracia» y la UE, teniendo en cuenta la decisión del Tribunal de Estrasburgo a favor del Estado español y en contra de los derechos democráticos. La tercera fue planteada en una charla-debate sobre dialéctica marxista realizada entre militantes vascos de diversas procedencias políticas, en la que entre otras muchas cuestiones se planteó al final una pregunta clave: ¿cómo nos puede ayudar el método dialéctico a descubrir cuándo una organización empieza a girar al reformismo? Y la cuarta y más reciente es una pregunta realizada después de la repetición en octubre de 2009 en videoconferencia en Internet de un debate sobre el socialismo en el siglo XXI celebrada en Compostela en abril de 2008: ¿Cómo impulsar la revolución en los países que no sufren opresión nacional?
La dialéctica busca descubrir el movimiento y lucha de contrarios que existe por debajo de lo aparente, en el interior de los procesos, en el subsuelo de la «realidad». A simple vista, las cuatro cuestiones planteadas se refieren a problemas aislados unos de otros, a situaciones diferentes e incomunicadas. Sin embargo, están conectadas entre ellas por un hilo rojo que las recorre como partes de una totalidad cualitativamente superior, totalidad que les dota de sentido y perspectiva histórica. ¿Qué falta imperdonable y horrenda cometió Alfonso Sastre para ser sometido a tamaño ataque inquisidor? ¿Qué miedos recorren a la burguesía europea para que el Tribunal de Estrasburgo salga en defensa directa del Estado español e indirecta del francés al justificar la antidemocrática Ley de Partidos? ¿Qué constantes de la historia del movimiento revolucionario estaban descubriendo mediante la dialéctica las y los militantes que les hicieron preguntarse por las deficiencias teóricas que impidieron e impiden ver el reformismo en organizaciones que parecían encarnar la incorruptible esencia revolucionaria cuando en realidad ayudaron y ayudan al capitalismo? ¿Qué echa en falta en sus países no oprimidos nacionalmente una parte de su izquierda al ver las luchas de liberación nacional?
Con la mayor brevedad posible, casi telegráficamente, desarrollaré cada una de las cuatro cuestiones y luego intentaré sintetizar una respuesta única para todas ellas.
1.- LOS INTELECTUALES Y ALFONSO SASTRE
Alfonso Sastre cometió el atrevimiento inaceptable de defender el derecho de las naciones a su libertad, a la autodeterminación, a ser propietarias de sí mismas y a no ser propiedad de un Estado extranjero. Desde hace muchos años ha defendido este derecho oficializado por la ONU y el imperialismo español le ha atacado por ello reiteradamente, como a su difunta compañera la inolvidable Eva Forest, pero nunca con la virulencia fanática que desplegada a comienzos de verano de 2009. Alfonso Sastre puso el dedo en la supurenta llaga del nacionalismo español. En otros momentos y problemáticas, algunos intelectuales se han atrevido a hacer lo mismo. Émile Zola con su «Yo acuso» (1898) es el ejemplo paradigmático, pero con una diferencia cualitativa con respecto a Sastre que no podemos silenciar. Zola no cuestionó la unidad estatal del imperialismo francés al salir en defensa de un oficial militar judío acusado de espionaje a favor de Alemania. Zola defendió el honor y la integridad del oficial francés, su derecho a la presunción de inocencia, su derecho a la buena fama y respetabilidad social. El impactante artículo por él escrito conmocionó a la sociedad francesa, pero no cuestionó su esencia imperialista sino que, visto en perspectiva histórica, incluso sirvió para mejorar en parte un anquilosado aparato estatal-militar, lo que le vendría muy bien para salir airoso de la espantosa guerra de 1914-18. Émile Zola era un intelectual valiente, muerto en 1902 en tan extrañas circunstancias que sugieren su asesinato, digno de admiración por ello, pero no por ser un intelectual demócrata-burgués, nacionalista e imperialista francés.
La superioridad cualitativa de Sastre radica en que es comunista, es decir, en que a diferencia de Zola, su poder intelectual le permite llegar a la raíz de la explotación y de la injusticia, no limitándose a las ramas de la democracia formal burguesa. Sastre y su compañera Eva, llevan años golpeando las bases del irracionalismo del capital, especialmente en un tema muy importante para su legitimidad como el arte y la cultura, pero también en otras bases igualmente importantes como son el nacionalismo imperialista, la tortura y el terrorismo. La burguesía española nunca le ha perdonado esta praxis teórico-crítica, pero la gota que ha desbordado el pozo insondable de su odio ha sido la defensa a escala mundial del derecho de autodeterminación de los pueblos, y de Euskal Herria, en un momento especial, en plenas elecciones europeas, que tienen repercusión mundial porque la UE es el segundo imperialismo planetario y está interesado, por ahora, en mantener una imagen propagandística menos brutal que la del imperialismo yanqui, que se mantiene pese a los redoblados esfuerzos maquilladores de Obama.
El contexto internacional del «Yo acuso» de Zola estaba marcado por el antagonismo entre Alemania y el Estado francés en una fase de crecimiento económico acelerado, mientras que la defensa del derecho de autodeterminación, de la justicia social, de los derechos de las mujeres y de los emigrantes, etc., realizada por Sastre ha estallado como un latigazo de conciencia en plena crisis interna española, inmersa a su vez en una pavorosa crisis capitalista mundial. La síntesis de ambas hace que el Estado español retroceda en la jerarquía imperialista mundial y en la productividad del trabajo, en la «competitividad». Son tendencias estructurales extremadamente inquietantes para la burguesía española, por lo que no puede tolerar que nadie, y menos Sastre, reivindique en estos momentos los derechos de los pueblos y de las clases explotadas, de las mujeres. No puede hacerlo porque el capital español necesita vitalmente multiplicar la explotación interna y externa para revertir su decadencia. No debatimos aquí sobre si lo logrará o no y a qué costo, sino el papel de los intelectuales en situaciones tan graves como estas, que no exclusivamente en la «normalidad».
