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Luces y Revolución

Una vieja pelea indigna (I)

Fuentes: Rebelión

¿Por qué han sido siempre, en disímiles épocas y países, turbulentas o difíciles las relaciones entre el poder y el pensamiento? ¿Quiénes son los detentadores y productores de pensamiento? ¿Qué los distingue de las demás personas? ¿Cómo alcanzan esa condición? ¿Qué los hace «incómodos» para los representantes de los poderes sociales? ¿Es esta una «maldición» […]


¿Por qué han sido siempre, en disímiles épocas y países, turbulentas o difíciles las relaciones entre el poder y el pensamiento? ¿Quiénes son los detentadores y productores de pensamiento? ¿Qué los distingue de las demás personas? ¿Cómo alcanzan esa condición? ¿Qué los hace «incómodos» para los representantes de los poderes sociales? ¿Es esta una «maldición» no superable? ¿Por qué el capitalismo parece «absorber» (acallar) a los intelectuales? ¿Por qué se generó en la Unión Soviética un clima tan dañino de «lenidad intelectual»? ¿Cómo influyó esa molicie idealizadora en el desarrollo de los eventos posteriores?… Diríase que preguntas de este género merecen una consideración minuciosa por parte de la izquierda, toda vez que el régimen político-económico-social futuro, el socialismo o comunismo, exige ser construido, esto es, él no «surge espontáneamente» desde las entrañas de la formación socio-económica precedente, como ha ocurrido hasta el momento en la etapa del desarrollo humano que recibe alegadamente el nombre de «historia» y que -justamente- por su irracionalidad Marx llamó «prehistoria», sino que se edifica, mediante la participación consciente de los ciudadanos de la sociedad de que se trate en la toma de decisiones sesgadas, o sea, decisiones redundantes en acciones con propósitos tan predecibles y controlables como sea epocalmente posible (aun si la pre-visión del contenido de las ideas mismas no sea un fenómeno ni factible, ni sometible a vigilancia, ni definitivamente deseable). La instauración del socialismo exige pues participación y conocimientos. Como ha demostrado fehaciente y dolorosamente la implosión del socialismo irreal euroasiático, si el liderazgo ético (o eticidad del liderazgo) constituye la condición necesaria, las apuntadas son sus premisas suficientes.

Breve Digresión Histórica

Platón fue el primero, de las personas recogidas por la historia, en usar públicamente los vocablos filosofía y filósofo. Se dice que él los inventó. Esto podría ser o no cierto, pero en la época en que él vivió, ya la elite de la sociedad ateniense había alcanzado una acumulación de riquezas que permitía liberar de trabajos manuales y otras faenas similares a un grupo de sus miembros para la ejecución, en exclusiva, de actividades que hoy conocemos como «intelectuales». Desde luego, esa «especialización refinada» ocurría de manera completamente espontánea porque se entregaron a esas tareas intelectivas no personas «designadas» por decreto, sino aquellas que -además de contar con el patrimonio material necesario- poseían la disposición de ánimos y atributos subjetivos requeridos. Ella era otro paso en el perfeccionamiento del proceso de división del trabajo que las polis griegas -exigencias de razones objetivas mediante- acometieron entonces con mucha acuciosidad, detallismo y profundidad, algo que las condujo a su conocido esplendor, gracias a la implantación del «esclavismo clásico», cuya eficiencia en comparación con el esclavismo oriental se debía, amén de otras causas y azares, a la reducción del campo de operaciones y ocupaciones de cada sujeto social.

Es claro que los grupos humanos prehistóricos que lograron sobrevivir lo hicieron, entre otros factores, a resultas del acopio de experiencias y conocimientos mínimos indispensables, muchos de los cuales fueron sistematizados en mitos, en sociedades carentes de otros recursos cognitivos. Es natural, consecuentemente, concluir que en las primeras sociedades humanas también existieron tareas asociadas al saber (compilación, enriquecimiento, depuración, atesoramiento y propagación de los conocimientos), y que correspondió a los sacerdotes y servidores de cultos el desempeño de esas funciones, algo que -adicionalmente- les otorgó una enorme ascendencia social.

Las evidencias indican que, en Occidente, fueron los llamados filósofos presocráticos quienes primero intentaron explicarse el mundo no a través del dúctil providencialismo argüido por los oficiantes de deidades, sino mediante el razonamiento (logos). Para conseguirlo se valieron de la formulación, intuitiva y parcialmente, de un lenguaje que la posteridad conocería como formalizado, vale decir, un lenguaje dotado -en mayor o menor grado, en su caso- de minimalidad (no se repiten ni se solapan sus proposiciones aceptadas por «evidentes» o las colegidas de ellas), coherencia (no se contradicen sus axiomas básicos ni las conjeturas probadas en él), exhaustividad (posee todos los elementos de inferencia imprescindibles, cualidad que garantiza su desarrollo), y completitud (posee todos los elementos requeridos de validación de sus proposiciones). Bajo el título de «filósofos presocráticos» se acepta agrupar a los sofistas (pedagogos, demagogos y retóricos) y a representantes de las escuelas milesia, eleática, pitagórica, y primeros atomistas y dialécticos.

En la historia personal de cualquiera de aquellos pensadores es posible encontrar huellas de roce y encontronazos con las autoridades políticas pertinentes, aunque ellas no revelen siempre relaciones necesariamente perjudiciales o dañinas para el sujeto de referencia. Allí hay fugas, loas, destierros, condenas a ostracismo, encumbramientos, apartamientos voluntarios y repulsas, aunque sin dudas el caso más conspicuo es el del propio Sócrates -condenado por el voto de Anitos, Melitos y Licón, contemporáneos del sabio, completamente desconocidos ahora (me dispenso por subrayar el hecho)- a elegir entre la abdicación o la muerte, mediante ingestión de cicuta.

