La semana pasada en la UNESCO se aprobó un significativo acuerdo sobre la diversidad cultural. Esa convención no es más que un instrumento que posibilita el respeto a la identidad de los pueblos, una herramienta que facilita la afirmación de la singularidad de cada nación frente a la cultura indistinta, seriada y comercial que propagan […]
La semana pasada en la UNESCO se aprobó un significativo acuerdo sobre la diversidad cultural. Esa convención no es más que un instrumento que posibilita el respeto a la identidad de los pueblos, una herramienta que facilita la afirmación de la singularidad de cada nación frente a la cultura indistinta, seriada y comercial que propagan los Estados Unidos. Naturalmente fue aquél país y su fiel aliado, Israel, quienes se opusieron a su aprobación, pero 148 países decidieron acceder a su implantación.
Estados Unidos hizo grandes esfuerzos para sabotear la Convención. Trató de posponer su discusión hasta la Conferencia General del 2007, intentó introducir 28 enmiendas a su articulado, instruyó a su secretaria de Educación, Margaret Spelling, para que pronunciara ante el plenario un discurso oponiéndose al acuerdo. Condoleezza Rice envió misivas personales a los ministros de Relaciones Exteriores de los estados miembros, solicitando que se sumaran al voto negativo y dejando percibir que EE.UU. podría abandonar nuevamente la UNESCO.
La Convención propugna un tratamiento diferenciado para las producciones culturales, de manera que no sean regulables como simples mercancías, y otorga a los estados el derecho soberano de promover y proteger sus bienes culturales materiales e intangibles con toda medida que consideren oportuna. Es decir, constituye un obstáculo a la globalización cultural, a la penetración masiva de los productos del mercado del espectáculo estadounidense.
En la Unión Soviética tras la consolidación del nuevo régimen, el acoso sufrido dejó una fuerte huella de proteccionismo cultural. La Unión Soviética erigió imponentes muros de incomunicación con el exterior. Con ello se preservaba la identidad nacional, el patrimonio autóctono; había que cuidar la pureza nativa y por eso se alzaron muros de lucha ideológica contra la penetración de las concepciones enemigas. Desde luego, esta incomunicación también servía a los propósitos del autoritarismo de Stalin
Se ha producido una revolución de las comunicaciones. La aldea global es una realidad. Existen mil seiscientos periódicos diarios en la red de Internet. El número de medios de comunicación obtenibles por línea telefónica asciende a varias decenas de miles. Ya no es posible pretender la difusión de una idea, o de propagar una iniciativa, si no se está dentro del intercambio digital.
La industria del entretenimiento en Estados Unidos ha pasado a ser su principal producto de exportación. Aporta más que los autos de Detroit o las computadoras del Valle del Silicio, según el Departamento de Comercio. Más de sesenta mil millones de dólares son facturados cada año por esa vía. La penetración de la cultura estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial, y aun más tras el cese de la Guerra Fría, es un fenómeno universal.La compañía de renta de videos Blockbuster tiene dos mil representaciones en 26 países y la popular distribuidora de discos Tower tiene setenta tiendas en 15 países. Los viejos programas de la televisión como «I love Lucy», con la interpretación de la fallecida Lucille Ball, han pasado a ser una imagen popular en el Tercer Mundo, como es ahora en el pequeño Bhutan, al borde del Himalaya. Time Warner se ha convertido en la mayor productora y exportadora de programas de televisión y sitúa sus productos en 175 países. Los restaurantes McDonald´s se abren a un ritmo de seis diarios, incluso en Francia que tiene la reputación de ser el país que cuenta con la mejor cocina del mundo, está invadida por los establecimientos de hamburguesas.
Hace algún tiempo el diario The Washington Post dedicó una serie de artículos a la penetración de la cultura norteamericana en el mundo. Las cifras son impresionantes y dan lugar a una profunda reflexión.La razón del éxito de la difusión cultural estadounidense se debe, desde luego, a la hegemonía mundial de esa nación. Sucede ahora lo mismo que en la época del Imperio Romano. En aquellos tiempos la cultura era una sola desde Tánger a Armenia, desde Escocia hasta las fuentes del Nilo. Los acueductos, las termas y las calzadas tenían un patrón similar, dictado por el Estado dominante en la época.
El «modo americano» es divertido, propone placer, evasión, irresponsabilidad. Estados Unidos es una nación de inmigrantes que llegaron a una nueva patria con la esperanza de hallar la tierra de promisión. La cultura estadounidense difunde la creencia en una esperanza cierta: todo habrá de salir bien, todos van a prosperar. También prevalece una sensación de libertad de acción, la presencia de innumerables opciones abiertas, la gratificadora autonomía del individuo, la fe en las posibilidades mágicas de la transformación de la vida. Todo ello sabemos que es una impresionante mixtificación. Basta ver las imágenes recientes de Nueva Orleáns devastado para apreciar la miseria, las penurias y la estrechez de millones de negros americanos, de muchos hispanos y de no pocos blancos sajones, pero ello no se difunde en su mercado del entretenimiento.
Las juventudes del mundo desean parecerse a las norteamericanas, vestir como ellos, comer lo que ellos comen, oír y bailar lo que ellos oyen y bailan. Esa inmensa capacidad de proselitismo se debe al ocio placentero, al esparcimiento ligero que propone aquella cultura. Las canciones de Madonna y Michael Jackson se oyen desde Estonia a Bombay. Series como «Dinastía», «Miami Vice» y «Dallas», que dejaron de ser vistas en Estados Unidos, invaden los televisores de Camberra y de Vladivostok. Las muñecas Barbie son arrulladas por las niñas de Papúa. El programa «Baywatch» es un favorito en Hong Kong. En Irán, el país de los ayatolas que han declarado a Estados Unidos como el Gran Satán, se lee a John Grisham y Sidney Sheldon y se escucha a grupos desaparecidos como Guns N´Roses.
Esa cultura evasiva no contribuye al conocimiento del hombre y propone la frivolidad como programa de vida. El ser humano no puede vivir ignorándose a sí mismo, pero los sueños deleitosos arrastran a la fruición adictiva. Por ello es tan importante esta batalla ganada en la UNESCO que permite que no seamos arrasados por la invasión uniformadora de una cultura degradada, falsa, basada en apariencias inexistentes que tiende a borrar lo particular, distintivo y auténtico del ser humano.