¿Por qué han sido siempre, en disímiles épocas y países, turbulentas o difíciles las relaciones entre el poder y el pensamiento? ¿Quiénes son los detentadores y productores de pensamiento? ¿Qué los distingue de las demás personas? ¿Cómo alcanzan esa condición? ¿Qué los hace «incómodos» para los representantes de los poderes sociales? ¿Es esta una «maldición» […]
¿Por qué han sido siempre, en disímiles épocas y países, turbulentas o difíciles las relaciones entre el poder y el pensamiento? ¿Quiénes son los detentadores y productores de pensamiento? ¿Qué los distingue de las demás personas? ¿Cómo alcanzan esa condición? ¿Qué los hace «incómodos» para los representantes de los poderes sociales? ¿Es esta una «maldición» no superable? ¿Por qué el capitalismo parece «absorber» (acallar) a los intelectuales? ¿Por qué se generó en la Unión Soviética un clima tan dañino de «lenidad intelectual»? ¿Cómo influyó esa molicie idealizadora en el desarrollo de los eventos posteriores?… Diríase que preguntas de este género merecen una consideración minuciosa por parte de la izquierda, toda vez que el régimen político-económico-social futuro, el socialismo o comunismo, exige ser construido, esto es, él no «surge espontáneamente» desde las entrañas de la formación socio-económica precedente, como ha ocurrido hasta el momento en la etapa del desarrollo humano que recibe alegadamente el nombre de «historia» y que -justamente- por su irracionalidad Marx llamó «prehistoria», sino que se edifica, mediante la participación consciente de los ciudadanos de la sociedad de que se trate en la toma de decisiones sesgadas, o sea, decisiones redundantes en acciones con propósitos tan predecibles y controlables como sea epocalmente posible (aun si la pre-visión del contenido de las ideas mismas no sea un fenómeno ni factible, ni sometible a vigilancia, ni definitivamente deseable). La instauración del socialismo exige pues participación y conocimientos. Como ha demostrado fehaciente y dolorosamente la implosión del socialismo irreal euroasiático, si el liderazgo ético (o eticidad del liderazgo) constituye la condición necesaria, las apuntadas son sus premisas suficientes.
Pensamiento y Capital
Hay muchos miles de ejemplos individuales que confirman que el triunfo del capitalismo en Europa muy pronto puso fin a la embriagada y raquítica unidad entre poder y pensamiento que le precediera, pero basta uno solo: Karl Marx. Las nuevas potestades hicieron valer sus dogmas recién protocolizados entonces, y sus mañas manipuladoras llevaron a las sociedades así nacidas de la embriaguez inicial de duda y raciocinio a la aceptación obediente de nuevos principios absolutos y normas sempiternas. Como en los momentos más oscuros de la Inquisición se excomulgaron autores, se anuló ciudadanamente, se anatematizaron individuos, se prohibieron lecturas, se editaron listas de libros condenados. Los intelectuales fueron perseguidos con saña, encarcelados, desterrados, desoídos, secuestrados, confinados al ostracismo, impedidos de emitir sus juicios, asesinados. Las piras inquisitoriales fueron sustituidas por condenas civiles no menos sanguinarias. De nuevo la exposición ex cathedra requería el nihil obstat correspondiente.
Se conoce perfectamente que ese cambio de la atmósfera progresista inicial, que rodeó el alumbramiento histórico del capitalismo, hacia el estado de explotación brutal en que devino prontamente este sistema ocurrió no solo y no principalmente, desde luego, en el campo del pensamiento.
Es bastante natural que los eventos siguieran exactamente ese curso, porque el capitalismo no modifica en lo absoluto la esencia explotadora de la formación económico-social precedente ni la subsiguiente ordenación de sus ciudadanos por estamentos: como los sistemas antecesores, el capitalismo (aun inconscientemente o aposta, como aquellos) parte de la tesis correcta de que el problema humano (satisfacción simultánea de las necesidades de soma y psyché) es un asunto individual, pero -también como ellos- supone incorrectamente que debe de ser resuelto individualmente, porque desestima la existencia de una organización social que permita a todos y cada uno de los ciudadanos, tras ver satisfechas sus necesidades somáticas (vivenciales), definir el sentido de su existencia y entregarse a él. De facto, el capitalismo, igual que los sistemas anteriores, partiendo de una asumida inequidad esencial de los seres humanos, estratifica a las personas según la clase de pertenencia, a fin de que las mayorías subsidien la solución del problema humano de una diminuta minoría. Pero ni siquiera eso ocurre, porque al ser idéntica la esencialidad humana, la jerarquización de las personas (a diferencia de lo que sucede con las relaciones entre humanos y mundo animal, por ejemplo) es siempre forzada, lo que genera una beligerancia insalvable que impide a todos (salvo excepciones) la solución del problema humano.
En consecuencia, una vez más las terribles condiciones en que los nuevos poderes sumieron a las clases explotadas forjaron las ideas que describen argumentadamente la estructura social destinada a sustituir el sistema: una organización social razonable que mediante la producción planificada, los esfuerzos sinergéticamente polarizados y dispuestos de todos y la participación horizontal de sus ciudadanos sin restricciones en los asuntos comunes, gracias a la difusión sin límites de la información y los conocimientos, evite el exceso, garantice la abundancia para todos y sitúe así a cada quien en disposición de dar solución individualmente al problema humano.
Ante la crisis insalvable que atravesaba el capitalismo en aquellos momentos, la historia parió dos alternativas: la Revolución de Octubre y el sistema neocolonialista mundial, que nació con la primera guerra imperialista del capitalismo: la guerra cubano-hispano-estadounidense. La primera constituye una solución definitiva. La segunda (que a la larga coadyuvó de muchas maneras al fracaso de la primera, sin imponerlo fatídicamente) fue un paliativo temporal, mediante el cual, tal como antes ocurriera dentro de las fronteras de los diferentes estados europeos, hizo pasar al mundo todo del esclavismo y del feudalismo hacia el capitalismo. Es así que, como resultado de la jerarquización de naciones que impuso el capitalismo mundial, los recursos no ya de una clase, sino de un grupo de países debían de asegurar, a partir de ese instante, las condiciones materiales para que los potentados de los países dominantes -¡y solo ellos!- dieran solución al problema humano de cada uno de sus miembros, mientras el fervor revolucionario de sus connacionales menos favorecidos por la fortuna era enervado a discreción. Dicho con mayor precisión, el neocolonialismo es la internacionalización del triunfo del capitalismo que creó un depósito planetario de indigencias metropolitanas: el Tercer Mundo. Ese paso, fenómeno poco comprendido incluso para muchos representantes de la izquierda aun en nuestros días, apaciguó verdaderamente a las fuerzas de la avanzada progresista y mitigó las ansias revolucionarias en las metrópolis, pero, junto con su inhumana explotación, las hizo surgir, naturalmente, en el sur con todo vigor.
Las consecuencias de todo este proceso han sido múltiples y mayormente imprevisibles. En particular resulta muy interesante examinar qué ocurrió entonces con la intelectualidad, y, más específicamente, por qué bajo gobiernos de la derecha mundial parece existir un progreso científico cultural impresionante, y -sobre todo- mayor que el que experimentaron en su momento los países euroasiáticos de socialismo irreal.
Pensamiento y Capitalismo Imperialista
Uno de los primeros y más importantes resultados de la neocolonización de los países tercermundistas, con todas sus implicaciones conocidas en el ámbito de las relaciones internacionales (comercio desigual, desarrollo tecnológico dispar, acceso sesgado a las riquezas, etc.), fue la conversión de la efervescente Revolución Industrial en Revolución Científico-Técnica: gracias a la acumulación paulatina de conocimientos, por parte de los sectores de población metropolitana que podían dedicarse a tiempo completo al «ocio intelectual», y de riquezas elaboradas con materia prima proveniente tanto de su propio «subsuelo metropolitano» como del de sus colonias, tras haber alcanzado esa acumulación el nivel suficiente, se produjo el salto dialéctico cualitativo que tornó a las ciencias en una fuerza decisiva en la creación de riquezas materiales. Vale la pena apuntar que esto proletariza en algún grado a quienes antes eran intelectuales puros, a la vez que intelectualiza hasta cierto punto a genuinos proletarios de antaño.
Pocos fenómenos llaman tanto la atención de estudiosos y profanos fisgones como la aparente pobreza de pensamiento social y de escasez de pensadores sociales en el siglo XX en comparación con los siglos XVIII y XIX, incluyendo el período tardío del XVII. Parecería que el Gran Arte fue sustituido por el Entretenimiento, la Ciencia por la Tecnología, la Enriquecedora Educación por la Castrante Manipulación y los Pensadores por los Inventores: Hollywood sustituyó a L’ Académie des beaux-arts, General Motors desplazó a la Royal Society, Cervantes fue defenestrado por Zoé Valdés (¡dios perdone el sacrilegio… ), Shakespeare quedó a la sombra de Dan Brown (… y nos encuentre confesados!), y Hegel vio su puesto ocupado por… Bill Gates (¡irremisiblemente condenados al infierno!).