(Nada de lo expuesto significa que las relaciones entre «poder» y «saber» fuera de las fronteras de las polis griegas antes del período indicado hayan sido menos convulsas. Sirva de prueba de la irregularidad de tales vínculos en la propia región Mediterránea la implantación del monoteísmo por Amenofis IV, en busca del enervamiento -y eventual aniquilación- del poderoso clero consagrado al enrevesado politeísmo egipcio de su tiempo.)

Durante la llamada Edad Media de la historia del mundo Occidental, el conocimiento fue literalmente enclaustrado, esto es, confinado a claustros eclesiásticos. Para resaltar el impacto que ese período tuvo respecto al saber, la posteridad inmediata le dio el nombre de Edad Tenebrosa (Oscura), razón por la cual al período que anuncia su fin se ha dado el nombre de Iluminismo. Por ser muy conocida la infortunada historia de las relaciones entre poder y pensamiento antes, durante y después del Renacimiento no es preciso abundar en ella.

Breve (y Vaga) Aproximación al Término «Intelectual»

La Internet del Siglo de las Luces era el servicio postal, el cual había sido recién inaugurado a la sazón. Como ahora ocurre con su equivalente, los pensadores más influyentes de la época lo usaron para intercambiar correspondencia en la que revelaban y discutían sus criterios. La socialización de este proceso parió prontamente la prensa y las revistas académicas, sistema institucionalizado mucho más complejo, pero quienes desataron el movimiento se sintieron creadores y ocupantes de lo que hoy llamaríamos «verdadero espacio virtual». Ellos por su parte, valiéndose de términos al uso, lo denominaron en francés République de Letters, cuya traducción directa al castellano, de acuerdo con el hecho ocurrido, es República de Cartas, pero que, atenido a otra de las acepciones del vocablo en el idioma original, se ha difundido como República de Letras. En algún momento, los habitantes de aquella república se denominaron, tal vez por la obligación de «leer entre líneas», intelectuales, locución que -al margen de precisiones etimológicas, conexiones de origen y uso primero- había aparecido ya antes, en el siglo XV, en las lenguas europeas más difundidas. La significación de esa voz, salvadas las distancias de rigor, se calificaría hoy en algunos países de coincidente con la que presuntamente revelaba Platón cuando se refería a los filósofos de su época.

En la literatura especializada de nuestros días está bastante propalada la idea de que existen tres acepciones del término «intelectual» que reciben mejor aceptación. La primera de ellas es la imagen del intelectual en oposición al trabajador manual. Esta clasificación es la más incluyente: junto a artistas, literatos, científicos y académicos, encontramos funcionarios, empleados, oficinistas, etc. El segundo significado se restringe a designar los graduados universitarios que realicen labores no manuales de cierto alcance social como profesores universitarios, artistas, escritores, abogados, periodistas, conferencistas, doctores, y otros.

Por último, está muy difundida en determinados ambientes la definición de intelectual como título de prestigio que se concede consensualmente a individuos aislados (también, muy singulares) que cumplan dos condiciones básicas: haber alcanzado prominencia, dentro del grupo social de que se trate, en virtud de la creatividad demostrada en su actividad intelectual principal; haberse destacado igualmente por sus estudios y opiniones acerca de la realidad de su entorno, reforzados muchas veces por la autoridad de que gozan. Por tal razón, si bien el peso y envergadura de los juicios «extracurriculares» guardan relación con el prestigio profesional de su emisor, también lo es que cuanto más cáusticas sean las críticas emitidas por quienes disfrutan del ascendente que su reconocimiento de «intelectuales» les otorga, tanto más realce reciben ellas. Esta singularidad perceptiva explica, por ejemplo, la trascendencia de los comentarios menos benévolos de Einstein acerca de los problemas sociales más agudos de su época.

(Vale subrayar de inmediato que razones muy diversas, incluso falaces, podrían interesadamente hacerse conjugar para validar ciertos juicios, vía exaltación espuria e infundada de un individuo específico, con el propósito de, bajo la coraza del «reconocimiento público», amparar difidencias y subrayar disidencias. Es casi lo más común en ciertos medios.)

Como se ve, esta última acepción es más exclusivista que las anteriores. Ella descalifica la «producción social de intelectuales» (proceso de enorme interés que exige algo más que una simple mención), toda vez que los convierte en un fenómeno más genético que social o a lo sumo genético-social (no social-genético). Por otra parte, comoquiera que no existen criterios ideológica y políticamente asépticos acerca de la realidad, la atribución del título en que deviene -según ella- la condición de intelectual es frecuentemente un asunto muy polémico. Así, de acuerdo con aires, intereses y conveniencias, se escuchan los epítetos de «intelectuales comprometidos», «intelectuales de derecha» (también de «izquierda»), seudo-intelectuales y otros. A este tenor, no es raro que los considerados «intelectuales» por sus simpatizantes, se vean reputados de «canallas a sueldo» por sus detractores. Incluso existen pruebas que documentan el procedimiento, ya apuntado, conocido como «fabricación puntual de intelectuales» (no confundir con la «producción social» aludida), ampliamente utilizado por los poderosos mecanismos a disposición de los ideólogos del capital, en su lucha despiadada con las ideas progresistas.

Pocas cosas han llamado más la atención a estudiosos (desde von Herder hasta Hegel) y legos indagadores como la dialéctica de los conceptos. De tal dinámica no escapan, por supuesto, las voces con que en cada época han sido reconocidos los «intelectuales». Por ejemplo, es probable que muchos convendrían ahora en admitir tal condición para Newton o Einstein, pero difícilmente alguno de ellos dos se habría auto-calificado de ese modo.

