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Verdad y simulacro

Fuentes: Rebelión

Jürgen Habermas, probablemente el último de los filósofos posilustrados vivos que defiende la tradición moderna, destaca la naturaleza o función comunicativa del lenguaje. Esto significa que tanto el hablante como el oyente del discurso tienen un interés a priori en comunicarse, en entenderse. Ese interés es condición previa de toda comunicación. Sin aquél, ésta no […]


Jürgen Habermas, probablemente el último de los filósofos posilustrados vivos que defiende la tradición moderna, destaca la naturaleza o función comunicativa del lenguaje. Esto significa que tanto el hablante como el oyente del discurso tienen un interés a priori en comunicarse, en entenderse. Ese interés es condición previa de toda comunicación. Sin aquél, ésta no tendría lugar. Entenderse significa llegar a un acuerdo. Los participantes llegan a un acuerdo mediante el cual se reconocen el uno al otro. Ello supone una cognición interactiva y un «reconocimiento intersubjetivo» de la validez de lo que expresa el otro. La estructura del lenguaje es fundamentalmente hermenéutica: opera en la esfera de las interpretaciones a todos los niveles. Tal es el verdadero télos (finalidad) del lenguaje.

Comprometido en la tarea de «completar el proyecto de modernidad» iniciado en la Ilustración, Habermas critica la moderna sociedad de consumo, que no distingue entre necesidades verdaderas y falsas, artificiales y reales. Frente a esta indistinción, considera esencial discernir cuáles son las necesidades básicas de los seres humanos. Por eso, aboga por una comunicación libre y sin distorsiones como objetivo emancipador en lo que llama «mundo vital», que es el mundo de la conciencia y la acción comunicativa. Este paradigma de comunicación ayudaría a quebrar la visión distorsionada del mundo «formateada» por los poderes mediáticos.

La cuestión que se plantea consiste en saber cómo es posible lograr una «comunicación libre y sin distorsiones» en un mundo cada vez más globalizado y dominado por las grandes corporaciones internacionales y por poderes fácticos que fabrican opinión y consenso.

Jean Baudrillard, pensador francés recién fallecido, afirmaba que hoy vivimos en lo que llamaba la «hiperrealidad». Concepto difícil de definir, la hiperrealidad desafía todos los esquemas de nuestro pensamiento. ¿Será acaso un exceso, una sobreabundancia de realidad, una especie de para-realidad, de realidad paralela a aquella otra que creemos percibir, conocer y reconocer? En todo caso, lo esencial es que la hiperrealidad suprime la diferencia entre lo real y lo imaginario. La realidad virtual, el holograma, las comunicaciones globales, las tecnologías visuales y el arte en general -todas expresiones regidas por un código- serían ejemplos de ella.

La consecuencia es que ahora parece quebrarse la vieja ley de unidad y oposición de los contrarios. Los opuestos empiezan a desaparecer. En palabras de Baudrillard, «todo se hace imposible de decidir». No se trata aquí de una simple confusión o de un equívoco conceptual. Es que ahora todo se problematiza: lo bello y lo feo en la moda y la estética, la izquierda y la derecha en política, lo bueno y lo malo en moral, lo verdadero y lo falso en los medios de comunicación, lo útil y lo inútil en los objetos, la naturaleza y la cultura. Todo vale y nada vale. Todo se vuelve intercambiable en la era de la reproducción y el simulacro, que es también la era del código. No sólo los objetos (que, además de su valor de uso y su valor de cambio, tienen un valor de signo): también las normas y los paradigmas son intercambiables. Así, por ejemplo, al intercambiar, a veces de modo antojadizo, términos procedentes de los géneros artísticos y literarios, la estética y la semiótica del arte posmodernas no hacen sino expresar esta nueva realidad.

Quisiera detenerme ahora en esta idea central que cuestiona nuestras aparentes certezas: que lo verdadero y lo falso en los medios de comunicación se vuelve hoy imposible de decidir. Se borran las viejas fronteras de verdad y error (o engaño). El «anything goes» (todo vale) posmoderno penetra todo el ámbito de la actividad humana: el arte, la estética, la política, la moral, la comunicación, la vida cotidiana.

