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Los mineros urbanos de la avenida más atestada de la ciudad

Underground: la vida de los areneros en Valparaíso

Fuentes: Revista Ciudad Invisible

En estas semanas de abril y mayo, la fiebre exportadora hortofrutícola ejerce su más contundente presión sobre el pavimento de la avenida Argentina, en el puerto de Valparaíso. Cientos de pesados camiones, recorren sus 7 cuadras, en ambos sentidos, provocando atoches y crisis de nervios. A ellos, se les suman los innumerables automóviles y buses, […]

En estas semanas de abril y mayo, la fiebre exportadora hortofrutícola ejerce su más contundente presión sobre el pavimento de la avenida Argentina, en el puerto de Valparaíso. Cientos de pesados camiones, recorren sus 7 cuadras, en ambos sentidos, provocando atoches y crisis de nervios. A ellos, se les suman los innumerables automóviles y buses, de todas las layas posibles, y las pisadas de miles de porteños que caminan por sus resquebrajadas veredas y bandejones, visitando la feria libre, las iglesias, el congreso, los cachureos, la ropavieja y el recién inaugurado supermercado Jumbo.

Pero más abajo, en la oscuridad, en una ruta ignorada y olvidada por muchos, corren las aguas de los esteros Las Delicias y las Zorras. Allí, en la orilla, siempre en el subsuelo, un grupo de hombres se gana el escaso pan con una pala, un chuzo y somieres abandonados que sirven como arneros. Son los últimos areneros de la avenida Argentina. Los habitantes del subterráneo. Los mineros urbanos de la avenida más atestada de la ciudad.

Lunes, 13 :30 horas. En el bandejón, frente a una farmacia, un montículo de arena se yergue entre 2 rústicas señales de estacionamiento. Un poco más allá, una tapa de madera levantada es señal inequívoca de que los areneros de la avenida Argentina ya comenzaron, hace rato, su jornada.

Sergio Pérez tiene 63 años y vive en el cercano cerro Ramaditas. Es moreno y menudo, con unos brazos gruesos que dejan claro que lleva paleando desde los 18. «Yo me acostumbré a trabajar así porque no me gusta apatronado, aquí no nos manda nadie. Si uno gana, come, si no, no come», dice.

No hay horario fijo, pero la jornada, por lo general, se inicia a las 8 de la mañana y se extiende hasta las 4 de la tarde. O a las 5 si la pega está buena. Cosa que no ocurre desde hace tiempo, casi 15 años. Queda poco arena, «poco material». ¿La causa? «La municipalidad ha ido pavimentando todos los cerros; antes eran de pura tierra, entonces, cuando llovía arrastraba todo pa’ bajo, y ahora ya no arrastra nada, pura agua». Lo señala quien dice haber trabajado en todos los cauces -areneros- de Valparaíso: Avenida Francia (también conocido como Estero Jaime), Las Heras, Uruguay… El subterráneo de la ciudad no sólo es el lugar donde se pueden hallar viejos barcos encallados. Es el yacimiento de la arena que se ha utilizado para levantar la urbe. El ingrediente clave para, inclusive, crear el pavimento. «Antes llenábamos camiones completos. Hoy día, con suerte, vienen camionetas», agrega el hombre.

La extracción de arena, en el estero Las Delicias, es tan vieja como la ciudad. Los areneros trabajaban desde antes de que se embovedaran los cursos de agua, que caían desde los cerros aledaños, a principios del siglo XX. El encierro de las aguas se hizo de mar a cerro y hacia 1932, ya se había llegado hasta la subida Santa Elena, creándose así la flamante avenida, llamada primero De las Delicias, como curioso símil de la Alameda existente en Santiago y, luego, Argentina, en esos actos tan simbólicos como pasionales, que buscan hermanar a la ciudad con las repúblicas fronterizas. Como cualquier negocio

Pero hoy l’arena no da. No más de 6 personas laboran en el rubro, distribuidos en algunas cuadras de la avenida. En los años en que Sergio Pérez llegó a trabajar, se contaban por decenas los que sacaban material desde el cauce. De hecho, la municipalidad de Valparaíso contrataba, como obreros transitorios, a varios areneros para limpieza de cauces, tranques y alcantarillas, sobretodo durante los estragos dejados por algún temporal. Hoy, el municipio tiene sus propias cuadrillas, que son esencialmente, trabajadores pertenecientes a empresas contratistas.

«Aquí hay días buenos y días malos», dice el hombre, sentado sobre un cajón que hace las veces de silla. Acaba de almorzar. Su mesa es otra caja, puesta verticalmente. Enciende un cigarrillo. Estamos bajo la avenida. El estruendo no es más que un rumor sordo que, cuando se le recuerda, hace levantar la vista y contemplar con asombro las estructuras de concreto, llenas de telarañas, que sostienen la vía. Estamos a un costado del montón de arena que han logrado juntar hoy, durante la mañana y que espera comprador. «Uno puede ganar, a veces, 8 a 10 luquitas; otras, cuatro. Es rotativo. Hay que tener paciencia como en todo negocio», comenta, un poco irónicamente, Sergio Pérez.