La función de la intelectualidad se juzga en las crisis sociales, cuando el poder dominante no tolera, o lo hace cada vez menos, ninguna propuesta práctica que acelere la toma de conciencia revolucionaria y el aumento de su fuerza material, política en suma. Dado que la política es la economía concentrada, la síntesis de todas las contradicciones y la esencia de la lucha por el poder, en este sentido la acción intelectual solamente puede ser efectiva si es parte de un movimiento general y si, a la vez, ilumina con su linterna teórica el núcleo del problema. Sastre hace las dos cosas. Asume ser parte de un movimiento revolucionario e ilumina las entrañas de la bestia. La economía concentrada es la quintaesencia del problema de la propiedad de las fuerzas productivas, y la síntesis de todas las contradicciones es la forma social de la propiedad: pública o privada. El poder está en función de la propiedad, de manera que una propiedad colectiva requiere un poder socialista, y una propiedad privada exige un poder capitalista. La mayoría inmensa de la intelectualidad siente pánico ante estos problemas vitales, y retrocede espantada a la verborrea tolerada por el capital, vendiéndose por un salario superior a la media establecida para trabajar en la industria de la alienación de masas, fabricando fugaces modas ideológicas.
Cuando por razones históricas el capital necesita de la opresión de pueblos para asentar su poder estatal, para construir y asegurar su espacio de acumulación, entonces, como es el caso español, el nacionalismo imperialista es el cemento ideológico que actúa como fuerza centrípeta mediante las violencias múltiples. Engullidos por este torbellino de miserias, la mayoría intelectual apoya directa o indirectamente al nacionalismo español, reforzando la creencia de que los pueblos oprimidos somos propiedad natural del Estado español y de su burguesía. Muy contados intelectuales, incluso pocos de entre quienes dicen ser «comunistas», se han atrevido a romper estas cadenas y a actuar de manera crítica e independiente. Alfonso Sastre destaca por ser uno de ellos.
2.- EL EUROIMPERIALISMO Y SU DEMOCRACIA:
La intelectualidad tampoco se ha lucido en la muy necesaria denuncia de la resolución del Tribunal de Estrasburgo a favor de la antidemocrática Ley de Partidos. Son varias las razones que explican este comportamiento: sumisión al Estado y a los empresarios que les pagan; incomprensión de lo que históricamente significa la UE y su democracia; acuerdo con el creciente endurecimiento represivo europeo y con la decisión de Estrasburgo; total acuerdo y euforia en lo que respecta a los intereses del nacionalismo imperialista español, etc. En los sectores que todavía a estas alturas seguían creyendo en sus «virtudes», la decisión de Estrasburgo ha caído como un jarro de agua helada, y en esa gran masa de personas que van desde los euroescépticos por diversas razones hasta quienes desconocen absolutamente todo sobre el tema, entre estos, el nuevo retroceso antidemocrático no significa casi nada.
La historia de la Europa «moderna», desde el siglo XVII, está determinada por la interacción entre el crecimiento del capitalismo, de los Estados y de las guerras. La democracia burguesa es un instrumento funcional a la expansión de la propiedad privada a costa, primero, de la expropiación de lo comunal precapitalista mediante el terrorismo más atroz; segundo, del paso a propiedad burguesa de las propiedades feudales y eclesiásticas; tercero, del proceso que va de la represión de la fuerza de trabajo a su integración en los límites de la democracia burguesa, que no debe ser nunca desbordada; y, cuarto, de las opresiones y exterminios colonialistas. Las cuatro dinámicas fueron relativamente simultáneas, dominando la económica en última instancia. La síntesis económico-política en lo que concierne a qué potencia sería la hegemónica dentro de Europa, se realizó sólo gracias a tremendas guerras y a sus sucesivos tratados: la Guerra de los Treinta Años concluyó en el Tratado de Wetsfalia; las guerras napoleónicas en el Congreso de Viena, y las dos Guerras Mundiales del siglo XX en los acuerdos de Yalta y Postdan. Fueron tres reordenaciones europeas sangrientas y brutales que abrieron dinámicas globales que aceleraron la ley de la concentración y centralización de capitales, una de las leyes capitalistas decisivas que explica la esencia de la actual UE.
Ahora bien, en la actualidad ningún imperialismo quiere y puede declarar otra guerra mundial como en el pasado para imponer su poder en muy pocos años. Hay razones que explican esta imposibilidad, que no podemos exponer aquí. Debido a que ningún bloque imperialista puede imponer su hegemonía militarmente en poco tiempo y sin resistencias serias durante una larga fase de acumulación, como en el pasado, por esta incapacidad, los bloques imperialistas y la UE en concreto, deben recurrir a otros métodos menos brutales en su letalidad y mortandad fulminante entres ellos mismos, descargando su poder asesino sobre los pueblos y Estados empobrecidos poseedores de vitales recursos energéticos codiciados por el capital. A la vez, las guerras citadas desorganizaron por un tiempo al grueso de las clases trabajadoras de sus épocas, lo que permitió a las clases dominantes gozar de períodos de relativa calma social. Desde 1945 hasta finales de los ’60 del mismo siglo, una parte de la clase obrera europea fue integrada mediante el pacto keynesiano, el poder socialdemócrata y el reformismo estalinista, y otra parte, fue reprimida sin piedad por las dictaduras franquista y salazarista, y por los instrumentos de represión selectiva de las «democracias occidentales».