Vivimos en la era del simulacro y la hiperrealidad. Para Baudrillard, la Guerra del Golfo de 1991 no existió, no tuvo lugar. Fue sólo una creación virtual de la televisión y otros medios poderosos. No hubo guerra propiamente dicha, en el sentido de combate cuerpo a cuerpo, de lucha entre frentes enemigos. Todo consistió en ataques aéreos dirigidos desde supercomputadoras, bombardeos inteligentes, ausencia de lucha física directa. Nos quisieron convencer de lo contrario. Nos mintieron y engañaron. Simularon. ¿Nos mintieron y engañaron? ¿Realmente simularon? Montaron un simulacro exitoso presentado como verdad. ¿Un simulacro verdadero?

La agresión a Irak, disfrazada como guerra de liberación, cae bajo un esquema similar. Fue una guerra inventada, planificada, decidida de antemano y llevada a cabo bajo pretextos cambiantes para controlar los recursos naturales de una nación gobernada por un tirano cruel y sanguinario. Desde el principio se sabía perfectamente que allí no había armas de destrucción masiva y, sin embargo, eso no importaba en absoluto. La agresión se llevó a cabo de todos modos.

Los puristas de los medios se defienden: los medios no fabrican la realidad, simplemente la reflejan; no crean ni distorsionan los hechos, tan sólo nos informan acerca de ellos. Esta defensa me parece harto discutible, por no decir insostenible. Pues, ¿acaso los grandes medios estadounidenses no le hicieron el juego al gobierno de los Estados Unidos en su campaña contra Irak, antes, durante y después de la agresión? En la era de la simulación y el código, es creciente la tendencia de los medios a fabricar la realidad que percibimos. No sólo deciden lo que percibimos, sino lo que quieren y necesitan que percibamos. La realidad deviene así una construcción mediática, virtual. Buena parte de la obra crítica de Noam Chomsky, intelectual estadounidense de renombre mundial, ha intentado demostrar de modo convincente cómo en las sociedades democráticas, incluida la norteamericana, la noticia y la opinión es algo que se fabrica como cualquier otro producto bajo una lógica de dominio y control del pensamiento.

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Instalados en la llamada era global, vivimos en un mundo de información sobreabundante. La cultura está superpoblada de noticias, de reportajes, de imágenes. La sociedad digital o sociedad del conocimiento es también la sociedad de la información. Las noticias van y vienen, invaden nuestra vida cotidiana a tal punto que llegamos a confundir la realidad misma con su representación mental o visual. Solemos reaccionar a ellas con una actitud casi religiosa, de aceptación pura y simple. Pero la información requiere de una lectura crítica. Demanda ser leída, descifrada, descodificada.

Mi memoria registra imágenes turbulentas de diversos escenarios de esta época convulsa: Panamá, Mogadishu , Rumania , Irak, Sarajevo , Chechenia, Ruanda … Me he acostumbrado al espectáculo del horror en la pantalla chica. Las imágenes que contemplo me impresionan y conmueven, pero luego se vuelven normales, suceso trivial a fuerza de repetirse. La tragedia se torna espectáculo. Digiero el infortunio de mis semejantes. El mal se despoja de su carácter trágico: se banaliza. Todo se trivializa: se desdramatiza. El infierno de los otros pronto deja de conmoverme.

Los medios no sólo muestran: también ocultan. No sólo ocultan: también simulan. En nuestro imaginario, la información que recibimos -similar a las imágenes- posee un efecto de verdad. Como si perteneciera, por derecho propio, a un régimen de verdad y creencia. En este régimen, toda información sería per se verdadera, indubitable. Hemos establecido una relación de identidad entre información y objetividad, información y verdad. En virtud de esta relación, toda información sería un relato de verdad. Nos hemos habituado a aceptar toda noticia, toda información, toda imagen del mundo salida de los medios como verdadera, absolutamente cierta, sin criticarla ni cuestionarla a fondo. Incurrimos en la creencia de todo cuanto se nos informa. Pero de lo que se trata es de aprender a leer con auténtico sentido crítico la información que prolifera en nuestro mundo; aprender a interpretarla, a descifrarla, a descodificarla.