A pesar del mayor o menor valor aproximativo de lo expresado hasta el momento en torno a este asunto, al más simple «sentido común positivista» (o sea, desprovisto de «objetivismo» forzado, o «clasicismo» o «historicismo» a ultranza) este enfoque le resulta confuso, por no decir místico. Su aceptación deriva casi inevitablemente (para no pecar de absolutismos merecidos) en la admisión de la existencia, o advenimiento esporádico, de ciertos seres especiales, poseídos o, cuando menos, particularmente dotados, que en el imaginario popular se trasmutan (o son presentados ante él) más que en interpretadores, en facedores mesiánicos de realidad. (Es muy fructífero discutir mentalmente la falacia -o veracidad- irrefragable que por sí mismo cada cual entienda que se oculta en esta desigualdad genética, socialmente validada y asumida, de los humanos. Por ejemplo, se podría comenzar por responder cuánto sustentan las ciencias esas inequidades.)

Aunque, en una primera e ingenua aproximación, la infinitud espacio-temporal que nos rodea sugiere un universo ilimitado de realizaciones materiales, donde eventualmente floreciera igual sinfín de contrariedades fenoménicas, pocas dudas caben que nuestro mundo es una peculiaridad de realización cósmica absolutamente causal, limitada a un margen muy polarizado de valores «permisibles». (En la Tierra no hay locaciones naturales anti-gravitacionales, ni piedras que caigan sin causas, ni tiempos que nos lleven al pasado.) Esa uniforme heterogeneidad, unida a determinadas necesidades de nuestro psiquismo, explica no solo la orientación tecnológica que trasunta la actividad humana, sino «el éxito» social de ciertos fenotipos antropológicos en sociedades, a su vez, crudamente sesgadas. (Es quizás improbable que Newton, cuyas extravagancias esotéricas y su conducta torcida -dicho sea de paso, perfidia incluida-hacen dudar de su equilibrio mental y emocional en muchas otras perspectivas fuera de las estrechamente fisicalistas, hubiera gozado de la misma reputación en una sociedad en que la danza fuera «razón primordial de validez ciudadana».) Por eso diríanse tan bizarras las afirmaciones de que alguien nació genéticamente muy bien dotado para las matemáticas, por ejemplo, siendo ellas, uno más de los enfoques posibles a la realidad, muy posteriores a los humanos. (Es como si alguien no fuera sencillamente «alto», sino «nacido para el baloncesto».)

Por muchas «razones» diversas que aleguen místicos, exaltados, subjetivistas faceciosos, sabios fervorosos y eruditos filoxéricos, las personas obligadas a pensar, piensan, y únicamente convierten la búsqueda de soluciones creativas ante situaciones alarmantes en profesión de fe, cuando las condiciones de su entorno lo permiten. A despecho de cuán atinado resulte afirmar que las ideas ineludiblemente propician, anuncian, llaman, estimulan y convocan a la consecución de las modificaciones sociales que sea menester, circunstancias perceptibles y objetivamente evaluables engendran las sociedades y ellas procrean intelectuales, en tanto grupo distinguible, y no a la inversa. (Los miles de prestigiosos intelectuales europeos que lamentablemente engrosaron las filas de prisioneros de los campos de concentración nazis, devinieron allí mano de obra esclava de valía laboral muy levemente diferenciada.)

Al mismo tiempo, la aceptación inexcusable de los presupuestos de la dialéctica para abordar la realidad y aproximarnos a la historia, venciendo modelos maniqueístas y métodos mecanicistas heredados del pasado, permite colegir que estamos condenados, dados los atributos de nuestro psiquismo, a asimilar secuencialmente eventos caracterizados por la simultaneidad de su ocurrencia, razón por la cual no solo no somos simple y fatalmente el resultado de la historia reconocible de nuestra especie, sino que la historia misma se ve continuamente sometida a un proceso de re-construcción y modernización desde el presente que nos convoque, y mostrada de manera que mejor parezca justificar la comprensión que tengamos de la actualidad de referencia, mientras en el pasado omitido permanecen actuando, a la sombra, fuerzas causales, no iluminadas debidamente en su momento, que inevitablemente se revelarán bajo el ropaje de consecuencias inesperadas, y obligarán -llegado el momento- a la promoción de actualizaciones más pertinentes.

Quienes, como resultado de complejísimas interacciones del entramado social, se encuentren en posesión de peculiaridades de toda índole y conocimientos que les permitan acceder a la comprensión de las fuerzas ciegas recién mencionadas, de los hechos deducibles de su acción, y -ocasionalmente- de las respuestas que ellos exigen, y estén además en disposición para revelarlos, explicarlos e instigar los reajustes apropiados a nivel social, chocan inevitablemente con los poderes que representan el status quo. La potencia insustancial del escrutinio intelectual, por grande que fuere, no puede propalar realidades que no existan ni abogar por ellas, pues no les está dado ocasionarlas, a lo sumo – descubrirlas.

Por eso, y no obstante la estupidez que supone la oposición al inevitable imperio de la realidad, antes y después de Sócrates, Giordano Bruno, Galileo, Marx, Martí, Lenin, Trotsky y otros muchos no tan renombrados, todas las sociedades profundamente divididas en clases o fuertemente jerarquizadas, sin excepción, han visto desarrollarse en su seno agudísimas luchas entre pensadores y poderosos, y han sido testigos de disímiles intentos de los segundos -sin excluir vías ni métodos- por acallar a los primeros. Acunadas por sus intereses, las autoridades regularmente confunden la inteligibilidad interpretativa de la realidad con su reductividad voluntarista; nada más necio, porque los modelos no son intercambiables; a lo más explican con mayor o menor efectividad, profundidad, economía de recursos y belleza diferentes aristas de un mismo fenómeno. (El sistema tolemaico no fue desechado por su invalidez al explicar el universo de movimientos planetarios que encaraba -todo lo contrario, era suficientemente exacto en el momento en que se puso en debate-, sino por hacerlo de forma más estrambótica, engorrosa, imprecisa y limitada que el sistema propuesto por Copérnico. El experimento se encargó luego de justificar cuánto de acertado había en ese rechazo.)