Claramente, la imagen recién descrita ha sido dibujada con muchas distorsiones, en el sentido de que es imposible detener el pensamiento, ni siquiera amansarlo: solo puede enmascararse por un tiempo; él mismo se protege ante circunstancias adversas. Ella se debe pues -en primer lugar- al triunfo del ideario reformista en las metrópolis, derivado del mejoramiento de las condiciones de vida, cuya expresión depauperante radicalizó en su momento al proletariado europeo, y la subsiguiente instauración de los preceptos del consumismo, a saber, el sentido de la existencia es perseguir la posesión ilimitada de bienes materiales, porque la felicidad solo se halla cuando se vive en el exceso. Bajo tales aires, la corriente revolucionaria pasó de moda en aquellas tierras, mientras sus herederos, de allá y de acá, han quedado prácticamente sin acceso a los medios de prensa, tanto menos a las publicaciones académicas; el anhelo consumista sustituyó graciosamente al ideal comunista.
El segundo proceso, acaso más perjudicial y de mayor envergadura, consiste en la conversión de todos los resultados del pensamiento y del espíritu en «productos», vía reificación previa, y su ulterior conveniente monetarización: se invisibilizan las obras incómodas aduciendo «falta de mercado para ellas», se encarecen las destinadas a «símbolos codiciados», se ponen «al alcance de todos» (refiriéndose a las clases medias metropolitanas, que se espera sean mayoritarias algún día) los Chevrolets -para los mayores- y las ciudades virtuales -para jóvenes y niños de buena cuna, a quienes Harry Potter enseña adicional y subrepticiamente que nuestro mundo está tan carente de problemas que debemos de buscar aventuras en mágicos universos paralelos-, y a las masas se les entregan los culebrones televisivos, los circos deportivos y los programas de participación que ellas merecen; así, tras la persecución de estúpidas metas parciales cuya finalidad es aumentar las arcas de los poderosos, todos se mantienen ideológicamente drogados y políticamente incontaminados…
Como se ve, el capitalismo, en tanto sistema generador de sociedades jerarquizadas, tampoco puede resolver los antagonismos entre poder y pensamiento.
El consumismo ha entumecido muchas mentes, laxado muchas voluntades y castrado muchos propósitos, y ese es ciertamente un fenómeno que ha postergado la construcción de una sociedad racional. Con todo, el movimiento intelectual contestatario no visible de Occidente es muy feraz (por momentos, ubérrimo) y sólido. Pero el triunfo del consumismo es posterior a la Revolución de Octubre. Como hoy sabemos, sobrevino el momento en que los ciudadanos soviéticos, sin comprender que la ficticia suntuosidad (relativa) al alcance de los proletarios de las naciones vecinas europeas y de otros estados primermundistas era un espejismo subvencionado por las personas humildes del Tercer Mundo, sintieron haber sido timados al momento de elegir entre socialismo o neocolonización (máxime si tenemos en cuenta que ellos también fueron miembros de un imperio).
No obstante, ¿es posible creer con sensatez que todos los ex-soviéticos se rindieron al carpe diem y al epicureismo vulgar? ¿Por qué, tras haber visto satisfechas sus necesidades vivenciales y haber alcanzado muchos de ellos la suficiencia material, no se dispusieron a la enriquecedora tarea de encontrar individualmente un sentido para sus vidas y entregarse a él plenamente, en otras palabras, por qué no se enfrascaron en la solución de sus problemas existenciales? ¿Es que acaso no comprendieron, en mayoría, que los «niveles límites de desarrollo material» para una época son siempre un horizonte y que perseguirlos individualmente es, por tanto, una absurda quimera, tanto peor convertir esta caza en meta existencial?
Por fuerza hemos de concluir que los soviéticos vieron vedado el camino al planteamiento y solución individual de eso que hemos llamado problemas existenciales.
¿Por qué?
Pensamiento y Socialismo Irreal
Como toda revolución auténtica, la Revolución de Octubre fue literalmente preparada por una intensísima atmósfera cultural, sumamente rica y productiva. Es imposible inadvertir la música de Chaikovski, el teatro de Chéjov, los poetas simbolistas, los pintores constructivistas, el ballet ruso. Desde la invención de la radio por Alexandr Stepánovich Popóv el 7 de mayo de 1895 hasta la poesía de Blok y la religiosidad de George Ivánovich Gurdjieff, allí encontramos ciencia, arte, misticismo, inconformidades, búsquedas, inquietudes, pero sobre todo hay un gran humanismo prerrevolucionario, una profunda comprensión de los seres humanos, cuyo exponente máximo es, de acuerdo al criterio de múltiples entendidos, el conde Lev Tolstói. Uno puede comprender muy bien a Einstein cuando dijo que ningún autor había influido tanto en la formulación de la Teoría de la Relatividad como Dostoevski. Las universidades rusas de aquellos tiempos eran un hervidero de imaginación e ideas novedosas. Entre los primeros propaladores mundiales de la obra de Marx (todavía entonces simplemente «obra de Marx», o sea, no marxismo de bolsillo o de cajón) estaba Plejánov. Lenin escribía con una profusión asombrosa, pero -lo más importante- discutía con toda pasión y acaloramiento con numerosísimos oponentes intelectuales de fecundidad encomiable acerca de economía, política, arte, ética, leyes. No es casual que el primer modelo de un universo en expansión que interpretaba correctamente las ecuaciones de la Teoría General de 1915 de Einstein haya sido elaborado por Alexandr Friedmann -sin Internet, Airbuses, ni Global TV- en la temprana época de 1922, ni tampoco lo es que muchas feraces elaboraciones de lógica polisémica o polivalente hayan visto la luz primera en los vastos espacios de aquel imperio eslavo… Como antes ocurriera con la figura de Luis XVI, la patética, ridícula y medieval imagen cortesana de los Romanóv, ante el esplendor de las ideas circulantes, primero, mucho antes del cañonazo del crucero «Aurora» que anunció el nacimiento de una nueva era, ya había fenecido, vía degradación merecida de todo el zarismo, en las mentes de las personas comunes.
Cualquiera que estudie sin conocimientos previos ni prejuicios las teorías sociales que sustentaban los eventos de aquel octubre juliano en el inabarcable territorio pan ruso convendrá que ellas proclamaban tácita y explícitamente el fin para siempre de la producción enajenada de ideas. Diríase que la verja del Palacio de Invierno se abría definitivamente al intelecto sin tutelaje de zares, dioses y capital, al libre esplendor del espíritu humano, al soñar sin límites, a la persecución desenfrenada de cotas culturales cada vez más altas. Ese camino ha de conducir inexcusablemente, se comprende, al reconocimiento de la identidad esencial de los humanos, a la aceptación sin barreras de sus diferencias culturales, a la sustitución de la tolerancia benigna y mojigata por la comprensión no restringida de la alteridad, a la superación del internacionalismo -erector inevitable de valladares entre la riqueza material y altruismo del dador y la mendicidad y externa pasividad del receptor- por la participación mancomunada sin apellidos ni miramientos, al reconocimiento de la realidad humana sin imposiciones y a la subsiguiente deducción de las normas éticas que le correspondieren para hacer con ellas las aproximaciones morales que la época exigiere.
Nada de eso ocurrió. Por el contrario, nuevas prohibiciones -de aparente fundamentación epistemológica- fueron impuestas al saber académico y a las artes en general y, en particular, a las ciencias sociales, biológicas, cibernéticas: aunque hoy nos parezca increíblemente absurdo, en la Unión Soviética, entre otros lazos prescriptivos y condicionamientos formales, estaba prohibido estudiar todas las obras de la escuela psicoanalítica, gran parte de la producción antropológica y sociológica occidental, la genética moderna y ramas claves de las ciencias matemáticas teóricas y aplicadas. Eso condujo al contrasentido de que los mejores y más originales exegetas, expositores y complementadores del cuerpo teórico cuyo desarrollo inició Marx vivieran fuera de las fronteras de la Unión Soviética.
El socialismo dejó de ser una aspiración viva, reformable, moldeable, perfectible, solo construible conscientemente entre todos los ciudadanos, con la participación consensuada de la sociedad en pleno, unidos sus miembros por la aspiración de edificar un sistema que mejor permitiera a todos la solución individual del problema humano, para convertirse en socialismo irreal: una mística encajonada, aplastante e inservible, cuya absurda meta principal era su autorreproducción, esto es, la perpetuación de su existencia.