Pero la crisis capitalista iniciada a finales de los ’60 no ha podido ser resuelta definitivamente mediante otra espantosa guerra mundial, como en el pasado. Si bien han existido fases de recuperación local transitoria, y más estable para determinadas fracciones del capital, como la financiera, pese a esto, los datos fundamentales indican que el capitalismo europeo no ha logrado volver a fases de crecimiento y de «paz social» como en el pasado, sino que se arrastra lentamente. La esperanza de que la implosión de la URSS junto a las innovaciones tecnológicas producidas y a la ingeniería financiera, abrirían una larga fase de intensa acumulación no se ha producido, ha sido un fiasco, y todo indica que el futuro probablemente nunca vuelva a ser como el pasado. Nunca hay que caer en el catastrofismo determinista, pero en lo que concierne al futuro de la UE lo más que probable es que a pesar de recuperar el crecimiento tendrá que competir muy duramente con otros bloques imperialistas, a la vez que tendrá que enfrentarse a crecientes tensiones internas. Por ambos motivos, la UE recorta ya su democracia para aumentar la explotación externas y la fuerza militar de su euroimperialismo.
En realidad, la democracia burguesa «pura» siempre ha estado reforzada mediante efectivos instrumentos de coerción, violencia, terror y hasta terrorismo. Las burguesías holandesa, británica y francesa basaron su democracia de clase en la represión directa de sus respectivas clases trabajadoras, sobre todo de sus mujeres, y en la explotación de otros pueblos. Las burguesías alemana e italiana, por ejemplo, impusieron el «capitalismo desde arriba» en base a una democracia muy restringida. No podemos hacer un seguimiento de cada Estado, pero aparecen dos constantes esenciales: una, que la democracia burguesa tiende a retroceder bajo las presiones de la propia burguesía, dependiendo su velocidad de retroceso de la lucha de clases, y otra, que esta tendencia se ha acelerado coincidiendo con el mito de la «construcción europea». Los reformistas defensores de «otra UE» no pueden responder a esta constatación: ¿cómo es posible que la democracia retroceda a la vez que avanza la UE, o sea, la centralización y concentración del capitalismo europeo? Y no pueden hacerlo porque «otra UE» es imposible e impensable fuera del aumento del poder capitalista.
No transcurre mucho tiempo sin que nos enteremos de nuevos recortes abiertos o solapados de las libertades en algún Estado de la UE, bajo el beneplácito de ésta, mientras que a la misma o mayor velocidad se refuerzan los instrumentos represivos y la militarización avanza. En la medida en que el capital no puede, por ahora, imponer un durísimo régimen antiobrero a nivel de toda la UE, debe avanzar en esa dirección Estado a Estado, lo que incluso le resulta mejor porque, de rebote, permite a la UE mantener la ficción de ser una «isla democrática» en el océano mundial de la tiranía. En la medida en que se aprecia una recuperación de las izquierdas en las últimas elecciones alemana, portuguesa y griega, una recuperación de las luchas en otros muchos países y un giro a la derecha de la burguesía y de su bloque social de apoyo, en esta medida la tendencia fuerte camina hacia un mayor endurecimiento represivo. El apoyo del Tribunal de Estrasburgo a la Ley de Partidos española es parte de esta dinámica.
Euskal Herria constituye hoy uno de los puntos calientes de la UE porque aúna en un único proceso de liberación nacional cuatro reivindicaciones: una, mejoras sociales, culturales y económicas que combaten la crisis capitalista desde los intereses populares; otra, una crítica radical de la UE capitalista y de su imperialismo desde una perspectiva irreconciliable como es la Europa de los pueblos y de las clases trabajadoras; además, una reflexión creativa sobre el socialismo realizada en varios eventos internacionales entre los que destaca la experiencia iniciada en Sokoa; y envolviéndolo todo, un potente movimiento popular y una larga experiencia de lucha en las peores condiciones represivas. No es casualidad que el pueblo vasco cargue sobre sí el duro honor de padecer la tasa más alta de la UE de policías por habitantes, y de prisioneras y prisioneros políticos, de detenidas y detenidos en los últimos decenios, así como de la práctica permanente de malos tratos y de torturas, sin olvidar la forma extrema de terrorismo, las desapariciones de personas a manos de los Estados español y francés.
Los Estados de la UE, y por tanto el Tribunal de Estrasburgo, saben de esta realidad, y sus servicios de inteligencia conocen igualmente el ahondamiento de la crisis socioeconómica y la tendencia al alza de las luchas sociales, y también son sabedores de las simpatías que la lucha de liberación vasca suscita entre organizaciones y movimientos europeos. Dejando ahora de lado otras hipótesis sobre posibles situaciones futuras, en el presente el poder fáctico de la UE ha dado su apoyo total a la represión franco-española contra el pueblo vasco. Pero como sucede siempre que el poder amplía su represión, más pronto que tarde las nuevas agresiones lanzadas contra una parte se irán extendiendo al resto, golpeando a más y más sectores hasta «normalizarse» en toda la UE. Semejante metástasis cancerígena conlleva inevitablemente el retroceso de la democracia.
