Traducido para Rebelión por Susana Merino
«Necesitamos lugares para habitar el mundo» clamaba hace algunos meses la Coordinadora de los eventuales y precarios de la «Île de France», bajo la amenaza de expulsión de sus locales parisinos. Es un eslógan que suena bien más allá del caso particular. Jean Paul Dollé plantea que no es casualidad que la crisis de las «subprime» haya golpeado al «producto vivienda», al hábitat, es decir a «la forma más elemental existir e instalarse en el mundo (1)»
La expulsión, aunque no sea siempre tan literal como la de los pequeños propietarios estadounidenses, está en todas partes. Desde finales del siglo XIX las grandes ciudades vaciaron sus centros de artesanos y obreros, convirtiendo como escribía Henri Lefebvre «la centralidad productiva en un centro de decisión y de servicios» Hoy en día relegan a los pobres, cuya definición parece ampliarse sin cesar a lugares cada vez más lejanos. Erradican totalmente los pequeños dispositivos y las estrategias de subsistencia que permitían enfrentar el dawinismo social. Privilegian los recorridos dedicados al consumo, aunque manifiesten nostalgia por la autenticidad y la animación urbanas que multiplican con falsos decorados.
La segregación -en la que se busca huir de los más necesitados que uno- es sin duda la tendencia dominante de este principio de milenio. Los enjambres de helicópteros transportando a los ciudadanos afortunados por el cielo de San Pablo, y también el apasionamiento de los millonarios por las islas privadas, los hoteles de lujo perdidos en la naturaleza salvaje o los viajes espaciales, atestiguan una «jerarquización espacial y moral sin precedentes entre los ricos y el resto de la humanidad» (2). En los EEUU luego de las «gated communities» (viviendas con sistemas de seguridad) exportadas a todo el mundo o aún más con las ciudades privadas -donde no se aplican los derechos constitucionales- o los centros comerciales de tamaño desmesurado, ya no se trata de un espacio público que se engarza en un espacio privado en expansión, sino un territorio privado que alberga y rige actividades anteriormente públicas.
El fantasma final no parece ser aislarse simplemente del resto del mundo sino recrear un mundo «ex nihilo» negando la existencia misma de todo lo que lo rodea. Describiendo el Mall of América, gigantesco complejo de compras y entretenimiento cera de Minneapolis convertido en atractivo turístico -que vienen a visitar desde Japón y Corea- Marco d’Eramo destaca que visto desde lejos parece una fábrica o una penitenciaría porque «no se pensó en que alguien lo miraría desde afuera» (3). «Pero la ilustración más objetiva de esta lógica se encuentra en el archipiélago artificial en forma de mapamundi que ha creado el emirato de Dubai a lo largo de su costa y que ha sido bautizado Isla Mundo. A las utopías progresistas que pretendían ser el laboratorio de un mundo mejor, están siguiendo los caprichos fortificados de los ricos que abandonan a su suerte a una humanidad condenada a una sobreviencia caótica, acordándose solo de ella en función de sus necesidades -considerables- como mano de obra dócil y lo más invisible posible.
Ni siquiera el imperativo ecológico escapa a esta megalomanía centrada en el propio ombligo. Tenerlo en cuenta solo se traduce las más de las veces en la construcción de enclaves idílicos que ignoran la devastación planetaria. En pequeña escala, las plantas en macetas y las aspiradoras que prometen purificar el aire contaminado de los departamentos son en cierto modo una «megalomanía del pobre». En gran escala es Masdar, la nueva ciudad que se está edificando cerca de Abu Dhabi que debería ser la primera del mundo «en no emitir gas de carbono y en no arrojar desperdicios». Un proyecto inteligente que mezcla los sistema de construcción tradicionales de la región y la más moderna tecnología, el International Herald Tribune juzga de todas maneras que se trata de un modelo difícilmente adaptable a comunidades más grandes. De modo que esta ciudad ideal no será por lo tanto más que una «utopia cerrada» (4).
Durante algún tiempo aún los que cuentan con los medios podrán sin duda disfrutar de alimentos sanos, aire puro, paisajes preservados. Pero la política del avestruz tendrá inexorablemente sus límites. Se podrá hacer la guerra por el agua; la guerra por el oxígeno parece un poco más complicada. En esta contaminación de la esfera en que los ricos evolucionan en un universo común que quieren evitar a toda costa, puede que la biosfera se ocupe de actuar recordándonos esta cruel verdad: no tenemos más que un solo mundo.
NOTAS
(1) Jean-Paul Dollé, L’Inhabitable Capital. Crise mondiale et expropriation, Lignes, Paris, 2010.
(2) Mike Davis et Daniel B. Monk (sous la dir. de), Paradis infernaux. Les villes hallucinées du néo-capitalisme, Les Prairies ordinaires, Paris, 2008.
(3) Marco d’Eramo, «Du Minnesota à l’Arizona. Le rêve américain d’une ville sans ville», en Mike Davis et Daniel B. Monk, » Paradis infernaux «, op. cit.
(4) Nicolai Ouroussoff, «Sealed off from the world, a green vision», International Herald Tribune, Paris, 27 septembre 2010.
Fuente: http://www.monde-diplomatique.fr/mav/114/CHOLLET/19912
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