“El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer y en ese claroscuro surgen los monstruos.” Antonio Gramsci
¿Vamos hacia un mundo unipolar o multipolar?
“La dominación de Estados Unidos que tras la Guerra Fría determinaba la agenda internacional, ha terminado y no podrá restablecerse durante la vida de la próxima generación”, escribía en 1997 en su libro “El gran tablero mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos” el neoconservador Zbigniew Brzezinski, gurú intocable en la geopolítica de Washington. Agregando inmediatamente que “ninguna de las potencias mundiales puede alcanzar la hegemonía global en las condiciones actuales, por lo que Estados Unidos debe elegir mejor los conflictos en los que va a participar ya que las consecuencias de un error podrían ser devastadoras”. Lo anterior hace recordar algunos de los desastres militares, políticos y humanitarios recientes en el siglo XXI, causados por las intervenciones de Estados Unidos, Europa y sus aliados bajo la OTAN en algunos países del medio oriente, por ejemplo: Irak/Kurdistán, Siria y Afganistán entre otros.
Las elucubraciones de este eterno geo-estratega de la Casa Blanca eran más que acertadas: viendo la evolución del gran país del Norte y su lenta, pero irremediable, pérdida de dinamismo y de hegemonía mundial, el siglo XXI no podría mostrar a un Estados Unidos tan dominante como lo fue en el siglo anterior. Su economía, que sigue siendo descollante y con sectores muy desarrollados globalmente como la e-economía digital y del ciberespacio, va desacelerándose debido en parte a tres factores importantes: su nivel de productividad ha ido descendiendo, el estado de su infraestructura y desarrollo urbano se ha deteriorado y la polarización y desgaste político-social se han profundizado. Desde hace ya largos años viene perdiendo empuje en su crecimiento (consume más de lo que produce), dedicándose en muy buena medida a un capitalismo bursátil y especulativo financiero global. La pandemia de Covid, sumado a la crisis bursátil del 2008, fueron el golpe de gracia: la estanflación está instalada. Su población empieza a sufrir en grande todo esto. Si algo dinamiza su sociedad y economía es la industria militar. La producción y venta de todo tipo de armamentos es su gran “solución”. De ahí la necesidad de que haya guerras o tensiones políticas y geopolíticas entre países, en todas partes del globo terráqueo. El complejo militar-industrial necesita vender armas, a las propias fuerzas armadas estadounidenses o a la interminable lista de clientes que tiene alrededor del mundo.
La clase dirigente de Washington es absolutamente consciente de este declive, por lo que no desea permitir que el mismo se profundice. Los famosos cuatro Documentos de Santa Fe, originados entre 1980 y 2000, base de la política exterior del país, buscan a toda costa mantener la supremacía; justamente llevan por título “Por un nuevo siglo americano”. El esfuerzo de la élite dominante –una ensoberbecida oligarquía super billonaria imbuida de un presunto “destino manifiesto” que la colocaría como vanguardia dirigente e indiscutible de la humanidad– está haciendo lo imposible por preservar su dominio. Incluso manejando la amenaza, incierta pero factible, de una guerra termonuclear, ya sea escalonada, gradual/sucesiva y enfocada en áreas geográficas específicas; o rápida, intensificada/masiva y devastadora de alcance intercontinental-global. En ambos casos el resultado sería, que la especie humana se extinguiría.
Aunque Estados Unidos continúa siendo una superpotencia en todos los ámbitos, aparecen sombras que le comienzan a disputar su supremacía. En lo económico (apoyado en un descomunal crecimiento del ámbito científico-técnico) por la República Popular China, la cual se ha ido equiparado progresivamente y no muy lejos al PBI norteamericano, pasando a ser un “peligroso adversario” que cuestiona su dominio absoluto hasta ahora. En lo militar, la Federación Rusa, herencia de la Unión Soviética, es un rival de Washington (en lo balístico, de media distancia y larga distancia en armas de destrucción masiva, incluyendo las armas atómicas y en la aviación militar). Moscú ya ha demostrado que, en estos últimos años, ha vencido en varios conflictos bélicos en los que ha participado a corto y mediano plazos: Chechenia, Crimea y Siria, son ejemplos.
Todos los imperios se terminan. Lo que se ha dado en llamar Occidente (principalmente Estados Unidos y Europa), en este momento está perdiendo supremacía unipolar en el mundo. El ascenso de China y de Rusia, más la aparición de nuevos planteamientos como el de los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), que presentan grandes desarrollos económicos (con sus respetivas contradicciones histórico-estructurales), les ocasionan un obstáculo a sus planes de “nuevo siglo americano”.
El mundo, aunque siempre en los marcos del capitalismo, está pasando a ser multipolar en una transición muy compleja, incierta y de reacomodos oportunistas y estratégicos de países alrededor del mundo como no se había dado antes y después de la llamada Guerra Fría el siglo pasado. El eje Moscú-Pekín está pisando fuerte, aunque con ciertas contradicciones internas, intentando crear un nuevo ámbito económico desmarcado del dólar; las perspectivas muestran que el imperio del Tío Sam va cayendo. Egipto, Irán, Argentina, Turquía, Argelia, Arabia Saudí están en proceso de unirse al bloque económico de los BRICS, que tratan de liderar el nuevo eje de poder Moscú-Pekín.