3.- LA DIALÉCTICA MARXISTA Y EL REFORMISMO:
Los intelectuales y las fuerzas revolucionarias no pueden permanecer silenciosos ante el retroceso de las libertades y de la democracia. Combatir el aumento de la represión en cualquiera de sus formas exige, empero, disponer de un método teórico adecuado, capaz de descubrir las corrientes de fondo que agitan el temporal en la superficie. Este método es la dialéctica. Ahora bien, no puede rebajarse la dialéctica a una rama de las «ciencias sociales». Se abre un abismo entre Marx y Comte, Lenin y Weber, Rosa Luxemburg y Durkheim. Es imposible aplicar el método dialéctico desde fuera del problema en cuestión, porque dicho método sólo se desarrolla en el accionar interno de las contradicciones en movimiento e interacción permanente. No existen «hechos sociales» estudiados por el «científico social» de turno, sino procesos históricos que bullen al calor de la unidad y lucha de sus contradicciones internas. No existe separación absoluta entre el juicio de valor del «científico social», su axiología, su ética y su moral, y el juicio de hecho que elabora fría y asépticamente, desde una «neutralidad científica» positivista, sino que la interacción entre valores y epistemología es estrecha y enrevesada.
En definitiva, el abismo insondable entre las «ciencias sociales» y la dialéctica marxista concierne a la ontología, a la definición de lo real: ¿existe y qué es la explotación asalariada, la opresión nacional y la dominación de sexo-género? ¿Qué interconexiones y mediaciones las unen? ¿Cómo operan y cómo se las puede superar históricamente? Dado que la explotación de la fuerza de trabajo existe, y dado que existe la plusvalía, y que la opresión nacional, la dominación y el terrorismo patriarcales son incuestionables, demostrada esta ontología de lo real ¿puede existir un método de conocimiento y unos valores que no reflejen de algún modo esas y otras injusticias? La dialéctica dice que no, que de una u otra forma las contradicciones de lo real siempre aparecen velada o descaradamente en las diversas formas del pensamiento humano, en algunas más que en otras, pero aparecen. La importancia decisiva de la subjetividad humana operando según su libertad científico-crítica o su sumisión alienada e irracional, es aquí decisiva.
Debemos partir de una constatación incuestionable: la dialéctica fue uno de los componentes básicos del marxismo a eliminar por la primera corriente reformista, la bersteiniana; también fue uno de los puntos más débiles de la corriente lassalleana dominante en el socialismo alemán, y el neokantismo fue el método por antonomasia; los reformismos y degeneraciones burocráticas posteriores coinciden en el abandono de la dialéctica, o en tergiversarla hasta tal punto que resultara una justificación del nuevo poder impuesto. Estos ataques no surgen ni se repiten por casualidad sino que responden a la necesidad «instintiva» del reformismo de imponer la lógica formal, y a lo sumo la dialéctica kantiana. Marx dejó meridianamente claro por qué el «método dialéctico» –expresión suya– era irreconciliable con toda inmovilidad, dogma y poder opresor. Otra constatación cierta es que una de las urgencias prácticas que más han impulsado el enriquecimiento de la dialéctica marxista ha sido la necesidad de teorizar correctamente la violencia social en todas sus formas, desde las guerras hasta las huelgas generales, pasando por las insurrecciones y las guerrillas. La mayoría, por no decir todos, los grandes dialécticos marxistas han tenido una estrecha relación militante con las violencias justas e injustas, porque las practicaban o porque las sufrían en las cárceles y deportaciones, o ambas a la vez. La íntima relación entre la praxis revolucionaria y el enriquecimiento de la dialéctica ha sido silenciada por el academicismo y por el reformismo.
Ninguna de las dos constataciones es casual sino que responden a la esencia de la dialéctica como arma revolucionaria, como el método para hacer la revolución. Por tanto, cuando en una organización que dice serlo se abandona con cualquier excusa la formación de su militancia en el uso de la dialéctica, es que algo inquietante ocurre en sus órganos directivos. Usar la dialéctica es practicar la crítica radical y la autocrítica constructiva, lo que tarde o temprano choca frontalmente con el reformismo. Uno de los indicios más certeros de que el reformismo ronda es la despreocupación hacia la dialéctica marxista, o su desnaturalización absoluta en el sentido de reducirla a una mera extravagancia de los «intelectuales del partido» con sus divagaciones abstrusas desconectadas de toda lucha práctica. Y junto con la vuelta de la lógica formal y del neokantismo, se produce a la vez el menosprecio del materialismo histórico como teoría revolucionaria de la historia. De hecho, el ataque a la visión materialista de la historia fue también una de las prioridades del primer reformismo, ataque inseparable del rechazo de la dialéctica porque ambas forman una unidad que se desenvuelve en la historia concreta, en las luchas sociales. Dialéctica e historia son inseparables: si se desprecia una, la otra es despreciada desde ese mismo momento, y viceversa.