Así, los soviéticos no comenzaron a producir, como exigía Marx, para proveerse el máximo tiempo libre posible, sino en aras de la producción misma, tal como ocurre en el país de capitalismo menos sofisticado imaginable. Por su parte, el justo enunciado leninista de que el trabajo habría de convertirse ineludiblemente en la primera necesidad de las personas cuando ellas fueran completamente libres (vale decir, beneficiarias de un estado de abundancia material, espiritual y cognitiva) y este, el trabajo, fuera el marco realizador genuino de uno de los más importante poderes de los seres humanos, el que revela su capacidad ingénita para re-crear el mundo, se comprendió de la forma más ingenua y vulgar posible como inexplicables ansias de trabajo manual asalariado simple. Las implicaciones éticas de semejante simplificación son obviamente descomunales: como era de todo punto imposible que quienes ejercieran labores tediosas, reiterativas, no creativas, fatigosas, acerca del curso de las cuales no tenían incidencia alguna (o sea, la aplastante mayoría de la población), sintieran su cumplimiento como su principal necesidad, los sentimientos de culpa perenne y ruindad espiritual no reformable estaban garantizados para todos.
Esa degradación inmisericorde de la perspectiva marxiana es quizás el evento social más desastroso que ha conocido la humanidad. No pocos esfuerzos han sido dedicados a señalar los gruesos errores que lo produjeron; algunos lo han hecho con mesura; otros (los más), pletóricos de secreta alegría; pocos, muy pocos han sido destinados a explicar satisfactoriamente esos dolorosos hechos. En relación con el tema que nos ocupa, lejos de hilvanar una larga retahíla de necedades crueles y disparates surrealistas, es más sugestivo preguntarse qué relación existe entre ese fenómeno y el confinamiento de ideas que tuvo lugar en la Unión Soviética. (Demasiadas veces han sido aducidas, totalmente fuera de contexto, las palabras de la carta que Lenin envió a Gorki el 15 de septiembre de 1919, en la que expresa: «Las fuerzas intelectuales de los obreros y campesinos han de crecer y fortalecerse en la lucha por el derrocamiento de la burguesía y de sus auxiliares, los intelectuales, lacayos del capital, que se tienen por el cerebro de la nación. En verdad eso no es el cerebro, sino la mierda.» [«Интеллектуальные силы рабочих и крестьян растут и крепнут в борьбе за свержение буржуазии и ее пособников, интеллигентиков, лакеев капитала, мнящих себя мозгом нации. На деле это не мозг, а говно.»])
Aquí no se trata, desde luego, de suponer que las represiones a los intelectuales, por sí mismas, hayan implosionado a la URSS: demasiados regímenes funcionan gracias a eso en todo el mundo, con no poca estabilidad, tanto más en nuestra actualidad llena de fundamentalismos. De lo que se trata es del proceso, instaurado y triunfal, de retención de las ideas, de coerción del pensamiento, de restricción de la creatividad, de encauzamiento forzoso del discurrir, de la paralización y enrarecimiento de los análisis, de la supresión de la discusión, del castigo generalizado al disentimiento, de la creación de espacios (actos y personajes) fuera del escrutinio crítico de la sociedad, de la distorsión sistemática de la realidad a favor del voluntarismo, de la implantación de la apatía, el gregarismo, el mimetismo, la suspicacia, la doblez política y el inmovilismo, en una sociedad cuya existencia dependía -¡justa y precisamente!- de que nada de eso hubiera ocurrido, porque fue la primera sociedad humana -y en su momento, la única- genuinamente creada (diseñada, proyectada, construida).
En otras palabras, la perenne e inevitable oposición entre poder y pensamiento, propia de las sociedades clasistas, debía de haber quedado superada para siempre en el primer país socialista de la Tierra, de haber sido este socialismo, real, esto es, de haber sido implantado un régimen en el que todos fueran de facto (no de jure) intelectuales (preparados, cultos, críticos, creativos, entregados, apasionados, disciplinados y desobedientes) y todos hubieran compartido cuotas similares de poder político.
Es muy posible que, entre otros factores, la suma de: a) la incultura de Stalin (generatriz de su desconfianza), personaje cuyas dos tesis básicas (la «agudización creciente de la lucha de clases a medida que avanza la construcción del socialismo» que justificaba las represiones, y la «posibilidad de construcción del socialismo y del comunismo en un solo país» que reforzó el aislamiento interno y externo del estado) fueron fatales para el movimiento comunista internacional; b) el terror desatado contra las mentes más lúcidas y críticas que hizo emerger una cúpula política de personeros anodinos, complacientes y cobardes; c) el ideario mecanicista imperante en la época, como resultado del cual se establecían nexos biunívocos ingenuos entre psiquis, soma y conducta (tanto los campos de concentración soviéticos como nazis partían de una comprensión individual, ahistórica y estrecha del apotegma «el trabajo hace al hombre», entendido en el sentido de que quien se pinta los labios todos los días a la larga se feminiza); d) la desafección cierta (esto es, manifestada en acciones contrarrevolucionarias de terrorismo y sabotaje) de parte de la intelectualidad rusa hacia la revolución; e) la actividad de las agencias de inteligencia enemigas de la URSS en la época; f) la esperanza de que los nuevos intelectuales engendrados por la ulterior masificación de la cultura fueran a la vez muy sabios y muy obedientes (algo paradójico, quimérico y completamente imposible), se coligaran, vía el absurdo culto a la personalidad (quien admite que haya alguien ontológicamente superior a él como para venerarle sin críticas posibles, forzosamente cree que hay algunos a él inferiores), hasta sustituir instrucción por propaganda y educación por adoctrinamiento. Estos son temas que, naturalmente, exigen estudios más profundos. Para estimularlos, vale la pena preguntarse y explorar cuánto influyó en lo ocurrido en la URSS la irresolución de las desavenencias e incordios entre pensamiento y poder que allí existieron.
Ningún soviético vivía en la indigencia ni en la extrema pobreza: una gran parte de la población vivía en la pobreza o suficiencia, una porción menor lo hacía en la abundancia, y quizás alguna exigua minoría, en el exceso. Eso significa exactamente que sus problemas vivenciales estaban resueltos, por lo que no fueron las carencias materiales las que les impidieron la búsqueda individual del sentido de sus existencias. ¿Qué les faltó? ¿Qué era verdaderamente indigente en el espacio soviético? Su universo de ideas.
Esta afirmación nos enfrenta de inmediato con varias interrogantes. En primer lugar ella contradice en apariencia la universalización de la instrucción instaurada en el estado soviético y los enormes y ciertos esfuerzos culturales hechos en las regiones más remotas del inmenso país, con las nacionalidades más diversas. En segundo lugar, dicho así parecería que comparativamente las relaciones entre poder y pensamiento en el mundo del capital fueron, en el período en que coincidieron ambos sistemas, mucho más cordiales. En tercer lugar habría que preguntarse cómo evitar en el futuro eso que podría con propiedad ser llamado «indigencia intelectiva».
Efectivamente, de todos es conocido que las energías dispensadas por el estado soviético a la instrucción y la enseñanza fueron colosales y sus logros en este campo, enormes: de un estado feudal atrasado, los soviéticos se irguieron literalmente hasta las estrellas.
Al mismo tiempo, es también cierto que, bajo las banderas de la «lucha ideológica con el enemigo», se siguieron políticas informativo-culturales francamente restrictivas, partiendo de la peregrina idea, ya vencida por el Renacimiento, de que se puede aprender, vívida y creativamente, sin contrapartes, sin referencias, como un absoluto. En otras palabras, en el universo de ideas del espacio soviético circulaban muchas ideas muy poco diversificadas, situación conducente a su paulatino empobrecimiento y eventual agotamiento. Toda batalla de ideas supone cuando menos un diálogo, no un monólogo.
A quienes conocen razones y circunstancias no extraña que se adujera, por ejemplo, la autoridad de Stalin para zanjar una discusión que desató un grupo de biólogos soviéticos que, con justeza, cuestionaba las ideas de Lisenko, conocido dirigente científico de la época, cuya mayor preeminencia proviene no de sus escasas luces y merecimientos especiales en el campo de la biología, sino de haberse atrevido a refutar el mendelismo sobre bases discursivas, esto es, no experimentales, para beneplácito de la cúpula de poder soviético. Tampoco asombra encontrar que, para finiquitar esa disputa, en el número correspondiente al 7 de agosto de 1948 del diario Pravda, Stalin fuera llamado «величайший учёный нашей эры» [«el más grande científico de nuestra era»].