El Occidente saqueador que globalizó el mundo a partir del capitalismo naciente, ha vivido por varios siglos de la depredación del llamado Tercer Mundo: América Latina, África, Asia. Sin esas colonias, el “desarrollo” occidental no existiría como se conoce en la actualidad. Sin la menor vergüenza quien fuera presidente de una de las potencias capitalistas que saquearon en forma inmisericorde al mal llamado tercer mundo, Jacques Chirac, exmandatario francés, dijo que “el gobierno francés recauda de sus “antiguas colonias” 440.000 millones de euros en impuestos. Francia depende de los ingresos procedentes de África para no caer así en la irrelevancia económica”.
Casi ningún país del “Tercer Mundo” se sumó a las sanciones que pidieron Estados Unidos y la Unión Europea para Rusia por la invasión a Ucrania en las Naciones Unidas. Valga decir que China ha invertido en unos pocos años en el continente africano más que Occidente en toda su historia y hace poco condonó la deuda de once países en ese continente. En Latinoamérica ya son muy pocos los países que no tienen relaciones comerciales y diplomáticas con China. Este gigante oriental participa como prestador de asistencia financiera, asegurador de bienes de importación y exportación global, y planificador y ejecutor de proyectos de infraestructura, entre otros roles de “asistencia y apoyo internacional”. Todo indica que la supremacía occidental, liderada por Estados Unidos, va cambiando y cayendo entre las regiones y los países en desarrollo.
El actual enfrentamiento en el corazón de Europa, donde las potencias capitalistas occidentales apoyan con toda su fuerza a Kiev a través de la OTAN y la Unión Europea, no sin contradicciones al seno de éstas, se ha robado últimamente toda la atención mediática, aunque en el mundo se cursan infinidad de guerras de mediana o baja intensidad de las que la industria comunicacional casi no habla. Entre guerras de baja, mediana y alta intensidad, guerras civiles, tribales y enfrentamientos armados diversos (con hasta 10.000 muertos al año) más pequeños conflictos y escaramuzas, hoy día se pueden contabilizar 65 frentes de combate: Yemen, Arabia Saudita, Palestina, Siria, Myanmar, Pakistán, Etiopía, Nigeria, Somalia, Camerún, Colombia, Egipto, Libia, India, Filipinas, Israel, Tailandia, Senegal, México, Chad, por nombrar algunos escenarios. En todas estas contiendas, los productores de armamentos –Estados Unidos provee el 50% de ellos a nivel mundial y China y Rusia no se quedan atrás, ni tampoco otras potencias europeas de relativa menor producción en orden decreciente Reino Unido, Francia, Suecia, Israel, Suiza y la República Checa, entre otros. De la guerra ruso-ucraniana se habla hasta la saciedad en este momento porque allí se juegan otras agendas; concretamente: el posible nuevo orden internacional y la redistribución de áreas de influencia para los grandes poderes globales.
Guerra y más guerra, y el capitalismo inamovible
No es Ucrania quien está en guerra, es la OTAN y la UE, lideradas por los Estados Unidos, que utiliza la alianza atlántica y continental y a esta exrepública soviética –haciéndole poner los muertos– como ariete para llevar adelante su política, la cual consiste en mantener su hegemonía a toda costa. La OTAN es quien arma, entrena, asesora y dirige las acciones táctico-militares con su tecnología de punta, inteligencia militar de tierra, aire y satelital y asesora en todo a Kiev; como se sabe y se ha explicado anteriormente, no va a tomar parte directa y abiertamente en el conflicto con sus propias tropas/ejércitos, porque tiene claro que eso puede desencadenar un Armagedón atómico incontenible.
Moscú por su parte, destinó solo el 15% de su potencial bélico a esta guerra, reservando el restante 85% para un eventual enfrentamiento con la Alianza Atlántica a más largo plazo; ahora está situación se hace más evidente y dificultosa para Rusia, ya que Ucrania ha retomado posiciones con una contraofensiva relámpago, aprovechando una crisis táctica y logístico-militar y política en el gobierno ruso, (de acuerdo con los medios y análisis informativos globales). El presidente Putin, como respuesta, ha convocado a un enlistado parcial de 300 mil tropas adicionales y ha despedido a dos de sus más altos comandantes del ejército, por la debacle rusa como resultado de la contraofensiva ucraniana de septiembre 2022. La incorporación forzosa y generalizada de tantos reclutas (en lugar de solamente enlistar a individuos con previa experiencia militar y entrenamiento como había dicho Putin en una aparición oficial ante los medios rusos) ha provocado malestar generalizado en la población, dando lugar a disturbios y protestas en varias de sus ciudades, y a un éxodo de personas que en muchos casos no están de acuerdo con la guerra de invasión y prefieren salir rápidamente de Rusia para no tener que ir a combatir al frente. El gobierno central ha culpado a las gobernaturas provinciales de esta equivocación procedural en la convocatoria y el manejo del reclutamiento, el cual cada vez se ve más forzoso.
