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Veinte años de violencia y control social

Fuentes: Alterinfos.org

En el periódico «El Ciudadano» del mes de marzo se realizó un balance, en diversos tópicos y por diferentes especialistas, de los veinte años de la concertación. Se trata de un trabajo multidimensional en que cada artículo es una síntesis. Abarca casi la totalidad de la obra de la concertación, por lo que las omisiones […]

En el periódico «El Ciudadano» del mes de marzo se realizó un balance, en diversos tópicos y por diferentes especialistas, de los veinte años de la concertación. Se trata de un trabajo multidimensional en que cada artículo es una síntesis. Abarca casi la totalidad de la obra de la concertación, por lo que las omisiones son comprensibles en atención a la concisión propia de un medio periodístico.

No obstante, pienso, que la omisión de un balance de las políticas de «justicia», «seguridad pública», «seguridad ciudadana», sistema carcelario, control social formal e informal, o de un modo más preciso y general al mismo tiempo, violencia y control social, ejemplifica de un modo cabal cómo la intelectualidad de izquierda criolla se ha relacionado con esta vital materia.

Al mismo tiempo en que los pobres, que la izquierda dice representar genuinamente, son los únicos golpeados por los sistemas represivos «democráticos», y que los grupos antisistémicos al proliferar y hacerse fuertes pronto son castigados con un sucedáneo de ese control «legítimo», normalmente los autores críticos han callado y se han restado de la discusión política, en especial de la técnico jurídica, dejando este asunto a merced de quienes poseen interés en la represión, es decir, aquellos que las policías custodian sus inveterados intereses, los dueños del país, los dueños de los uniformados.

Sin una teoría, a veces sin un discurso propio, la izquierda en este tópico reitera lugares comunes de la crítica liberal que prolifera al alero de las escuelas de derecho en donde se forman los abogados corporativos, o se descalifican, por ejemplo, las propuestas de paz ciudadana, o libertad y desarrollo sin comprender en lo más mínimo qué es lo que está en juego. Para ahorrarse tiempo frente al computador concluyen apresuradamente que todo lo que ocurre en Chile es producto de la profundización del «modelo neoliberal», lo que en último caso, si se trata de un pensador de prestigio, contendrá una frase de Naomi Klein para vestir de seriedad a esta neo entelequia.

A contrapelo de los analistas de «el ciudadano», que ven en cada materia una responsabilidad exclusiva de la elite dominante, pienso que el estado calamitoso en que se encuentra esta faceta del Estado para la izquierda es en gran medida adjudicable a nuestra incapacidad de construir una teoría que permita apropiarse de la acción política de la derecha y prefigurarla desde dentro, es decir, disputar también en su campo de modo de neutralizarla. Es decir, actuar como la derecha lo ha hecho con la izquierda, apropiándose de sus palabras y del poder de sus símbolos, no como una tarea única sino como parte de una acción multidimensional destinada, al mismo tiempo, construir poder, contener el del adversario y neutralizar al enemigo.

La izquierda se ha dedicado a sus «propios asuntos», esa es la razón por la que en «el ciudadano» la «justicia» es solamente las violaciones a los DDHH de la dictadura y su impunidad, y los actos más aberrantes de represión en democracia. El silencio respecto a cómo el nuevo sistema procesal penal ha producido una justicia de clases aún más desenfadada que la que denunciaba Eduardo Novoa Monrreal en 1971, nos hace cómplices de lo sucedido. La izquierda dice no poseer velas en este entierro lo que da para pensar que quizá comparta la doctrina Chahuán, Harboe, Rosende o Ubilla, y que firmará «en blanco» sus propuestas siempre y cuando se deje a los mapuche y okupas en paz. Los «delincuentes» son enemigos de todo ciudadano «decente», sea de izquierda o de derecha.