Como vemos, hay dos temas muy intervinculados en torno a este asunto: identidad de los intelectuales y relación intelectuales-sociedad.

Hemisferio Intelectual

Las tareas no manuales, cuyo cumplimiento es periódico o sistemático dentro de cierta institución se califican de «burocráticas». Este adjetivo ha caído en descrédito por la carga peyorativa que encierra, pero es tan exacto como útil, y describe la calidad del contenido esencial de los funcionarios, esto es, de las personas asalariadas por hacer funcionar un sistema. Ellas incluyen a oficinistas, empleados y similares. Si bien es cierto que sus actividades no son manuales y que, a falta de otras gradaciones, pueden ser clasificadas de «intelectuales», no parece justificado suponer que el alcance real (no vulgar propaganda) de las opiniones de sus ejecutores dependa de los cargos que ocupan, y por los cuales reciben un estipendio. (Eso no impide, desde luego, que las apreciaciones de un empleado, debidamente preparado y adecuadamente condicionado, de la Oficina Suiza de Patentes en Berna desencadenen respuestas de colosal estridencia en su época, como tampoco garantiza que los juicios de quien ocupe esa nómina sean necesariamente muy influyentes.)

Aunque pocas dudas caben (o debían de hacerlo) de que las personas conocidas como «intelectuales» son traductores (portadores, reveladores, exponedores, interpretadores, divulgadores, enseñadores y creadores colectivos) de las ideas de su época, es difícil, si no imposible, realizar tales labores sin la más mínima huella de talentos propios, sin la aportación de elementos mínimos de «visión personal». Esto se debe, según todas las evidencias científicas, a la peculiar manera en que la realidad se refleja en el cerebro humano: tanto su aprehensión sensorial, el impacto que provocan estos estímulos en el psiquismo del sujeto receptor, su procesamiento ulterior, la vigencia o memorización que sufra, los enlaces sinápticos que exija, como los complejísimos procesos de revelación ulterior, son fenómenos muy singulares, asociados a la historia anterior del individuo de una manera -a su vez- muy compleja.

Dicho así, resulta completamente claro que tanto más personal, y consecuentemente enriquecedor, será este aporte individual cuanto más rico sea el mundo interior del procesador eventual de ideas en boga.

Todavía no se conocen todos los procesos psíquicos asociados a la inventiva y a la creación: a dilucidarlos se dedican no solo -y no principalmente- la heurística, la teoría de los pensamientos paralelos, la tesis de asociación de ideas y similares, sino la neurología, la psicología y la psiquiatría, ayudadas por un enorme arsenal de modernísimos dispositivos. Es plausible que existan niveles límites de información admisible (elaborable), y valores óptimos de información que garanticen un funcionamiento más eficiente del psiquismo humano. Tampoco es sencillo resolver apriorísticamente la pertinencia de una información respecto a ciertos fines; ni siquiera lo es para el sujeto creador (procesador de información).

En vista de lo expuesto, diríase atinado inferir que tanto más rico será el universo de ideas de un grupo humano cuanto mayor sea la cantidad de ideas circulantes en él, mayor sea la diversidad de su contenido y mayor el número de personas de este grupo que accedan a ellas. Consecuentemente, como se conoce de antaño, la premisa sine qua non de la dialéctica de las ideas es su libre propagación: como ocurre en cualquier otro campo de actividad humana productiva la cantidad se transforma en calidad. Dicho de un modo basto, pero comprensible, las ideas «se enriquecen» al «pasar» por las personas, y al «hacerlo» enriquecen -a su vez- el «fondo» (reserva) de «imágenes mentales» del psiquismo humano.

Aunque razones de lenguaje podrían justificar la sencillez con que recién se ha expuesto el proceso de cognición, no hay que suponer que se caracteriza por la adición mecánica de enlaces sinápticos, la pasividad de su transcurrir, la superposición de evocaciones, la copia mimética, el rechazo total de ideas anteriores, la transposición estática e impasible; interesa resaltar únicamente la existencia de una relación dialéctica (orgánica, dinámica, multidireccional, polisémica, contradictoria, poliédrica, no uniforme, no monótona, no lineal, plena de yuxtaposiciones paradójicas) entre el sujeto cognoscente y el objeto de cognición, durante la aprehensión del segundo por el primero.

So pena de pecar de didactismo superfluo, vale la pena correr el riesgo de subrayar, apelando nuevamente a inevitables (y burdas) simplificaciones, que -carentes como estamos de un mecanismo omnímodo de generación de comportamientos instintivos- la «sedimentación» y «acendramiento» del mencionado «fondo» de imágenes mentales provee al psiquismo de «patrones conductuales» y de «referentes cognitivos». De ellos depende en algún grado y medida la capacidad de cada cual para actuar y pensar «con cabeza propia» (una verdadera condena, según Sartre).

Las complejidades asociadas a los procesos señalados y la necesidad imperiosa que de ellos tiene la humanidad explican la importancia (muchas veces más efectista que efectiva) que toda persona sensata e instituciones gubernamentales diversas conceden a la educación, al menos formalmente.

Es curioso cómo la corrupción fonética del verbo latino ducere produjo en varias lenguas europeas una familia tan numerosa de palabras tangencialmente relacionadas, entre las que se encuentran desde «doctor» hasta «ducto», pasando por «dirigir», «conductismo», «inducción», etc. Más curioso resulta aún cómo al término «educar», aparecido en las lenguas europeas durante el fecundo siglo XV de «ex-ducere» (literalmente extraer, guiar al exterior, poner al descubierto, llevar al exterior), se le haya adjudicado, en la práctica social de la aplastante mayoría de esos mismos países, el contenido semántico casi exacto del opuesto de aquel en el latín original, esto es, «intro ducere«, cuya forma castellana es de una oposición tan concluyente como la de su raíz ancestral respecto al término que nos ocupa. Lo cierto es que por «educar» nadie, o casi nadie, entiende [ayudar a] «sacar al exterior» («exteriorizar», «exponer», etc.), sino por el contrario «llevar desde el exterior» (poner en el interior), o sea, intro-ducir. Los resultados de las ciencias de la enseñanza y del conocimiento a nuestra disposición actualmente parecen confirmar que los mejores frutos de los procesos educativos se obtienen mediante la aplicación dialéctica de enfoques y métodos ex-ductivos e intro-ductivos, enfatizando tal vez los primeros.

