Las religiones surgieron como respuesta al hecho de la muerte, del acabamiento personal. ¿Cómo yo me puedo terminar?, ha sido la pregunta existencial a la que los magos de la tribu, los sacerdotes de las iglesias contestaban y siguen contestando. «No te vas a terminar, vas a seguir viviendo después de muerto». La fe en […]
Las religiones surgieron como respuesta al hecho de la muerte, del acabamiento personal. ¿Cómo yo me puedo terminar?, ha sido la pregunta existencial a la que los magos de la tribu, los sacerdotes de las iglesias contestaban y siguen contestando. «No te vas a terminar, vas a seguir viviendo después de muerto». La fe en la otra vida fue en algunos momentos tan patente que los cristianos daban dinero a sus sacerdotes para que les garantizara una vida ultraterrena mejor. La venta de indulgencias, pieza clave de la insurrección luterana, era un negocio pero era, sobre todo, una afirmación existencial de gentes que tenían una racionalidad mágica. Otro uso de la religión, mezcla de racional y mágico, era la confianza en un ser supremo que, por mucho que nos defraudara, seguía constituyendo una referencia de poder último. Dios era, es en último término, el supremo hacedor, la máquina fiable, la última interpretación de todas las causalidades aunque tantas veces no se entendiese su silencio, su inacción.
Pero la religión ha funcionado también como argamasa grupal, como modo de cohesión de los nuestros y de afirmación frente a los otros. Las religiones, sobre todo las del libro, han sido pródigas en la clasificación del amigo y del enemigo y, de manera obvia, se convirtieron, las religiones, las iglesias, en complementos legitimadores del poder civil, de los Estados.
La Ilustración gastó sus mayores esfuerzos en desmontar ese orden de la política. Fue más eficaz en desanudar a la Iglesia del Estado, negándole a aquella un poder propio en la democracia. La otra ilustración, la de las mentes mágicas, ha sido consecuencia de la escolarización y los avances científicos aunque, en el fondo de muchos espíritus sigue latiendo la duda existencial.
Desde la caída del imperio soviético, ha ido creciendo en el seno del nuevo poder imperial una interpretación religiosa de su misión. Los neoconservadores que arropan a Bush, aupado al triunfo por la utilización electoral del voto confesional, han decidido diseñar una cruzada moral contra el nuevo eje del mal, a la que el inquilino de la Casa Blanca añade su convicción de que Dios está de su lado y le aconseja. La religión, en versión cristiana fundamentalista, recobra su posición de legitimación de la acción política, de cobertura de intereses materiales y, desde el 11 de septiembre, se sabe antagonista de los defensores violentos de otra religión, la musulmana. Así se simplifica el discurso político, todos los fundamentalismos son simplificadores. El discurso fundamentalista no acepta razones mundanas en los conflictos. Hablar de las desigualdades, de las opresiones, de las prepotencias de los poderes les suena a excusa. También niegan la determinación histórica de esos conflictos. Los neocons americanos se alían con los neocons judíos para negarse a aceptar que la determinación colonial de la geografía del Oriente Medio tenga algo que ver con lo que pasa hoy. Para los fundamentalistas, el terrorismo, como el comunismo antes, es una lacra moral, una intoxicación ideológica que afecta a sus protagonistas, los cuales no tienen razón sino fe, una fe que conduce al odio. En el otro lado, el discurso islamista radical es igualmente reduccionista y no resulta necesariamente de la sensación subjetiva de explotación sino del prejuicio religioso. Las religiones recobran así su influencia perversa en la convivencia cuando dejan de ser cauce para el pacifismo que, supuestamente, proclamaron sus fundadores y se convierten en guardianes de la ortodoxia fanática y líderes de la violencia política.
Se yerguen nuevos caudillos religiosos que llaman a la cruzada, a la yidah, sobrepasando a los líderes políticos más sosegados, menos emocionales. Y si el islamismo radical está lleno de ellos, los predicadores de la América profunda no les van a la zaga. Las páginas de internet están llenas de llamadas a la defensa violenta de los valores propios, a la defensa cruenta contra el terrorismo protagonizadas por pastores que están haciendo su agosto con las clientelas más crédulas y elementales. Es un fenómeno básicamente americano aunque el papa alemán, en la más sosegada Europa, se ha permitido buscar antecedentes históricos, eruditos a la contienda de religiones y, probablemente sin buscarlo, ha azuzado la confrontación. Una vez más la religión sirviendo de yesca para las guerras, dando a los grupos la oportunidad de legitimar sus violencias con razones absolutas.