Tenemos ya dos indicios claros de podredumbre en una organización que se dice revolucionaria. Pero hay más. Si estudiamos la historia con el método dialéctico veremos que el primer reformismo también despreció la crítica marxista de la economía política burguesa, especialmente la teoría de la plusvalía y la ley del valor-trabajo. Tampoco es casualidad que para entenderlas correctamente debamos de recurrir a la odiada dialéctica. Negado el rigor científico de la plusvalía –«ciencia» definida desde el positivismo– se niega la existencia de la explotación asalariada, o se reduce su importancia a lo mínimo, a un simple problema secundario resoluble con reformas de «justicia social». Según la teoría de la plusvalía es imposible la existencia de la «justicia social» porque no puede haber justicia alguna en donde existe explotación y beneficio privado a costa del sudor ajeno: el salario, todo salario, es necesariamente injusto. Por tanto, cuando una organización política o sindical empieza a abandonar la lucha contra la dictadura del salario y se escora hacia las reformas en el sentido de «justicia social», es decir, implorando más caridad a la burguesía, cuando esto sucede es que el reformismo entra por la ventana o directamente por la puerta.
Simultáneamente, o a lo sumo con muy poco tiempo de diferencia, aparece un cuarto indicio, el del rechazo de la teoría marxista del Estado como centralizador estratégico del poder burgués, de sus violencias varias, de los intereses particulares de las diversas fracciones burguesas y de su unidad de clase para facilitar la acumulación ampliada de capital. La teoría marxista del Estado, que implica una teoría de la violencia opresora, es esencialmente dialéctica porque se basa en la ley de la unidad y lucha de contrarios antagónicos, en concreto de la lucha de clases como base objetiva del Estado burgués. Cuando una organización que dice ser revolucionaria empieza a negar que el Estado sea una máquina de opresión, que se puede «hacer política» sin combatir al Estado, y que puede ser reformado convirtiéndolo en un «instrumento neutral»; cuando las fuerzas represivas pasan a ser denominadas «trabajadores del orden», entonces la militancia de esa organización tiene ante sí otro cuarto indicio aplastante de reformismo. La confirmación llega, por ejemplo, cuando tras dejar de denunciar las torturas y malos tratos, se pasa a apoyar leyes represivas más duras todavía.
La naturaleza del reformismo quedó básicamente fijada en el último tercio del siglo XIX y sus constantes –desprecio de la dialéctica, de la historia, de la plusvalía y del Estado– han reaparecido una y otra vez en lo esencial aunque con formas externas algo diferentes en cada experiencia concreta. Pero ya en ese final de siglo aparecieron embrionariamente otros indicios reformistas, denunciados también por las fuerzas revolucionarias, pero que cogieron fuerza algo más tarde, y que ahora también son constantes del reformismo. Minusvalorar la opresión patriarcal, por ejemplo, es una característica de todo reformismo, al igual que despreocuparse de la opresión nacional y del imperialismo; otro tanto si se quiere paliar la catástrofe ecológica solamente con el control del consumo energético. Estos indicios «nuevos» aparecen rápidamente porque la violencia patriarcal, el terror contra los pueblos oprimidos y la destrucción de la naturaleza son tan brutales que pronto exigen alternativas, al igual que las exigían y exigen las anteriores.
Ninguna organización puede permanecer mucho tiempo muda antes esos siete problemas que, en síntesis, nos remiten al de la propiedad privada de las fuerzas productivas. Más temprano que tarde deberá posicionarse en todos ellos y entonces tendrá que orientar sus decisiones en el camino de la revolución o en el de la reforma. Una militancia formada en la dialéctica tiene muchas más facilidades para descubrir y rechazar en poco tiempo cualquiera de estos indicios decisivos de reformismo, no así la militancia mantenida en la ignorancia y acostumbrada a la obediencia mecánica. Hablamos de indicios decisivos porque son los que recorren los puntos de antagonismo irreconciliable entre opresores y oprimidos, aunque existen indicios menores, secundarios aunque importantes que deben ser estudiados en cada caso y en los que no podemos extendernos ahora.
En definitiva, el reformismo empieza a aparecer como tendencia dominante que desplaza a la tendencia revolucionaria cuando la organización se va desentendiendo de la lucha contra la propiedad privada de las fuerzas productivas. Los siete puntos vistos tienen en común el que confluyen en la propiedad privada y en todo lo que ella significa y supone. La dialéctica es incompatible con la propiedad del pensamiento en manos de una minoría explotadora interesada en que nada cambie, en que todo siga eternamente igual. La historia materialista demuestra que la propiedad privada burguesa es sólo una de las formas sociales habidas en la historia y que su continuidad depende de la capacidad de lucha de la humanidad trabajadora. La explotación asalariada y la plusvalía nos remiten a y nos son remitidas desde esa propiedad burguesa que recurre permanentemente a su Estado para impedir todo cambio revolucionario. El patriarcado es la reducción de la mujer a instrumento de producción propiedad del hombre, mientras que la opresión nacional consiste en reducir a los pueblos a mera propiedad privada de los Estados ocupantes, y, para acabar, el capitalismo está convirtiendo a la naturaleza en propiedad privada de las transnacionales y de los monopolios. Por tanto, el reformismo avanza cuando se deja de combatir la propiedad privada.