Este caso, y la cita correspondiente, son -desafortunadamente- un ejemplo entre otros muchos, tomados prácticamente al azar. ¿Cómo alguien cuerdo podría pensar que un anuncio público tan estúpido como ese, en una tirada de varios millones de ejemplares, podría beneficiar su prestigio personal? Peor aún, ¿cómo alguien sinceramente comprometido con una causa puede creer que su propia -siempre infundada- infalibilidad beneficia a «la causa»? ¿Se puede ser tan torpe como para no comprender que si esa absurda tesis fuera cierta, la muerte del «infalible» equivale, si no a la muerte de «la causa», a un daño inestimable a ella? Afirmaciones como la mostrada son tan estrambóticas y absurdas que solo pueden causar -contraproducentemente- suspicacia, asombro, hilaridad, rechazo, oposición, en quienes las escuchan, todo lo cual -lejos de beneficiar- atenta contra la popularidad de la causa. No se trata, una vez más de que Stalin haya sido el único aspirante público a la infalibilidad ni el único tonto, connotado y pretencioso, que haya aceptado semejantes lisonjas en los medios (el papa lo hace todos los días sin sonrojos); el meollo del hecho está en que él era probablemente el único que no ha debido de aceptar tal tratamiento: hartos estamos todos de seres «infalibles», omniscientes, mesías, salvadores, etc. Ningún revolucionario está buscando la sustitución de unos ídolos por otros, ni la creación de nuevas capas de omniscientes, estamos buscando por el contrario que los destierren conceptualmente de una vez por todas, y que se les prohíba su adviento a este mundo.
Stalin, enarbolando a diestra y siniestra -en calidad de justificación- la falacia lógica basada en el argumentum tu quoque («ellos actúan de la misma manera»), mientras acusaba (¡y sistemáticamente exterminaba física y moralmente!) a los opositores de sus métodos brutales de ser «blandengues, utópicos, desligados de la realidad, alejados de la práctica, intelectualistas paralizadores de la acción», enlodó tanto los ideales éticos del socialismo que aún hoy persisten sus heridas maculadas. La «siembra de pruebas» inculpatorias, las generalizaciones incriminantes sobre bases epistemológicas de falsa causalidad, la promulgación de un derecho de dudosa eticidad, las torturas, los crímenes violentos, los interrogatorios crueles, las delaciones infundadas, las presiones psicológicas, el trato despiadado y degradante, la inculcación de los derechos humanos básicos, la descalificación vulgar de adversarios ideológicos mediante exposición de las intimidades de sus vidas privadas, el crimen político y el asesinato de oponentes teóricos, la anulación de barreras entre la oposición al qué y el escrutinio del cómo, entre otras muchas triquiñuelas, son conductas cuya comisión nunca despierta indiferencia en seres humanos dotados, como somos, de sentido ético (condición esta que ni Stalin -quien no pecó de ignorancia, sino de incultura y soberbia: las personas cultas, pero ignorantes, actúan con mayor cautela- ni nadie puede modificar: tal como actualmente corroboran los resultados de las ciencias antropológicas, a pesar del lacayismo tan diseminado por doquier, el servilismo, como la amputación de un miembro, no se hereda).
El ideario estalinista es estéril, porque está demostrado, más allá de cualquier duda razonable, que (repitiendo textualmente la tesis básica de Friedrich Engels -por su valor intrínseco, no por la autoridad del emisor-, acerca del surgimiento del psiquismo humano) no existe pensamiento sin lenguaje: la incautación de la voz castra la mente. La complaciente prensa soviética, acrítica y apologética, intentaría demostrar que es posible crear «lenguaje» sin pensamiento.
Cualquiera comprende que, dentro de un grupo social, las únicas vías para que un personaje aspire a «tener siempre la razón» son estas:
a) robar las ideas a los demás;
b) convertirse en la única persona con acceso a información;
c) impedir la difusión de ideas de otros;
d) distorsionar la verdad.
Esa era exactamente la situación. No se puede enseñar a leer, para luego constreñir el campo de lecturas y crear un espacio cerrado de «ideas permisibles». Incluso las obras de los «clásicos» del marxismo fueron debidamente purgadas, no por «superclásicos» (de imposible existencia, toda vez que su probada eventualidad habría descalificado a los simples «clásicos»), como cabe esperar al sentido común, sino más bien por «sub-anti-clásicos», por lo que el justo llamado que aquellos hicieron en su momento a «beber el saber de las fuentes originales» se trastocó en clamor estéril en el desierto.
Por eso no asombra que los exámenes de dominio de idiomas y de marxismo, obligatorios para obtener un doctorado, fueran completamente formales: nadie podía decir que el libro de Lenin «Materialismo y Empirocriticismo» es un tratado filosófico con temas discutibles (al menos por el hecho de que, al margen de otras virtudes, en él Lenin da una «definición» todo abarcadora de «materia», la cual queda así finalmente reducida a «cosa especificada»), ni podía acceder a literatura occidental en la URSS, so pena de verse acusado de ser admirador de las ciencias y del modo de vida occidentales.
El comunismo, ni ningún otro sistema puede modificar la esencia de los problemas vivenciales y existenciales de los seres humanos, pero mejor que ningún otro los prepara para que los encaren, mediante la edificación de una sociedad que holísticamente posibilita la reconversión de sus ciudadanos de asalariados a amos de sus vidas, vale decir, mediante la liberación real y definitiva, material y espiritual de estos («[…] ni César, ni burgués, ¡ni dios!», reza un conocido verso de La Internacional). Sin embargo, la deformación de este proyecto en la Unión Soviética llegó al absurdo de convertir el medio (la producción de bienes materiales) en fin, tal como ocurre en el capitalismo. Los ideólogos soviéticos repetían insistentemente la convicción de que la «liberación» de patrones explotadores capitalistas, motivaría a los obreros hasta ponerlos en capacidad de producir ríos de riquezas, porque este era el enfoque deducible del materialismo histórico. Estos razonamientos estrechos condenaron la solución de los problemas existenciales humanos al olvido total, y catalogaron la consideración de esos mismos problemas como manifestación de remanentes ideológicos de la burguesía en las mentes de los nuevos desposeídos de factura «socialista». Mucho se ha escrito que, bajo los auspicios de semejante aproximación, los trabajadores nunca fueron liberados, puesto que la dependencia obrera de los patrones se trastocó en sometimiento a los administradores estatales, y no vale la pena insistir en ese tópico.
El capitalismo, imposibilitado de ofrecer igualdad ciudadana y discriminación individual (como debía de ocurrir en un sistema -tejido, entramado, orden, etc.- social racional, e inclusive como fuera prometido por el lema precursor burgués de imposible cumplimiento clasista «Libertad, Igualdad, Fraternidad»), necesita homogeneizar a todos los miembros de sus sociedades, mediante su conversión en consumidores permanentemente insatisfechos, y eso es comprensiblemente lo que hace. Consecuentemente, el capitalismo es un sistema situado en modo cierto por encima de las personas abarcadas por sus complejos lazos relacionales: amos y asalariados convergen por las tardes en los mercados, mientras por las mañanas reproducen las circunstancias sesgadas que reavivan el ritual. Contrariamente, el socialismo, más que una estructura, es sus individuos: sin ellos, sin la participación consciente y voluntaria de todos, como demostró la implosión del locus soviético, no hay sistema.
Dicho así se hace evidente que el socialismo no es un estado, no es siquiera un ordenamiento definitivo (final, estático, incólume), es un convenio consensuado de relaciones; semejaría una «estructura» solo en el caso en que se admitiera su «autocomposición», una forma en la que cada parte es sus individuos, a una, formadores y acreedores: ellos son el sistema.
Por tanto -a diferencia del capitalismo, que se «enriquece»- el socialismo no se «engrandece» (por eso puede desvanecerse tan rápidamente); se consolida solo como consecuencia del enaltecimiento (esplendor, crecimiento humano individual) de sus miembros-sistemas. Para el socialismo la homogenización de las personas, su catalogación mediante parámetros fijos y la supuesta previsión de comportamientos, valor ciudadano y características éticas de las personas (incluyendo «fidelidad a la causa», anteposición de los intereses sociales sobre los personales, conducta implacable ante lo mal hecho e inclaudicable ante el enemigo, etc.) sobre la base de los análisis «científicos» de los resultados brindados por esos procesos es un suicidio.
En aquel momento de estructuración post-leninista del socialismo soviético, cuando se estaba gestando un modelo de sociedad nunca antes existente en la historia humana, del cual, por tanto, no existían referencias, lo que significa en buen castizo que -tal como, lamentablemente, ocurrió- los actos, conductas y decisiones de aquellas personas servirían de patrón para las generaciones que ineludiblemente (si la verdad amparaba los presupuestos rectores de sus actos) habrían de seguir sus huellas; en que se requería -para crear con el dinamismo exigido- pensar constantemente, confrontar ideas sin desmayo, discutir sin cesar, hurgar apreciaciones, extender comprensiones, exigir criterios, aupar a la acción (aun errada), probar senderos, buscar opciones, escrutar juicios, indagar opiniones, cotejar discernimientos, fue -más que una boyante estupidez- un crimen coartar por fuerza el libre vuelo de la reflexión: los golpes comienzan exactamente allí donde faltan las razones.