Como se ve, la verdadera educación es un proceso principalmente activo para el educando. Por el contrario, la manipulación (adiestramiento, dominio mental, sometimiento, adoctrinamiento, inducción conductual forzada, programación etológica, instrucción mecánica, domesticación, indoctrinaje, amaestramiento) convoca a la inacción del sujeto cognoscente e intenta reducir su resistencia intelectiva, valiéndose de diversos procedimientos, en busca finalmente de la aceptación de patrones impuestos.

Tal vez lo más importante en este sentido sea subrayar que, como demuestra la práctica sin ambigüedades, tanto menos mecanicistas devienen los procesos educativos (o sea, tanto menos maleable es el individuo y tanto mayor es su espíritu crítico), cuanto más conocimientos (experiencias, enlaces sinápticos anteriores) posea el individuo, esto es, cuanto más complejo sea el «sustrato mental inicial» sometido a la acción modificadora.

Los problemas de la educación son extraordinariamente actuales e importantes para las fuerzas progresistas, porque ellos guardan una relación muy estrecha con las posibilidades reales de triunfo del horizontalismo estatal y el rechazo definitivo a las jerarquizaciones sociales.

Si en nuestros días hay muchas personas, incluyendo a científicos y especialistas de cierto renombre, que suponen que los seres humanos dependemos más de la genética que de los factores sociales, ¿cuál no sería la situación en las primeras décadas del siglo pasado? Es claro que semejantes aproximaciones, fundamentadas en interpretaciones estrechas del darwinismo y su ilegítimo traslado a la esfera social, sirvieron -¡y sirven!- de base a los desmanes fascistas y racistas que ha conocido la humanidad. En un plano más discursivo y académico, estos dos enfoques contrapuestos se recogen bajo diferentes nombres, tales como internalismo vs. externalismo, natura vs. nutritura, etc.

Si bien los «innatistas extremos«, sustentadores de la tesis de que «todo depende de los genes», terminan engrosando las filas de los racistas y otros tipos de extremismos sociales jerarquizantes, los «externalistas maximalistas» apoyan la concepción que se conoce como tabula rasa, tesis epistemológica que afirma que el individuo humano carece de potencialidades innatas, de modo que todos los conocimientos y habilidades de cada ser humano son exclusivamente fruto del aprendizaje a través de sus experiencias y sus percepciones sensoriales. Esta posición sirve de base al conductismo y en particular a las técnicas modernas de manipulación social. Su aceptación valida, por ejemplo, la afirmación de que hay personas sanas que exigen el sufrimiento para ser «felices». En otras palabras, las teorías que niegan toda potencialidad innata (que no precognición) en los humanos suponen que es posible «producir» esclavos obedientes y felices, si el sistema de «formación» es el adecuado y se aplica desde edades tempranas.

Actualmente las ciencias parecen corroborar la tesis de que nacemos con determinadas disposiciones estructurales que nos atribuyen de potencialidades intelectivas, como es el caso de la capacidad no adquirida para aprehender el complejo lenguaje humano articulado. Tampoco es desatinado suponer que otros poderes que revelan las conductas de los seres humanos socializados, como es el caso del conocimiento en general (que depende en última instancia de la capacidad de dudar que tengamos), del amor (impensable sin la propensión que mostramos a la socialización) y de la recreación del mundo circundante (que se basa en la necesidad que expresamos de libertad) son tendencias comportamentales humanas innatas. Es claro que la valoración de cualesquiera otras peculiaridades con que nazcamos (facilidades para la danza, la pintura, las matemáticas, etc.) dependerá del entorno social en que lo hagamos. O sea, es posible educar a una persona para que maximice sus potencialidades ingénitas y sea por ello feliz, y es posible educar a un ser humano para que sea un «obediente ejecutor», pero no es posible hacerlo para obtener de él un «feliz obediente ejecutor». (El problema no es, por tanto, de «creación» del neohomo, denominación que parece menos sexista que la difundida de «hombre nuevo», sino de una nueva sociedad que dé acceso a los humanos a los recursos materiales, espirituales y cognitivos que su plena realización exija: los humanos han de ser liberados, no necesitan ser creados.)

Lenin y sus seguidores carecían de los resultados científicos que hoy brindan las ciencias antropológicas. A partir de un sentido de justicia incluyente esos revolucionarios presumieron la necesidad de la instauración de un sistema universal de educación que alcanzara a todos los miembros de la sociedad. Sin embargo, tras la muerte de Lenin, algunos representantes del poder estatal, en rechazo de las hipótesis excluyentes genetistas, aceptaron la validez del maximalismo pedagógico externalista con resultados extensivos halagüeños e intensivos muy dudosos: todas las personas fueron instruidas para leer y escribir, pocas aprendieron a pensar. Con todo, la masificación de una verdadera educación, unida a un proceso paulatino de desmantelamiento del estado incaico-vertical heredado del capitalismo, debía de haber posibilitado la aparición en la Unión Soviética de una intelectualidad crecientemente numerosa, comprometida y competente, ostentadora simultáneamente de un elevado grado de especialización y de profundos conocimientos humanísticos, en el curso de muy pocas generaciones. (No en balde Marx dijo imaginar el socialismo como una sociedad de cooperativistas cultos.)