4.- LA LUCHA DE CLASES SIN OPRESION NACIONAL:
En todo país capitalista actúan a favor de la burguesía instrumentos de alienación, coerción, consenso e integración inherentes al capitalismo, de manipulación de la estructura psíquica de masas y de sus estratos inconscientes e irracionales, instrumentos más o menos fuertes o débiles en cada caso, pero inevitables en todo pueblo sometido al capitalismo. En las naciones oprimidas a estos instrumentos se les suman los que añade el Estado ocupante, y que no actúan sobre las clases explotadas de los pueblos que no sufren opresión nacional. La represión de los derechos nacionales explica en buena medida que los pueblos ocupados tengamos más facilidad para tomar conciencia, organizarnos y luchar que la que tienen, por término medio, las clases trabajadoras de los pueblos no oprimidos, porque la realidad cotidiana nos muestra que somos mera propiedad privada de fuerzas extrañas, extranjeras, que deciden por y sobre nosotros, que nos imponen sus condiciones, que determinan nuestro presente y futuro y que nos niegan nuestro pasado, nuestra historia, al imponernos la suya. Diariamente comprobamos que no podemos decidir por nosotros mismos en las cuestiones que nos atañen, que no tenemos independencia ni libertad y que debemos obedecer al ocupante. A grandes rasgos, cuanto mayor es la distancia lingüístico-cultural, nacional e histórica, y geográfica, existente entre el pueblo oprimido y el Estado ocupante, más posibilidades tenemos de tomar conciencia de nuestra realidad aplastada.
El determinismo economicista y el desprecio a la autonomía relativa del factor subjetivo, errores comunes a la socialdemocracia y al estalinismo, además de otras razones, han retrasado mucho que las izquierdas empezaran a luchar con rigor teórico contra estos instrumentos y especialmente contra las cadenas irracionales e invisibles que estrujan la conciencia crítica. Pese a esto, la lucha de clases en los pueblos que no sufren opresión nacional ha sido y es una realidad innegable, heroica muchas veces y con grandes logros revolucionarios que nunca debemos olvidar y que volverán. De hecho, ahora mismo, la izquierda tiende a recuperarse en muchos pueblos no oprimidos, como Portugal, Grecia, Alemania, por citar casos avalados electoralmente. Más aún, y como hemos dicho antes, el poder burgués intensifica y extiende sus fuerzas represivas porque conoce la tendencia al alza de las luchas de los pueblos trabajadores no oprimidos nacionalmente.
Pues bien, es precisamente en medio de la recuperación de las luchas cuando debemos ser especialmente críticos con los errores pasados y sobre todo con el relacionado con el mundo complejo de la identidad nacional del pueblo trabajador no oprimido nacionalmente pero sí alienado por el nacionalismo de su clase burguesa. Este problema está presente en el marxismo desde su origen, por ejemplo en el Manifiesto del Partido Comunista cuando se insiste en que la clase obrera ha de elevarse a clase nacional pero no en el sentido burgués, y será puntualmente desarrollado luego en varios textos decisivos como el de la Comuna de París de 1871, con una brillantez impactante. Como en otros varios campos de investigación, Marx y Engels no tuvieron para desarrollar teóricamente los aspectos centrales del modelo nacional del pueblo trabajador diferente al nacionalismo de su burguesía.
Una de las razones del agotamiento de la I Internacional fue precisamente que los partidos a ella afiliados crecieron más dentro del nacionalismo burgués que dentro de una concepción proletaria de la nación antagónica a la burguesa, lo que volvió a repetirse y de forma catastrófica con la bancarrota de la II Internacional en verano de 1914, cuando los movimientos obreros se sacrificaron en pos del nacionalismo de sus burguesías respectivas. La III Internacional fue sacrificada a los intereses del nacionalismo de la casta burocrática rusa en 1943, y la historia de la IV Internacional está repleta de crisis relacionadas con el problema nacional, con la caracterización del nacionalismo burgués progresista o reaccionario, con el internacionalismo y con las luchas de liberación nacional. A pesar de las diferencias existentes entre las cuatro Internacionales, sin embargo existe una lógica de fondo que se emerge con tintes diferentes y que nos remite a la esa dialéctica tan despreciada: en toda nación existen dos naciones, como en toda sociedad existen dos clases opuestas.
La nación burguesa es la oficial y dominante, al igual que la ideología dominante y oficial es la ideología burguesa por cuanto ésta es la clase propietaria de las fuerzas productivas. El Estado capitalista juega un papel crucial en la imposición del nacionalismo burgués al pueblo trabajador, impidiéndole desarrollar su propio modelo de nación proletaria, internacionalista por esencial, justo en sentido opuesto al nacionalismo burgués que es imperialista por esencia. La dialéctica es vital para comprender esta unidad y lucha de contrarios entre el nacionalismo del capital y el modelo nacional e internacionalista del pueblo trabajador en el interior de una nación no oprimida. Son prácticamente todas las cuestiones relacionadas con la vida, las que entran aquí y siempre en pugna abierta o soterrada con los instrumentos de alienación. Por ejemplo, la cultura oficial que refleja el nacionalismo burgués contra la cultura popular no oficial y dominada, que apenas llega a reflejar la historia de las luchas reprimidas y masacradas del pueblo trabajador, luchas que expresan empíricamente su modelo nacional antagónico al burgués; otra cuestión también fundamental es la del papel del patriarcado en el nacionalismo burgués, y cómo la síntesis resultante pudre mediante el machismo el modelo nacional del pueblo trabajador.