Esa contraofensiva de Ucrania, capitaneada por los estrategas de la OTAN, puede resultar un arma de doble filo, dado que tal acción podría llevar a una reacción más agresiva y dura de parte de Rusia, escalar el conflicto entre ambos países y las otras partes involucradas, hasta llegar a una guerra atómica. Y, como en todas las guerras, se sabe cómo empiezan, pero no cómo terminan.
Junto a este escenario patético, que ya ha costado la vida de miles de personas (ucranianos fundamentalmente) y cuantiosas pérdidas materiales para ese país, Estados Unidos actualmente está jugando tres cartas políticas bélicas: 1) debilitar a Rusia empantanándola en una guerra de desgaste a largo plazo, boicoteando su estrategia de crecimiento y expansión económica, embargando capitales, basta cantidad de propiedades inmobiliarias y bienes y otras inversiones masivas de su “clase oligarca” alrededor del mundo; 2) postrar a Europa, que depende del gas petróleo y otros hidrocarburos (baratos) de Rusia, haciendo que este continente pase a depender del gas licuado norteamericano (mucho más caro) y de otros países aliados o coaptados, que puedan ser proveedores extra-continentales bajo el control norteamericano como los países del golfo Pérsico; incluso Europa podría negociar con algunos países considerados dentro del “eje del mal” (Venezuela e Irán). Washington se asegura fabulosas ganancias y trata de consolidarse nuevamente con “el control” del mercado mundial de hidrocarburos; al mismo tiempo, tiene controlado al mal llamado “Viejo Continente” bajo la presión bélica y económica de necesidades estratégicas inmediatas; y 3) preparar las condiciones para tratar de desacelerar aún más el crecimiento y la influencia económica y geopolítica de China en Eurasia y Asia principalmente, creando otro foco de tensión geopolítica y económica simultánea a través de la disputa de Taiwán.
En este caso para detener el avance portentoso de la República Popular China. En sus hipótesis de conflicto, Pekín aparece como uno de los dos grandes demonios a enfrentar. Por lo pronto, la Alianza Atlántica de alcance extendido se va hasta otro lado del mundo, y se está preparando para una posible guerra en el Pacífico, más exactamente en el Mar de la China. Asimismo, se ha establecido una alianza militar para la región, lista para enfrentarse al gigante asiático, un émulo de la OTAN: el AUKUS (acrónimo, en inglés, de los países que la componen: Australia, Reino Unido de Gran Bretaña y Estados Unidos) y que cuenta con otros aliados adjuntos: Canadá, Japón y Corea del Sur.
Tal es la soberbia imperial del país americano que obligó a Australia a deshacer un contrato con Francia por 66,000 millones de dólares para la dotación de 12 submarinos convencionales, adjudicándose los EUA y el Reino Unido la fabricación de esas naves de guerra con energía nuclear, lo cual produjo un hondo descontento y protesta gala. Asimismo, para muchos analistas políticos y militares no será la invasión de Ucrania sino la explosiva región del Asia el punto de inicio de la Tercera Guerra Mundial. Sin embargo, los últimos acontecimientos vuelven otra vez incierto o indeterminado este posible hecho, si va a ser Europa o Asia el escenario de la hecatombe mundial. Lo que no hay duda, es que la guerra es un buen camino para mantener el poderío estadounidense, ahora puesto en entredicho. Y, por supuesto, para sus extraordinarias ganancias. De todos modos, aquí hablamos e insistimos en este punto: que ésta puede ser una guerra que termine, o pueda terminar, con la humanidad.
Ese complejo militar-industrial necesita enemigos; de su aparición, y cuanto más temible sea, más podrá ser su éxito comercial. La Unión Soviética fue la excusa perfecta para mantener ese gran negocio por décadas. Ahora es Rusia el enemigo a temer y a vencer en su invasión a Ucrania, y recientemente China pasó a ser también un candidato demonizado por la media corporativa occidental. En un libro aparecido en plena pandemia, en 2021: “2034: A Novel of the Next World War” (“2034: una novela de la próxima guerra mundial”), el almirante de la Marina estadounidense, ahora retirado, Jim Stavridis, quien fuera comandante de las fuerzas de la OTAN en Europa, junto al escritor Elliot Ackerman, pintan el escenario de una tercera guerra mundial iniciando en el Mar de China.
Más allá del posible sensacionalismo novelesco, más de algún comentarista preguntó por qué poner esa guerra con China “tan lejana” en el tiempo, porque ya estaría comenzando ahora. La provocativa visita de la Presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, a Taiwán, desató una fuerte respuesta militar de Pekín sobre la “provincia rebelde” con afanes separatistas “democráticos” y no “autoritarios anexionistas”, que constituye un nuevo escenario bélico que puede llegar a desatar una escalada que eventualmente, llevaría a un enfrentamiento atómico.