Lo que no comprenden es que el modo en que los gobiernos reprimen a la disidencia política es una réplica del que se usa en contra de la criminalidad común, es más, el aumento de la represión política del estado chileno en la última década se explica por sí mismo por el cambio en el sistema de persecución contra los lanzas, microtraficantes o monrreros.

Tales reformas fueron pensadas por la derecha dura a principios de los noventa pero fueron, finalmente, los anónimos académicos liberales de las escuelas de derecho, quienes finalmente aprovecharon la coyuntura y se anticiparon, redactando un código de procedimiento penal tan respetuoso de las garantías procesales como antipopular. Si hoy realizáramos una asamblea constituyente sin lugar a dudas las normas rectoras en materia de represión penal serían aún más duras que las actuales porque nuestra sociedad es profundamente autoritaria por lo que el nuevo proceso penal tuvo que ser impuesto, mediante el autoritarismo academicista, en provecho de una sociedad incapaz de valorar su aporte.

Y, desde luego, la izquierda en este punto actuó fiel al común autoritarismo de la sociedad, y a su endémica ceguera. Quizá el rol paradojal que habían ejercido durante los noventa los abogados de DDHH, que en vez que defender a las víctimas de la represión estaban dedicados a encarcelar a los victimarios, aquello que he denominado un uso «criminalizador de los DDHH», los mantuvo ajenos, e incluso refractarios, a los principios del nuevo proceso restándose a las discusiones tanto en su «diseño» como en su «implementación».

Sin embargo la derecha, marginada desde el comienzo del proceso por los anónimos, e ingenuos, académicos liberales, pronto comprendió su error y se incorporó a la reforma. Ya no detendría lo inevitable como en algún momento quiso sirviéndose para tal fin de los carabineros y del poder judicial, sino que intervendría la reforma desde dentro, haciéndola suya.

Es así como uno de los tantos histéricos detractores de la reforma procesal penal, Guillermo Piedrabuena Richards, se transformó en la autoridad más importante de su vigencia e implementación, el Fiscal Nacional. Su rol desde el comienzo, y sistemáticamente por ocho años, fue destruir cada uno de los principios liberales en que se fundaba el nuevo código dejando subsistente en la práctica tan sólo las normas que permiten que sea un sistema de represión más eficiente, pero no desde el utilitarismo de sus redactores sino que desde un autoritarismo patronal, un gremialismo propio de los mercaderes que nos gobiernan soterradamente en la concertación y explícitamente con Piñera.

Para los redactores del código importaba más que la «verdad procesal» la resolución de conflictos y por lo mismo en vez que perseguir a los delincuentes de poca monta se privilegiaría los casos graves. Hoy resulta que se persigue a los «pasturrientos» mientras que los delitos graves quedan en la impunidad mientras la televisión no les dé cobertura. Cuando esto último ocurre, el sistema inicia una captura de culpables «a la medida» con total prescindencia de los principios garantistas que inspiraron la reforma. El nuevo sistema es más «eficiente» que el anterior en cuanto a encarcelar personas, pero es altamente costoso y su «seguridad jurídica» es cuestionable. Un poco de rigor en el análisis nos debe llevar a concluir que el nuevo proceso penal en sus diez años de implementación está colapsado, cuesta decenas de veces más que el anterior, y ha fracasado en todos y cada uno de sus fines declarados.

Piedrabuena intervino la reforma y en vez que «cambiarlo todo para que nada cambiara», a lo Aylwin, cambió todo para que cambiara el sistema de represión en beneficio de la elite dominante. En vez que contener las trasformaciones, al más puro estilo «reaccionario», se imbricó en el cambio, lo comandó, y navegó el buque de la reforma a un puerto aún más seguro para los patrones. Para que su obra «revolucionaria» no quedara truncada se preocupó de instalar a Sabas Chaguán para que continuara su cometido.