No podemos desarrollar aquí estas y otras temáticas que adquieren cada vez más importancia en la lucha socialista debido a la urgencia de responder a la mercantilización de todas las manifestaciones de la vida colectiva e individual por parte del capitalismo. La necesidad ciega de ampliar el beneficio obliga a este sistema a privatizar y mercantilizar todo lo colectivo, comunal y público, lo que caracteriza a la cultura popular y a su sentimiento de identidad y de vida no cosificada, no privatizada ni fetichizada. La burguesía sabe que en el interior de la cultura popular también hay componentes reaccionarios, mayoritarios con frecuencia, pero nunca deja de impulsarlos y fortalecerlos mediante múltiples medios estatales, paraestatales y extraestatales, como la Iglesia, por citar uno solo. La cultura popular, pese a sus debilidades, censuras y manipulaciones, refleja siempre de algún modo las luchas de modelos nacionales antagónicos dentro la misma nación. Según sean las relaciones de fuerza, tenderá hacia reforzarse un componente o su contrario.
Cuando el movimiento revolucionario no presta la atención necesaria al contradictorio mundo de la identidad nacional del pueblo trabajador tal cual se expresa en su cultura popular; cuando abandona a la burguesía y sin combate alguno este decisivo factor subjetivo, capaz de generar enormes fuerzas materiales que, en manos del capital, giran definitivamente a la derecha o extrema derecha, cuando permanece pasiva en esta crucial lucha entonces está sembrando su propia derrota estratégica. Aunque la historia del movimiento revolucionario muestra esfuerzos en este sentido –la práctica anarquista y del socialismo utópico por extender la «cultura obrera»; las redes socioculturales de la socialdemocracia hasta antes de 1914; los minuciosos análisis sobre cómo movilizar al pueblo trabajador contra la burguesía y el fascismo realizados durante los cuatro primeros congresos de la III Internacional; las aportaciones de Mariátegui, Ho Chi Min, Mandela y otros más sobre cómo unir la identidad, la cultura popular y el socialismo; la aportaciones sobre cómo engarzar la lucha contra el «capitalismo tardío» y la «vida cotidiana», la «contracultura», la «revolución sexual», los «nuevos sujetos sociales», etc., entre finales de los ’60 y comienzos de los ’80 del siglo XX; la vital recuperación del papel de lo comunal y de lo colectivo, de la propiedad popular, a raíz de las enseñanzas de los pueblos originarios acrecentadas desde los ’90 del siglo XX; las nuevas formas de lucha en las grandes conurbaciones capitalistas en todo el planeta que tienden a crecer desde comienzos del siglo XXI–, tampoco se puede negar la capacidad del capital frenar estas y otras embestidas.
En realidad, la lucha de clases en los pueblos no oprimidos nacionalmente se ha librado con especial virulencia cuando las prácticas que acabamos de citar, y otras más, se han extendido hasta llegar al problema clave: en el de la propiedad de la nación: ¿es la nación propiedad de la burguesía o del pueblo trabajador? O si se quiere: ¿qué modelo de nación domina, el capital que gira alrededor de la propiedad privada de las fuerzas productivas y del excedente social acumulado, o el del pueblo trabajador que gira alrededor de la propiedad colectiva y pública? La burguesía créese propietaria de la nación, y en cierta forma está en lo cierto porque ella ha impuesto el modelo estato-nacional y cultural que necesitaba para acumular capital; sus asalariados de la inteligencia, los historiadores, sociólogos, etc., han creado la versión oficial de la historia que la burguesía necesita, y la recomponen de nuevo, borrando capítulos enteros, reescribiendo otros e inventando los restantes, siempre que lo exige la acumulación de capital y la lucha de clases inherente a ella.
A partir de Gramsci, se denomina teoría de la hegemonía al conjunto de conocimientos sintetizados de la experiencia que sirven para acelerar este proceso de confrontación entre dos modelos sociales enfrentados irreconciliablemente, y que pugnan por hacerse mayoritarios en la sociedad arrastrando e integrando a los sectores sociales intermedios. Pero si leemos con algún detenimiento la obra de marxistas anteriores a Gramsci o contemporáneos a este, desde Marx y Engels en adelante, pasando por Lenin, etc., vemos que aun sin ese nombre el debate sobre la «hegemonía» estaba dado desde la formación del marxismo.
No hace falta decir que la lucha por superar la nación burguesa mediante el modelo nacional del pueblo trabajador se ve mucho más entorpecida y ha de superar mayores obstáculos en los Estados en los que se oprime a otros pueblos, en los que el nacionalismo imperialista y las ganancias obtenidas con la explotación de otras naciones facilitan la alienación del pueblo trabajador del Estado ocupante. El marxismo ya denunció esta realidad desde la segunda mitad del siglo XIX en el doble sentido de que, por un lado, la explotación de obreros emigrantes y de naciones oprimidas reforzaba el nacionalismo burgués e imperialista de la clase obrera, y, por otro lado, las ganancias obtenidas con el imperialismo también alienaban a las clases trabajadoras de la metrópolis. Hasta mediados los años ’20 del siglo XX el marxismo mantuvo una radical movilización en contra de estos efectos nefastos, debilitándose luego paulatinamente hasta desaparecer del todo en la mitad de los ’30 en los partidos de obediencia estalinista. La historia ha confirmado, desgraciadamente, la exactitud de aquellas críticas inmisericordes.
5.- LA PROPIEDAD COMO PROBLEMA DECISIVO:
La respuesta básica a las cuatro preguntas se basa en el papel nuclear de la propiedad privada, y en la necesidad ineludible de acabar con esta forma histórica de propiedad para dar el salto cualitativo a la propiedad colectiva de los medios de producción. Al final del Manifiesto del Partido Comunista se lee: «Los comunistas apoyan por doquier todo movimiento revolucionario contra el régimen social y político existente. En todos estos movimientos ponen en primer término, como cuestión fundamental del movimiento, la cuestión de la propiedad, cualquiera que sea la forma más o menos desarrollada que ésta revista. En fin, los comunistas trabajan en todas partes por la unión y el acuerdo entre los partidos democráticos de todos los países».