Ni bien Pelosi abandonó la isla, el gobierno de Pekín emitió un comunicado donde expresó cortante que Washington ha “interferido gravemente en asuntos internos de China, socavó su soberanía y su integridad, pisoteó la política de ‘una sola China’ y amenazó la paz y la estabilidad del estrecho de Taiwán”. No está de más recordar que en octubre de 1971, la 26ª Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la resolución 2758 que le restituyó a la República Popular China todos los derechos legítimos ante la ONU, lo que implicó la salida de los representantes de Taiwán de aquella institución. Si Estados Unidos apoya abiertamente a ese “territorio disidente” –salvando las distancias, algo similar a lo que está sucediendo con Ucrania donde existe una desmembración territorial, mezclada con un conflicto histórico-político, interétnico y sociocultural– basado en una lucha de influencia y hegemonía imperialista de ambas partes (Rusia y EUA), se están sentando las bases para una conflagración que puede escalar y disparar cualquier cosa.
Ahora bien, hay un interés económico geoestratégico de fondo, aparte de la soberanía de Taiwán en disputa. La “libertad y la democracia” de EUA vs. la “dictadura, el autoritarismo y la asimilación” de China sobre esta isla, (según como lo están presentando cada uno de los aparatos propagandísticos y la media de ambos países al resto del planeta). Taiwán es el mayor productor de micro y nanochips o semiconductores micro o miniatura en el mundo de alta sofisticación y complejidad (65% aproximadamente). Estas obras de arte de la ingeniería y la fisicoquímica electrónica cada vez son más vitales para las industrias de cuarta y quinta generación globalmente (automotrices, aeroespaciales, militares, computacionales, robóticas, electrodomésticas, etc., etc.). Así que quien domine y controle el mercado de dicha tecnología de punta, se asegura y consolida una gran parte de la hegemonía económica global.
En este sentido, según ciertos informes, reportes y noticias que se han filtrado en la media, Washington parece tener ya planificado un programa de desarrollo de armas nucleares por un multimillonario costo con una duración de 30 años (el cual tiene que ser aprobado por los poderes legislativo y ejecutivo). Dicho programa incluye la puesta en servicio de misiles hipersónicos –similares a los que ya poseen Moscú y Pekín, aunque de mayor alcance– con lo que se estaría preparando un ataque nuclear preventivo, utilizando misiles Trident II contra objetivos vitales chinos (y quizá rusos), a partir de la fuerte y extendida militarización del Mar de la China que está desplegando ahora el gobierno de Xi Jiping, luego de la visita de Pelosi a la isla de Taiwán.
En meses recientes, el presidente Joe Biden sufrió un deterioro en su imagen ejecutiva, luego de la retirada poco coordinada y muy precipitada de las tropas estadounidenses y sus aliados de la OTAN de Afganistán. Esta salida se percibió y vivió nacionalmente en EUA, como una derrota vergonzosa, sobre todo bajo la visión de la ultraderecha trumpista, (aunque para el complejo militar-industrial los años de guerra resultaron un fabuloso negocio multibillonario) y fue el expresidente Donald Trump quién durante su administración acordó el retiro del ejército norteamericano en un acuerdo con el Talibán. A ello se ha sumado el malestar ciudadano por el estancamiento de la economía y una inflación que se ha disparado, todo lo cual podría conducir a un retorno del Partido Republicano en las próximas elecciones de 2024, con la vuelta triunfal de Donald Trump. En ese escenario, el Partido Demócrata necesita urgentemente recuperar terreno, y una guerra siempre es un buen expediente al respecto. ¿Pero una guerra nuclear, donde no hay vencedores, es muy difícil de tragársela? Lo cierto es que, no importando quién sea la “locomotora de la humanidad”, todas las opciones actuales (Estados Unidos, Europa, Rusia y China), se mueven enteramente en el ámbito capitalista expansionista hegemónico con tintes neoliberales dependiendo de las áreas o regiones de influencia.
La pandemia: ¿repensar el paradigma del desarrollo y el libre mercado?
A principios de los 90s del siglo pasado, la Unión Soviética y todos los países signatarios del Pacto de Varsovia (satélites y bajo el control directo o indirecto de la extinta URSS), pasan rápidamente o con mediana aceleración al capitalismo neoliberal, abandonando la planificación socialista que ya se mostraba exhausta, ineficiente y anacrónica. Mientras que la República Popular China, con la reforma y apertura impulsada por Deng Xiaoping (1978 en adelante) se abre a los capitales externos y a los mecanismos de mercado. ¿Fracasó el socialismo entonces? Una isla casi perdida y desamparada como Cuba ha seguido adelante su proceso y ante la tormenta perfecta que se le ha presentado (continuo bloqueo, desaceleración económica, pandemia, disminución de la productividad, cambio climático severo y crisis política interna y externa agudas) se está empantanado y hundiendo, lo cual ha dado como resultado otro penoso “período especial” de buscar alternativas a la crisis del socialismo de los países en desarrollo, con más interrogantes e incertidumbres que respuestas. Y una nueva oleada de migrantes desesperados(as) hacia el norte principalmente.