Con el debilitamiento de la fuerte intelectualidad pre-soviética, hasta su conversión en «sierva-ocasionalmente-incómoda» del poder político, el sistema naciente perdió la oportunidad histórica de forjar un referente intelectivo, artístico, cosmovisivo, cognitivo, humanístico y científico absolutamente imprescindible para la posteridad, a partir del cual los soviéticos pudieran crecer como personas y asumir sus decisiones sin amparos, coyundas ni presiones.
La sociedad pre-octubrina no conoció la eclosión tecnológica de la parafernalia propagandística a que llegó más tarde el capitalismo consumista en su afán de imponer sus mercancías; en cualquier caso, semejante promoción nunca habría formado parte de las ediciones publicitarias soviéticas, y está bien que no ocurriera. También fue correcto desterrar para siempre de las páginas publicadas bajo el socialismo la llamada «Crónica Roja»; las novedades de la farándula; las noticias del corazón y los chismes de las vidas privadas de los personajes públicos; la literatura pornográfica, los libelos rosas; las proclamas extremistas de sexistas, antisemitas, racistas, fundamentalistas religiosos… No obstante, sustituir todo eso por el plano «realismo socialista» -arte que, honrosas y raras excepciones incluidas, resulta eminentemente didáctico, esquemático, de exposiciones dicotómicas y desenlaces previsibles, en que siempre, además de moraleja, encontramos apología al héroe y comprensión a sus respuestas desmedidas y violentas, como manifestación de su «lealtad a los principios» y «espíritu inclaudicable ante los enemigos de clase»- más que un desatino cultural fue un suicidio intelectual. Una vez más, los poderes político-partidistas, como en la época más oscura de imposición gregoriana, exigieron la solemnidad para el tratamiento oficialista a las personalidades meritorias, y la grandiosidad y el kitsch apologético se adueñaron del quehacer intelectual alentado y permitido.
Tal vez uno de los fenómenos peor comprendidos por los ideólogos del socialismo irreal haya sido el fenómeno de las crisis existenciales. Esta incomprensión es hija de la visión materialista-mecanicista, bastante pedestre, acerca de los seres humanos que niega la objetividad de su subjetividad. Desde esta estrecha posición se deduce que a los seres humanos les basta con cubrir sus exigencias somáticas, mientras que sus requerimientos culturales son -por secundarios- permanentemente postergables. Así, por ejemplo, el acceso a la educación es contemplado más como un logro del sistema (lo cual es una afirmación cierta en comparación con el capitalismo), o una dádiva de un estado paternalista, que como un derecho.
Básicamente el fenómeno de las crisis existenciales sobrevine en una de las siguientes dos circunstancias: o cuando las personas sin suficiente riqueza interior ven satisfechas sus necesidades básicas vivenciales, o cuando, sin haber logrado resolver esos problemas, no cuentan en su entorno y condición con las vías que les permitan conseguirlo. El primer caso es típico entre los miembros de las elites y clases medias en las sociedades clasistas y de los ciudadanos de los estados del locus soviético. El segundo caso es muy común en las personas que viven en la indigencia o extrema pobreza, dondequiera que ellas existan. De hecho, uno de los principales encantos que tienen los países capitalistas desarrollados para los ciudadanos menos favorecidos del Tercer Mundo es, precisamente, la ilusión de que en ellos no existen crisis existenciales. Eso se debe a que en el capitalismo, por no ser una intención de soluciones sinergéticas mancomunadas, no existe un «módulo material» al que tienen derecho las personas, como son, vivienda (modesta), comida, salud pública, seguridad ciudadana y laboral, etc., la adquisición de todo lo cual constituye, pues, una conquista. Las personas se mueren antes de poder aburrirse…
Parece evidente que el único camino seguro para superar las crisis existenciales de las personas es su activismo creativo: social, cultural, científico, artístico. Todo eso exige información y posibilidades de participación, y presupone protagonismo y horizontalidad. Solo el socialismo puede asegurar para todos el vencimiento de esos deplorables estados de desvalimiento individual o pérdida de objetivos.
Hoy hay jóvenes rusos que se preguntan, con estupor y honestidad, porqué había tantas prohibiciones insensatas en la URSS relacionadas con la cultura y la ideología, porqué las autoridades de entonces temían tanto y tan infundadamente las discusiones, las discrepancias, las revelaciones de diferentes hechos y contextos. Los ideólogos oficialistas del socialismo irreal no supusieron que al vencer la contradicción principal de la época entre trabajo y capital, como era ella atinadamente conocida en los círculos marxistas, se creaban las condiciones para superar dialécticamente todas las otras injusticias y contrasentidos, lo cual hubiera sido absolutamente cabal y exacto, sino que esas otras muchísimas complejidades humanas o bien dejaban de serlo automáticamente por arte de birlibirloque o bien debían de comenzar a desaparecer por sí mismas. De esta manera, por ejemplo, las mujeres soviéticas eran tanto más iguales a los hombres cuanto más y mejor los suplantaran en tareas que exigían mucha fuerza y riesgos, lo cual significa en propiedad que los hombres sí son superiores a las mujeres, que sí hay tareas de hombres y de mujeres, y que las mujeres tienen que ganarse la igualdad con los hombres en su campo, que es donde se demuestran esas cosas.
A juzgar por los temas tratados públicamente en la Unión Soviética, tanto por los especialistas de la cultura y de las ciencias como por los ciudadanos comunes, allí no existían discriminados por el color de la piel, ni conflictos con los homosexuales (no había homosexualismo), ni minorías étnicas rechazadas, ni amantes del boato y la pacotilla, ni abortos clandestinos, ni delincuencia social, ni drogadicción, ni prostitución, ni corrupción administrativa, ni cuadros dirigentes que se gastaban «sus ahorros» (provenientes de los fondos destinados a «comisiones de servicio») en comprar baratijas ostentosas para sus autos particulares, ni funcionarios que despreciaban a quienes se desempeñaban en cargos subalternos, ni desertaban en el extranjero los representantes del poder, ni se inventaban viajes innecesarios a Suecia y Finlandia para discutir con potentados de firmas extranjeras en el terreno, ni se lucraba con los premios de vacaciones ni con las oportunidades de descanso en lugares especiales destinados a vanguardias y dirigentes, ni se temía a la muerte, ni a la soledad, ni había gangsterismo, ni intimidación social, ni las mujeres a las que la guerra había negado merecida compañía masculina se paseaban ansiosas mendigando cópula carnal a toda costa (si no buscaban consuelo con el «camarada Спирт» [Spirt, Alcohol]). Tampoco había problemas legales, ni laborales, ni productivos, ni privilegios inmerecidos, ni juicios enrarecidos, ni fraudes académicos, ni oportunismos científicos, ni dudosas dispensas del erario público, ni carencias materiales motivadas con deliberación, ni quejas fundadas contra los poderes administrativos, ni desafecciones manifiestas, ni niños con problemas conductuales, ni religiosos excluidos, ni aplastados por el entorno social, ni desclasados gozosos, ni aduladores sin principios, ni fanáticos desenfrenados, ni incompetentes poderosos, ni minusválidos con privaciones, ni personas atrapadas en el aburrimiento y la desolación, ni alumnos aprobados por dinero, ni encumbramientos implantados, ni transgresiones vergonzosas de la ley, ni hijos e hijas de papa y mamá, ni aplicaciones erróneas de castigos, ni seres inefablemente ansiosos, ni amenazas veladas a los quejosos, ni buscadores infatigables de verdades esotéricas, ni venganzas disimuladas contra los molestos, ni violaciones sexuales contra menores, ni tráfico de personas, ni dificultades ecológicas, ni intrigas palaciegas, ni desaparecidos, ni abusos de autoridad, ni puntos oscuros de la historia nacional, ni violencia familiar, ni alcoholismo socializado, ni trato desconsiderado contra los animales, ni prohibiciones en el arte, ni prejuicios sexuales, ni celos, ni atavismos comportamentales, ni adulterio, ni opiniones acerca del sistema de enseñanza, ni parejas abiertas, ni envidias y zancadillas laborales, ni relaciones maritales forzadas, ni crímenes horrendos, ni criterios negativos sobre el sistema penitenciario, ni asesinatos pasionales, ni enfermedades intratables, ni enfermos sin tratamiento…
Al no conocerse ninguno de los cuadros sociales mencionados en la Unión Soviética, lugar donde todos los obreros trabajaban con enorme placer y las vacas daban leche como si fueran mecanismos de relojería, el socialismo se vio obligado a dejar en manos del capitalismo la solución de esos problemas, pero se cuidó con tal actitud de ser acusado de haberlos tenido, y de haber aportado soluciones que la burguesía mundial habría reputado fácilmente de inmorales.