Se deduce de lo expuesto que en concordancia con la aspiración del socialismo de borrar todas las diferencias sociales humanas -único obstáculo para la edificación de una sociedad genuinamente participativa e incluyente-, a fin de dotar a cada quien de las posibilidades pertinentes para hacer brillar sus peculiaridades individuales, este sistema social busca suprimir las disparidades existentes entre los intelectuales y el resto de la sociedad, que con tanto preciosismo son cultivadas en el capitalismo, y se presentan en él -a una- como prueba y consecuencia de la inequidad esencial humana, siendo en verdad el resultado de una construcción social piramidal muy excluyente. Vale subrayar, como bien se comprende, que los desniveles culturales -en oposición a la forma en que pueden arreglarse los desajustes en el campo de los bienes materiales- no pueden ser eliminados por decreto, sino que exigen un período relativamente prolongado de tiempo.

Tanto la educación como el aprendizaje exigen modelos de imitación, y gran parte del proceso de enriquecimiento del arsenal individual de ideas y de la subsiguiente «sedimentación» transcurre bajo la presencia no visible de estos arquetipos. Sin embargo, se observa claramente que a partir de cierta acumulación de conocimientos, el sistema de referencia que ellos constituyen adquiere una potencia autovalorativa, de suerte que no solo sirve para constatar (mensurar) y clasificar los nuevos conocimientos adquiridos, sino que -más importante- puede decidir incorporarlos o no a su propio arsenal y autosometerse a exámenes evaluativos. (Es claro que sin esa capacidad de autovaloración, el sistema cultural de referencia estaría impedido de crecer y perfeccionarse). Por eso vemos que las personas más ignorantes son las menos capaces de aprender algo nuevo. (Pobre Bush, hijo… Solo ha sido escrito «hijo».)

Luego, dadas las carencias educativas universalizadas y los procedimientos de manipulación adoptados en muchos entornos, se explica fácilmente la difusión que ha recibido el uso de «comodines intelectuales» que se otorga a ciertas ideas, ya que es menos fatigante y espinoso repetir asertos y adoptar el gregarismo como conducta, que pensar y actuar «con cabeza propia» (máxime si uno no ha sido educado para eso). Con frecuencia, la validez de esos juicios se apuntala con el prestigio del emisor. Al sancionar un curso de acciones, o una perspectiva analítica, acerca de un tema mediante los criterios expuestos por un individuo, cuya bien ganada reputación se deba a sus resultados en una esfera de actividades ajena a los asuntos referidos, se incurre en una falacia lógica que recibe el nombre de argumento de autoridad.

Por eso, la difusión de las ideas en las sociedades clasistas no es ni remotamente garantía de su significación, ni siquiera de su «peso cultural»: como todos buenamente comprenden, en sociedades fuertemente jerarquizadas, de equidad ciudadana virtual, el tratamiento otorgado a las ideas es también piramidal. («Si los postulados geométricos se oponen a los intereses humanos, cambian los postulados geométricos», escribió K. Marx.)

En todas las ideas hay algo valioso, aunque su calidad de «útil» («positiva», «conveniente», «posible», «real», «verdadera», etc.) no se haga necesariamente evidente en el momento en que se ventilen, porque ellas siempre son el reflejo de la realidad. Esto significa exactamente que la aparición de un pensamiento es indicativa de una visión específica de la realidad, no importa cuán parcial o deforme ella sea o aparente, y se convierte entonces en una llamada de alerta, en una marcación interpretativa, en una bifurcación epistemológica. (Las ciencias son un magnífico ejemplo de compendio -o vertedero- de ideas desechadas.) La práctica social, mejor que ningún sistema especulativo ni marco discursivo, ha probado una y otra vez que no es posible vencer una idea: sólo es factible superarla. Tampoco pueden suprimirse si ellas mismas no se agotan, desvanecen y refunden en su negación dialéctica. Desconociendo (acaso aposta, tal vez por simple ignorancia) la validez universal de esas afirmaciones, los poderes se afanan en opacar unas ideas (hasta pretender su imposible dilución), al tiempo que bregan por imponer otras.

Si, como se ha visto, al momento de «elegir» una idea no parece sensato guiarse por la difusión social que haya recibido ni por la autoridad de quienes la sustenten, resulta muy necesario para cada quien considerar largamente la «calidad» de las ideas mismas y los procedimientos de evaluarlas, especialmente tras haber sido hecho público (¡desde un púlpito presidencial!), sin ningún pudor, que el mismo dios, en virtud de su poder y gracia singular, puede aconsejar a alguien la ejecución de masacres sacralizadas contra pueblos enteros.

Es claro que las ideas difieren tanto por su alcance como por su naturaleza, y que salvo situaciones muy puntuales, es muy difícil, acaso imposible, «medir» la importancia o «calidad» de las ideas, habida cuenta de que todas devienen, a la larga, insuficientes (inexactas) y cosmogónicamente prescindibles (no somos causales ni efectivos respecto al universo).

Las ciencias, instrumento social elaborado justamente para el cotejamiento de hipótesis y determinación de los límites de sus universos experimentales de validación, constituyen, desde luego, una buena herramienta estimativa y elucidatoria de la realidad. Para conseguir sus propósitos, ellas -además de los lenguajes y procedimientos apropiados- cuentan con el experimento y la práctica. Es obvio que sin una actualización permanente, las ciencias pierden su esencia revolucionaria y genuinamente renovadora hasta trastocarse en fuerza conservadora, como ocurrió con el «marxismo escolástico» del locus soviético.

En un plano no tanto metacientífico como pragmático, uno de los problemas más candentes que siempre han enfrentado las ciencias se refiere a la pertinencia ética de sus resultados, y aunque las religiones y otros diversos códigos de comportamiento podrían servir de guía a algunas personas, las propias ciencias han hecho aportes sustanciales a la axiología y avanzan en este sentido no sin penurias y obstáculos provocados por la ideología dominante en esta época. (Pasolini festivamente apuntaba con gran ingeniosidad y tino que el mayor peligro de la burguesía está en la atracción que ejerce: se convierte en una enfermedad contagiosa.)