En este momento, tercera década del siglo XXI, los planteos socialistas parecen haber desaparecido. Lo más “revolucionario” que parece haber hoy día son los “progresismos” de centroizquierda, condicionados por la alineación geopolítica, las presiones internas de sociedades socavadas, desgastadas, empobrecidas, marginalizadas, muy descontentas, frustradas y enojadas por el neoliberalismo a ultranza y sus impactos y efectos residuales negativos intergeneracionales, principalmente de las últimas tres décadas. No se vislumbra claramente un horizonte postcapitalista que con la creciente y pujante economía digital-virtual-cibernética y de la inteligencia artificial y la robótica avanzando a pasos agigantados, se desprendan del modelo neoliberal global a ultranza.
Hay entonces descontento, malestar, mucho disgusto cada vez creciendo más en las mayorías populares de todo el mundo. O, si se quiere decir de otro modo: hay cada vez más hambre, desempleo, marginación y pobreza generalizada. La pandemia de Covid-19 contribuyó grandemente a ello y también, la indiferencia, negación y negligencia irresponsable de los gobiernos de los países industrializados principalmente, a los severos impactos del cambio climático del planeta. Éstos y otros factores innegables han sido los determinantes, condicionantes y detonantes del pesimismo social ante el modelo económico predominante globalmente. Las políticas neoliberales que vienen implementándose desde hace al menos cinco décadas con mucho ímpetu, han empobrecido cada vez más a la gran masa trabajadora global, enriqueciendo en forma exponencial a grupos cada vez más reducidos, corporativos y monopólicos alrededor del mundo.
El sistema capitalista en su conjunto se evidencia crecientemente injusto, habiendo hecho retroceder en muchísimos años las conquistas sociales obtenidas durante dos siglos de luchas sociales constantes. Hoy pasó a ser común trabajar en condiciones crecientemente precarias, sin seguridad social, con aumento de la siniestralidad laboral y contratos-basura con extensas horas de trabajo no reconocidas, pagadas o incentivadas con otro tipo de alicientes laborales. Los capitales pretenden transformar a los trabajadores en “colaboradores”. Todo indicaría que, como dijo la Dama de Hierro, la fallecida primera exministra británica Margaret Thatcher: “No hay alternativa”. O capitalismo… ¡o capitalismo!
La Unión Soviética, que se desintegró sin pena ni gloria, sin ninguna gran guerra civil, sin ningún golpe de Estado fratricida, pasó rápidamente a planteos capitalistas neoliberales, nepóticos y corruptos. Hay estudiosos que dicen que, en realidad, pese a una presunta ideología socialista y una planificación centralizada, con la dirección férrea de un Partido Comunista cerrado, en realidad, salvo un primer chispazo de autogestión obrero-campesina en los albores del proceso (el poder soviético) con Lenin a la cabeza, el socialismo faltó casi desde un principio. Lo que se construyó al final fue un capitalismo de Estado, burocrático y con nuevas clases sociales: para el caso, una casta política (Nomenklatura) que se constituyó en la novedosa élite dominante, cargada de privilegios y arbitrariedades, con inmensas desigualdades con relación al resto de los sectores sociales.
No es objetivo de este corto ensayo profundizar en las complejas causas de la desaparición del primer Estado obrero-campesino del mundo. Pero no puede menos que señalarse que la semilla socialista, plantada en 1917, no prosperó como se esperaba. Después de un tumultuoso final, la Unión Soviética dio lugar a un raro engendro de sociedad marcada por la mafia, el complot, el acomodo político, el contubernio, el nepotismo y el servilismo político. Los antiguos cuadros comunistas pasaron rápidamente a ser nuevos empresarios, conocidos hoy como “oligarcas”. Se retornó –o se profundizó, según ciertos análisis– un modelo de capitalismo de Estado en paralelo con un capitalismo neoliberal autoritario de ultraderecha y segmentario.
Sin dudas, las críticas eran necesarias; como dijo el expresidente ecuatoriano Rafael Correa: “El socialismo clásico fue prepotente y arrogante. Siempre nos enviaba a ver tal página para encontrar verdades y soluciones. Nos dieron catecismos. Y eso es un grave error.” Por una sumatoria de causas –cuyo análisis profundo excede largamente este escrito–, donde quizá juegan un papel muy importante los errores propios, además de la agresión externa (por supuesto infaltable), hacia fines del pasado siglo las experiencias socialistas se van esfumando. Cae el Muro de Berlín por un sistema insostenible, agotado y corrupto, y con él, caen los “ánimos transformadores” en el campo popular.
En la Rusia actual, el mandatario Vladimir Putin, formado en la ortodoxia marxista del PCUS, no tiene empacho en afirmar que lo hecho por Lenin al inicio de la revolución “fue un tremendo error”. Es un ultranacionalista de derecha, autoritario, homofóbico, rodeado de nefastos personajes como asesores (Alexander Duguin o Vladislav Surkov, entre otros), considerados nuevos Rasputines, quienes se mueven en las sombras con ideologías más cercanas al neonazismo que al internacionalismo proletario y al ideario marxista crítico-constructivo. De hecho, a instancias del actual mandatario, el país ya no se declara ateo en forma oficial, habiéndose reintroducido la figura de “Dios” en su carta magna.