Y la izquierda que se había restado en el diseño, e inclusive había «reaccionado», tan histérica y majaderamente como la derecha más dura, al nuevo código, siguió abajo de la reforma durante toda su implementación sin una teoría, qué digo, sin siquiera un discurso que permitiese algún reparo ante la escandalosa refundación autoritaria del país. Aquí si que era imperioso un acuerdo con los «sectores más avanzados de la burguesía», pues la academia liberal era quién había parido este engendro antes que lo adoptara el lado oscuro de la fuerza. La izquierda pudo fortalecer este mancillado bastión y tironear al bebé para que no lo arrebataran de las manos de sus padres biológicos, pero, incapaz de comprender el país en que vive, el mundo que lo circunda, y el ser humano que lo puebla, siguió dedicada en forma exclusiva y excluyente a asuntos de «mayor importancia».

Las voces de la izquierda, cada vez más numerosas y estridentes, que denuncian el clima de violencia represiva, unilateral e insufrible, que padecemos, recién comenzaron a escucharse hace un par de años cuando el bebé «reforma procesal penal» ya había crecido y transformado en un monstruo que se alimenta de los más débiles y de todos quienes disienten.

Chile es tercer el país con más presos por habitante en toda América y el décimo en el mundo. El único estado que se dice democrático y está en esta nefasta nómina, a parte de Chile, es Estados Unidos.

Pero esta situación es apenas advertida debido a que la separación simbólica, impuesta desde arriba desenfadadamente, entre pobres «buenos» (honrados y trabajadores), y pobres «malos», (mendigos, rotos, malentretenidos, flaites, etc), es transversal en la población y de ello no se libra ni la izquierda. Es más, gran parte de ella sigue atada a un discurso que refuerza tal ideología, la que incluso es más autoritaria que la misma empleada por los medios de derecha: La separación entre proletariado y lumpen proletariado. (A quién le quepan dudas que por favor lea lo que se escribió los días inmediatamente posteriores al terremoto, mientras la derecha pedía toque de queda y palos a mansalva algunos izquierdistas exigían hasta el «paredón» para aquellos que cometían actos de pillaje diversos al aprovisionamiento de productos básicos.)

Piñera se deleita con el festín que le ha servido la concertación, puede darse el lujo inclusive de darse por triunfador de la «guerra en contra de la delincuencia». Sus declaraciones de hoy, posteriores al «día del joven combatiente», son coherentes con esta hipótesis, defendida hace meses respecto de un eventual gobierno de la alianza por Chile y hace casi diez años en relación con el insostenible, comunicacionalmente hablando, fracaso de la «mano dura». Cada cierto tiempo se debe decir que la «delincuencia» ha sido derrotada puesto que de lo contrario el gobierno se exhibiría como ineficiente. Pero, cuidado, eso no significa que se afloje la mano.

Así como se inventó mediáticamente, contra toda evidencia empírica, que la delincuencia había aumentado para justificar la represión en democracia, sólo basta, como dice Antonio Carlos Jobim, desinventarla.

Para ello se quiere apagar con agua, y no con bencina como lo hizo la concertación en los últimos años, el conflicto mapuche y todos los casos bomba-anarquistas: «los ocho del Salmón», «Asel Luzarraga», y las bombacicletas. Aunque se siga condenando a algunos por estos cargos, la prensa los exhibirá como situaciones aisladas, tal cual hoy se ha cubierto la conmemoración del día del joven combatiente. El objetivo es invisibilizarlos para demostrar la eficiencia de Piñera en estas materias tal cual la hiper represión de la concertación la mostraba impotente y superada por estos actos.

No faltará quien me diga que se trata de un delirio de mi parte pues los tribunales son independientes, el ministerio público es un órgano autónomo, la prensa es libre, y las policías ni siquiera dependen jerárquicamente del gobierno por las particularidades de la constitución Lagos-Pinochet. A quién lo haga lo invitaría a caminar un largo tour, por Pudahuel, la Legua, la Bandera, y Pedro Montt, donde están los juzgados del crimen, para que viera la vida «tal como es».

 www.alterinfos.org/spip.php?article4325