Pensamiento y Globalización
Muchas personas (demasiadas) poco avezadas tienen la impresión de que gran parte de los temas recién expuestos son debidamente atendidos en el mundo del capital. Nada más estúpido, para ser indecentemente francos.
En primer lugar, hablar del «mundo capitalista» sin distinciones es cuando menos un eufemismo festivo que identifica subrepticiamente la realidad haitiana con la austriaca. Es cierto que la visión que se tiene en ambos países de la legitimidad de la propiedad privada sobre los medios de producción es la misma (de igual ladino candor, igual de malintencionada y necia), toda vez que tanto en Puerto Príncipe como en Viena los poderes ingenuamente dicen confiar, llenos de hermosa malicia, en obtener un orden social en el que los dueños lleguen a ser tan ricos y bondadosos que comiencen un día a favorecer materialmente a sus gozosos y expectantes asalariados. La diferencia entre esos estados es, al mismo tiempo, sustancial, porque en buena medida la bonanza de Austria se debe a la pobreza de Haití, y en particular, la relativa solvencia económica de los obreros austriacos es directamente deducible de la indigencia generalizada del pueblo haitiano. Esa «sustancial diferencia» hace que muchas de las preocupaciones austriacas no sean sino vistas como malcriadeces descabelladas de gentes ricas por los haitianos. Sin comer no hay filosofar posible, ha sido dicho muchas veces (todas con razón).
Sin embargo, esas disquisiciones no explican porqué los temas mencionados sí encuentran eco en los países consumistas desarrollados, mientras -ya vimos- fueron negligentemente silenciados en los países de socialismo irreal euroasiático.
No caben dudas que el activismo cívico de grupos minoritarios de las sociedades capitalistas desarrolladas, tales como los movimientos étnicos, raciales, femeninos, de derechos humanos, de lucha por la aceptación social de la diversidad de las preferencias sexuales, ecologistas, de defensa de la infancia, de protección a la familia y un largo etcétera, han obligado a los medios a prestarles cierta atención a sus integrantes y promotores. Sin demeritar en lo más mínimo la diligencia y heroicidad de sus militantes, sería una ingenuidad política imperdonable desconocer, sin embargo, que todas esas luchas han adquirido connotación -o sea, han sido posibles, se han realizado, han tenido lugar- únicamente después de que las condiciones materiales de vida de la mayoría de los participantes en tales legítimas reivindicaciones sociales se han visto satisfechas en lo fundamental, gracias precisamente a la explotación despiadada a que las metrópolis imperialistas y los estados desarrollados -subsidiarios indirectos de esta estratificación de naciones-, en que ellos viven, someten a los pueblos del Tercer Mundo.
Tampoco se puede ignorar que esos movimientos adquirieron fuerza no en razón del imposible incremento de la legitimidad de sus demandas, ni tan solo en virtud de su mejor comprensión fuera de exclusivas minorías, sino en proporción a su creciente conversión en mercancías, bajo la forma de la (evasiva y ambiguamente llamada) contracultura.
Al estudiar grupos numerosos de personas se obtienen resultados estadísticos de la conducta humana que permiten asegurar que, gracias a los avances de la revolución tecno-científica, la manipulación social (esto es, los procesos que incluyen tanto la formulación teórica y la sustentación discursiva como la realización práctica de toda actividad de promoción de ciertos productos, mitos, valores, creencias, etc., pertinentes a la ideología dominante, conscientemente diseñados y realizados con el fin de conseguir la aceptación de los elementos promovidos, por parte de grandes poblaciones humanas) se ha convertido en un fenómeno planetario y transgeneracional que hace aparecer en las mentes de los individuos manipulados -a través de relaciones sinápticas definidas, caracterizadas ellas mismas por su solidez- las disposiciones y connivencias históricamente formuladas de la ideología dominante bajo el ropaje de «convicciones conscientemente aceptadas». El efecto más lamentable de semejante proceso es, en el plano individual, la negación de la autenticidad personal y, en el ámbito nacional, la pérdida de la identidad, el adocenamiento de los seres humanos, la castración de su espíritu y pensamiento crítico, el amansamiento del alma ontogénicamente renovadora de los humanos. Parecería pues que, ante el triunfo aparentemente incontestable del consumismo, ha tenido lugar la dilución definitiva de las individualidades, la irrevocable obnubilación de las estructuras ingénitas del universo psíquico de los seres humanos y la irremisible alienación de sus podereses.
Por eso, una mirada más atenta provee un cuadro menos idílico y más real de la atención que reciben todos los temas mencionados en los países capitalistas desarrollados. En realidad son tratados como en Philadelphia, película que no plantea un dilema verdadero entre humanismo y «barbarie civilizada», sino que se detiene todo el tiempo a discutir en términos heterosexualidad versus homosexualismo (ayudando de paso a arreciar la forja de la visión discriminatoria que supuestamente intenta defenestrar), destinada a una clase media-alta, fanática de Hollywood y de Stephen King. Las tragedias humanas verdaderas, las de vida o muerte, no existen.
En el pasado las ideas han sido perseguidas, veneradas, ignoradas, refutadas, promovidas, desfiguradas, incomprendidas, transformadas, reinterpretadas, explicitadas, negadas, aducidas, estigmatizadas… Similar suerte han corrido sus creadores, exegetas, sustentadores, propaladores, adoradores, inquisidores, negadores, valedores, defensores… Con todo, ese feliz conjunto de ideas-comprometidos nunca ha corrido peor suerte que en el mundo globalizado del capital: hoy las ideas, junto a la dispar cohorte que aglutina, son debidamente mercantilizadas y desvergonzadamente vendidas. Es difícil imaginar mayor infamia para los intelectuales de cualquier época.
Es conocido el terrible enrarecimiento que sufrió el mundo cultural en el período comprendido entre las dos guerras (llamadas) mundiales del siglo pasado: la desconfianza sustituyó al altruismo y el secretismo ocupó el sitio destinado de siempre a la colaboración. La situación empeoró durante la Guerra (mal llamada) Fría. Lo que ocurre hoy, sin embargo, no es parangonable con nada… Todos quienes trabajan en instituciones científicas están obligados a firmar compromisos de lealtad corporativa. Los derechos de autor y las patentes estrambóticas (como las del ADN individual), destinadas a crear elites científico-financieras, a la par que agudizan las contradicciones entre trabajo y capital y profundizan las diferencias entre centro y periferia, están minando aceleradamente la capacidad creativa de las ciencias y frenando su desarrollo.
Por absurdo que parezca, hoy, por primera vez en la historia humana, es posible encontrar inventores que han sido pagados para que nunca lleven a la práctica sus invenciones… Ya nada es inocente ni suficientemente abstruso, incluyendo los hallazgos y evoluciones en la zona limítrofe entre semiótica, matemática y neurología, porque allí se indaga intensamente en pos de claves para futuros lenguajes algorítmicos y computacionales complejos.
La manipulación social, la ceguera cultural, la perfidia económica y la ignorancia generalizada se han fundido para que el famoso copyright [derecho de autor] no solo parezca «necesario» y «razonable» a muchas personas bastante normales (incluyendo a algunas de las que se esperaría mayores luces y altruismo), sino que lo consideren «adecuado» y «justo». La lucha por el copyleft [izquierdo de autor] surgió entre los especialistas de lenguajes computacionales ante las aberraciones de Bill Gates y compañía, porque en ellos resulta muy claro que están intentando prohibir el libre uso de… frases y oraciones. Es simplemente increíble. (Solo para evitar eso debía construirse el comunismo.)
Antes los intelectuales intercambiaban sus inquietudes y aceptaban colaboraciones sin demasiados aspavientos. Si en nuestros días Arquímedes saliera de su bañera y corriera eufórico y desnudo por la ciudad gritando eureka, recibiría simultáneamente un cheque del editor de la Playboy para usar su imagen en la portada de una próxima tirada y una citación judicial de la compañía contratista por revelar haber hecho un descubrimiento.