Como en cualquier país capitalista, iglesia (la Iglesia Ortodoxa) y alta burguesía oligarca marchan de la mano. El autoritarismo y las persecuciones anticomunistas están a la orden del día. Esa Rusia capitalista y que estaba en vías de instalarse como una potencia con alcance global, sin tener todavía una economía monumental (número 11 en el ranking mundial de acuerdo con su PIB), aparece como “desarrollada” en lo militar, con ciertos aspectos contrastantes en lo científico-técnico, que sigue manteniendo en un altísimo nivel (la biotecnología, por ejemplo: recuérdese la vacuna anti-Covid Sputnik V). Es decir, hay cambios que se han dado en las estructuras del Estado, reflejadas en la recomposición socioeconómica y sociocultural, con relación a lo que fue antes el imperio que se desarmó de la extinta URSS.
Algo distinto, pero con ribetes que se tocan, está sucediendo en China. Allí, la Revolución Socialista de 1949 abrió paso a una nueva situación. El gigante asiático se reunificó casi completamente y, siguiendo el paradigma soviético en principio, comenzó a edificar su socialismo. Pese a grandes errores como puede haber sido la Revolución Cultural, con purgas y persecuciones masivas y hambrunas inducidas que costaron un número gigantesco no claramente precisado de víctimas, pero definitivamente muy alto (millones de muertos), el proceso iniciado con la Larga Marcha dio resultados positivos. China dejó de ser el país diezmado por potencias capitalistas, con formas semi-feudales y hambrunas crónicas, y comenzó a construir su avance hacia el socialismo. Hubo enormes progresos sociales, los cuales sirvieron como base para lo que vendría posteriormente a la muerte de Mao Tse Tung. El despegue chino se debió en gran parte a las políticas impulsadas por el nuevo líder, Deng Xiaoping, las que llevaron a ese país a ser la potencia que es hoy.
Analizando las distintas experiencias socialistas habidas en el siglo XX, el cubano Yassel Padrón afirma que “El principal error que se cometió en el socialismo real fue competir con la producción capitalista en su propio terreno”. Pareciera que China aprendió de la historia de la debacle soviética: con la reforma y apertura del nuevo período iniciado en 1978, el país comenzó a crecer económicamente en forma exponencial. Tomó capitales y tecnología de Occidente, pero en un nuevo modelo, distinto a lo que sucedía en cualquier “país tercermundista” donde operan las multinacionales, donde llegan, arrasan y luego se van sin dejar nada: el Estado, con un férreo control del Partido Comunista, obligó a las empresas extranjeras a realizar transferencia tecnológica a todos los niveles de la planificación, el diseño, la transformación y la producción a mediana y a gran escala de bienes y servicios.
Al mismo tiempo, China armó programas masivos de intercambio académico, principalmente con Estados Unidos, Europa, Canadá y Australia, entre otros países; enviando cientos de miles de estudiantes becados, principalmente a los niveles de postgrados en “ciencias duras” en muchas de las mejores universidades de estas naciones. El proceso de retorno/repatriación de todo ese conocimiento orgánico y multidisciplinario tuvo un efecto profundo, sofisticado, extendido y amplio en las fuerzas productivas del país. Fue así como China, en un corto período, desarrolló una capacidad industrial verdaderamente increíble. El sueño de los capitales occidentales era que el gigante asiático pasara a ser un país capitalista más, lo cual podía aprovecharse para inversiones jugosas, dado lo barato de los salarios que ofrecía.
Pero esa ilusión occidental pronto se vio truncada. De ser un enclave con mano de obra a muy bajo costo donde se producían interminables cantidades de mercaderías de baja calidad (“el taller del mundo”, como se le llamó), hoy es una fuente de creatividad científico-cultural que ya dejó atrás a otras potencias capitalistas: Un sol artificial producto de la fusión nuclear que generaría energía limpia infinita, la computadora cuántica más rápida del mundo, trenes de alta velocidad que dejan estupefactos otros trenes similares en Asía y en Europa, obras de ingeniería tan osadas y sofisticadas en su diseño y construcción muy rápidas, inteligencia artificial y robótica impresionantes en su sofisticación y complejidad, tecnologías 5G y 6G para las comunicaciones y procesamiento de información a alta velocidad y a gran escala digital únicas en el mundo, investigación espacial que ya comienza a superar a rusos y estadounidenses en algunos campos, misiles hipersónicos de mediano y largo alcance; la lista de progresos en el conocimiento es muy amplia y portentosa. Varias de sus ciudades albergan ya tanta o más riqueza que las anteriores metrópolis europeas.