A veces interesa conocer cuáles ideas son las más promisorias. Una buena guía es su novedad. Ella puede medirse a su vez por el número de seguidores con que cuenten, ya que las ideas más novedosas son siempre rechazadas por las mayorías, puesto que, dada su primicia, carecen de las imágenes mentales correspondientes en el universo psíquico individual. Comoquiera que la formación de los enlaces sinápticos de esas imágenes transcurre con rapidez diferenciada en individuos diferentes, la aceptación de las nuevas ideas consume un tiempo relativamente largo. Solo esta rareza de partidarios, por ejemplo, sugeriría a las personas que aspiran a la sabiduría a adscribirse a las rechazadas ideas de igualdad social que promueven las izquierdas auténticas, tanto más si cuentan para hacerlo con los resultados irreprochables de las ciencias: los seres humanos somos esencialmente idénticos; luego, las jerarquizaciones a que nos vemos sometidos y las diferencias, derivadas de ellas, que se imponen respecto al acceso a beneficios (materiales y de todo tipo) y su disfrute, son el resultado de una estructuración u ordenamiento social completamente irracional y aberrado. Vale la pena modificar la realidad social, espontáneamente erigida, para que se avenga a las ciencias. (Es un proceso, se comprende, que requiere intencionalidad, proyecto, construcción.) Es algo que inexorablemente ha de ocurrir, por ser la realidad propuesta más racional que la actual.

La diferenciación señalada en la comprensión de las ideas es totalmente medible. Como ha sido señalado, ella se debe a:

  • factores sociales directos (difusión, facilidades de acceso);

  • factores sociales indirectos (sistemas de enseñanza y educación ciudadana);

  • factores individuales (intereses del sujeto cognoscente, predisposición genética para la asimilación del tipo de conocimiento de que se trate).

El peso pues de los factores sociales es enorme. Ese hecho ofrece la perspectiva de una organización de la sociedad que maximice los aspectos que de ella dependen en este sentido. Bajo esas circunstancias, aunque siempre la asimilación de conocimientos será un proceso individualmente diferenciado, no existirán personas a las que les esté vedado en principio la asimilación de una idea, por mucho tiempo que le tome conseguirlo. (Nadie puede asegurar que la rapidez en la asimilación es indicativa de mejores inferencias, puesto que la creatividad no es función lineal directa de la velocidad de aprendizaje.)

Por tales argumentos, si bien es claro que la aprehensión diferenciada de un tipo de conocimientos, tema inevitablemente referido a una actividad humana muy constreñida respecto a la infinitud de la naturaleza circundante, no debía de alentar una permanente estratificación ciudadana, también es cierto que esa diferenciación merece ser considerada, porque el futuro de esos conocimientos depende en gran parte del destino de quienes primero los comprendan.

La importancia de las elites intelectuales, como summum y esencia del grupo social de que se trate, era bien conocida por los nazis, por ejemplo. Así, poco antes de la invasión a Polonia de 1941, fueron creados, adscritos al RSHA ([Reichssicherheitshauptamt], Oficina Principal de Seguridad del Reich) y bajo el control directo de Reinhard Heydrich, seis unidades de los Einsatzgruppen [Fuerza de Tarea], grupos escogidos de exterminio, cuyo fin era eliminar, además de a los judíos, a la elite cultural y política del país invadido, entre los que contaban a aristócratas nacionalistas, líderes políticos y religiosos, comerciantes prominentes, maestros ilustres, artistas, escritores, pintores, científicos, profesionales, etc.

Pensamiento y Revolución

El deterioro extremo de las condiciones de vida de una población puede conducir a una revuelta, mas ella no es suficiente para modificar raigalmente las causas que la provocan: el hambre se basta para sublevarnos; una revolución requiere pensamiento. La afirmación inversa es demostrablemente cierta, o sea, como apuntan las tesis leninistas acerca de la situación revolucionaria, toda revolución ha estado precedida de un fortísimo y enriquecedor movimiento cultural y caldeada por él.

Dicho así podría parecer que las relaciones entre los poderes revolucionarios y los intelectuales han sido fraternas en todo momento. Falso.

Se pueden aducir muchos casos (aislados, pero muchos) de abusos contra intelectuales por parte de las autoridades. También se pueden señalar muchísimas connivencias entre unos y otros. Ese, obviamente, no es el punto importante. El asunto verdaderamente significativo es por qué las autoridades políticas han reaccionado con suspicacia y han desconfiado de los intelectuales sistemáticamente. Esta no es una interrogante retórica, porque la respuesta que merezca podría derramar luz sobre algunos eventos de interés para la izquierda en esta temática.

Habría que entender, en primer lugar, que los intelectuales cuyas ideas propician los cambios son hijos legítimos, aunque renegados, de la ideología dominante, o sea, de la ideología de la clase dominante. Así, por ejemplo, no es posible imaginar a Rousseau, quien fue definitivamente un soutenu, sin las cortes palaciegas europeas. Esto significa no solo que los nuevos poderes ante un intelectual específico podrían sospechar estar en presencia de un representante del régimen defenestrado, sino que muchos intelectuales frecuentemente actúan en verdad como tales. Hay miles de ejemplos.

En segundo lugar, las autoridades políticas podrían suponer que la modificación de las visiones que evidenciaron la necesidad de su existencia y que, definitivamente, las engendraron, convocaría obligatoriamente la revisión de su permanencia en el poder. En este sentido, en tanto clase en el poder, trataría por todos los medios de evitar alterar cualquiera de los preceptos que ella asume como hitos ideológicos fundamentales de su privilegiada condición. Por su parte, las nuevas ideas -puestas en circulación como vimos, por los intelectuales-, si lo son, han de negar dialécticamente los criterios de donde provienen, y aunque esta calidad no solo está muy lejos de implicar un retroceso al pasado, sino que reclama contrariamente un avance hacia el futuro, puede ser interpretada como negación simple, en cuyo caso resulta sospechosa a los detentadores menos cultivados del poder político, especialmente tras haberse convertido en fuerzas conservadoras.