La transnacionalización de la producción y, principalmente, la extensión irrefrenable de la manipulación global han dado lugar a un fenómeno nuevo en la historia humana: la globalización, complejo proceso de internacionalización de escalas de valores y -sobre todo- de valoraciones, gracias a la cual, en virtud de la aceleración prácticamente incontrolada del desarrollo tecnológico, se observa no sólo la internacionalización de los medios y del modo de producción (algo situado en la esfera de los «elementos objetivos»), sino la de patrones sociales conductuales y de otro tipo, bien centrados en el campo de la espiritualidad humana. Si bien la internacionalización de dispositivos (equipos, maquinarias,) y tecnologías, así como la de sus modos de empleo podría ser ya, dado el curso tecnológico seguido por el desarrollo de la humanidad, históricamente inevitable, la mundialización de estereotipos conductuales y aproximaciones subjetivas a la realidad seguramente no lo es. Lo primero podría ser beneficioso en términos de impulsar el desarrollo; lo segundo, francamente dañino, porque frenaría el desarrollo mismo al negarle toda una muy rica multiplicidad de visiones: la unanimidad absoluta, siempre forzosa, conduce indefectiblemente al estancamiento; sólo la diversidad propicia el crecimiento.
¿Qué somos sin sueños? ¿Qué somos sin diseño de futuro? ¿En qué nos hemos convertido si comprimimos nuestros anhelos a ser usufructuarios de una determinada tarjeta de crédito, miembros de un club prestigioso, poseedores de algunas prendas de «marca», turistas de sitios bien publicitados, visitantes de rincones exclusivos y lujosos, consumidores de best sellers y premios Oscares? ¿A qué fue reducido el magnífico espíritu del ser que en su momento desafió la historia humana toda, y se atrevió a cimentar -aun cuando no lo consiguiera plenamente- las bases de relaciones humanas en las que prevaleciera el apotegma expresado por José Martí de que, ante la sociedad, ha de bastar siempre y simplemente la condición humana? ¿Cómo es posible dejar en las manos ciegas de los mezquinos intereses del mercado el proyecto de nuestras extensas e intensas relaciones interhumanas -trátese de individuos, clases, grupos o poblaciones- y, con ello, de todo el porvenir de nuestra especie? ¿El mercado establece que, en aras de satisfacer la profana avidez de los grupos privilegiados de poder, es imprescindible la destrucción del entorno, cuyo resultado colateral es nuestra autodestrucción, y habremos de acatar mansamente ese diktat, sin rebelarnos? ¿O acaso creeremos al idiota senador estadounidense que declaró impertérrito que el día que muera el último árbol sobre la faz de este planeta, vendrá a él nuevamente dios para repoblarlo íntegramente?
Hoy, cumpliendo un nuevo ciclo de escarceo entre la ingenuidad de la fe y la cautela del escepticismo, tal vez a consecuencia de la paulatina defenestración a que sanamente están siendo sometidos todos los emblemas, empujados por la acumulación de saber científico, hay que blandir una vez más el discernimiento empíricamente sustentado como salvaguardia de irracionales fundamentalismos y apriorismos.
Pensamiento y Socialismo
Quienquiera que haya ideado el término «socialismo irreal» hizo un aporte lingüístico muy acertado. Como en el caso de la aplicación equivalente del adjetivo en matemáticas, es lo opuesto de lo real, es lo imaginario; es algo casi místico o mítico. Pero el socialismo no merece otros apellidos. Todas las evidencias indican que los revolucionarios más preclaros del octubre juliano ruso se propusieron con toda honestidad la construcción del socialismo. Diversas causas se lo impidieron y su riquísima experiencia, incluyendo gruesos errores y perfidias, más todo el bien que hicieron a muchísimos pueblos de este planeta, deben de quedar como un intento fallido devenido en socialismo irreal. Pero eso no invalida raigalmente la factibilidad de este empeño: antes bien, lo perfila.
El socialismo se construye, pero es una construcción abierta, porque carece de proyecto inicial, apenas unas ideas acerca de las metas y, ahora, de una doble condición límite de lo que no puede ser, como las cotas de las funciones matemáticas: ni capitalismo consumista ni socialismo irreal. Siendo un producto de la razón humana, el socialismo se perfecciona a la par el conocimiento científico-cultural.
Es sobradamente difícil, si no imposible, juzgar una conducta política específica careciendo de todos los elementos de discernimiento requeridos, o una vasta mayoría de ellos. Por eso resulta muy atrevido para los profanos opinar acerca de las experiencias y experimentos de otros pueblos (especialmente si ellos están insertados en realidades muy diferentes de la referencia del emisor de criterios), salvo cuando ya la fuerza de las pruebas y testimonios probablemente hayan hecho caducar las opiniones. (Sin desdorar autores ni desanimar honrados esfuerzos dilucidativos, diríase festinado, por ejemplo, emitir juicios verosímiles acerca de cómo aproximar a más de mil millones de personas, que comparten un lenguaje social -idioma incluido- y una historia muy peculiares, a la solución de sus problemas individuales en sociedad, en una cuantas cuartillas.)
Sobre Cuba, sin embargo, opinan constantemente personas que ni siquiera viven en ella, ni conocen su historia, ni comparten su destino diario. Es penoso. Pero más penoso es que esa multiplicidad de infundamentados opinantes repiten una sola opinión no matizada, partiendo -sin otros afincamientos- de tópicos muy descontextualizados.
Aquellos que deseen emitir sus juicios sobre la realidad cubana y aspiran a que ellos se ajusten a la verdad lo más posible (a fuer de sinceros, y para no ser acusados de privar de opciones financieras a nadie, habría que advertir que resultan tanto mejor remunerados esos criterios cuanto más negativos ellos sean, aun si fueren del todo descabellados) podrían comenzar por distinguir los efectos de la pobreza de los defectos de los esfuerzos por superarla. (Hay quienes comparan a Cuba con Canadá constantemente.)
Sinceramente a los cubanos de a pie nos importa muy poco lo que piensen los demás. «Quien te enoja, te controla», reza un sabio proverbio, y Marguerite Yourcenar escribió con mucho tino (citación aproximada proveniente de un texto en alemán traducido por el autor): «Siempre hay quien no piensa como todo el mundo, o sea, que no piensa como todo el que no piensa.» (Quien esto escribe es persona ordinaria, pero suficientemente crítica e incómoda, que no ejerce ningún cargo administrativo, ni posee filiación formal partidista, ni tiene responsabilidad social alguna, salvo la que corresponda a su condición de padre de familia y ciudadano cubano de inicios del siglo XXI, aunque -como todos los demás seres humanos- es persona parcializada. Sus opiniones no pueden, por tanto, ser tomadas como insinceras o mercenarias. Definitivamente, no es la verdad coto privado, ni su búsqueda, pericia restringida a blasonados.)
Uno se siente tentado a aceptar que los que entienden no necesitan explicaciones, y los que no, nunca admitirán evidencias: Galileo gustaba asegurar, cuando se veía obligado a discutir con los teólogos que representaban el pensamiento católico oficialista de la época para probarles (¿?) que el hielo pesaba menos que el agua (¡!), que no había maestro más ingenioso y más sutil que la ignorancia. Al mismo tiempo, una débil luz de esperanza alienta desde el fondo de la mente a ayudar a los simples «ignaros de buena fe» o «tontos manipulados». Nadie les pide que crean; simplemente se les invita a mirar por el telescopio.
(Nos limitaremos al campo tratado, sin incluir aspectos culturales de tanta relevancia como el deporte o la salud pública.)
Podrían buscar en la historia colonial de Cuba. Encontrarían el fusilamiento de ocho estudiantes de medicina, vulgar crimen cometido para satisfacer inciviles apetitos, machistas y oscuros, de los voluntarios españoles. Encontrarían la preclara figura de Ignacio Agramonte y Loynaz, la de Carlos Manuel de Céspedes -y la de muchísimos otros pensadores anteriores y posteriores a los mencionados, cuya enumeración haría excesivamente extenso este listado-, la principal rareza de los cuales era su activismo revolucionario, porque no eran individuos que actuaran por ignorancia o conminados por la pobreza o por invalidez ciudadana; todo lo contrario, era personas que, dominando cabalmente tres y cuatro lenguas europeas, poseyendo cuantiosas riquezas, se conducían compelidos, en tanto intelectuales íntegros, por imperativos categóricos, no en el campo de la discusión académica donde ponían en juego su renombre y posición, sino en el de batalla donde arriesgaban -y entregaron- sus vidas. ¿Cuántos ejemplos de tales próceres podrían aducirse? Es difícil decir a un lego, mas fueron muchos. Pero, sin dudas, es Martí, como intelectual y revolucionario, la personalidad cimera de todo aquel período… Contar con una obra tan vasta, profunda, sugestiva, evocativa y polémica como la de José Martí, incluyendo el apostolado ejemplar de su vida, ha sido una fortuna no mensurable para la breve historia de Cuba: es imposible decir, cuantos años, autores y esfuerzos ella ha ahorrado, pero son muchos… Hay, desde luego, quienes se quejan de tal ocurrencia. Hay quienes suponen que es una desgracia para la historia de una nación tener un personaje tan prolífico y abarcador. ¿Qué decir? Deben de agradecerle que su existencia, llena de pobreza e infortunios, les garantiza el cheque salarial que les abre las puertas a sus actuales fortunas. Mas no es malo que discutan con el Maestro. Tal vez aprendan. Tampoco pueden, salvo ante memos, restarle brillo y realidad: ya se sabe que el sol tiene manchas, mas (¡cuidado!) son manchas solares.