¿Habrá que pensar –convencerse– que la competitividad y el individualismo son los principales motores de ese gran acrecentamiento? Es cierto que ese llamado “socialismo de mercado”, o “socialismo a la china”, sirvió para sacar de la pobreza rural crónica a cientos de millones de habitantes. ¿Cuál fue el secreto? La introducción de valores capitalistas con la reforma y apertura llevaron a un despegue descomunal de la economía. Las mayores fortunas del mundo empiezan a aparecer ahora en China (el país con mayor número de Rolls Royce y Lamborghini per capita) y otros países del BRICS. Para decirlo sin rodeos: el acelerado crecimiento económico del gigante asiático se apoya en el extenso sacrificio y la obediencia social de millones de trabajadores y trabajadoras que, explotados en forma inmisericorde, con salarios en muchos casos bajísimos y extenuantes jornadas laborales, crearon, y siguen creando una riqueza fabulosa, hoy manejada en su mayoría por el Estado (el Estado chino, con el Partido Comunista al frente, detenta el 51% de los capitales, y la gran banca es propiedad estatal, así como la inversión en ramas básicas: siderúrgica, petroquímica, infraestructural, aeroespacial, etc.).
Lo que Europa en su momento, explotando tres continentes, con la mano de obra esclava o indentada (enganchada) de África y varias partes de Asia y de América, más el saqueo impiadoso de los recursos naturales de estos continentes, logró hacer en cuatro siglos, o Estados Unidos en dos siglos, China lo hizo en cuatro décadas y sin salir mayormente de su territorio en “plan de conquista” hacia otros países. Como en toda acumulación de capital, está supuesta la explotación; no hay otra forma de acumular en los marcos del sistema capitalista. China, aunque mantiene un ideario socialista en su discurso, se comporta como otro país capitalista. Su propuesta de “ganar-ganar” con la Nueva Ruta de la Seda no es, en términos estrictos, un fomento del socialismo, de la eliminación del trabajo alienado, de la diferencia de clases, de la extracción de plusvalía.
Como se ha dicho anteriormente: sus actuales planteos económicos rayan más en el Estado de bienestar de Keynes (capitalismo con “rostro humano” dependiendo de las áreas de expansión e influencia) que en la ortodoxia marxista. La explicación dada por sus intelectuales del Partido de que esta es una primera fase de construcción socialista, con una economía estatal en la banca y en la industria pesada articulada con la iniciativa privada en la manufactura y los servicios, es aún un “engendro muy complejo” difícil de tragar desde varios puntos ético-críticos del desarrollo productivo y laboral. Lo cierto es que, desde esa lógica de dos sistemas que coexisten pacíficamente –con logros económicos incontrastables– Pekín comienza a disputarle la hegemonía global a Washington y a Bruselas en las decisiones políticas regionales y globales estratégicas, sean éstas sobre economía, financiamiento, banca, desarrollo de tecnología de punta, creación a gran escala de infraestructura y áreas de influencia y desarrollo integral al nivel mundial.
Tomando lo dicho por Padrón (antes citado), ahora sí Pekín le compite la supremacía a Washington en su propio terreno. Su ingreso en la Organización Mundial de Comercio –OMC– y su papel en el comercio internacional lo atestigua. Por eso en la Casa Blanca se han prendido las alarmas, cosa que no sucedió con la Unión Soviética, quien nunca logró constituirse en un real peligro para el capitalismo estadounidense en lo económico. El presidente Joe Biden llamó abiertamente a debilitar al país oriental, pues es el “único competidor potencialmente capaz de combinar su poder económico, diplomático, militar y tecnológico para montar[nos] un desafío sostenido”.
El país americano, por su parte, continúa siendo la gran potencia global, pero desde hace un tiempo, en declive perdiendo influencia y terreno. Lo sucedido recientemente con el intento de rompimiento del orden democrático durante la presidencia de Donald Trump con los sucesos del Capitolio, evidencia la crisis generalizada que allí se vive. El intento de golpe de Trump con la toma del Capitolio, bajo el pretexto y la mentira flagrante que las elecciones fueron arregladas fraudulentamente para que ganara Biden, partió y fragmentó a una ya polarizada sociedad estadounidense, dentro de su ámbito histórico bipartidista en la estructura político-representativa de ese país. Volvieron a resurgir los viejos problemas histórico-estructurales y socioculturales en la formación y evolución de la sociedad y sus instituciones: acrecentó el supremacismo, la discriminación, el racismo, el mesianismo religioso y el fundamentalismo milenarista, el clasismo, la xenofobia, homofobia, etc.
Lo que ha caracterizado a esa sociedad bajo la falsa premisa o eslogan del “sueño americano y el melting-pot”, así como “la mayor y más solidaria libertad y democracia representativa del mundo occidental”, se muestra un engaño. Ahora, el lema “regresa” hace nuevamente muy explícito y evidente al esencialismo, determinismo y supremacismo blanco. Además, existe el peligro de una segunda dictadura transicional hacia el neofascismo neoliberal, si el trumpismo se vuelve a instalar en la Casa Blanca y en el Capitolio en las próximas elecciones. Y puede también que, con la polarización existente, se den conflictos sociales de mediana y baja intensidad a nivel de regiones, áreas, estados y ciudades de la unión americana.
Las explosiones políticas evidencian siempre las crisis profundas de una sociedad. Aunque se arroga el privilegio de ser la democracia más sólida y estable del planeta, los hechos parecen mostrar lo contrario. Empezando por decir que su sistema de votación no-directa pone ya en entredicho, desde el inicio, la transparencia democrática, es sabido que en el país el gobierno de turno (sucesión interminable entre demócratas y republicanos), quizá como en todos los países capitalistas, sigue los dictados de quienes pagan las campañas (vastos intereses sectoriales y corporativos, nacionales y transnacionales globales). Para el ámbito externo, para lo que tiene que ver con la geopolítica, la agenda la sigue poniendo principalmente su complejo militar-industrial.