La propiedad es la cuestión fundamental de todo movimiento porque ella marca la separación absoluta entre las dos realidades antagónicas unidas en lucha permanente. Al margen del mayor o menos desarrollo que haya alcanzado, la propiedad siempre nos enfrenta a la cruda realidad de la explotación humana, y frente a ésta no hay «terceras vías» ni dioses que nos eviten la opción a favor o en contra del explotador o de los y las explotadas. Podemos creer bienintencionadamente que una espera pasiva y expectante hasta que «haya condiciones objetivas» de lucha, esta excusa casi eterna, es la mejor forma de no caer en el «voluntarismo subjetivista». Pero, ante la opresión, la espera es el regalar el presente y el futuro al opresor, tiempo que usará para mejorar sus armas de dominación y la mejor legitimación de estas armas.
El capitalismo va ciegamente lanzado hacia la privatización y apropiación de la inteligencia, del saber y del conocimiento humanos, que no solamente de su código genético. La inteligencia es social y colectiva, vive y crece gracias a la vida en común, al debate colectivo y al contraste abierto, por esto la privatización es la deshumanización del pensamiento, desvirtuado en su esencia de valor de uso y reducido a una mercancía, a un valor de cambio. La reducción del conocimiento a propiedad privada del capital es la esclavización definitiva del ser humano genérico. La asalarización del trabajo intelectual, que es el segundo paso tras su escisión del trabajo manual, supone la muerte del potencial crítico y creativo, o lo que es lo mismo, la renuncia a la esencia humana. Por tanto, si un intelectual quiere seguir siéndolo, no tiene más remedio que luchar contra la propiedad privada, es decir, ser comunista.
La Unión Europea es la cuarta reordenación capitalista impulsada, como las anteriores, por la ley de la concentración y centralización de capitales. Las guerras en concreto y las violencias en general, han sido las locomotoras que han impulsado las tres reordenaciones anteriores, imponiendo por medio de la fuerza bélica y por el terrorismo lo que más tarde sancionaban los Tratados y Convenciones «pacíficas». La concentración de la propiedad burguesa se ha realizado también saqueando el mundo entero mediante el colonialismo, aplicando el terrorismo más inhumano, como dijera Marx, dentro y fuera del continente. La actual cuarta reordenación no puede recurrir, por ahora, a una guerra masiva, pero sí está recurriendo a muchas pequeñas guerras dentro y fuera y, a la vez, a un recorte continuado de la democracia, de los derechos y de las libertades populares y obreras conquistadas gracias heroicas luchas desde finales del siglo XIX. La democracia burguesa misma está siendo recortada en sus bastiones sagrados porque la burguesía antepone su propiedad a cualquier derecho. La propiedad avanza y la libertad retrocede. Por tanto, si queremos derrotar a la bestia no tenemos más remedio que ser comunistas.
La dialéctica sostiene que nada es eterno, que todo cambia y tiene su fin, que el movimiento de la realidad responde a la lucha de sus contradicciones internas, y que es esta lucha de contrarios la que abre nuevas expectativas y crea realidades nuevas. Sin embargo, ninguna clase dominante acepta esta lección histórica. Todas se obstinan desesperadamente en eternizar sus propiedades, sus tierras y sus fábricas. La propiedad privada busca ampliarse y apropiarse de todo para exterminar las más mínima competencia y sobre todo, el más ínfimo riesgo de colectivización. La propiedad se acerca a las fuerzas reformistas, las convence, las soborna, corrompe e integra en su sistema de dominación, de manera que el reformismo nunca termina atacando a la propiedad, sino defendiéndola por activa o por pasiva. La dialéctica, sin embargo, descubre los síntomas que alertan de la degeneración reformista y pone el dedo en la llaga: la única forma de derrotar al reformismo es demostrando que ha sido engullido por la propiedad privada, es demostrando que la revolución sólo triunfa históricamente cuando se impone la propiedad colectiva. Por tanto, si queremos impedir la recuperación del reformismo debemos aplicar la dialéctica, es decir, ser comunistas.
El movimiento revolucionario de las naciones no oprimidas no sufre la represión física, lingüístico-cultural, política, etc., que sufren las izquierdas independentistas. Sin embargo, esta «ventaja» está contrarrestada por la mayor capacidad de alienación e integración de su burguesía nacional, que impone su modelo de nación al pueblo trabajador. El nacionalismo burgués es reaccionario y desintegrador de la conciencia popular, y hace creer a las clases explotadas que tienen que aceptar que la nación «siendo de todos» está bajo la responsabilidad y la dirección de la burguesía. La clase obrera alienada acepta que su nación es «normal», burguesa, capitalista, intocable y eterna. Semejante creencia refuerza una realidad innegable: que el Estado-nación adecuado al capitalismo es propiedad de la burguesía, mientras que el pueblo trabajador no es propietario de nada, excepto de su fuerza de trabajo. Por tanto, frente a la nación propiedad del capital el pueblo trabajador ha imponer su modelo nacional basado en la propiedad colectiva y pública. El pueblo trabajador ha de ser el propietario colectivo de la nación trabajadora. Por tanto, frente al patriotismo de la nación burguesa ha de imponerse el patriotismo socialista, el de las clases explotadas que buscan avanzar al comunismo.
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