¿Mejoraron las relaciones entre poder y pensamiento durante el período pseudo republicano? No, como ha ocurrido en todas las naciones neocolonizadas, esas relaciones empeoraron, porque perdieron los espacios emancipadores donde se realizaban: los únicos países en que las artes y las ciencias dan de comer a sus entregados siervos y cultivadores son las metrópolis (y las compañías metropolitanas asentadas en las naciones tercermundistas para emporcar sus entornos y pagar salarios más bajos). Los verdaderos intelectuales, sempiternos e incansables buscadores de la verdad, sumado a los desmanes del poder asnal (admisible también «aznar»), debieron de enfrentar la mercantilización de sus esfuerzos, el desdén social, la banalización de la cultura… ¿Ejemplos? Benny Moré no tuvo acceso a la enseñanza artística elemental; Lezama Lima era un oscuro abogado de buffet; es conocida la carta en que Virgilio Piñera solicita ayuda económica al gobierno revolucionario recién inaugurado para evitar la indigencia material de los intelectuales cubanos. Mella fue asesinado por el macho-generalote Machado, quien le juró sapientísimamente al procónsul estadounidense que a él las huelgas de estudiantes mocosos no le durarían ni 24 horas, razón por la cual el poeta (subráyese la condición) Rubén Martínez Villena le espetó en su cara que era «un asno con garras»… Solo hay que mirar al telescopio…
Así, como el vecino virtuoso que se felicita apenado por sus avenencias familiares ante interlocutores en desdicha, con el prurito vergonzante de quien se regodea ante otros por su buenaventura, sin deleite inmoderado y protervo, casi con pudor, hay que reconocer que en Cuba el pensamiento se hace poder (y el poder, pensamiento) con el triunfo de la Revolución Cubana.
Eso no significa que no haya habido desencuentros, apología, kitsch, monumentalismo, medidas culturales neoestalinistas, disposiciones arbitrarias e ilegales, enfoques equivocados, soluciones impensadas, aproximaciones infundamentadas, prohibiciones voluntaristas, laconismos periodísticos, falta de información, secretismo, paternalismo excesivo, censura improcedente, actitudes timoratas, traiciones inesperadas, disidencias imprevistas, dubitaciones irreflexivas, zonas de silencio, esferas de intocables, compases de espera oportunistas, devociones sobredimensionadas, defecciones inmerecidas y probidades insospechadas… (Solo hay que asomarse al telescopio)… En Cuba ha habido todo eso, no tanto porque este es un país permanentemente asediado (lo cual es causa suficiente), sino porque este es un país que, sin esperar soluciones milagrosas, literalmente hace camino al andar.
Pero en Cuba no han existido muchos otros eventos horribles. Por ejemplo, no ha habido desaparecidos, asesinatos políticos (la revolución se hizo porque había asesinatos políticos y desaparecidos como parte del orden social y el sistema político), lapidaciones de homosexuales, pogromos raciales, cacerías de brujas espectaculares. Por el contrario, los creadores que ayer sufrieron injustas condenas públicas, ostracismo, desafección y aislamiento, si no se cansaron, si creyeron más en la pureza de la idea que en la imperfección de la obra, han sido todos reconocidos, premiados, ratificados una y otra vez en el poder, sin que hayan muerto.
Recientemente los intelectuales cubanos en el poder han exigido (término usado aposta) dilucidar para el público interesado y los jóvenes los lineamientos políticos rectores de la Revolución Cubana en la esfera de la cultura y los puntos oscuros de su historia durante las primeras décadas, bajo la égida sutil del sovietismo. En contra de lo que algunos podrían esperar, todo eso se ha hecho sin penurias, dilaciones ni dificultades, porque -al estar como el resto del pueblo en el poder- tienen el derecho a hacer esas exigencias a sí mismos, y los cubanos de a pie más suspicaces comprueban que pueden preguntar y sienten que, lejos de existir recelos institucionalizados y ansias de imponer, hay un ánimo franco de diálogo, de apertura de temas, de aliento a la búsqueda de formas y fórmulas nuevas de exposición y análisis.
Los cubanos de a pie vemos que en Cuba se discute de historia, no para ocultarla, sino para revelarla mejor, sin afirmar que durante la pseudo república no se hizo nada, porque equivale a aceptar que el origen de los eventos de enero del 1959 no son terrenales, ni que el período post revolucionario es un rosario impoluto e ininterrumpidos de éxitos en todos los órdenes, porque eso -amén de absurdo- conduce a la apatía.
No se veta el rock, la timba, los bembés o toques de santo, el atonalismo, la música electrónica, el jazz, el simbolismo, los textos abstrusos, la poesía erótica, la literatura elitista, el performance, el arte efímero, el piercing, los tatuajes, los vestuarios más insospechados, el nudismo, el hip-hop. Tampoco se olvida el danzón, las ruedas de casino, el son, la balada, la música trovadoresca, el canto gregoriano, la polifonía coral, la música indigenista de América, todas las manifestaciones imaginables de la danza, desde el ballet hasta la bien llamada danza voluminosa para personas obesas… (Solo hay que poner el ojo en el dichoso lente.)
En Cuba se alienta (a una escala de promoción que quienes no viven aquí no pueden imaginar, simplemente porque no hay anuncios de productos) la participación en las actividades culturales a todos, desde niños hasta las personas que componen los clubes de los 120 años, sea en calidad de ejecutantes y protagonistas, sea en calidad de apoyatura y público.
Aquí hay una comprensión clarísima (no retórica, no superficial, no de pose, no demagógica) por parte del pensado poder (también poderoso pensamiento) de que la salvación de la humanidad está en la cultura, por lo que no se publicitan bebidas alcohólicas, actitudes y conductas sexistas, racistas, el derroche material, el despilfarro ambiental, el boato, las gemas caras (e inútiles), el individualismo desmesurado, el «triunfo personal», la violencia familiar…
Ningún país del mundo que tenga las limitadísimas condiciones económicas de Cuba (para no ridiculizar a muchísimos estados acaudalados) desarrolla los empeños cubanos en el campo de la universalización de la enseñanza mediante el empleo de la televisión (de cuatro canales nacionales, dos están exclusivamente destinados a la instrucción), pero si alguien supone con sensatez que esto se refiere a cursos sobre matemáticas, historia, español y las restantes materias curriculares habituales, se llevaría una sorpresa mayúscula al comprobar que se imparte -además- ajedrez, alemán (italiano, portugués, francés e inglés), hierbas medicinales (a un nivel científico y pedagógico elevadísimo), ética, ingeniería genética, neurología, computación, ecología, meteorología y catastrofismo, estética, ballet y danza, composición literaria y un etcétera muy largo… Hay universidades, bibliotecas, centros de computación y casas de cultura municipales, en las montañas, en las ciénagas, para los adultos de la tercera edad, para los desvinculados de las escuelas, para invidentes, para minusválidos, para sordos, para madres solteras, para niños sin amparo filial… Pero lo más inquietante de todo es que las personas sí ven esos cursos y sí aprenden, aunque algunos se aproximen inevitablemente al saber desde posiciones pragmáticas mercantilistas y utilitarias, y se marchan del país sin comprender lo esencial… Es imposible decir cuánto talento cultivado (no dócil, no domesticado) se ha hecho germinar en Cuba… (Ahí está el telescopio, vacío, esperando valientes que se atrevan a contradecir con sus visiones las afirmaciones apriorísticas que dicta el imperio)…
Con todo, como ninguno de esos procesos están exentos de errores, en Cuba faltan discusiones organizadas (desorganizadas hay por millones en todas partes), más criterios contrapuestos (abogados del diablo) en sus mesas redondas televisivas, más y mejor difusión de información, más espacios participativos incluyentes y expeditos, menos vedettismo inmodesto de algunos creadores ante las cámaras, más opiniones del pueblo llano en los medios, menos kitsch y facilismo, más complejización de sus seriales televisivos, más agudeza periodística, un reflejo más vasto y más profundo de su vida en los medios, más comedimiento en la lisonja, más audacia en el señalamiento… Pero quienes suponen que nada de eso se logrará muy pronto, porque hacerlo contradice las exigencias de sobrevivencia del socialismo, es mejor que se asomen de una vez por todas al puñetero telescopio.