Si bien hay vaivenes en su política económica interna, con momentos de mejora y otros de mayor recesión, como tendencia histórica puede constatarse un decrecimiento gradual de su PIB y, lo más importante, un paulatino descenso en el nivel de vida de sus ciudadanos. Acorde con los planteos neoliberales vigentes, los ricos han devenido más ricos y poderosos en estos últimos años, mientras que clase trabajadora y sectores medios continúan empobreciéndose. Tanto el Estado como cada familia están hondamente endeudados. Técnicamente esas deudas son impagables, porque no existe el respaldo real de toda esa riqueza, que son más que nada algoritmos financieros. Es absolutamente cierto que, como dice Juanlu González, “No es un secreto que Europa y Estados Unidos viven muy por encima de sus posibilidades mediante el saqueo sistemático de los recursos del resto del mundo gracias a su potencial militar y al control del sistema financiero global.”
Hoy no está clara cuál es la dinámica social que seguirá esta sociedad en el futuro inmediato. Quizá involucione hacia posiciones cada vez más neonazis, de derecha radical, teocrático-supremacista y esencialista-vitalista. La posibilidad de que Trump puede vencer en las futuras elecciones presidenciales está totalmente abierta. Ante la decadencia económica, la promesa de “mano fuerte” (America first) entusiasma. Siempre hay un chivo expiatorio; en este caso son los ejércitos de latinoamericanos indocumentados principalmente, que llegan al sueño americano a trabajar por migajas. Con esos planteos de “supremacismo vengador” nació el nazismo en la derrotada y humillada Alemania de la primera post guerra mundial.
La actual administración demócrata de Biden ve que será difícil la reelección. Para paliar en parte el descalabro económico que se vive –producto de la desaceleración económica, de la crisis financiera del 2008 y 2018 que no ha concluido y parecen agravarse, por cierre del país por la pandemia de Covid-19– acaba de aprobarse la “Ley de Reducción de la Inflación”, que consta de tres pilares principales: reducción de los estratosféricos costos médicos para los ciudadanos estadounidenses (mayormente, de la tercera edad, retirados, pensionados, con enfermedades degenerativas, terminales o discapacitantes); el decidido impulso a las energías no contaminantes y un incremento de impuestos a las personas que ganen arriba de USD.400,000 anuales, hasta las grandes corporaciones que de momento gozan de los mayores beneficios fiscales, más grandes que las del ciudadano común. La clase dirigente está haciendo lo imposible por no perder su sitial de honor como pretendidos amos mundiales; pero parece que no lo puede lograr. ¿La guerra sí lo lograría?
Entre los últimos acontecimientos de esta guerra, los referéndums desarrollados en las repúblicas de Donetsk, Lugansk, Zaporiyia y Jersón, –considerados ilegales, antidemocráticos, coercitivos y fraudulentos para la visión occidental (Ucrania, OTAN y UE); considerados legítimos, necesarios, justificados y estratégicos para Moscú–, calientan más aún las cosas. Según los resultados de éstos, esas zonas ahora son territorios rusos (Putin las declara anexadas la última semana de septiembre 2022 y se anexan formal y oficialmente la primera semana de octubre 2022). Si llegaran a atacar las fuerzas ucranianas alguna de estas repúblicas, Moscú lo consideraría como una afrenta directa a su integridad territorial.
La OTAN y la UE amenazan con profundizar las sanciones a la Federación Rusa; mientras tanto, alguien ha perforado y destruido secciones de los gasoductos Stream I y II, dejando sin suministro de gas a Europa. Es obvio que fue un sabotaje, pero queda la pregunta de quién lo hizo, y, por tanto, quién se beneficia finalmente del hecho consumado. De momento, ninguna de las partes en conflicto (Ucrania, Rusia o miembros de la OTAN), se ha hecho responsable, más bien se culpan unos a otros con la propaganda acostumbrada. El daño ecológico en el mar Báltico es cuantioso y extenso.
Lo cierto es que, la situación se sigue calentando, se complica y se complejiza a un grado extremo, definitivamente. Ya se habla por parte del Kremlin sobre la posibilidad de utilizar armamento nuclear en forma escalonada, primero de bajo y medio poder, y después se puede llegar a las de destrucción masiva. Las alarmas se prenden. Los tambores de guerra suenan cada vez más amenazantes. Ahora, el presidente Zelensky ha hecho el anuncio que está aplicando para una “aceptación o membrecía acelerada” de Ucrania en la OTAN, como reacción a la anexión de las regiones ucranianas (arriba mencionadas) por parte del Kremlin.
Si no se destruye el mundo antes, continuaremos este análisis y discusión comparativa sobre los tres países en disputa de la hegemonía mundial y la guerra que acapara la atención mediática propagandística y los posibles y potenciales conflictos que nos puedan llevar a la extinción.
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