El tercer grupo de causas de las desavenencias se asocia a la siguiente situación. En nuestro mundo, las revoluciones conocen durante su nacimiento los mayores peligros externos que habrá de encarar en toda su existencia, porque aquellos estados que, como resultado del desarrollo desigual de las naciones, se erijan en gendarmes internacionales del status quo que se ve abruptamente escrutado y superado en un país determinado, viendo peligrar su privilegiada posición intentarán subvertir la situación revolucionaria allí surgida. (Una observación minuciosa indica que a pesar de que estos momentos pudieran ser los más cruentos y espectaculares, la realidad del hecho revolucionario, durante su ocurrencia, no corre peligro interno: una vez engendrada, una revolución tiene que nacer. Por el contrario, las revoluciones sociales se han desplomado ya en el poder, porque no es tan complicado destruir una estructura social defectuosa como edificar cualquier otra pretendidamente superior.) La beligerancia contrarrevolucionaria alcanza todos los dominios imaginables, razón por la cual eventualmente podrían concurrir formalmente ciertos planteamientos bienintencionados, pero críticos, respecto a la realidad revolucionaria hechos por la intelectualidad comprometida y las argumentaciones de sus enemigos. Una vez más las respuestas dependen de la cultura de los dirigentes políticos: los menos cultivados exigen que el aspecto fenoménico -más que el contenido real- de las afirmaciones hechas se corresponda con lo que espera de ellas el discurso oficial dominante. (La experiencia demuestra que, si en aras del cumplimiento de tal precepto, se toma desideratum por realis, se corre el riesgo de dejar sin resolver un problema por haberlo ocultado tras un maquillaje pueril e innecesario.) Hay que tener en cuenta que las exigencias de la complejidad objetiva de su psiquismo -situación que les confiere la calidad «intelectual», incluso muy a su pesar o conveniencia, aun si por diversas causas carecen de ese reconocimiento social- obliga a los intelectuales a formarse un criterio acerca de la realidad, independientemente de la certeza coyuntural que les asista o la exactitud u objetividad con que reflejen los hechos examinados; expresarlo fielmente los hace honestos; considerar intereses políticos, oportunistas.

En los albores de la instauración plena del capitalismo, tras el Renacimiento, durante el Iluminismo, la burguesía descubrió la razón como mecanismo evaluador de verdades y re-aprendió a usarla con festividad helénica, oponiéndola a las restricciones y postulados tomistas, sustentados en argumentos de autoridad. Como es bien conocido, el embeleso intelectivo no se sostuvo por mucho tiempo: las nuevas autoridades, representantes del capital, no lo permitieron. Sin embargo, ya había sido abierta la caja de Pandora.

Ante los estamentos feudales, la mayor parte de la burguesía solo objetaba el linaje como criterio necesario y suficiente para ejercer funciones de gobierno. (Por tal razón, devenida en clase para sí, la burguesía se opuso al cristianismo imperante ya que este refrendaba la naturaleza divina de la pésimamente llamada nobleza: la necesidad de un sustento ideológico apropiado que además no se apartara excesivamente de la religión mayoritariamente aceptada en la Europa de entonces la obligó simplemente a inventarse otro cristianismo que glorificara el «éxito» social, entendido como acumulación de riquezas… Por prodigioso que parezca, ¡lo logró!) De ese grupo de pensadores que impugnaba la «estratificación social por cuna», se escindió una segunda y muy pequeña porción de ellos que se atrevieron a dudar de la inequidad congénita de los seres humanos dentro del marco del metropolitanismo eurocéntrico, y de estos, una parte ínfima lo hizo en términos planetarios: esta, la identidad esencial de los humanos, ha sido y es la cuestión fundamental que define la polarización ética de cualquier conducta, sea social o individual, al punto de que quienes la aceptan conscientemente y son consecuentes con ella han de parar en las filas de la izquierda inexcusablemente, y quienes lo rechacen engrosarán sin remedio las huestes de la derecha.

Establecidos tales paradigmas preparatorios de su nacimiento, en el nuevo régimen capitalista, a diferencia de lo que ocurría en el feudalismo europeo, lo más importante no ha sido la posesión de riquezas físicas asociadas a una heredad o a las leyes derivadas de su admisión: basta con poseer su equivalente en dinero. De esta manera el dinero, de un simple instrumento más de los medios o procedimientos, pasó a ser fin o meta. Esa visión condujo rápidamente a la mercantilización y monetarización de toda actividad humana, incluyendo la enseñanza.

Un resultado no despreciable de todo aquel dinamismo conceptual, es que las dos corrientes rectoras del pensamiento político de aquellos tiempos -la izquierda y la derecha- se empeñaron en masificar las artes y las ciencias. La primera, tras aceptar con mayor o menor profundidad y alcance la igualdad esencial de los seres humanos, para elevar a las multitudes hacia las cotas más prominentes del espíritu y del pensamiento, mediante el loable esfuerzo de poner materialmente los resultados obtenidos en esos campos al alcance de todos. La segunda se ha esforzado en reducir cualitativamente los frutos de las ciencias y las artes hasta que puedan ser adquiridos por la mayor cantidad de consumidores potenciales, en la certeza expuesta (e impuesta) de que la calidad está necesariamente asociada al «éxito social» y este es reducible al «éxito económico» y deducible de él. Ambos intentos -de una forma u otra- han evitado el «elitismo» de las búsquedas científicas y artísticas (lo que priva a las ciencias y a las artes de su naturaleza genuinamente renovadora y revolucionaria): los primeros por falta de visión, audacia y -sobre todo- recursos; los segundos por mala fe.

Después veremos cómo el capitalismo imperialista logra subsidiar sus investigaciones y masificar sus producciones.