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Vuelvo ahora al propósito de Habermas de una «comunicación libre y sin distorsiones». Para lograr ese objetivo emancipador, creo preciso adoptar una norma o un principio de acción universal que ya se ha vuelto divisa común: hablar con claridad al Poder. El palestino Edward Said describía al verdadero intelectual como el «autor de un lenguaje que se esfuerza por decirle la verdad al poder «. Los anglosajones lo expresan en una frase idiomática: «speak truth to power». Tal vez sea ésa, de entre todas, la tarea más importante del intelectual. Es necesario que éste se comprometa en un ejercicio de claridad conceptual y expresiva en los diversos escenarios en que actúa: la investigación científica, la escritura de libros, el artículo periodístico, la charla o conferencia pública, la enseñanza media, el aula universitaria, la comparecencia en los medios. Pensar a fondo, comunicar su visión, hablar y decir claro las cosas.

¿Qué significa hoy hablarle claro, decirle la verdad al poder? No hay nada más susceptible a la crítica y la denuncia que el Poder. Aun cuando se reviste de ropaje democrático, suele molestarle la disensión. Si la admite es a duras penas y siempre a regañadientes. Al Poder le gusta intimidar y acallar. Espera y demanda de nosotros el asentimiento, la adhesión estricta, un sí claro, rotundo e incondicional. Al mismo tiempo, en virtud de su elasticidad y su capacidad de recuperación, el sistema que sostiene al Poder es capaz de recuperar la crítica más incisiva y violenta, y de volverla a su favor. La sociedad de consumo, por ejemplo, es también la sociedad de la denuncia del consumo. Todo «anti» puede ser recuperado y convertido en un nuevo «pro» en favor del sistema. Pero la denuncia del consumo no siempre es recuperada. No toda contracultura es recuperable. De ahí la pertinencia de la crítica a contracorriente, del contradiscurso al Poder , del contrapoder.

Los denominados «intelectuales mediáticos», que suelen confundirse con los informadores públicos, son responsables de difundir una doxa, una opinión generalizada y al parecer consensuada. Pretenden ser los detentores naturales del consenso y la opinión pública. Existe un discurso general, cuasioficial, pseudolegítimo, formateado por los poderes mediáticos. Esos poderes se hallan, tanto al nivel local como mundial, en manos de grandes corporaciones financieras, de lobbies político-económicos, de grupos empresariales a los que se vinculan estrechamente grupos editoriales y académicos. En el ejercicio de esa doxa, de ese discurso formateado, se recurre hoy sin ningún tipo de escrúpulos a todos los recursos del poder (desde el chantaje, el soborno, la intimidación, la mentira y el engaño conscientes, hasta la censura y la autocensura en los medios) para justificar políticas hegemónicas y guerras de saqueo y despojo en nombre de la «guerra contra el terror». La guerra de agresión contra Irak es el ejemplo más elocuente.

Con Jacques Derrida, pienso que resistir hoy a la doxa oficial, pseudocrítica y pseudodemocrática, es una exigencia ética en la era global. Esta resistencia no significa rechazo a los medios masivos de comunicación. No sugiero que se deba evitarlos o haya que negarse a aparecer en ellos. Por el contrario, hay que procurar estar de algún modo presente en los medios; es incluso recomendable crear y mantener cierto «espacio mediático». Hablo con el ejemplo. Tengo este espacio y me valgo de él para llegar a otros. Pero también creo necesario dosificar esa presencia. El intelectual no es un monje o puritano, pero tampoco una «vedette» pública. Ni exhibicionismo mediático ni puritanismo antimediático. Es erróneo negarse a intervenir en los debates de la contemporaneidad. Lo esencial es desarrollar los medios, ampliarlos, diversificarlos, democratizarlos. Más aún: retarles a asumir una «comunicación libre y sin distorsiones», como desea Habermas. La tarea pendiente consiste en exigir que los medios asuman su responsabilidad ineludible en una sociedad llamada a ser cada vez más transparente, más democrática y participativa, más justa y libertaria.

Comprender la realidad de nuestra época significa comprender también la naturaleza de los poderes mediáticos. Tal comprensión conduce forzosamente a la crítica de esos poderes. Tal vez haga falta una semiótica de la comunicación que ponga énfasis tanto en el plano del significante como en el plano del significado. En un entorno sociocultural cada vez más mutante, más interrelacionado, más interdependiente e intercultural, no basta con tener mayor acceso a una información libre y no distorsionada; es preciso también asimilarla y enjuiciarla críticamente reconociendo sus usos, sus contextos, sus intenciones, sus posibles implicaciones ideológicas y políticas.

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Fidel Munnigh es doctor en filosofía por la Universidad Carolina de Praga y profesor en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Autor de «Huellas del errante»(2000) y «La memoria incautada» (2007).