Unos metros más allá, reposa de la comida, su socio Gastón, más grande y grueso. Lleva trabajando aquí abajo desde principios de los años ’80 y, todos los días, viaja desde Villa Alemana, situada a 15 kilómetros de Valparaíso, para sumergirse bajo la avenida Argentina. Las crisis económicas, en plena dictadura, empujaron a varios como él a la extracción de arena. «El hambre», dice, sin remilgos, cuando le pregunto por la causa. Pero no quiere seguir hablando. «Quizás en otra oportunidad», anuncia desde el tablón que le sirve de lecho. Al igual que Sergio, llega con el almuerzo preparado desde su casa y lo calienta «a bañomaría», en una olla que ambos ponen sobre una fogata que hacen recolectando madera, tirada por allí, en el cauce.

Lacónico. Tan pequeño como su cuerpo, lo es de palabras Sergio Pérez. En su estilo, desdramatiza toda anormalidad por trabajar, literalmente, bajo la calzada, en la oscuridad y cerca de la escoria. «Usted está arriba, se enferma con el ruido; aquí abajo, uno está tranquilito» ¿Ratones? «No, lauchas chicas, nomás. Andan varios gatos, por ahí también. Animalitos que la gente mala tira a los cauces. Pero aquí los gatos tienen cualquier rebusque. Antes sí que se veían ratones. Cómo será que venían cabros de la Universidad Católica, con jaulas, que nos compraban los ratones pa’ sus estudios». Con similar calma, indica que lo que más se ve son zancudos. «A veces, tenemos que prender fuego porque con el humo se van», comenta.

Otro morador del cauce es El Palmera, un vagabundo que duerme una decena de metros más allá. Gastón bromea con que si nos acercamos, el hombre nos va a golpear con un palo. «Es mentira, no le crea», dice Pérez. «Le dicen Palmera porque hace unas artesanías con las ramas de las palmeras de la avenida Brasil, unos crucifijos. Duerme aquí, pero de día sale a torrantear (vagabundear)».

De repente, el silencio del cauce se rompe con el ruido de un flujo de agua. Es el baño de la garita de los trolebuses cercana. Directo al curso oscuro de Las Delicias.

Temblores

Las tapas de madera del bandejón de la avenida Argentina siempre han tenido historias. De viejas, a cada tanto, una cede y alguien se precipita al subsuelo. No se olvidan los niños perdidos en días de feria, bajo la lluvia invernal, que han caído para no volver a salir.

Sergio Pérez no recuerda haber visto nada muy duro. «Acá no salen ni perros muertos», dice con su calma. Muy de vez en cuando, aparece alguna argolla o un anillo de oro, descubierto al momento de arnear. Lo que sí es más habitual es que, un poco más allá, a la altura de calle Chacabuco, desde una de las alcantarillas, los lanzas de la zona tiren las billeteras vacías de sus víctimas. En ese punto, la acumulación de basura es notable, pero Sergio y su socio las recogen y se las pasan a la policía.

La luz para trabajar se logra con un espejo, dispuesto justo bajo el boquerón, que refleja la solar. Una luz blanca, espectral, que cuando hay sol, permite mirar sin problemas toda la bóveda subterránea de la avenida Argentina. «Además, uno se acostumbra la oscuridad y al camino aquí debajo. De repente, hay pozas de agua y el que no conoce se pega sus costalazos», agrega el arenero.

Los hombres se organizan por las tapas de madera. Sergio Pérez y Gastón trabajan cerca de Pedro Montt. Un poco más allá, a la altura de calle Juana Ross, 2 hombres que deben andar por los 40 años, prodigan sus esfuerzos en similar trabajo. Ellos heredaron la pega de su padre. Cerca de calle Colón, en la tercera tapa, otro hombre se dedica, sólo ocasionalmente al arena. Un pacto silencioso obliga a quien saca de una tapa a no invadir la zona de su vecino. Si termina el material de su sector, bueno, deberá emigrar a otra tapa, quizás más arriba.

Cuando le pregunto cómo lo hacen con los temblores, Sergio Pérez responde que no se sienten «cuando uno está trabajando; cuando se sienta, sí». Lo que sí es derechamente inquietante es la situación previsional de los últimos areneros. «Ahí estamos jodidos, trabajamos sin previsión. De hecho, la municipalidad podría habernos puesto imposiciones porque, mal que mal, nosotros le hacemos un servicio a la ciudad al despejar los cauces». Sergio es viudo y vive solo. Sus 2 hijas, ya casadas, tienen sus respectivas familias. La salud se la prodiga, como indigente, a través del carnet FONASA. Dice sólo padecer resfríos por la humedad, «porque cuando uno se pone a palear se quita ligero el frío».

En su memoria, a Sergio Pérez, los nombres de colegas más antiguos se le vuelven arena. Abelardo Marchant, el negro Saldías, Soto, el Sopa, los hermanos Gallardo… Gente de Rocuant, Rodelillo, hasta de Casablanca. Gente que trabajó décadas en el lecho de este estero subterráneo y que «se fue muriendo, cansando, retirando». Historias que quedan bajo esta pista de asfalto -que dicen que se hunde año a año- y se olvidan, lenta pero inexorablemente. Historias de vidas que, pareciera, desaguan hacia mar afuera.